Agosto
7

Harper estaba en la ducha cuando descubrió la mancha en el interior de su pierna izquierda.

Supo lo que significaba nada más verla y las entrañas se le retorcieron de miedo, pero se echó agua fría en la cara y se regañó: «No se ponga tonta, señora. No es más que un moratón».

El caso es que no parecía un cardenal, sino escama de dragón: una línea oscura, casi entintada, espolvoreada de motas de oro con un curioso aspecto mineral. Cuando se acercó para examinarla, vio otra marca en la parte trasera de la pantorrilla de la misma pierna y se enderezó de golpe. Se llevó una mano a la boca porque estaba dejando escapar unos ruiditos lamentables, casi sollozos, y no quería que Jakob los oyera.

Salió de la ducha sin molestarse en cerrar el grifo. Daba igual. No podía agotar el agua caliente porque ya no había. Llevaban un par de días sin electricidad. Se había metido en la ducha para quitarse la sensación de estar pegajosa. El aire de la casa la ahogaba, era como estar atrapada bajo una pila de mantas durante todo el día.

La parte de ella que llevaba cinco años de enfermera (la parte que conservaba la calma y que casi parecía distante, incluso con el suelo lleno de sangre y un paciente chillando de dolor) se hizo con el control. Reprimió los sollozos y se recompuso. Decidió que necesitaba secarse y echarse otro vistazo. Podría ser un moratón. Siempre le habían salido con mucha facilidad; de repente se encontraba una enorme marca negra en la cadera o en la parte de atrás del brazo y no tenía ni idea de cómo se la había hecho.

Se restregó con la toalla hasta secarse casi por completo y apoyó el pie derecho encima de la encimera. Se miró la pierna y después la miró en el espejo. Notó que las ganas de llorar volvían a asomársele a los ojos. Sabía lo que era. En los certificados de defunción escribían Trichophyton draco incendia, aunque hasta el director general de Sanidad la llamaba escama de dragón. O así era antes de que muriese abrasado.

La banda de detrás de la pierna era un delicado rayo negro, más negro que cualquier moratón, con diminutos sedimentos de luz. Al examinarla más de cerca, la línea del muslo, más que una línea, parecía un signo de interrogación o una hoz. Vio una sombra que no le gustó en el punto en el que el cuello se unía al hombro, así que se apartó la melena: allí había otra línea oscura salpicada de la mica de la escama de dragón.

Intentaba controlar la respiración, dejar escapar con cada aliento el aturdimiento que sentía. Y, entonces, Jakob abrió la puerta.

—Oye, nena, me necesitan en el Departamento, no hay… —empezó a decir antes de guardar silencio mientras la contemplaba en el espejo.

Al verle la cara, perdió la compostura, bajó el pie al suelo y se volvió hacia él. Quería que la abrazara, que la apretujara, pero sabía que no podía tocarla y que ella no se lo iba a permitir.

Jakob dio un paso atrás, tambaleándose, y se quedó mirándola con ojos ciegos, brillantes y asustados.

—Ay, Harp. Ay, mi vida. —Normalmente lo decía en una sola palabra, mivida, pero aquella vez fueron dos palabras claramente diferenciadas—. La tienes por todas partes. En las piernas. En la espalda.

—No —respondió ella sin poder evitarlo—. No. No, no, no.

Le revolvía el estómago imaginarse la escama recorriéndole la piel en las zonas que no podía verse.

—Quédate donde estás —respondió él mientras alzaba una mano con los dedos extendidos, aunque ella no había intentado acercarse—. Quédate en el cuarto de baño.

—Jakob, quiero examinarte por si también tienes algo.

La contempló como si no lo comprendiera, con el desconcierto pintado en la mirada, pero después lo entendió y algo se apagó en sus ojos. Se le hundieron los hombros. Bajo su piel tostada parecía demacrado, gris y exangüe, como si llevara mucho tiempo a merced del frío.

—¿Qué sentido tiene? —preguntó.

—Pues el de ver si la has pillado.

Él negó con la cabeza.

—Claro que la he pillado. Si tú la tienes, yo la tengo. Hemos follado. Follamos anoche mismo y hace dos días. Si no se me ve ya, aparecerá después.

—Jakob, quiero examinarte. Yo no me vi ninguna marca ayer, antes de que hiciéramos el amor, ni después. Todavía no entienden del todo cómo se transmite, aunque muchos médicos creen que una persona no es contagiosa hasta que hay marcas visibles.

—Estaba oscuro, a la luz de las velas. Si alguno de los dos vio tus marcas, las tomaría por una sombra —repuso él sin inflexión en la voz. El terror que le había visto antes en el rostro había sido como una chispa al encenderse; sólo había durado un segundo. En su lugar apareció algo mucho peor: una resignación apática.

—Quítate la ropa —le pidió ella.

Él se quitó la camiseta y la dejó caer en el suelo. La miró sin vacilar con aquellos ojos que casi parecían de color ámbar en la penumbra del cuarto. Alargó los brazos y los giró a uno y otro lado; se quedó allí de pie, con los pies cruzados y la barbilla alzada, posando sin pretenderlo como si fuera Cristo en la cruz.

—¿Ves alguna? —inquirió.

Ella negó con la cabeza.

Él se volvió con los brazos todavía extendidos y giró la cabeza para mirarse.

—¿Y en la espalda?

—No. Quítate los pantalones.

Miró de nuevo hacia delante y se desabrochó los vaqueros. Estaban frente a frente, separados por un metro de espacio abierto. Había una especie de cruel fascinación erótica en la forma lenta y paciente con la que se desvestía para ella quitándose el cinturón, bajándose los pantalones y los calzoncillos, todo de una vez, sin dejar de mirarla a los ojos. Su rostro era una máscara casi indiferente.

—Nada —dijo ella.

Se volvió. Ella le examinó los muslos, tostados y flexibles, la pálida espalda y los hoyuelos huecos de las caderas.

—No —musitó.

—¿Por qué no cierras el grifo de la ducha? —le pidió él.

Harper cerró el grito, recogió la toalla mojada y siguió secándose el pelo. Mientras se concentraba en respirar despacio y a intervalos regulares, y hacía todo lo que solía hacer después de una ducha, se sintió capaz de retrasar el impulso de romper a llorar de nuevo. O de gritar. Si empezaba a gritar, no estaba segura de poder parar después.

Se enrolló la toalla en la cabeza y regresó al horno en penumbra que era el dormitorio.

Jakob estaba sentado al borde de la cama, nuevamente en vaqueros, aunque con la camiseta en el regazo. Iba descalzo. A ella siempre le habían encantado sus pies, bronceados, huesudos y casi arquitectónicos gracias a sus delicadas líneas angulares.

—Siento haberme contagiado —le dijo, y de repente estaba otra vez reprimiendo las lágrimas—. Lo juro, me eché un vistazo a fondo ayer y no vi nada de esto. Quizá no lo tengas. Quizás estés bien.

Estuvo a punto de ahogarse con la última palabra. La garganta se le cerraba de manera compulsiva y los sollozos se abrían paso desde lo más profundo de sus tartamudeantes pulmones. Aunque sus pensamientos eran demasiado horribles para pensarlos, los pensó de todos modos.

Ya estaba muerta, y él también. Había conseguido infectarlos a los dos y ambos arderían hasta la muerte, como todos los demás. Lo sabía, y el rostro de Jakob le decía que él también.

—Tenías que ser la puta Florence Nightingale —espetó él.

—Lo siento.

Deseaba que Jakob pudiera llorar con ella, que mostrara algún sentimiento en el rostro, que luchara por reprimir las mismas emociones que ella sentía. Sin embargo, su expresión no le decía nada y, además, su mirada era cínica, extraña, mientras permanecía allí sentado, con las muñecas colgando sin fuerzas sobre las rodillas.

—Míralo por el lado bueno —dijo mientras observaba la barriga de Harper—: al menos no tenemos que pensar en cómo llamarla si es una niña.

Fue tan doloroso como un puñetazo. Dio un respingo y apartó la vista. Iba a repetir que lo sentía, pero lo que surgió fue un sollozo abogado, desesperado.

Hacía poco más de una semana que sabían lo del bebé. Él había esbozado una ligera sonrisa cuando ella le había enseñado la borrosa cruz azul del palito de la prueba de embarazo, pero, cuando le había preguntado cómo se sentía, su marido había respondido: «Como si necesitara tiempo para hacerme a la idea».

El día después, el Verizon Arena ardió hasta los cimientos en Manchester, junto con los mil doscientos refugiados de su interior (nadie salió con vida), y a Jakob lo enviaron al Departamento de Obras Públicas de aquella ciudad para ayudar a organizar la limpieza de las ruinas y la recogida de cadáveres. Se pasaba fuera de casa trece horas al día y, cuando regresaba, manchado de hollín y sin decir palabra sobre lo que había visto, hablar sobre el bebé no parecía lo más adecuado. Aun así, cuando dormían, se acurrucaba contra su espalda y le sujetaba el vientre con una mano, y ella esperaba que eso significara que dentro de él se despertaba una pizca de felicidad, algo de esperanza en el futuro.

Ya sin prisas, Jakob se puso la camiseta.

—Vístete —le pidió a Harper—. Me resultará más fácil pensar si no tengo que verte todo eso por encima.

Ella se acercó a su armario llorando a moco tendido. Se sentía incapaz de soportar la frialdad de su voz; era casi peor que la idea de estar contaminada, envenenada.

Aquel día superarían los veinte grados (ya los hacía en el dormitorio y no tardarían en subir, puesto que la reluciente luz del sol se filtraba por los bordes de las persianas), así que buscó un vestido de verano entre las perchas. Eligió el blanco porque le gustaba cómo se sentía con él, limpia, sencilla y fresca, y eso era lo que necesitaba. Entonces se dio cuenta de que, si se ponía un vestido, Jakob seguiría viendo la franja de la parte de atrás de la pierna, y ella quería evitárselo. Los pantalones cortos también quedaban descartados. Encontró una bata andrajosa del color de la margarina barata.

—Tienes que irte —dijo sin mirarlo—. Tienes que salir de la casa y alejarte de mí.

—Creo que es demasiado tarde para eso.

—No sabemos si estás contagiado —respondió mientras se cerraba la bata con el cinturón, pero sin volverse para mirarlo—. Hasta que estemos seguros, debemos tomar precauciones. Deberías recoger algo de ropa y salir de aquí.

—Has tocado toda la ropa. La lavaste en el lavabo, después la colgaste en el tendedero de la terraza, la doblaste y la guardaste.

—Pues ve a alguna parte a comprar ropa nueva. Puede que Target siga abierto.

—Claro. A lo mejor consigo contagiarle la escama de dragón a la chica de la caja registradora, ya que estoy.

—Te lo dije, no saben si se contagia antes de que aparezcan las marcas.

—Es verdad, no lo saben. No saben una mierda. Sean quienes sean los que saben o no. Si alguien supiera de verdad cómo se transmite, no estaríamos en esta situación, ¿verdad, mivida?

A Harper no le gustó el tono irónico con el que dijo mivida; le sonaba desdeñoso.

—Tuve cuidado. Tuve mucho cuidado —insistió.

Recordaba (con una mezcla de cansancio y resentimiento) hervir dentro del traje protector de Tyvek todo el día, con la tela pegada a su piel sudorosa. Tardaba veinte minutos en ponérselo, otros veinte en quitárselo y cinco minutos más en la ducha obligatoria de lejía. Después, recordaba que apestaba a goma, desinfectante y sudor. Llevó ese olor con ella todo el tiempo que pasó en el hospital de Portsmouth, un aroma a accidente industrial, pero aun así se infectó, y era como un chiste muy malo.

—No te preocupes por eso, en la bolsa del gimnasio llevo ropa que puedo ponerme —dijo Jakob—. Cosas que no has estado toqueteando.

—¿Adónde irás?

—¿Cómo coño voy a saberlo? ¿Sabes lo que has hecho?

—Lo siento.

—Bueno, eso lo arregla todo. Ya no me siento tan mal porque los dos vayamos a morir achicharrados.

Harper decidió que, si tenía que enfadarse con ella para estar menos asustado, le parecía bien. Quería que él estuviera bien.

—¿Puedes dormir en el Departamento? —preguntó—. ¿Sin entrar en contacto con los otros compañeros?

—No, pero Johnny Deepenau está muerto y las llaves de su caravana de mierda están en su taquilla. Podría quedarme allí. ¿Te acuerdas de Johnny? Conducía el Freightliner número tres.

—No sabía que estuviera enfermo.

—No lo estaba. Su hija se contagió y murió quemada, así que él saltó del puente de Piscataqua.

—No lo sabía.

—Estabas trabajando. Estabas en el hospital. Nunca pasabas por casa. No era algo que pudiera contarte en un mensaje de texto. —Guardó silencio. Tenía la cabeza gacha y los ojos en sombras—. En cierto modo, lo admiro. Por comprender que ya había disfrutado de lo mejor que iba a ofrecerle la vida y reconocer que no tenía sentido quedarse por aquí para ver la mierda final. Johnny Deepenau era un tarado muy frío al que le gustaba beber Budweiser, ver el fútbol en la tele y votar a Donald Trump, un tío que lo más profundo que había leído era la revista Penthouse, pero eso lo entendió muy bien. Creo que tengo que vomitar —dijo sin cambiar el tono de voz antes de levantarse.

Lo siguió por la sala de estar hasta la entrada. No usó el baño del dormitorio principal; supuso que era zona vedada porque ella acababa de ocuparlo. Se metió en el cuartito de baño de debajo de las escaleras mientras ella se quedaba en la entrada, lo oía vomitar a través de la puerta cerrada y practicaba lo de reprimir el llanto. No quería ser una llorica con él, deseaba evitarle la carga de sus emociones. Sin embargo, a la vez anhelaba que Jakob le dijera algo, que pareciera angustiado por ella.

Oyó el ruido de la cadena y retrocedió hasta la sala de estar para darle espacio. Se colocó junto al escritorio de Jakob, donde él se sentaba a escribir por las noches. Había conseguido un puesto como subdirector del Departamento de Obras Públicas de Portsmouth casi por accidente. Había dejado la facultad para dedicarse a escribir y llevaba trabajando en su libro desde entonces, seis años en total. Tenía ciento treinta páginas que nunca había permitido leer a nadie, ni siquiera a ella. Se llamaba La pala de la desolación. Harper jamás le había confesado que odiaba aquel título.

Jakob salió del baño, llegó hasta la entrada de la sala y se detuvo allí. En algún momento había localizado su gorra de béisbol, la que decía «Freightliner» y que a ella siempre le había parecido que llevaba por ironía, como los hipsters de Brooklyn con sus gorras de John Deere. Si es que todavía se las ponían. Si es que alguna vez se las habían puesto de verdad.

Los ojos que asomaban por debajo de la visera estaban inyectados en sangre y desenfocados. Harper se preguntó si habría estado llorando en el cuarto de baño. La idea de que hubiera llorado por ella hizo que se sintiera un poco mejor.

—Quiero que esperes —dijo él.

No lo entendió y lo miró a modo de pregunta.

—¿Cuánto hay que esperar hasta que sepamos con certeza si lo tengo? —preguntó.

—Ocho semanas. Si no tienes nada para finales de octubre, es que no tienes nada.

—Vale, ocho semanas. Creo que es una farsa (los dos sabemos que, si tú lo tienes, yo lo tengo), pero esperaremos ocho semanas. Si los dos estamos infectados, lo haremos juntos, como dijimos. —Guardó silencio un momento, mirándose los pies, y después asintió—. Si no lo tengo, estaré contigo cuando lo hagas.

—¿Hacer el qué?

La miró con cara de genuina sorpresa.

—Suicidarnos. Dios, si ya lo hemos hablado. Lo que haríamos si nos contagiábamos. Acordamos que sería mejor… irse a dormir sin más antes que esperar y morir abrasados.

Un nudo enorme atenazaba la garganta de Harper; no estaba segura de poder conseguir que las palabras lo atravesaran, pero resultó que sí.

—Pero estoy embarazada.

—Ya no puedes tener ese bebé.

La reacción de Harper la sorprendió hasta a ella; por primera vez, la certeza de Jakob, tan insensible y enfadada, la ofendió.

—No, ahí te equivocas —respondió—. No soy una experta, pero sé más de la espora que tú. Hay estudios, estudios importantes, que demuestran que no puede cruzar la barrera de la placenta. Se introduce en todas partes: el cerebro, los pulmones… Por todas partes, menos ahí.

—Eso es una chorrada. No hay ningún estudio que diga semejante cosa; al menos, ninguno que valga algo. El CDC de Atlanta es un montón de cenizas. Ya no hay nadie que siga estudiando esa mierda. El momento de la ciencia pasó, ahora toca correr a buscar refugio y esperar a que el fuego consuma la espora antes de que nos borre de la faz de la Tierra.

Tras decirlo, se rió; una risa cáustica y nada alegre.

—Sí que la están estudiando todavía. En Bélgica. En Argentina. Bueno, si no me quieres creer, vale, pero créete esto: en julio, en el hospital, ayudamos a nacer a un bebé sano de una mujer contaminada. Organizaron una fiesta en la sala de pediatría. Comimos helado de cereza medio derretido y nos turnamos para coger al bebé.

No le comentó que el equipo médico había pasado más tiempo con el crío que la madre. El médico no le permitió tocarlo y se llevó al niño de la habitación mientras la madre gritaba pidiendo que volviera, que la dejara mirar a su hijo una vez más.

El rostro de Jakob ya no estaba tan impasible. Sus labios formaban una arrugada línea blanca.

—¿Y qué? Esta mierda… ¿Cuánto dura la gente? En el mejor de los casos, ¿después de que aparezcan las manchas?

—Cada persona es distinta. Hay algunos casos de largo recorrido, personas que llevan vivas desde el principio. Quizá yo dure…

—¿Tres meses? ¿Cuatro? ¿Cuál es la media? No creo que la media llegue ni a dos meses. Te enteraste de que estabas embarazada hace diez días. —Negó con la cabeza, como si no se lo creyera—. ¿Qué conseguiste para nosotros?

—¿A qué te refieres?

A Harper le costaba seguir el hilo a los pensamientos de Jakob.

—¿Qué conseguiste para hacerlo? Me dijiste que robarías esa cosa, las pastillas esas que me dio mi dentista después de la endodoncia.

—Vicodina.

—Y podemos machacarlas, ¿no?

A ella se le había soltado el cinturón de la bata y la llevaba abierta, pero volver a cerrarla le habría requerido demasiado esfuerzo y se le había olvidado que quería ahorrarle la visión de su cuerpo infectado.

—Sí. Es probable que sea una de las formas menos dolorosas de suicidarse. Veinte pastillas de Vicodina, más o menos, todas machacadas.

—Entonces lo haremos así. Si los dos tenemos la escama.

—Pero no tengo Vicodina, no la cogí.

—¿Por qué? Lo hablamos. Dijiste que lo harías. Dijiste que la robarías del hospital y, si enfermábamos, nos beberíamos una botella de vino, escucharíamos música, nos tomaríamos las pastillas y volaríamos.

—Se me olvidó cogerlas cuando salí del hospital. En aquel momento me preocupaba más no morir abrasada.

Aunque, dada su situación actual, en realidad no había escapado de nada.

—Te trajiste a casa la escama de dragón, pero no te tomaste la molestia de conseguir algo con lo que ocuparnos de nosotros. Y, encima, te quedas embarazada. Por Dios, Harper, menudo mesecito llevas. —Se rió, aunque fue más bien un ladrido corto y sin aliento. Al cabo de un momento, añadió—: Puede que consiga algo con lo que hacerlo. Una pistola, si es necesario. Deepenau tenía pegatinas de la Asociación Nacional del Rifle por toda su asquerosa camioneta. Seguro que guardaba alguna.

—Jakob, no me voy a suicidar. Lo que habláramos antes de quedarme embarazada ya no importa. Llevo la escama de dragón, pero también llevo un bebé, y eso lo cambia todo. ¿Es que no ves que lo cambia todo?

—Joder, por Dios. Ni siquiera es un bebé todavía. Es un grupo de células sin raciocinio. Además, te conozco: si tuviera un defecto, abortarías. Trabajaste en una puta clínica, por amor de Dios. Pasabas todas las mañanas junto a gente que te gritaba que eras una criminal, que te llamaba asesina de bebés.

—El bebé no tiene ningún defecto y, aunque lo tuviera, no… Eso no quiere decir que…

—Creo que morir asado en el vientre de su madre se puede considerar un defecto, ¿no te parece?

Estaba de pie, abrazándose. Harper advirtió que temblaba.

—Vamos a esperar. Vamos a darnos un tiempo para ver si yo también tengo esta mierda —dijo él al fin—. Puede que en algún momento de las próximas ocho semanas volvamos a estar de acuerdo. Puede que en algún momento seas un poco menos egoísta.

Ella le había dicho que tenía que irse de la casa, aunque, en realidad, no había deseado que se fuera. Esperaba que se ofreciera a quedarse cerca, quizás a dormir en el sótano. Le daba miedo imaginarse sola con la infección, y quería contar con la calma y la seguridad de Jakob, aunque no pudiera contar con sus brazos.

Sin embargo, algo había cambiado en los últimos sesenta segundos. Ahora estaba preparada para que se fuera. Le parecía que lo mejor para los dos era que se marchara y que ella disfrutase de una casa tranquila y oscura durante un tiempo (para pensar o para no pensar, para no moverse, para llorar o para lo que fuera que debiera hacer), libre del terror, el asco y el enfado de Jakob.

—Voy a ir en bicicleta hasta el Departamento para coger la llave de la caravana de Deepenau de su taquilla. Te llamaré por la tarde.

—No te preocupes si no respondo —contestó Harper—. Quizás apague el móvil para poder volver a la cama. —Entonces se rió, una risa amarga y triste—. Puede que cuando me despierte resulte que todo era una pesadilla.

—Sí. Ojalá, mivida. Aunque, si es una pesadilla, la estamos soñando los dos.

Esbozó una sonrisita nerviosa y, por un momento, volvió a ser su Jake, su viejo amigo.

Estaba de camino a la puerta cuando ella dijo:

—No se lo cuentes a nadie.

Él se detuvo con la mano en el pestillo y respondió:

—No, a nadie.

—No pienso ir a Concord. He oído muchas historias sobre esas instalaciones.

—Sí, que es un campo de exterminio.

—¿No te lo crees?

—Claro que me lo creo. Todos los que van allí están infectados con esta mierda. Todos van a morir. Así que por supuesto que es un campo de exterminio. Por definición. —Abrió la puerta que daba al día, abrasador y humeante—. No te enviaría allí, tú y yo estamos juntos en esto. No te entregaré a una agencia sin rostro. Lo manejaremos nosotros solos.

Harper pensó que pretendía tranquilizarla, pero, curiosamente, no funcionó.

Fuego
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