8

Los dolientes cruzaron la hierba silvestre del cementerio bajo un cielo cuajado de estrellas. El Bombero iba delante, con una mano encendida de fuego azul. Nick caminaba en el centro, dejando una estela de fuego verde con los dedos. Harper se encargaba de la parte de atrás, con la mano convertida en un candelabro de llamas doradas.

El Bombero había transformado el carro de la compra en un ataúd improvisado. Había colocado dos tablones a todo lo largo y los había atado con cuerdas elásticas. El cadáver estaba encima de la lona, que hacía las veces de mortaja. Renée lo empujaba y Allie la seguía con el radiocasete, del que ya salía música con poco volumen.

Allie tenía buen aspecto con su sombrero de copa y un guardapolvo negro que le llegaba a los tobillos. Nick al final había renunciado a los guantes largos, pero llevaba un frac amarillo limón y el medallón de su madre. El Bombero había encontrado en alguna parte una enorme sudadera de los Patriots para Harper, una XXXXL. Para una mujer enormemente embarazada, era la mejor ropa de luto que se podía pedir. Renée recorrió el cementerio con un vestido de terciopelo azul marino adornado con una abertura lo bastante alta como para lucir los hoyuelos de las rodillas. Tenía unas piernas muy bonitas y torneadas. Harper esperaba que Gil las hubiera sabido apreciar como se merecían.

Quién sabía de dónde había sacado Rookwood lo que él llevaba puesto: un kilt que dejaba al aire sus huesudas piernas cubiertas de vello, una boina negra y una chaqueta de traje negra y corta. Harper no creía que lo hiciera para burlarse de la ocasión. Estaba convencida de que era un intento muy sincero por su parte de parecer respetable.

El Bombero empujó la puerta de la tumba de O’Brian con la mano en llamas. El fuego iluminó el diminuto cubo de mármol en el que flotaban las sombras, que parecían balancearse al son de la melodía. Había encontrado el Making Movies de Dire Straits y estaban escuchando «Romeo and Juliet». Sonaba bien mezclado con la canción de los grillos.

Apagó la mano derecha antes de meter dentro el carro de la compra. Renée lo siguió y, a la de tres, sacaron la mortaja y la subieron a uno de los ataúdes de piedra. Nick encendió las velas con la punta del dedo. Allie se les unió con el radiocasete, pero Harper se quedó justo en la puerta. También tenía la mano en llamas, pero no sentía el calor. La reconfortaba. Esa noche le daba la impresión de que el reluciente fuego que desprendía era su propia alma que cobraba forma visible.

La canción arrancaba ecos del pequeño armario de piedra y, en voz baja, la enfermera Willowes empezó a cantar con ella. El Bombero se le unió y, cuando empezó a cantar, le dio una mano a Renée. Nick cogió la otra. El niño buscó la mano de su hermana, y su hermana buscó la de Harper y los unió en una cadena humana que oscilaba al ritmo de la música. Renée bajó la cabeza y cerró los ojos, puede que para llorar o puede que para rezar. Sólo cuando al fin volvió a levantar la mirada vieron que sus iris estaban veteados de luz. Las espirales de escama de dragón que le subían por los brazos hasta las muñecas se habían iluminado con un tono ciruela intenso. La luz saltó de su mano a la del Bombero y a la de Nick. Willowes notó que su escama respondía con un subidón de luz y calor.

Brillaron en la oscuridad todos: pálidas volutas resplandecientes con anillos de luz por ojos, como si ellos fueran los muertos (fantasmas alzados de sus tumbas) y no Gilbert Cline. Harper sintió su tristeza tomo una lenta corriente de agua fría, mientras que ella se convertía en una hoja que daba vueltas por la superficie.

Al moverse con la música, notó que se dejaba llevar, que perdía lo que la convertía en Harper. Su identidad se alejaba flotando y se la tragaba el río que fluía a través de todos ellos. Ya no era Harper. Era Renée al recordar la áspera mejilla de Gil contra el cuello y el olor a serrín de su pelo. Recordó (como si lo hubiera experimentado de primera mano) la primera vez que Gil la había besado en una esquina del sótano, con una mano firme sobre la parte baja de su espalda. Las telarañas sobre la bombilla fundida del techo. El olor a polvo, ladrillo viejo. La presión de los secos labios de Gil sobre los suyos. Vagaba por los recuerdos de Renée, navegaba por su superficie y una gota la llevó hasta…

… un recuerdo de Carol abrazándola y meciéndola la noche en que murió su madre. Carol la abrazaba y la mecía una y otra vez; era lo bastante lista como para no decir nada, como para no ofrecer ninguna falsa palabra de consuelo. Carol también lloraba, y sus lágrimas cayeron juntas, y Harper las podía saborear en aquel momento, de pie en la tumba, podía notar el sabor de las lágrimas que Allie había derramado la noche que ardió Sarah Storey. Sus percepciones ahora eran una hoja que daba vueltas a toda velocidad, que volvía a derramarse sobre un…

… recuerdo de alguien que la tiraba. Gail Neighbors la había agarrado por los tobillos y Gillian, por las muñecas, y las dos la mecían adelante y atrás como si fuera una hamaca, mientras le hacían reír en silencio y la lanzaban sin hacer ruido sobre un catre, con los pulmones estremecidos por una risa que no podía oír. En el asombroso mundo sordo de Nick, los colores parecían gritar. Cómo le había gustado que lo lanzaran una y otra vez, cómo le había gustado su felicidad y cómo las echaba de menos y deseaba poder volver a verlas. Pero la consciencia de la enfermera volvió a salir disparada para dejarse caer desde el punto más alto hacia una tristeza tan profunda que era casi imposible distinguir su fondo, una cascada que llevaba hasta…

… la cabeza de John y sus pensamientos sobre Sarah. Sintió a Sarah sentada en su regazo y enterró la cabeza en su pelo y saboreó su delicado olor a galleta de azúcar. Sarah estaba haciendo un crucigrama mientras mordisqueaba la punta del boli, sumida en sus pensamientos, ¡y qué elegancia y confianza se necesitaba para rellenar un crucigrama con bolígrafo! Un perfecto cuadrado de sol se posaba en la curva de su esbelto hombro castaño. Willowes jamás había sido tan consciente de la luz y la quietud sin estar puesta de hongos. Con una alegría salvaje, pensó en su padre, en aquel borracho tan genial, literario, distante y resentido. «Voy a ser feliz —pensó con acento británico—, y eso significa que te he vencido. Que yo gano». Sarah apretó la espalda contra el pecho huesudo de Harper. «Palabra de cinco letras que significa “alegría perdurable”», preguntó, y Harper le tocó el pelo, le metió un mechón de cabello detrás de su delicada oreja de color rosa y le susurró: «Ahora». Sentir tamaña satisfacción y perderla era como una quemadura que nunca se curaba. Pensar en ella era como coger un hierro al rojo, como volver a abrasarse una vez más.

Y nuevamente de vuelta a su propio estanque de dolor, de añoranza por todo lo bueno que antes fuera suyo y ya no estaba: el café en Starbucks mientras el frío azotaba las ventanas, pasar la aspiradora en ropa interior mientras cantaba con Bruce Springsteen, dejar vagar la mirada por los lomos de los libros de una pequeña librería de altos estantes, comerse una manzana en el patio de delante mientras pasaba el rastrillo, los pasillos del colegio llenos de niños que parloteaban y reían, la Coca-Cola en una botella de cristal. Tantas cosas buenas en las que no se había fijado hasta que dejó de tenerlas.

Los restos de la corriente voltearon una y otra vez su hojita y la apartaron de todos los recuerdos y del dolor hasta llegar, al fin, a una firme orilla de arena. El radiocasete se paró. La canción había terminado.

Fuego
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