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Cuando el padre Storey preguntó al Bombero a quién necesitaba, Harper no esperaba estar en su lista, pero fue la única persona a la que mencionó por su nombre.
—Dos o tres hombres y la enfermera Willowes, por favor, padre. No sé en qué estado estarán esas personas. Como mínimo se han pasado veinticuatro horas en un escondrijo muy pequeño con temperaturas apenas por encima de los cero grados, así que puede que sufran congelación. Quizá nos convenga tener asistencia médica a mano. ¿Nos reunimos en el parque de los monumentos dentro de veinte minutos? Me gustaría salir ya.
El oficio había terminado. Todos los asistentes salieron a los pasillos de la capilla vociferando entre ellos. Se abrió paso entre la masa de cuerpos y ruido. Ben Patchett estaba diciendo algo («Harper, estás embarazada, está loco si cree que…»), pero ella fingió no oírlo. En cuestión de segundos, había salido por las enormes puertas rojas y estaba al aire libre, donde hacía un frío tan seco e intenso que le picaban los ojos.
Sola en la enfermería, abrió los armarios de las medicinas para reunir cualquier cosa que pudiera resultarle útil y meterla en una pequeña mochila de nailon. Con las prisas, se golpeó el codo contra el enorme modelo anatómico de una cabeza humana, que se cayó de la encimera y se estrelló contra el suelo.
Tras maldecir en voz alta, se volvió para ocultar los fragmentos a patadas (tenía demasiada prisa para ponerse a barrer); pero, entonces, vaciló.
La cabeza se había roto en varios pedazos grandes. La mitad de la cara la miraba con estúpido asombro. Entre los fragmentos vio un cuaderno de taquígrafo enrollado hasta formar un tubo y sujeto con gruesas gomas.
Lo recogió de entre los trozos rotos, soltó las gomas y miró la cubierta.
CUADERNO PRIVADO DE HAROLD CROSS
OBSERVACIONES MÉDICAS Y COMENTARIOS PERSONALES CON ALGÚN QUE OTRO POEMA
Meditó qué hacer con él y pensó que a más de uno en el campamento le gustaría saber qué había escrito Harold las semanas anteriores a su muerte. Al final decidió no decidir nada. No tenía tiempo. Así que lo lanzó al interior de un cajón y salió de allí.
El Capitán América la esperaba en los escalones de la enfermería.
—Tengo otras máscaras si quieres una —le ofreció Allie, que encabezaba la marcha por los temblorosos tablones colocados entre los edificios—. Tengo a Hulk, a Optimus Prime y a Sarah Palin.
—¿Es importante ocultar nuestra identidad?
—No creo, aunque te hace sentir más cañera. Ya sabes, como esos tíos que roban un banco con máscaras que dan miedo. Las máscaras de payasos terroríficos siempre me provocan una minierección.
—A no ser que tengas a Mary Poppins, creo que paso. Pero gracias por preguntar.
La muchacha la condujo a través de las amenazantes rocas paganas del parque de los monumentos hasta un altar de piedra que sería el lugar perfecto para sacrificar a Asían. El padre Storey estaba detrás, con el Bombero a su derecha y Michael y Ben a su izquierda; una imagen que, curiosamente, a Harper le recordaba a La última cena. Michael incluso tenía la apelmazada barba pelirroja de Judas, aunque nada de su malicia ni de su miedo.
—¿Allie? —dijo su abuelo mientras alzaba una mano, con la palma por delante, como para bendecirla—. Le prometí a tu tía que no formarías parte de esto. Vuelve al autobús, que te toca vigilar la puerta esta noche.
—Le he cambiado el turno a Mindy Skilling —respondió ella—. A Mindy no le ha importado.
—Y estoy seguro de que no le importará que se lo vuelvas a cambiar.
La joven lanzó una mirada hostil e inquisitiva al Bombero.
—Yo siempre voy. ¿Desde cuándo no puedo ir? Mike va. Sólo es un año mayor que yo. Yo creé a los Vigías, no él. Yo fui la primera.
—La última vez que saliste por ahí con John, tu tía se quedó sentada al lado de la ventana hasta que volviste, agarrada a uno de tus jerséis mientras rezaba —dijo el padre Storey—. No le rezaba a Dios, Allie, sino a tu madre para que te protegiera. No la obligues a pasar por otra noche como esa. Ten piedad de ella y ten piedad de mí.
Su nieta siguió mirando al Bombero.
—¿Tú estás de acuerdo con esta mierda?
—Ya lo has oído —respondió el inglés—. Síguele la corriente, Allie, y no me eches una de tus letales miradas de adolescente. Si quieres que sigamos a partir un remo, tendrás que espabilar.
Ella mantuvo la mirada asesina un segundo más, como si intentara decidir la mejor manera de vengarse. Después miró a Michael y abrió la boca con la intención de suplicarle a él, pero este se volvió a medias y se puso a rascarse la espalda con su porra de palisandro mientras fingía no percatarse de su mirada.
—Que os den —dijo Allie, y la voz le temblaba de rabia—. Que os den a todos.
En un segundo se había metido corriendo entre los árboles. Harper, tiempo atrás, era capaz de moverse así; recordaba con mucha nitidez haber tenido dieciséis años.
El padre Storey esbozó una sonrisa en la que había mucho de mueca.
—A su manera, tan dulce y amable, siempre consigue hacerse entender, ¿verdad? Añadiría que, comparada con su madre, es la viva imagen del comedimiento.
—Porras —dijo Ben Patchett—, se me ha olvidado coger una linterna.
—No te preocupes, Ben —repuso el Bombero mientras se sacaba el guante de la mano izquierda—. Yo he traído luz.
Su mano se encendió en una flor de fuego azul con un suave silbido e iluminó un círculo de tres metros de diámetro. Los cantos rodados lanzaron monstruosas sombras colina abajo.
Harper llegó al lado de Patchett y lo oyó tragar saliva.
—Nunca me acostumbraré —dijo el hombre.