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Allie fue la primera en bajar del árbol, del que descendió agarrándose de la rama y columpiándose hasta dejarse caer al suelo. Harper pretendía bajar por la rudimentaria escalera clavada al tronco. Sin embargo, en cuanto se deslizó hasta salir de la rama en la que estaba sentada, cayó.
El Bombero apareció para detener su descenso. En realidad, no la cogió al vuelo, sino que dio la casualidad de que estaba debajo de ella. Lo aplastó bajo su cuerpo y juntos besaron el suelo. Ella le dio en la nariz con la parte trasera de la cabeza. Su talón derecho rebotó en la tierra y el dolor resultante que le recorrió el tobillo fue máximo.
Gruñeron el uno en brazos del otro, como amantes.
—Joder —soltó ella—. Joder, joder, ¡joder!
—¿Y ya está? —preguntó el hombre, que se sujetaba la nariz y parpadeaba para reprimir las lágrimas—. ¿Nada más que repetir «joder» una y otra vez? ¿No puedes ampliar un poco tu registro? ¡Me cago en todo! ¡La madre que te parió, cómo duele! Algo así. Los estadounidenses no tenéis imaginación para estas cosas.
Harper se sentó y los hombros se le empezaron a sacudir con los primeros sollozos. Las piernas le temblaban, tenía el tobillo roto y Jakob había estado a punto de matarla, había querido matarla. Y la gente disparaba armas y ardía, y ella se había caído de un árbol, y el bebé, el bebé… Y no pudo contenerse. El Bombero se sentó a su lado, la rodeó con un brazo, y ella apoyó la cabeza en el resbaladizo hombro de su chaqueta.
—Ea, ea —dijo él.
Y la sostuvo durante un rato mientras ella lloraba con muy poca sofisticación.
Cuando los sollozos remitieron hasta convertirse en hipidos, él dijo:
—Vamos a levantarte. Deberíamos irnos, no sabemos qué estará tramando el demente de tu ex. No creo que dude en llamar a una patrulla de cuarentena.
—No es mi ex, no estamos divorciados.
—Ahora sí. En virtud de la autoridad que me confiere la ley.
—¿Qué ley?
—¿Sabes que los capitanes de los barcos pueden casar a las parejas? Pues, aunque poca gente esté al corriente del asunto, los bomberos podemos divorciarlas. Venga, arriba.
Le rodeó la cintura con el brazo izquierdo y tiró de ella para levantarla. La mano que le apoyaba en la cadera todavía estaba caliente, como el pan recién sacado del horno.
—Te has prendido fuego a la mano —dijo Harper—. ¿Cómo lo has hecho?
En principio, ya conocía la respuesta: el Bombero tenía escama de dragón, como ella. Todavía llevaba la mano al aire, así que le vio los garabatos de negro y oro que le recorrían las líneas de la palma y le rodeaban una y otra vez la muñeca en espiral. Un tenue humo gris brotaba de las líneas más gruesas.
Había visto arder, como mínimo, a un centenar de personas afectadas por la espora; entraban en combustión y empezaban a gritar mientras el fuego azul los recorría, como si estuvieran pintadas de queroseno, y el pelo estallaba en llamas. Nadie haría algo así por voluntad propia ni tampoco podría; sucedía sin control alguno y siempre acababa con la muerte de la persona.
Sin embargo, el inglés había ardido aposta y sólo parte de él, sólo la mano. Después había extinguido las llamas con tranquilidad y, de algún modo, había conseguido no salir herido.
—Una vez se me ocurrió dar clases para enseñarlo —respondió el hombre—, aunque no sabía bien cómo llamarlo: ¿Pirotécnica Avanzada? ¿Combustión Espontánea para Torpes? ¿Piromanía Básica? Además, cuesta que la gente se apunte a un curso en el que suspender significa morir abrasado.
—Eso es mentira —intervino Allie—. No te lo enseñará. No se lo quiere enseñar a nadie. Arde en deseos de fastidiarnos a todos.
—No, esta noche no ardo en nada, Allie. Este es mi peto favorito y no me puedo permitir quemarlo sólo porque tú quieras verme presumir.
—Me habéis estado espiando —musitó Harper.
Él miró hacia las ramas altas del roble, donde ella había estado sentada hacía un momento.
—Desde ahí arriba hay una vista excelente de tu dormitorio. Es curioso que la gente con algo que ocultar cierre las cortinas de la parte delantera de la casa, pero no se le ocurra hacer lo propio con las de atrás.
—Te pasas mucho tiempo dando vueltas en ropa interior mientras lees Qué se puede esperar cuando estás esperando —comentó Allie—. No te preocupes, este no se asomaba a tus ventanas mientras te vestías. Puede que yo lo hiciera un par de veces, pero él no, es un caballero inglés como Dios manda, vaya que sí.
El falso acento inglés era casi tan bueno como el de Dick Van Dyke en Mary Poppins. De haber sido Harper un chico de dieciséis años, se habría vuelto loco por ella. Se veía de lejos que era una de esas chicas con las que nunca te aburres.
—¿Por qué? —le preguntó al Bombero—. ¿Por qué me espiabais?
—Allie —dijo este como si no hubiera oído la pregunta—, adelántate corriendo. Trae a tu abuelo y a Ben Patchett del campamento. Ah, y a Renée. Dile a Renée que hemos conseguido a su enfermera favorita. Estará encantada.
Entonces, la chica desapareció saltando sobre las hojas de un modo que a Harper le recordó a la sombra de Peter Pan zigzagueando por el dormitorio de Wendy. Tenía la cabeza llena de libros infantiles y a veces asociaba de manera compulsiva a la gente con personajes literarios.
Cuando se fue la chica, el Bombero dijo:
—Era necesario que nos quedáramos un momento a solas, enfermera Grayson. Le confiaría mi vida a Allie, pero hay cosas que prefiero no comentar delante de ella. ¿Conoces el campamento de verano al final de Little Harbor Road?
—Campamento Wyndham —respondió—. Claro.
Las hojas muertas crujían en el suelo y azucaraban el aire con el perfume del otoño.
—Ahí es adónde vamos. Hay un tipo, Tom Storey, el abuelo de Allie, al que llaman padre Storey. Tiempo atrás, Tom fue el director del programa del campamento. Ahora ha abierto ese lugar para que sirva de refugio a la gente con escama de dragón. Tiene a más de cien personas escondidas, y entre todos han formado una sociedad bastante apañada. Ofrecen tres comidas al día…, al menos por ahora, no sé cuánto durará eso. No hay electricidad, aunque tienen duchas que funcionan, si puedes soportar acabar cubierta de agua helada. Hay un colegio y una especie de cuerpo policial juvenil al que llaman los Vigías para tener controladas a las patrullas de cuarentena y las cuadrillas de incineración. Son casi todos adolescentes esos Vigías: Allie y sus amigos. Así tienen algo que hacer. Y también tienen toda la religión que se pueda imaginar. En cierto modo, no se parece a ninguna otra que haya existido antes, pero por otro lado…, en fin. Los fundamentalistas son iguales en todas partes. Es una de las cosas sobre las que quería advertirte mientras Allie se adelantaba. Ella es todavía más devota que la mayoría, y eso es decir mucho.
Se oyó un espantoso chasquido, algo deslizándose, un estrépito tremendo que sacudió el suelo del bosque y le aceleró el pulso a Harper. Volvió la vista a través del bosque hacia la dirección de la que venían. No tenía ni la más remota idea de qué podría haber provocado un ruido tan ensordecedor.
El Bombero volvió la cabeza para echar un breve vistazo; después la sujetó por el brazo y empezó a tirar de ella con un poco más de brío. Siguió hablando como si no hubiera pasado nada:
—Debes entender que la mayor parte de los habitantes del campamento tienen edades comprendidas entre la tuya y la de Allie. Hay unos cuantos abuelos, pero hay muchos más que todavía deberían estar en el colegio. Casi todos han perdido a miembros de su familia, han visto a sus seres queridos morir abrasados delante de ellos. Estaban conmocionados cuando encontraron el campamento; eran refugiados enloquecidos por la pena, que esperaban estallar en llamas en cualquier momento. Entonces, el padre Storey y su hija, Carol (la tía de Allie) les enseñaron que no tienen por qué morir. Les han ofrecido esperanza cuando no quedaba ninguna y una forma muy concreta de salvación.
Harper frenó, en parte para descansar el tobillo magullado y en parte para absorber la información.
—¿Qué quieres decir con que enseñan a la gente que no tiene por qué morir? Nadie puede enseñar a nadie con escama de dragón a no morir. Eso es imposible. Si hubiera un tratamiento, alguna pastilla…
—No hace falta que te tragues nada —repuso él—, ni siquiera su fe. Recuérdalo, enfermera Grayson.
—Si pudiera hacerse algo para evitar que la escama de dragón mate a la gente, el Gobierno ya lo sabría. Si algo funcionara, funcionara de verdad, y pudiera alargarles la vida a millones de personas enfermas…
—¿A personas enfermas con una espora letal y contagiosa por la piel? Enfermera Grayson, nadie quiere alargar nuestras vidas, no hay nada peor para ellos. Acortarlas, eso es lo que serviría al bien común. Al menos, según la población sana. Hay algo que sí sabemos sobre las personas infectadas: que no estallan en llamas si les disparas en la cabeza. No hay que preocuparse por que un cadáver te contagie a ti o a tus hijos…, o por que inicie un incendio que acabe con una manzana entera. —Ella abrió la boca para protestar, pero él le apretó el hombro—. Ya habrá tiempo para discutirlo más adelante. Aunque, te lo advierto, es una discusión que ya se ha mantenido, sobre todo con el pobre Harold Cross. Creo que su caso ilustra a la perfección el asunto.
—¿Harold Cross?
El Bombero meneó la cabeza.
—Vamos a dejarlo por ahora. Sólo quiero que entiendas que Tom y Carol han ofrecido a estas gentes algo más que comida y refugio, incluso algo más que un modo de reprimir su enfermedad: les han ofrecido fe… Fe los unos en los otros, fe en el futuro y fe en su poder como rebaño. Los rebaños no son malos, siempre que pertenezcas a ellos. Sin embargo, unos cuantos cientos de estorninos son capaces de hacer pedazos a un desafortunado vencejo si se cruza en su camino. Creo que el Campamento Wyndham podría convertirse en un lugar muy desagradable para un apóstata. Tom es bastante tolerante, es el típico tío religioso inclusivo, moderno y considerado, profesor de Ética de oficio. No obstante, su hija, la tía de Allie, es poco más que una cría, y casi todos los otros críos han montado un culto en torno a ella. Al fin y al cabo, es la que canta. Procura llevarte bien con ella. Es bastante agradable, tiene buenas intenciones. Aun así, si no te quiere, te teme, y es peligrosa cuando tiene miedo. Me inquieta pensar en lo que sucedería si se sintiera realmente amenazada alguna vez.
—No pienso amenazar a nadie —repuso Harper.
—No —dijo él, sonriendo—. No me pareces de las que das problemas, sino de las que procuran solucionarlos. Todavía recuerdo la primera vez que te cruzaste en mi camino, enfermera Grayson. Le salvaste la vida, ya sabes, a Nick. Y a mí me salvaste la mollera, de camino. Creo recordar que estaban a punto de rompérmela cuando interviniste. Te debo una.
—Ya no.
Delante de ellos, en la oscuridad, las ramas se agitaron y apartaron. De entre ellas surgió un grupito, con Allie al frente. La chica respiraba con dificultad y se le veía un bonito rubor en los delicados rasgos.
—¿Qué ha pasado, John? —inquirió el hombre que había justo detrás de Allie. Su voz era grave y melodiosa, e incluso antes de ver el rostro de Tom Storey, a Harper le cayó bien. Al principio, apenas podía distinguir algo más que sus gafas de montura dorada lanzando destellos en la oscuridad—. ¿A quién tenemos aquí?
—A alguien útil —respondió el Bombero, sólo que ahora conocía su nombre: John—. A una enfermera, la señorita Grayson. ¿Podrían acompañarla el resto del camino? No soy médico, pero diría que se ha roto el tobillo. Si la ayudan a llegar hasta la enfermería, me gustaría volver para recoger sus cosas mientras todavía esté a tiempo. Creo que dentro de nada este sitio estará a rebosar de policías y patrullas.
—Vaya, ¿puedo ayudar? —preguntó uno de los otros miembros del comité de bienvenida.
El hombre dio un paso adelante y se metió sin problemas entre el Bombero y Harper para rodear la cintura de esta con un brazo. Ella le echó el suyo sobre los hombros. Era un hombretón, quizás un cuarto de siglo mayor que ella, con hombros inclinados y un pelo de plata pálida que empezaba a ralear por arriba. Le recordaba a un Oso Paddington viejo y muy usado.
—Ben Patchett —se presentó—. Encantada de conocerla, señora.
Con ellos también había una mujer baja, blandita, con el pelo plateado recogido en trenzas africanas. Sonrió, vacilante, quizá sin saber si Harper la recordaría. Por supuesto, era imposible que hubiera olvidado a la mujer que huyó del hospital de Portsmouth brillando como una bengala y con las mismas posibilidades de estallar que una de ellas.
—Renée Gilmonton —dijo—. Creía que habías huido para morir en otra parte.
—Eso es lo que pensaba yo también. Pero el padre Storey tenía otras ideas. —Renée metió un brazo bajo las axilas de Harper y ayudó a cargar con ella por el otro lado—. Cuidó muy bien de mí, enfermera Grayson. Es un placer contar con la oportunidad de cuidar de usted un poquito.
—¿Cómo se ha roto el tobillo? —le preguntó el padre Storey mientras alzaba la barbilla de tal forma que la tenue luz se le reflejaba en las lentes de las gafas.
Por primera vez, le vio los rasgos: la larga cara arrugada y flaca, y la barba gris, y pensó: «Dumbledore». En realidad, la barba era menos Dumbledore y más Hemingway, pero los ojos detrás de las gafas eran de un reluciente tono azul que sin duda remitía a un hombre capaz de leer runas y hablar con los árboles.
Le costaba responder; todavía no sabía cómo hablar de Jakob y de lo que había intentado hacerle.
El Bombero pareció darse cuenta de un vistazo de que la pregunta la había vencido, así que respondió por ella:
—Su marido intentó matarla con una pistola. Lo espanté. Eso es todo. No tenemos mucho tiempo, Tom.
—Como siempre —contestó el padre Storey.
El Bombero empezó a dar media vuelta, pero se detuvo y le puso algo en la mano.
—Ah, se te cayó esto, enfermera. No lo pierdas de vista. Si alguna vez me necesitas, sólo tienes que soplar.
Era su flauta de émbolo, que se le había caído mientras huía de Jakob; se había olvidado de ella y se sintió agradecida hasta el absurdo por recuperarla.
—No le deja tocar a cualquiera su silbato del amor —comentó Allie—. Lo tienes en el bote.
—Cuidado con esa bocaza, Allie —replicó John—. ¿Qué habría dicho tu madre?
—Algo peor —respondió esta—. Venga, vamos a por las cosas de la enfermera.
Allie se colocó la máscara de Capitán América y se metió corriendo entre los árboles. El Bombero maldijo entre dientes y corrió detrás de ella, usando su gran barra de hierro para apartar los yerbajos.
—¡Allie! —gritó el padre Storey—. ¡Allie, por favor! ¡Vuelve aquí!
Pero ya se había ido.
—Esa chica no debería meterse en el trabajo de John —comentó Ben Patchett.
—Intenta detenerla —murmuró Renée.
—El Bombero, John, se prendió fuego —dijo Harper—. Le ardió toda la mano. ¿Cómo lo hizo?
—El fuego es el único amigo del demonio —respondió Ben Patchett, y se rió—. ¿Verdad, padre?
—No sé si será un demonio —dijo Storey—, pero, si lo es, es nuestro demonio. Aun así…, ojalá Allie no se fuera con él. ¿Es que quiere que la maten como a su madre? A veces parece retar al mundo a intentarlo.
—Venga, padre —dijo Renée—. Crió a dos chicas adolescentes; si alguien comprende a Allie, creo que debería ser usted. —Después miró al bosque, hacia donde la muchacha había desaparecido—. Claro que reta al mundo a intentarlo.