10
Harper fue la primera en llegar hasta la joven y la ayudó a levantarse.
—¿Qué? —susurró—. ¿Qué ocurre?
La chica sacudió la cabeza; sus ojos eran puntos de luz en los agujeros de su máscara del Capitán América.
Willowes la rodeó y se agachó ante la entrada a la tubería de desagüe: allí había encajado un montículo de lodo, palos y hojas, una masa de maleza y espinas casi al alcance de la mano.
La masa de hojas se levantó, se movió y se puso de lado.
Era un animal. Había un puto animal en la tubería, un puercoespín del tamaño de un corgi galés.
Harper vio un palo de sesenta centímetros de largo con un extremo bifurcado. Se le ocurrió que podía pasarlo por encima del puercoespín y tirar del animal hacia ella, arrastrarlo a campo abierto. Sin embargo, lo que ocurrió fue que la punta pinchó al puercoespín en el costado y la criatura se erizó. Después gruñó y se internó en el conducto.
La enfermera miró a Allie. Michael se había acercado a ella para cubrirla con su chaqueta. La chica tenía los vaqueros empapados tras haberse caído al agua y temblaba sin parar. Temblaba… y observaba el desagüe con una sombría cara de susto. Era la primera vez que veía algún rastro de miedo en Allie Storey y, en cierto modo, le supuso un alivio comprobar que algo podía afectarla.
No la culpaba. La idea de meterse en una tubería de un metro de diámetro con un puercoespín gordo y cabreado era espantosa, casi impensable.
Por eso no se lo pensó: se puso a cuatro patas y metió la cara en el caño. Olía a basura podrida y a cálido hedor de mamífero.
—¿Qué demonios pretendes? —preguntó Ben—. Ay, Harper. Ay, no hagas eso, no te metas ahí. Deja que…
Pero, cuando fue a agarrarla, ella apartó el brazo y metió los hombros en el conducto. Ben medía más de metro ochenta y pesaba más de noventa kilos, así que tenía tantas posibilidades de atravesar el desagüe como el oxidado carro de la compra que Allie había tirado antes al agua.
Por otro lado, ella era un poco más alta que la muchacha, puede que seis kilos más gorda, y sabía que, si alguno de ellos era capaz de avanzar por la tubería, esa era ella. La cosa estaría justa, claro. Ya se daba cuenta, dado que las paredes le pegaban los hombros al cuerpo.
Recordó entonces que estaba en su segundo trimestre de embarazo, así que, seguramente, debía de pesar unos trece kilos más que Allie. Se preguntó si habría engordado lo suficiente como para quedarse atascada allí dentro. Sopesó la posibilidad de volver atrás, pero después avanzó otro medio metro.
El puercoespín había dejado de caminar y se colocó de lado para observarla. Ella volvió a pincharlo con el palo, y el ojo que la miraba pareció iluminarse de rabia. Era del color de la sangre congelada en una gota de ámbar. El animal siseó y siguió avanzando.
Ella lo siguió, arrastrándose sobre las manos y las rodillas por encima de las ondulaciones acanaladas del suelo. Cuando llevaba más o menos un tercio del recorrido, las caderas se le atascaron.
Se impulsó hacia delante para liberarse, aunque no funcionó, sino todo lo contrario: sintió que las paredes la sujetaban con más fuerza. Intentó dar marcha atrás, pero no pudo y, de repente, se le pasó por la cabeza la imagen de un corcho atascado en una botella de vino, la de aquella última noche con Jakob.
El puercoespín vaciló y le lanzó una mirada arisca, especulativa: «¿Qué? ¿Algún problema? ¿Te has quedado un poquito atascada? ¿Necesitas, quizá, un pinchacito amistoso con un palo para seguir moviéndote?».
El agua que le goteaba entre las manos estaba helada; las paredes de acero inoxidable, ribeteadas de escarcha. Sin embargo, de repente tenía calor. Le cosquilleaba en el costado y en la cuenca de la clavícula. No era el calor que sienten a veces las personas en los momentos de ansiedad. Esta sensación la conocía bien, era como si alguien rociara con insecticida una piel levantada. Respiró hondo y percibió el olor a humo, un hedor asqueroso de puro dulce, como el del beicon con jarabe de arce al freírlo en la sartén.
«Eres tú», pensó, y cuando bajó la mirada vio una pálida nube de humo que le brotaba de la tracería de escama de dragón que le adornaba el dorso de las manos.
«Te lo dije —susurró el puercoespín con la voz de Jakob—. Deberíamos haber muerto juntos, como habíamos planeado. ¿No habría sido mejor que morir así, abrasada en un agujero oscuro? Podrías haberte quedado dormida en mis brazos, sin aspavientos, sin dolor. En vez de eso, te vas a asar aquí y ahora y, cuando empieces a chillar, atraerás a la policía y se llevarán a Allie, al padre Storey, a Ben y a Michael. Y los obligarán a arrodillarse en la arena para meterles una bala en los sesos, y será por tu culpa».
Volvió a empujar. La tubería seguía sujetándola.
Parpadeó, ya que con el humo se le saltaban las lágrimas. Entonces comprendió que lo que te mataba no era el humo, sino el terror o tal vez el claudicar. Era el momento en que, aterrada y avergonzada, te dabas cuenta de que te habías quedado atascada y estabas demasiado débil para liberarte. La escama de dragón era la bala; no obstante, el miedo era el dedo que apretaba el gatillo.
El aliento le quemaba en la garganta. Pinchó al puercoespín con el palo antes de que al bicho se le ocurriera cualquier barbaridad, y el animal dejó escapar un chillido de dolor. Después empezó a alejarse todavía más rápido que antes.
Ya no veía el otro extremo de la tubería por culpa del humo que le brotaba del cuerpo. No sabía por qué no se ahogaba con él. Respiró hondo, preparada para toser, y pensó: «Canta. Canta. Apágalo cantando».
—Dum dilly, um dilly die —susurró con voz ronca y rota, aunque se calló de inmediato.
Ya era malo de por sí estar atascada en una tubería con un puercoespín, pero peor aún lo era encontrarse encerrada allí dentro con una lunática, aunque la lunática resultara ser ella. La desesperación que percibía en su voz la inquietaba.
Una nueva oleada de calor químico le recorrió el cuerpo. Los gusanos de fuego se le arrastraban por el cuero cabelludo. Le llegaba el olor de su pelo al encresparse y freírse, y pensó que si salía de aquel desagüe dejaría que Allie le afeitara la cabeza, aunque no iba a salir de allí porque todo era mentira, porque la idea de salvarse cantando era una mentira. Los niños británicos cantaban durante el bombardeo alemán de Londres y, aun así, el tejado se les cayó encima. Su propia voz nunca había importado. La fe de Tom Storey era como rezarle a la pared.
El humo le quemaba la garganta. Nubes blancas le salían por la nariz. Odiaba cada momento de esperanza que se había permitido albergar. Se odiaba por cantar a coro, por cantar con los otros, por cantar a otros, por cantar…
«Cantar a otros», pensó. Cantar en armonía. El padre Storey había dicho que no era la canción, sino la armonía lo que importaba, y no se podía crear armonía en solitario.
Parpadeó, con los ojos anegados y las lágrimas pegajosas, y, en voz baja y quebrada, se concentró en su interior, en la vida cerrada como un puño dentro de su vientre.
—I’ll be your candle on the water —cantó. Esta vez no era Julie Andrews, sino Helen Reddy. Fue la primera canción que le vino a la cabeza y, al oírla rebotar con suavidad por la tubería, sintió el impulso repentino y medio histérico de echarse a reír—. My love for you will always burn.
Desafinaba una barbaridad y la emoción le alborotaba la voz, pero, prácticamente con la primera palabra, la escama de dragón palpitó y brilló con una tenue luz dorada, y la sensación de calor químico en la piel empezó a remitir. A la vez, el bebé pareció moverse sutilmente dentro de ella, rotar como un tornillo, y pensó: «Te está enseñando lo que debes hacer. Él está en armonía». Era una idea ridícula, salvo que, cuando giró las caderas siguiendo las ondulaciones de la tubería y avanzó, se soltó tan de repente que se golpeó la cabeza y el desagüe retumbó con un ruido hueco.
Se metió a rastras en un embudo de humo. Los pulmones se esforzaban por encontrar un oxígeno que no estaba, aunque no se mareó ni tampoco se sintió desfallecer. De hecho, le quedaba el aire suficiente para seguir cantándole al bebé con agotados susurros.
Agachó la cabeza, parpadeó para secarse las lágrimas y, cuando por fin alzó los ojos nublados, el puercoespín estaba justo delante de ella, tan cerca que casi podía ponerle una mano encima, con la capa de púas erizada.
Golpeó al animal en el costado con el palo, lo echó atrás y se lo clavó como una lanza.
—Te lo meteré por el culo como no sigas caminando, gordito —le advirtió, entre canturreando y ahogándose.
El animal se alejó a paso lento otra vez, pero Harper ya estaba harta tanto de él como del desagüe, así que le metió el palo por debajo del culo y empujó con ganas. Le dio la impresión de que aquello tenía madera de nuevo deporte olímpico: lanzamiento de puercoespín sobre hielo.
El roedor echó a correr o a lo que se consideraba correr para su especie. No dudó al llegar al final de la tubería, sino que se tiró al suelo y se arrastró para salir por la abertura. A la vacilante luz del fuego naranja que iluminaba la noche, vio que el animal en realidad no era tan grande. Cuando estaba apretujado dentro de la tubería le había parecido del tamaño de un cachorrito. Sin embargo, gracias a la luz de las fogatas pudo comprobar que no era más que un hámster con púas. La criatura la miró con un solo ojo cargado de reproches antes de seguir su camino. Por un momento, casi se sintió culpable por cómo lo había tratado: a ella también la habían echado de su hogar, así que lo entendía.
Entonces oyó un susurro de sorpresa en la entrada del desagüe, a la izquierda.
—¿Qué coño es eso?
Alguien le tiró una piedra al puercoespín, que salió pitando hacia la maleza; pobre animalillo perseguido.
Harper avanzó unos cuantos centímetros, casi hasta el borde del tubo.
—Eh, hola —dijo en voz baja.
El extremo de la tubería se oscureció y se llenó, y la cabeza y los hombros de un hombre grande eclipsaron el cielo nocturno.
Ya no echaba humo ni cantaba y, en cierto momento, las motas doradas de escama de dragón habían dejado de brillar. Notaba sensibles y doloridos los brazos y la espalda, que estaban entintados con la delicada tracería de la espora, aunque no era una sensación del todo desagradable.
—¿Quién es? —preguntó el hombretón que se asomaba.
A pesar de estar desgarrado, mugriento y cubierto de cenizas, el mono de color zanahoria destacaba en las sombras, tan reluciente como el neón. El varón tenía físico de oso y el rostro cuadrado y marcado por las cicatrices del acné…, aunque los ojos, de color amarillento, presentaban un aire un tanto académico. De hecho, eran casi del mismo color que los del puercoespín.
—Soy Harper Willowes. Enfermera. He venido a ayudaros a escapar. Sois dos, ¿no?
—Sí, pero… él ya ha intentado meterse en la tubería y no cabe, y yo soy aún más grande que él.
—No vais a huir por la tubería, vais a cruzar la carretera. Unos amigos os esperan al otro lado con barcas. Os llevarán a un lugar seguro.
—Señora, llevamos veinte horas escondidos en una alcantarilla. Ninguno de los dos está dispuesto a cruzar corriendo esa carretera. Mi colega, aquí presente, apenas puede levantarse. Gracias por pensar en nosotros, de verdad, pero no es posible. Da igual que tengan las barcas a treinta metros de aquí, es como si estuvieran en la luna. En ese aparcamiento hay cincuenta hombres, casi todos armados. Si salimos de aquí y echamos a correr (o, más bien, a cojear), primero dispararán y después… no preguntarán.
—No vais a correr —respondió ella al recordar lo que le había dicho el Bombero—. Vais a caminar. Y no os verán, estarán distraídos con otra cosa.
—¿Con qué?
—Lo sabréis cuando lo veáis —respondió, porque sonaba mejor que reconocer que no tenía ni idea.
El hombre sonrió y ella le vio un diente de oro al fondo de la boca. Era lo que su padre habría llamado un tío feo.
—¿Por qué no sales de ahí? Ven a sentarte con nosotros, querida.
—Tengo que volver. Vosotros preparaos.
—No irás a salir de ahí marcha atrás, ¿verdad? ¿No sería mejor arrastrarte hasta fuera y meterte de cabeza?
Hasta aquel momento no había pensado en la vuelta (ridículo, pero cierto) y no supo cómo responder. El hombre llevaba razón, claro; tenía tantas posibilidades de arrastrarse marcha atrás como de convertirse en humo y desaparecer. De hecho, era mucho más probable que se convirtiera en humo.
Sin embargo, si avanzaba, aunque sólo fuera un paso, se imaginaba al hombre oso agarrándola por el pelo mientras se le borraba la sonrisa y la luz de los ojos. Su amigo y él podrían hacerle lo que desearan; Harper no iba a gritar para que los agentes de la ley cayeran sobre ellos y delatar así la posición de sus amigos. El Bombero había dicho que querían huir, no que los atraparan, y eso era cierto. Aun así, también era cierto que se trataba de presos y que ella era una embarazada que no podía pedir ayuda. En aquel momento se dio cuenta de que podían nadar y guardar la ropa, y, de camino, violarla y matarla.
Volvía a estar atascada, quizá más que cuando se encontraba en medio de la tubería. No veía la forma de regresar y no se atrevía a avanzar. «¿Por qué no le cantas algo de uno de tus musicales favoritos?», pensó, y casi se echó a reír.
Pero, al final, no hubo nada que pensar; era un problema que no requería solución. El hombretón se distrajo con algo que había en la carretera. Sus ojos, además de la luz, reflejaban desconcierto y un miedo vidrioso.
—Aaah —suspiró—. Virgen… Virgen…
Supuso que pretendía decir «Virgen santa», pero no conseguía pasar de la primera palabra. Después se le ocurrió que quizá dijera justo lo que quería decir: que lo que sucedía en la carretera era una manifestación milagrosa, una aparición tan poco probable como una zarza ardiendo o un cielo nocturno lleno de ángeles que parpadearan sobre Belén.
Aunque, cuando ella vio lo que sucedía allí fuera, la palabra que se le ocurrió no fue esa.
«Infernal» le pareció más correcto.