8

Antes de desembarcar, Harper metió la mano en el cubo que había debajo de la bancada y encontró la bolsa de la compra que había escondido, en la que todavía estaban el ron barato con sabor a plátano y el cartón de Gauloises. Don la esperaba a mitad del esquisto, bajo la proa del largo balandro blanco. Tenía una mano en el casco cuando ella lo alcanzó.

—¿Sabe navegar con esto? —preguntó.

Él arqueó una ceja y le echó una guasona mirada de soslayo.

—Sería capaz de rodear el Cabo de Hornos y seguir hasta la exótica Shanghai, en caso necesario.

—En realidad, sólo pensaba en avanzar un poco costa arriba.

—Sí, bueno, eso sería bastante más fácil.

Siguieron su camino cogidos del brazo a través de las dunas, por el estrecho sendero cubierto de maleza que ascendía por la colina, hasta llegar al cobertizo del Bombero. Don levantó el pestillo y abrió la puerta; dentro se encontraron con risas, calor y una titilante luz dorada.

Renée estaba de pie junto al horno, con unos guantes de cocina puestos, para colgar el hervidor en el gancho sobre las brasas. Gilbert Cline se había colocado a su lado, sentado en una silla de espalda recta contra la pared. Tenía la vista clavada en la puerta cuando la abrieron, listo para ponerse en movimiento si no le gustaba la compañía, al parecer.

El Mazz estaba sentado en un extremo del catre de John Rookwood y John, en el otro, y los dos temblaban de risa. El rostro ancho y feo del Mazz se había teñido de un rojo intenso y el hombre parpadeaba por culpa de las lágrimas. Todos ellos (salvo Gil) miraban a Allie, que estaba de pie sobre un palé y fingía ser un hombre echando una meada. Se había puesto el casco de bombero de John y se apoyaba un encendedor de plástico en la entrepierna.

—¡Y esto no es más que la segunda cosa más guay que sé hacer con la polla! —anunció Allie con su acento inglés, que era atroz a posta. Después encendió el mechero para que la supuesta polla escupiera llamas—. La fogata estará lista en un pispás, pero tenéis que daros prisa con las salchichas. Me inclinaré hacia delante para que podáis…

Entonces vio a Harper en la puerta y dejó la frase sin acabar. Perdió la sonrisa. Permitió que se apagara el mechero.

Sin embargo, John seguía temblando de risa. Le hizo un gesto al Mazz y dijo:

—Lo que acaba de demostrar me pasó de verdad una vez. Pero fue años antes de la escama de dragón y se solucionó con un poco de penicilina.

El Mazz aullaba de risa, era tan estridente que resultaba imposible no contagiarse. El fantasma de una sonrisa reapareció por un breve instante en los labios de Allie…, pero sólo por un instante.

—Vaya —dijo—, señora Willowes, se ha puesto enorme.

—Me alegro de volver oír tu voz, Allie. La echaba de menos.

—No sé por qué. Cuando abro la boca, siempre acabo haciéndole daño a alguien.

Bajó la mirada y se le arrugó el rostro de la emoción. Costaba mucho verla intentando no llorar, con todos los músculos de la cara luchando por contenerse. Harper se acercó y le cogió las manos; al hacerlo, Allie perdió la batalla y empezó a sollozar.

—Me siento muy mal —dijo—. Creo que se suponía que éramos buenas amigas, pero yo la cagué y lo siento mucho.

—Ay, Allie —contestó mientras intentaba apretujarla.

El problema era que su vientre dificultaba un poco lo de abrazar a los demás, así que, en vez de un abrazo, acabó rebotando contra ella como una pelota. Allie dejó escapar un sonido ahogado que era mitad sollozo, mitad risa.

—Sí que somos buenas amigas. Y, si te soy sincera, llevaba años deseando cortarme el pelo —dijo Harper.

Aquella vez, no le cupo duda de que el sonido que dejó escapar Allie era una risa, aunque ahogada y medio amortiguada, ya que tenía la cara enterrada en el pecho de la enfermera.

Al final, la muchacha dio un paso atrás y se secó las empapadas mejillas con las manos.

—Sé que todo va mal en el campamento. Sé que todo el mundo está como una puñetera cabra, en especial mi tía. Da miedo. Ella da miedo. Lo de amenazarte con quitarte al bebé si moría el abuelo, cuando has hecho todo lo posible y más…, es de estar enferma y muy jodida de la cabeza.

John se echó hacia delante y perdió la sonrisa.

—¿De qué estás hablando?

—No estabas bien —respondió Harper volviéndose un poco, aunque sin mirarlo a la cara—. No quería sacar el tema. Por cierto, tienes mejor aspecto.

—Sí —respondió John—. Los antibióticos y la escama de dragón tienen mucho en común: unos son hongos que cuecen a las bacterias y la otra es un hongo que nos cuece a nosotros. Ojalá existiera una píldora que nos curase de Carol Storey. Se le ha ido la puta cabeza. No puede haberlo dicho en serio. ¿Quitarte el bebé? ¿Qué mierda es esa?

—Carol me dijo… —empezó Harper—, me dijo que, si moría Tom, me haría personalmente responsable y me echaría del campamento. Que ella se quedaría con el bebé para que, si me capturaba una patrulla de cuarentena o una cuadrilla de incineración, no sintiera la tentación de contarles nada sobre el Campamento Wyndham.

—No es sólo eso. De veras que quiere que el bebé esté a salvo. Quiere protegernos a todos. A todos —insistió Allie mientras miraba a los presentes, uno a uno, en un tono casi de súplica—. Sé que es una persona horrible. Sé que ahora hace cosas tremendas. Pero la verdad es que mi tía Carol moriría por la gente de este campamento. Sin pensárselo dos veces. Es cierto que los quiere a todos…, al menos, a todos de los que no sospecha. Y recuerdo cómo era antes de que le rompieran la cabeza al abuelo. Entonces era buena. Cuando sabía que podía ayudar a la gente cantando, tocando música y enseñándole a unirse a la Luz, no había mejor amiga en el mundo. Siempre podía acudir a llorarle si me peleaba con mi madre. Ella me preparaba un té y sándwiches de mantequilla de cacahuete. Así que sé que la odiáis y sé que tenemos que hacer algo, pero también tenéis que saber que sigo queriéndola. Es una pirada, pero yo también. Supongo que es cosa de familia.

John se relajó y apoyó la espalda en la pared.

—Lo que es cosa de familia es la honradez de los Storey, Allie. Y una tendencia muy inquietante a ponerse en peligro. Y el carisma. Los demás revoloteamos a vuestro alrededor como polillas en torno a una vela.

Harper pensó al instante en cómo solía terminar el romance entre una polilla y una vela: con la polilla dando vueltas hasta perecer con la llama. No le pareció el mejor momento para comentarlo.

Gilbert Cline habló desde donde estaba, junto al horno. Cuando Harper lo miró, se percató de que Gil rodeaba la cintura de Renée con un brazo.

—Os aseguro que es un alivio salir de esa cámara durante un rato. La próxima vez que salga a respirar aire fresco preferiría no tener que volver. Sin embargo, ahora mismo nos queda media hora. Si hay que organizar algo, será mejor que lo hagamos ya.

El Mazz alzó la barbilla y miró más allá de su bulbosa nariz, hacia la bolsa de la compra de Willowes.

—No sé qué opinarán los demás, pero siempre organizo mejor con una copa. Me parece que la enfermera ha traído justo lo que nos recetó el doctor.

Harper sacó la botella de ron de plátano.

—Don, ¿nos buscas tazas?

Sirvió un poquito de ron en una colección de tazas de café desportilladas, tazas de latón y vasos bastante feos, y Don lo repartió todo. Harper ofreció la última taza a Allie.

—¿En serio? —exclamó la chica.

—Sabe mejor que una piedra.

La muchacha se bebió de un solo trago el medio centímetro que le había servido y después hizo una mueca.

—Dios mío, no, qué va. Sabe a meados. Como beber gasolina después de que alguien la haya removido con una barrita de mantequilla de cacahuete. O como un batido de plátano podrido. Horrible.

—Entonces, ¿quieres otro trago? —le preguntó Harper.

—Sí, por favor.

—Bueno, pues mala suerte, porque eres menor de edad y sólo se te permite uno.

—Antes me comía las sardinas recién sacadas de la lata y luego me bebía el aceite —dijo Don—. Era un poco asqueroso. Ese aceite siempre tenía colitas de pez, ojos de pez, putas tripas de pez y cordoncitos negros gomosos de mierda de pez, pero me lo bebía de todos modos. No podía evitarlo.

—Una vez vi una peli en la que un tío decía que había comido perros y vivido como uno —comentó Gil—. Yo no me he comido nunca un perro, pero en Brentwood algunos cazaban y comían ratones. Los llamaban pollos de sótano.

—¿Lo peor que he comido? —meditó el Mazz—. No me gustaría entrar en detalles en tan educada compañía, pero su nombre era Ramona.

—Precioso, Mazz. Muy fino —comentó Renée.

—En realidad, muy fino no estaba aquella noche —le dijo el Mazz.

—Eso me recuerda algo: ¿te vas a comer tu placenta? —le preguntó Renée a Harper—. Tengo entendido que está de moda. En la librería teníamos una guía para embarazadas con un capítulo entero de recetas de placenta al final. Tortillas, salsas para pasta y demás.

—No, creo que no. Comerse la placenta suena a canibalismo, y esperaba que este apocalipsis fuera un poco más civilizado.

—Las conejas se comen a sus bebés —aportó el Mazz—. Lo descubrí cuando leímos La colina de Watership. Al parecer, las mamas se zampan a sus recién nacidos continuamente. Como si fueran Skittles de carne.

—Lo peor es que sólo os habéis tomado una copa —comentó Allie.

—Entonces, ¿quién es el capitán de este barco? —preguntó Don—. ¿Quién establece el rumbo?

—Eres adorable cuando te pones náutico —le dijo John Rookwood.

—Pero tiene razón —intervino Renée—. Es el primer punto del orden del día, ¿no? Tenemos que celebrar elecciones.

—¿Elecciones? —repitió Harper.

Era vagamente consciente de que la única del círculo que no esbozaba una sonrisa cómplice era ella… y el detalle le irritaba un poco.

—Tenemos que elegir a un cerebro criminal —respondió Renée—. A alguien que decida el orden del día cuando se celebre una reunión. Alguien que decida someter algo a votación. Alguien que tome decisiones sobre la marcha cuando no haya tiempo para votar. Alguien que mangonee a sus esbirros.

—Eso es una tontería. Sólo somos siete. Ocho, si contamos a Nick.

Don Lewiston arqueó las cejas y miró a Renée Gilmonton con expectación.

—Te equivocas por quince —replicó la mujer.

—Por diecisiete —la corrigió Don—. Los hermanos McLee también están con nosotros.

—Hay… ¿Cuántas? ¿Veinticinco personas dispuestas a… apañárselas por otro lado? —preguntó Harper. El ejército de Dumbledore, pensó. La Compañía.

—O a enfrentarse a Ben y Carol —dijo Don—, y recuperar el puto campamento. —Vio que Allie palidecía, así que añadió—: Enfrentarse amablemente, quiero decir. Con educación. Ya sabes, sin perder los modales.

—Algunas cosas las podemos someter a votación —afirmó Renée—, pero, como funcionamos en secreto, muchas veces será necesario tomar una decisión unilateral. Es un trabajo esencial, aunque no creo que suponga grandes recompensas… ni que sea muy seguro. Hay que pensar en lo que sucedería con el jefe si nos descubrieran.

—No tengo que pensarlo —repuso Allie—. Ya sé lo que le pasaría. Cuando mi tía habla de arrancar de raíz la podredumbre del campamento, no es una forma de hablar: pretende en serio arrancarle la cabeza de cuajo a la zorra que se le ponga por delante. Ordenará que maten a quien sea. Tendría que sentar ejemplo. —La joven sonrió, aunque era una sonrisa sin fuerzas—. En Historia leí que antes las ejecuciones públicas eran acontecimientos populares. Seguro que, si la tía Carol anunciara una, la señora Heald se aseguraría de que hubiera palomitas para todos.

El fuego crepitaba y silbaba. Una brasa saltó.

—¿De verdad creéis que llegarán tan lejos? —preguntó Gil, aunque el tono de voz daba a entender que sólo sentía una pizca de curiosidad—. ¿Ejecuciones públicas?

—Tío, después de toda la mierda que vimos en Brentwood, me sorprende que lo preguntes —dijo el Mazz—. Por mi parte, no me preocupan demasiado las consecuencias. Ya he decidido que haré lo que sea necesario para salir de esa cámara frigorífica del sótano… de un modo u otro. Por mi propio pie o en un ataúd.

—Lo mismo digo —coincidió Gil.

—Pero no podemos votar esta noche —objetó Harper—. No si hay otras quince (o diecisiete) personas que quieren unirse a nosotros. ¿Cómo vamos a organizarlo?

Don, Renée y Allie se miraron, y volvió a tener la impresión de que iban un paso por delante de ella.

—Harper —respondió Renée—, ya lo hemos organizado. Todos han votado, salvo los siete que estamos en esta habitación y puede que los hermanos McLee.

—No, ellos también me han informado sobre su decisión —dijo Don.

—Así que todo depende de nosotros. Y deja que te diga una cosa: ha sido muy complicado llegar hasta este punto. Celebrar elecciones a jefe de una sociedad secreta no es tan sencillo como parece, porque no podía decirle a nadie quién estaba en el ajo y quién no. No me gusta ser paranoica, pero tampoco descartar la posibilidad de que algunas de las personas que me dijeron que querían irse del Campamento Wyndham no estuvieran pasándole información a Carol. Por ejemplo, nadie ha votado por Michael Lindqvist. Seguro que la mayoría se sorprendería si supiera que está con nosotros. Siempre ha sido la mano derecha de Ben Patchett. No…, casi todos los votos se han concentrado en los dos o tres candidatos más obvios.

—¿Y qué convierte a alguien en un candidato obvio?

—Cualquiera que ya no forme parte de la Luz. Cualquiera que no cante la canción de Carol. Básicamente: la gente que está aquí reunida esta noche. No sólo faltan nuestros votos, sino que aquí estamos todos los candidatos principales.

Metió la mano en una maltrecha bandolera a rayas que llevaba encima y sacó un bloc de papel amarillo listado. Lo dejó bocabajo en una mesita.

—Después de votar, os comunicaré lo que han votado los demás.

Renée volvió a meter la mano en la bandolera y sacó un taco de notas adhesivas de color rojo. Arrancó algunos cuadraditos, uno a uno, y los distribuyó. Don encontró una taza desportillada con bolígrafos y los repartió.

—¿Tenemos un título oficial para el hombre o la mujer que gane? —preguntó Gil, que miraba su cuadrado con el ceño fruncido.

—A mí me gusta «Genio Conspirador» —respondió el Bombero—. Suena bien. Tiene un toque de poesía y de oscuridad. Si te pueden matar por hacer el trabajo, qué menos que disfrutar de un título oficial sexy.

—Pues que así sea —dijo Renée—. Votad a quien queráis como Genio Conspirador.

Tras un silencio nervioso empezó a oírse el ruidito de los bolígrafos garabateando en el papel. Una vez que hubieron terminado, Renée los esperaba con su bloc en la mano.

—De las quince personas con las que he hablado —empezó a contar; se aclaró la garganta y siguió—, tenemos dos votos para Don y dos para Allie.

—¿Qué? —exclamó Allie, que parecía realmente sorprendida.

—Tres para el Bombero —siguió Renée—, cuatro para Harper y cuatro para mí.

Harper se ruborizó. Su escama de dragón empezó a hacerle cosquillas, aunque no resultaba desagradable.

—Cuando hablé con los hermanos McLee, me dejaron claras sus intenciones. Los dos eligieron a Allie.

—No, no, no, ¡no! —dijo Allie—. No quiero ese puto puesto. Tengo dieciséis años. Si gano, mi primera decisión como mandamás será echarme a llorar. Además, Robert McLee sólo me votó porque tiene un cuelgue raro conmigo. Le da un tic en el ojo cada vez que hablamos. Y el otro sólo hace lo que le dice Robert. Además, ¡no deberían votar! ¡Si Chris McLee no tendrá todavía ni vello púbico!

—Estoy de acuerdo —intervino el Bombero—. Sin vello púbico no hay voto. Y como estoy en contra del sacrificio humano, también estoy a favor de permitir que Allie se desnomine. De los que votaron por Allie, ¿alguno tenía otro candidato de reserva?

—Pues resulta que sí —respondió Renée mientras echaba un vistazo a su bloc—. Una persona eligió a John como alternativa. La otra, a Don.

—Mierda —dijo Don.

—¿Los hermanos McLee tenían a otro candidato? —preguntó Renée.

—Da igual, puesto que hemos decidido que son demasiado jóvenes para votar —respondió Don.

Y así supo Harper que los chicos también habían elegido a Don como candidato alternativo.

—Entonces, tenemos tres para Don y cuatro para Harper, John y yo.

—Pues que sean cinco para ti, Renée —dijo Gil mientras abría su nota adhesiva y la dejaba en la mesa, delante de él—. Te has encargado de casi toda la planificación que nos ha traído hasta aquí. No veo razón para relevar los tiros a estas alturas.

Renée se inclinó sobre él y lo besó en la mejilla.

—Gil, eres tan dulce y amable que pasaré por alto que me hayas comparado con un caballo de tiro.

—Y cinco para el Bombero —dijo el Mazz mientras alzaba su nota para que el resto de los presentes la viera—. Lo he visto convertir la Jefatura de Policía de Portsmouth en un infierno, literalmente. En mi opinión, eso lo capacita para el puesto.

Don desdobló su nota adhesiva y dijo:

—Pues yo he votado por Harper. La vi manejar la enfermería cuando llevaron al padre Storey y la he visto taladrarle la cabeza. —Alzó sus legañosos ojos azules para encontrarse con los de ella—. Cuanto peor están las cosas, cuanta más gente grita, llora y patalea, más tranquila está, enfermera Willowes. Yo no podía dejar de temblar, mientras que su mano estaba firme como una tabla. Por eso la elijo.

—Todavía tenemos empate a tres para el puesto.

—Ya no. Que sean seis por Harper —dijo Allie—. Yo también creo que debería ser ella. Porque sé que, por mucho que la cague, jamás me metería una piedra en la boca para hacerme sentir como Judas. A pesar de que, después de lo que hice, bien sabe Dios que tenía todo el derecho del mundo.

—Ay, Allie —contestó Harper—. Ya te disculpaste una vez, no espero que lo hagas eternamente.

—No es una disculpa, es un voto —respondió la muchacha, que se enfrentó a los ojos de la enfermera casi como si la desafiara.

—Sí que lo es —convino Renée—. Y yo también voto por Harper. Agradezco mucho la intención a los que me han pedido que acepte el puesto, pero preferiría leer sobre una gran huida antes que planificar una. Además, se me da fatal guardar secretos y odio tramar contra los demás. Me parece de mala educación. No se me da bien sentirme culpable y me preocupa que hiramos los sentimientos de alguien mientras nos defendemos. Por otro lado, estoy haciendo malabares para leer dos libros a la vez. Ser conspiradora a tiempo completo me quitaría horas de lectura. Así que tendrá que ser Harper.

—¡Eh! —exclamó la enfermera—. ¡Que yo también tengo libros que leer, señora!

—También se me ha pasado por la cabeza que estás muy embarazada y que es mucho menos probable que te cuelguen a ti si nos capturan —añadió Renée—. Y, Harp, odio ser yo quien te lo diga, pero creo que esto te pone al mando. Si no he contado mal, acabas de ganar las elecciones por siete votos a cinco.

—Que sean siete a seis, porque yo he votado por John —contestó Harper.

—Mira qué coincidencia —respondió el Bombero, que abrió la boca para esbozar una sonrisa llena de dientes que lo hacía parecer un poquito demente—. Yo también.

Desdobló la nota y le dio la vuelta para que vieran la única palabra que había escrito: «Yo».

Fuego
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