2

Alguien le soltó una bofetada que le volvió la cabeza hacia el otro lado.

Loshiento —dijo Harper, que intentaba disculparse porque estaba segura de que había hecho algo malo, pero no lograba recordar el qué.

Jamie Close le dio otra bofetada.

—Todavía no, pero ya lo sentirás, ya. Levántate, joder. No pienso cargar con tu culazo, zorra.

Tenía a una persona a cada lado, y las dos tiraban de ella para ponerla en pie, pero, cada vez que la soltaban, las piernas se le convertían en gelatina, se le doblaban y había que volver a sujetarla.

—Con cuidado —ordenó Carol—. El bebé. El bebé es inocente. Si alguien le hace daño, responderá por ello.

El mundo era un mal cuadro de Picasso. Los dos ojos de Carol estaban a la izquierda y tenía la boca en vertical. Harper se encontraba en la sala de espera, aunque la habitación era distinta, la geometría ya no tenía sentido. La pared de la izquierda era del tamaño de un armario, mientras que la pared de la derecha era tan grande como la pantalla de un autocine. El suelo estaba tan inclinado que a Harper le sorprendía que la gente permaneciera erguida.

Ben Patchett estaba detrás de Carol. Tenía una boca llena de dientecitos de hurón en aquel rostro tan redondo y suave. Sus ojos lanzaban destellos amarillos, rebosantes de miedo y fascinación.

—Dadme cuatro horas —dijo Ben—. Me confesará quienes estaban en el ajo con ella. Me contará toda la conspiración. Sé que puedo obligarla a hablar.

—También puedes provocarle un aborto. ¿Es que no has oído lo que acabo de decir sobre el bebé?

—No le haría daño. Sólo quiero hablar con ella. Darle la oportunidad de hacer lo correcto.

—Yo quería al padre Storey —intentó decirle Harper a Carol, porque parecía un detalle que era importante dejar claro.

Sin embargo, lo que salió fue algo así como: «Yo veía Toy Story».

—No, Ben, no quiero que la interrogues. No quiero ni su ayuda ni su información. No quiero escuchar su versión de la historia. No quiero oír ni una palabra más que salga de esa boca de mentirosa que tiene.

Harper miró a Ben y, por un momento, se le aclaró la vista y pudo ver mejor. También pudo hablar mejor, y pronunció seis palabras con todo el cuidado y la precisión de los que están completamente borrachos:

—Michael y ella le tendieron una trampa a Harold.

Pero le costaba demasiado esfuerzo aferrarse a la realidad. Cuando Carol contestó, volvía a tener la boca en el lado equivocado de la cara:

—Que no hable, Jamie. Por favor.

Jamie Close agarró la mandíbula de Harper, la obligó a abrir la boca y le metió dentro una piedra. Era demasiado grande. A Harper le pareció tan grande como un puño. Jamie le mantuvo la boca cerrada mientras otra persona se la tapaba con cinta adhesiva y le daba varias vueltas a la cabeza con ella.

—Todo lo que quieras saber se lo puedes preguntar después a Renée Gilmonton o a Don Lewiston —dijo Carol—. De todos modos, sabemos que estaban implicados. Tenemos el cuaderno de Gilmonton. Sabemos que los dos eran candidatos a liderar el asunto. Nada más que cinco votos para Gilmonton, eso debe de haberla herido en su amor propio.

—Y cuatro para Allie —dijo Michael desde algún lugar a la izquierda de Harper—. ¿Qué pasa con eso?

Los rasgos de Carol le flotaban por el rostro como copos blancos en onírico descenso por un globo de nieve, un efecto que a Willowes le provocaba náuseas.

—Le daremos una oportunidad —dijo Carol—. Le daremos la oportunidad de hacer lo correcto de una vez por todas. De demostrar que está con nosotros. Si no la acepta, no habrá modo de ayudarla. Recibirá el mismo castigo que reciban Renée Gilmonton y Don Lewiston.

Una chica habló detrás de Harper.

—Madre Carol, Chuck Cargill está fuera. Dice que tiene que contarte algo sobre Don Lewiston. Creo que es malo.

Harper estaba mareada y se le pasó por la cabeza que, si vomitaba, probablemente moriría ahogada. La basta piedra le arañaba el paladar y le aplastaba la lengua. Sin embargo, algo en ella (el frío, la textura) era tan real, tan concreto, tan… presente, que sintió que la sacaba de su estupor.

La sala de espera estaba abarrotada: Ben, Carol, Jamie, cuatro o cinco más, Vigías con armas. Michael estaba en la entrada de la enfermería. Veía el parpadeo de las antorchas, pero no dentro de la habitación, que sólo estaba iluminada por un par de lámparas de aceite. Llevaba un buen rato oyendo lo que había tomado por el murmullo del viento entre los árboles, un suspiro inquieto, pero en aquel momento le quedó claro que se trataba del ruido de una multitud impaciente y nerviosa. Se preguntó si todo el campamento estaría allí fuera. Seguramente.

«Te van a matar en los próximos minutos», pensó. Era la primera idea clara que tenía desde que la despertaran de un tortazo y, en cuanto le pasó por la cabeza, la rechazó. No. No lo harían. Pero a John, sí. A ella la matarían más tarde, después de arrancarle al bebé de las entrañas.

—Que entre —dijo Ben Patchett—. Vamos a ver qué es.

Gente nerviosa hablando en voz baja. La puerta se abrió con un chirrido y se cerró de golpe. Chuck Cargill rodeó a Harper y se presentó ante Carol. Parecía enfermo, como si acabaran de dejarlo sin aliento, con el pálido rostro enmarcado por unas patillas muy pobladas. Llevaba los vaqueros empapados hasta los muslos.

—Lo siento mucho, madre Carol —dijo.

Estaba temblando, ya fuera por el frío, los nervios o por las dos cosas juntas.

—Seguro que no tienes por qué, Cargill —respondió Carol con la voz tensa.

—Fui a la isla del Bombero con Hud Loory, como nos había pedido el señor Patchett, para detener al señor Lewiston. Le había quitado la lona de encima al barco y había tendido algunas velas por la borda para airearlas o algo así. Creíamos que estaba bajo la cubierta. Creíamos que no sabía que habíamos llegado. Que contábamos con el factor sorpresa. Había una escalera de cuerda colgando del lateral del barco y empezamos a subirla sin hacer nada de ruido, pero tuvimos que echarnos los fusiles al hombro para trepar. Hud iba primero y, cuando subió a bordo, ese viejo…, ese viejo cabrón le atizó con un remo. Antes de darme cuenta, me encontré mirando al cañón del fusil de Hud.

Nadie dijo nada, y Cargill parecía haber perdido por un momento la capacidad de seguir hablando. Los diferentes fragmentos del rostro de Carol parecían haber dejado de dar vueltas y por fin le encajaron más o menos donde debían. Si se concentraba mucho, Harper lograba que dejaran de flotar, aunque el esfuerzo le estaba provocando dolor de cabeza. Carol tenía los labios blancos.

—¿Y qué pasó después? —inquirió por fin.

—Tuvimos que hacerlo. En serio —aseguró Cargill, y después hincó una rodilla en el suelo, le cogió la mano a Carol y empezó a sollozar. Una burbuja de moco verde le salió por el agujero derecho de la nariz—. Lo siento mucho, madre Carol. Me meteré una piedra en la boca. ¡La llevaré una semana!

—¿Me estás diciendo que se ha ido? —le preguntó Carol.

Chuck asintió, y se restregó las lágrimas y los mocos con el dorso de la mano de Carol antes de llevarse sus nudillos a la mejilla.

—Empujamos el barco hasta el agua. Nos obligó. Cuando Hud despertó, nos obligó a ayudarlo a levar anclas a punta de pistola. Nos quitó nuestras armas y… se fue. Se fue sin más. No pudimos hacer nada para evitarlo. Izó las velas como si nada… Y le lanzamos piedras, ¿sabe? Le dijimos que se arrepentiría… Le… Le… —Otro sollozo le estremeció y cerró los ojos—. Madre Carol, se lo juro, me meteré una piedra en la boca todo el tiempo que quiera, ¡pero no me eche!

Carol dejó que se secara las lágrimas con su mano un momento más, pero, cuando empezó a besarle los nudillos, miró de soslayo a Ben Patchett. El enorme poli dio un paso adelante, agarró al chico por los hombros, lo apartó de ella y lo levantó.

—Ya repasarás conmigo lo sucedido en otra ocasión, Chuck —le dijo—. Madre Carol acaba de perder a su padre. No es momento de lloriquearle. Además, no hay nada por lo que lloriquear. Aquí nos regimos por la misericordia, hijo.

—Para algunos —añadió Jamie Close en voz baja.

Sin embargo, Harper sintió un momento de alivio, un descanso del dolor muy parecido al final de una contracción. Don se había ido. Ben no iba a usar ni unos alicates ni un paño de cocina lleno de piedras para obligarlo a hablar. Jamie Close no iba a meterle una piedra en la boca a la fuerza ni a colocarle una soga al cuello. La imagen de Don en un barco, con la brisa helada apartándole el pelo de la frente y las velas hinchadas y llenas de viento, le hizo sentir un poco mejor. Puede que Don estuviera enfadado, que maldijera y temblara de furia contra sí mismo por dejar atrás a tantas personas buenas. Esperaba que lograra perdonarse. Era quedarse y morir o huir mientras tenía la oportunidad. Se alegraba de que al menos uno de ellos fuera a sobrevivir a aquella noche.

—Madre Carol —dijo Michael desde la puerta de la enfermería. Por primera vez, Harper lo notó: el suave tono de voz que dejaba claro que la veneraba; que lo suyo no era afecto, sino obsesión—. ¿Qué quiere hacer con el Bombero? No puedo mantenerlo drogado para siempre. Ya nos hemos quedado sin sedante. He usado la última dosis.

Carol agachó la cabeza. La luz de la llama de la lámpara de aceite transformaba en bronce los duros ángulos de su cráneo al aire.

—No puede depender de mí. No puedo pensar. Mi padre siempre decía que cuando no puedes pensar hay que guardar silencio e intentar escuchar la vocecilla de Dios, pero la única voz que oigo me dice una y otra vez que esto no puede ser cierto, que mi padre tiene que estar vivo. Mi padre quería que amara y cuidara de los demás, y ahora no sé cómo hacerlo. Lo que hagamos con el Bombero no puede depender de mí.

—Entonces debería decidirlo el campamento —intervino Ben—. Tienes que decirles algo, Carol. Están todos ahí fuera y la mitad de ellos está muerta de miedo. La gente llora. Dice que esto es el final, nuestro final. Tienes que hablar con ellos. Decirles lo que sabes. Contarles la historia tal cual. Si no puedes oír la vocecilla de Dios, por lo menos puedes oír las suyas. Todas esas voces nos han ayudado a sobrevivir durante los últimos nueve meses y también lo harán esta noche.

Carol se balanceaba mirando al suelo. Michael le puso una mano en el brazo desnudo (Carol llevaba una sedosa camiseta de pijama rosa de manga corta, demasiado fresca para el frío de aquella noche) y, por un momento, deslizó el pulgar por su hombro, una caricia de amante que nadie más que Harper pareció observar.

—De acuerdo —dijo Carol—. Lo someteremos al campamento.

—¿En la iglesia? —preguntó Ben.

—¡No! —gritó Carol, como si fuese una sugerencia obscena—. No quiero que ninguno de estos dos vuelva a entrar ahí. En otra parte. Donde sea.

—¿En el parque de los monumentos? —propuso Michael mientras volvía a acariciarle el brazo con el pulgar.

—Sí —respondió con los ojos muy abiertos, sin parpadear, pero desenfocados, como si también ella estuviera un poco sedada—. Ahí es donde nos reuniremos. Ahí es donde lo decidiremos.

Fuego
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