17

Harper regresó a oscuras, rodeada por el aroma a pinos y fértil marga negra que flotaba en un aire curiosamente cálido. Cuando se metió en la enfermería, había un fino hilo de luz color leche que arrancaba un resplandor pálido del extremo oriental del Atlántico. Encontró a Michael echado en el sofá de la sala de espera con una Ranger Rick en el pecho y los ojos cerrados. Cuando cerró la puerta, el chico se agitó, se estiró y se restregó su dulce cara de niño.

—¿Algún problema? —le preguntó Harper.

—Uno gordo —respondió mientras le enseñaba la revista—: estoy atascado en la sopa de letras, lo que resulta lamentable si tenemos en cuenta que es para niños. —Esbozó una enorme sonrisa inocente y medio adormilada, y añadió—: Por lo que he oído, los prisioneros volvieron como estaba previsto y sin que se enterase nadie. Supongo que Chuck Cargill se habrá enfurruñado por haberse pasado una hora encerrado en la cámara frigorífica. Les dijo que les arrancaría el cuero cabelludo si le contaban algo a Ben Patchett y lo metían en líos.

—Michael, una de estas noches me gustaría que me hicieras una transfusión de sangre. No me vendría mal una dosis de tu valor.

—No es nada, me alegro de que haya podido pasar un par de horas con su chico. Si en este campamento hay alguien que se merece una noche de mimitos, esa es usted.

Harper quería responder que el Bombero no era del todo su chico, pero cuando intentó hacerlo se le formó un nudo en la garganta y le subió a la cara un incómodo rubor que no tenía nada que ver con la escama de dragón. De haber sido otra clase de chico, se habría reído al verla avergonzada, pero Michael se limitó a desviar la mirada con mucha educación hacia su sopa de letras.

—Mis dos hermanas habrían resuelto esto hace horas, y ninguna de las dos llegaba a los diez años. Supongo que lo sacaré mañana. He acordado con Ben que me encargaría de la vigilancia de la enfermería toda la semana. Por si necesita más tiempo para organizarse con el señor Rookwood, para transmitir mensajes a los demás o lo que sea.

—Podría besarte en los morros, Michael.

Michael se puso de color escarlata hasta las orejas y Harper se rió.

Creyó que al entrar se encontraría a Nick dormido, y así era…, pero no estaba en su cama ni en la de Harper, sino al lado de su abuelo. Uno de los brazos de Nick descansaba sobre el pecho de Tom Storey, con la regordeta mano sobre el corazón del anciano. El pecho de Tom subía, permanecía arriba un momento tan largo que se hacía eterno y volvía a bajar en un ciclo lento y trabajoso que a Harper le recordaba a una torre petrolera oxidada que estaba a punto de pararse.

Un pálido rayo de alba se posó en la mejilla de Nick y le arrancó un tono rosado y saludable a aquella piel de perfección imposible. Le rozaba también algunos rizos de su alborotado pelo negro y convertía las puntas de los mechones en latón y cobre. No pudo evitarlo: cuando rodeó la cama para examinar la intravenosa del padre Storey, le acarició el pelo al niño, encantada con su tacto sedoso.

Nick abrió los ojos poco a poco y dejó escapar un bostezo enorme.

—Lo siento —le dijo Harper con las manos—. Vuelve a dormirte.

—Se ha despertado otra vez —le informó Nick sin hacerle caso.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Unos minutos. Dijo mi nombre. Con la boca, no con signos, pero lo entendí.

—¿Ha dicho algo más?

Al pequeño se le nubló el rostro.

—Me ha preguntado dónde estaba mi madre. No recordaba esa parte…, que había muerto. No he podido contárselo. Le he dicho que no sabía dónde estaba.

Apartó la vista y se quedó mirando por la ventana, hacia el resplandor rojo sangre de la mañana.

La escama de dragón podía reestructurar la biología de los pulmones de una persona para que respirara incluso rodeada de humo asfixiante, pero no podía hacer nada con la culpa, no podía ayudarte a respirar mejor cuando tenías una viga de ciento cincuenta kilos que te oprimía el pecho. Quería explicarle que no había matado a nadie. Que culparse por lo que le había sucedido a su madre era tan absurdo como culpar a la gravedad cuando alguien se tiraba por una ventana y caía al suelo desde la décima planta. Ni tampoco tenía sentido culpar a su madre; cuando Sarah Storey saltó por la ventana, creía con todo su corazón que lograría volar. Al fin y al cabo, la muerte por plaga no era un castigo por las flaquezas morales. Tanto hombres como mujeres no eran más que leña y, en tiempos de contagio, tanto los justos como los malvados eran pasto de las llamas, sin discriminación alguna.

—Recordará algunas cosas poco a poco —le dijo al niño.

—¿Y las demás no?

—Algunas no.

—¿Como quién intentó matarlo?

—Da tiempo. Con tiempo, puede que recuerde buen montón.

Nick frunció el ceño y dijo:

—Me ha dicho que quería hablar contigo. Que sólo necesitaba dormir un poquito más.

Harper sonrió.

—¿Te ha dicho cuánto más?

—Hasta esta noche.

—¿Es lo que ha dicho él?

Nick asintió con aire solemne.

—Vale —asintió Harper—, pero no decepción si no despierta esta noche. Tardará mucho en ponerse bueno bien.

—Él estará listo —respondió Nick—. ¿Y tú?

Fuego
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