7
Harper se despertó de un salto, como si la cama fuera una barca que acababa de chocar contra una roca y el casco se hubiera astillado contra la piedra. Parpadeó a oscuras, sin saber bien si había transcurrido un minuto o un día entero. La barca volvió a estrellarse contra las rocas. Ben estaba a los pies de la cama y había golpeado la estructura con la rodilla.
Había dormido del alba al anochecer, y había llegado de nuevo la noche.
—Enfermera —dijo Ben.
Sin embargo, no era el mismo Ben que le suplicaba la noche anterior. Este era el agente Patchett, y su agradable rostro redondo se había vuelto frío y formal; incluso llevaba puesto su uniforme de policía: pantalones azul oscuro, camisa azul planchada, chaqueta azul oscuro con forro polar blanco y las palabras «Policía de Portsmouth» impresas en la parte de atrás con gordas letras amarillas.
—¿Sí?
—La madre Carol espera el informe sobre el padre Storey —le dijo—. En cuanto estés lista, Jamie y yo te acompañaremos.
Jamie Close estaba en el umbral de la sala de espera, pasándose una piedra blanca de una mano a la otra.
—Antes de informarle sobre el estado del paciente, tendré que informar a mi cuerpo de que es hora de levantarse. Y necesito un minuto para arreglarme. ¿Me esperas en la otra sala?
Ben asintió y miró de soslayo a Nick, que estaba sentado en la cama y lo observaba, fascinado. Le guiñó un ojo, aunque el niño no sonrió.
El agente de policía se agachó para atravesar la cortina, pero Jamie Close se quedó atrás.
—Te gusta repartir medicina —dijo—, a ver cómo se te da recibirla.
Estaba intentando dar con una respuesta valiente e ingeniosa, pero Close siguió a su superior hasta la sala de espera.
—No vayas —le dijo Nick por señas.
—Tengo que hacerlo —respondió ella con las manos.
—No —insistió este en silencio—. Van a hacer algo malo.
Ella agarró el cuaderno y escribió: «No te alteres, que te va a doler el estómago».
Estaba cepillándose el pelo en el baño cuando oyó que alguien llamaba.
—¿Sí? Adelante.
Michael abrió la puerta unos centímetros. Su rostro pecoso de niño se veía muy pálido bajo la retorcida barba cobriza.
—¿Inyección de insulina?
—Entra, estoy vestida.
Michael quitó la tapa de la parte trasera del váter y pescó una bolsa de plástico en la que quedaban unas cuantas plumas de insulina desechables. No era el lugar más higiénico para guardar suministros médicos, pero así se mantenían fríos. Se levantó la camiseta para dejar al aire el filo huesudo de una cadera más blanca que la cal y la mojó con una toallita antiséptica.
—Señora —dijo, sin mirarla—, esta noche debe tener cuidado. La gente no está bien, no está pensando con claridad. Allie no está pensando con claridad.
—¿Estarás aquí para echarle un ojo a la enfermería mientras voy a visitar a Carol?
—Sí, señora.
—Bien, a Nick le gustará tener por aquí a un amigo.
—Señora, ¿ha oído lo que le he dicho? ¿Lo de que la gente no piensa con claridad? He intentado hablar con Allie en el desayuno, no sé qué tripa se le ha roto. Lleva varios días sin comer y, la verdad, ya antes no estaba en condiciones de perderse ninguna. Alguien tiene que hacer algo. Estoy asustado…
—¡Michael Lindqvist! Puede sacarse esa piedra de la boca y desayunar en cuanto quiera. Lo siento, pero si lo que pretendes es que se lo ponga fácil, no pienso alentar esta estupidez bárbara siguiéndole el juego. Si has venido a ver si puedes obligarme o hacerme sentir culpable para que…
—¡No, señora, no! —exclamó él con verdadera angustia—. ¡No es eso, qué va! Usted no está haciendo nada malo. Eso no es lo que me preocupa. Lo que me preocupa es el modo en que Carol, Ben y todos los amigos de Allie la vitorean mientras ella se mata de hambre. Usted se pasa todo el día y toda la noche en la enfermería, así que no ve esa parte. No ve a las hermanas Neighbors susurrándole que no puede rendirse, que todo el campamento cree en ella. O a sus amigos, que se sientan a su lado después de que se haya saltado otra comida más y canturrean su nombre hasta que a Allie le brillan los ojos y entra en la Luz. Es casi como si necesitara eso más que la comida: que estén orgullosos de ella. Y a ninguno le importa lo delgada ni lo débil que está. Me da miedo que se ponga hipoglucémica y le dé algo. ¡Que se desmaye y se trague esa piedra! Dios, sólo con eso me dan ganas… Me dan ganas de agarrarla y, ya sabe, hacer la maleta.
Era la segunda persona en veinticuatro horas que reconocía que le daba vueltas a la idea de huir. Harper se preguntó cuántos más habría como él y si Carol se percataba de lo frágil que era su control sobre el campamento. Quizá lo supiera. Quizás eso lo explicara todo.
Michael tragó con dificultad. Con un tono de voz más bajo y firme, terminó lo que quería decir:
—Usted haga lo que crea que debe hacer, pero que no le hagan daño, señora. Puede que Allie la odie ahora mismo. No obstante, se odiaría todavía más si a usted le pasara algo por su culpa. —Dejó escapar un tembloroso aliento y añadió—: Quiero a Carol tanto como quería a mi propia madre, ¿lo sabe? ¡En serio! Moriría por ella sin pensarlo.
Tenía los ojos llorosos y suplicantes, y un «pero» implícito se quedó flotando en el aire entre ellos.
Había más que decir, aunque no tiempo para decirlo. Ben y Jamie Close estaban esperando.