Epílogo ¿La primera guerra del siglo XXI?
«En el año 2000 no habrá agricultura, ni pastores, ni labriegos; el problema de la existencia por el cultivo del suelo estará suprimido por la química; no habrá minas de carbón, ni huelgas de mineros por consiguiente, ni combustible, ni aduanas, ni guerra, sustituyéndolo todo por operaciones físicas y químicas, que contarán con las fuerzas productoras sacadas de los manantiales inagotables del calor solar y el calor central de nuestro globo La tierra será un vasto jardín en el que reinará la legendaria edad de oro».
M. Berthelot, El año 2000.
Las palabras anteriores, pronunciadas hace un siglo por un anarquista francés y reproducidas por el historiador José Álvarez Junco, muestran la enorme diferencia que suele haber entre los ideales y las utopías que mueven a la humanidad y la cruda realidad en que a veces los convierte el efecto corrosivo del curso de la historia. El contraste entre lo vivido y lo pintado deja otras enseñanzas. La primera que, si bien el siglo XX ha satisfecho, incluso con creces, las expectativas de progreso científico que había despertado, no todos los avances en este terreno han contribuido a crear un mundo mejor, ni desde luego han supuesto la erradicación de las desigualdades y de la guerra. Más bien todo lo contrario. La segunda lección de la que conviene tomar nota nos advierte del riesgo de confundir los deseos con la realidad o bien, lo que podría ser nuestro caso, de dejarnos llevar por la magnificación del presente y darle una dimensión que quizá sea desmentida por los historiadores futuros. Es imposible saber, por ejemplo, qué lugar ocupará en los libros de historia el ataque terrorista contra Estados Unidos de septiembre de 2001 y si la interpretación que se hará de su significado coincidirá con alguna de las que se han formulado al calor mismo de los acontecimientos.
La conmoción provocada por el atentado contra Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001 obedece a varias causas. En primer lugar, a la inmediatez y a la espectacularidad de la información emitida por las televisiones, gracias a las especiales facilidades que ofrecía el hecho de que el ataque tuviera lugar en el corazón mismo del mundo occidental. Tras producirse a las 8:48 (hora de Nueva York) el primer impacto de un avión de pasajeros secuestrado por un comando suicida contra las Torres Gemelas, los principales canales de televisión de todo el mundo transmitieron en directo el desarrollo posterior de una crisis de final incierto, cuyo dramatismo se fue acrecentando con los siguientes atentados: a las 9:03 se produjo el impacto en la Torre Sur la escena pudieron presenciarla ya en directo quienes se encontraban ante el televisor contemplando perplejos el incendio de la Torre Norte; a las 9:43, un tercer avión se lanzaba en Washington contra el edificio del Pentágono, centro neurálgico del sistema de defensa norteamericano, y a las 10:10 un cuarto aparato se estrellaba en un bosque cerca de Pittsburgh (Pensilvania), frustrándose así, seguramente por la rebelión del pasaje, el plan de sus secuestradores de atentar contra la Casa Blanca o el Capitolio. Poco antes, se había desplomado la Torre Sur del World Trade Center, y unos minutos después, a las 10:28, ocurría otro tanto con la Torre Norte, víctima del primer atentado. El sur de Manhattan quedaba envuelto en una inmensa nube blanca producida por la desintegración de miles de toneladas de hormigón, vidrio y acero de los 110 pisos de cada una de las Torres Gemelas. El múltiple atentado provocó un número aproximado de 6000 muertos, la mayoría, trabajadores de las numerosas empresas con sede en las Torres Gemelas.
Desde el primer momento, las autoridades norteamericanas señalaron a Osama Bin Laden, líder de una organización terrorista islámica fundada en 1988 («Al Qaeda», La Base), como responsable de los atentados. Asimismo, algunos medios de comunicación atribuyeron en seguida un carácter bélico a los sucesos del día 11. El canal de televisión CNN, por ejemplo, tardó escasas horas en presentar su información sobre los ataques con un titular inequívoco: «América en guerra». La posibilidad de que se tratara de una verdadera guerra de la III Guerra Mundial, como pudo leerse en algunos titulares de prensa, pero también de una nueva forma de guerra, llenó las portadas de los principales periódicos mundiales el día siguiente al ataque. El recuerdo de Pearl Harbor ha sido argumento de un sinfín de análisis y reflexiones sobre lo sucedido, demostrando una vez más que la historia brinda siempre algún ejemplo que, por analogía, permite entender mejor lo imprevisible y combatir así el horror al vacío que producen los acontecimientos inesperados. A lo largo de este libro se ha hablado ya de lo que en la historia reciente de Estados Unidos ha representado el síndrome Pearl Harbor, es decir, el miedo de la sociedad norteamericana a un ataque sorpresa de un enemigo no declarado, como el que protagonizó la aviación japonesa en diciembre de 1941, capaz de poner en grave riesgo la seguridad nacional. Junto a la evocación de este acontecimiento bélico, el otro gran argumento histórico que ha polarizado las interpretaciones del 11 de septiembre ha sido el choque de civilizaciones, tesis expuesta por el profesor de la Universidad de Harvard Samuel Huntington en un artículo publicado en 1993 en la revista Foreing Affaires y desarrollada y matizada por el autor en 1996 en un libro homónimo: El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial.
Huntington mantiene que la fuente de los conflictos en el mundo posterior a la Guerra Fría no será de carácter ideológico o económico, sino cultural. El fin de la Guerra Fría no ha supuesto el triunfo de Occidente (en este punto la tesis de Huntington se opone a la del «fin de la historia» de F. Fukuyama, otra de las teorías dominantes en Occidente durante el último decenio), sino la división del mundo entre diferentes civilizaciones, que él delimita en función esencialmente de la religión. Huntington distingue siete u ocho grandes civilizaciones (occidental, confuciana, japonesa, islámica, hindú, eslavo-ortodoxa y latinoamericana, y, en cierta medida, la africana) y afirma que el choque entre ellas dominará la política mundial, de forma que, si bien las naciones-estado seguirán siendo los actores principales de la política mundial, los enfrentamientos se producirán entre naciones o grupos de civilizaciones distintas. El choque entre la civilización occidental y la islámica-confuciana (extraña alianza, muy utilizada por los críticos de esta tesis) constituirá el núcleo central de la conflictividad inmediata.
La oportunidad de la tesis del «choque de civilizaciones» para interpretar el acontecimiento del 11 de septiembre no podía ser más patente. Aún más, si se recurre a las declaraciones de Bin Laden y otros dirigentes islámicos extremistas en las que se lanzan duras condenas al mundo occidental utilizando argumentos de carácter religioso. Los medios de comunicación han sido pródigos en informaciones de este cariz, de modo que ha cobrado carta de naturaleza la idea de una guerra entre el fanatismo islámico y el mundo occidental. El desconocimiento mutuo por parte de las masas de uno y otro lado, la tendencia en los medios de comunicación a prescindir de los matices y la persistencia de hechos conflictivos (acciones terroristas en Oriente Próximo protagonizadas por las dos partes en litigio, inicio de una guerra bacteriológico, etc.) abonan tal apreciación. Así pues, aunque los intelectuales y los medios de información serios se esfuerzan por delimitar el grado de implantación del fanatismo islámico en las sociedades árabes, distinguiendo entre la parte y el todo, la tendencia dominante en las masas occidentales es identificar a los musulmanes con los fundamentalistas islámicos, mientras que en el otro lado se incrementó la cólera y el sentimiento de humillación contra Occidente.
Desde el 11 de septiembre, ensayistas y politólogos de distinta orientación, pero de forma especial los más entroncados en el mundo árabe, vienen realizando un gran esfuerzo en ponderar la auténtica implantación del fundamentalismo religioso en los países islámicos y en subrayar que las ideas de los extremistas como Bin Laden no responden a la doctrina del islam ni se ajustan a la espiritualidad de esta religión, sino que son producto de una interpretación particular de los textos del Corán, una apropiación unilateral de ciertos principios islámicos para mantener sus organizaciones extremistas. Incluso Francis Fukuyama, que ha salido a la palestra de la opinión pública para defender la validez de su tesis del fin de la historia (véase su artículo «Seguimos en el fin de la historia», El País, 21-10-2001), se siente obligado a matizar que si el extremismo islámico es cosa únicamente de algunos lunáticos, no cabe hablar de choque de civilizaciones.
A la hora de interpretar el acontecimiento del 11 de septiembre resulta decisivo, por tanto, resolver uno de sus grandes interrogantes: cuál es la base social de las organizaciones terroristas islámicas en los países árabes y, en general, entre los musulmanes de todo el mundo. Este problema enlaza con otro, de no menor relevancia, ligado estrechamente con el acontecimiento que nos ocupa, y es la verdadera finalidad perseguida por los terroristas. Los atentados del 11 de septiembre han sido generalmente interpretados como un ataque al progreso, al carácter laico de la cultura y a la modernidad, utilizando sus mismas armas. Pero ¿se trata simplemente de un rechazo de todo eso, como defiende la tesis del choque de civilizaciones, o, sin excluirlo, se persiguen asimismo otros fines? ¿La guerra declarada a Estados Unidos es un desafío a la modernidad desde una opción radicalmente opuesta o un movimiento estratégico con intenciones políticas concretas? Sería sumamente aventurado avanzar cualquier respuesta a estos interrogantes, pero quizá no sea fútil tener en cuenta el dominio del tiempo que han demostrado los terroristas. Dos días antes del atentado contra Estados Unidos fue asesinado Ahmed Sha Massud, líder de la «Alianza del Norte», la coalición que mantiene en Afganistán una guerra civil contra el régimen talibán, con lo cual desapareció la alternativa más clara en caso de derrocamiento del poder dominante en Kabul. Tras el 11 de septiembre, Bin Laden ha difundido declaraciones perfectamente programadas y varios dirigentes del mundo islámico han hecho llamamientos concretos de apoyo a Afganistán y de condena a la intervención militar contra este país. Todo ello puede tener la finalidad de prolongar al máximo la fase bélica del conflicto y con ello propiciar una mayor inestabilidad en el mundo árabe. De esta forma, se hace más conflictiva la respuesta al atentado terrorista del 11 de septiembre y se pueden producir reacciones inesperadas. Si Estados Unidos y sus aliados cometen errores o no atienden determinadas exigencias de los países primeramente afectados por el conflicto, pueden suscitarse hechos sorprendentes, como un golpe de Estado en Pakistán, país que dispone de armas nucleares. Tampoco es fácil evaluar cuál sería la reacción de Rusia, China, India o Irak por ejemplo, si se producen cambios políticos radicales en la zona o el conflicto bélico se extiende en el espacio y en el tiempo.
La delimitación precisa de la responsabilidad del ataque a Estados Unidos resulta, a la vista de lo dicho, un elemento de primer orden no resuelto de forma plenamente satisfactoria hasta el momento, a pesar de que el historial de Osama Bin Laden y su organización «Al Qaeda» parece avalar las sospechas que inmediatamente recayeron sobre él. Nacido en Arabia Saudí en 1957, miembro de una numerosa y multimillonario familia, el futuro líder de «La Base», con el apoyo de los servicios secretos de Estados Unidos, Pakistán y Arabia Saudí, había participado activamente en la guerra iniciada en 1979 en Afganistán en contra de la Unión Soviética y los comunistas afganos. Concluida la guerra con la victoria de la guerrilla islámica y la instauración del gobierno fundamentalista de los talibanes («estudiantes»), Bin Laden y su pujante organización emprendieron una lucha sin cuartel contra Occidente, especialmente contra Estados Unidos, que se hizo extensiva a aquellas monarquías árabes, como la saudí, consideradas prooccidentales. La ruptura con el gobierno de su país le llevó a exiliarse en Sudán y, posteriormente, en Afganistán. Todo un rastro de atentados altamente mortíferos, de atribución incierta y extraño significado, como el ocurrido en 1993 en los sótanos de las Torres Gemelas neoyorkinas, los que afectaron en 1998 a las embajadas estadounidenses en Kenia y Tanzania o el ataque con una lancha bomba en octubre de 2000 al destructor norteamericano USS Cole en Aden (Yemen), empezó a alimentar la leyenda de un personaje poco conocido, sin embargo, por la opinión pública occidental hasta septiembre de 2001. La creciente sofisticación de sus métodos, combinada con el primitivismo y mesianismo de sus mensajes y con el fanatismo a toda prueba de sus numerosos seguidores, ha acabado por hacer de Osama Bin Laden un paradigma del lado más irracional e imprevisible de la globalización y de la sociedad red. Pero, sobre todo, el ataque terrorista a Estados Unidos le ha consagrado como cabecilla de un movimiento visceral, tan amplio como difuso, de rechazo al Primer Mundo. Es la nueva bipolaridad de la post-Guerra Fría, tal vez del siglo XXI, en la que una determinada concepción del islam actúa como catalizador de los sentimientos de amplias masas de desheredados, a las que ofrece la esperanza de un mundo mejor y de una suerte de juicio final a los infieles.
La más que probable connivencia con Osama Bin Laden del régimen talibán de Afganistán instaurado en su día con apoyo de Estados Unidos, que prefirió el fundamentalismo islámico a un gobierno prosoviético ha permitido dar forma bélica a la respuesta norteamericana a la masacre del 11 de septiembre. Así pues, lo que empezó siendo un atentado terrorista, aunque de una audacia y una violencia inusitadas, ha derivado en algo semejante a una guerra clásica entre dos Estados, con la importante particularidad de que uno es la primera potencia mundial y el otro uno de los países más pobres y atrasados de la Tierra. La nueva guerra, iniciada el 7 de octubre de 2001 con los primeros bombardeos sobre Afganistán, se inscribiría de lleno en lo que en ciertos medios norteamericanos se califica como «guerra de cuarta generación» o «guerra asimétrica» (véase Le Monde Diplomatique, octubre 2001). Este último concepto sería aplicable a otros episodios posteriores a la Guerra Fría, como la intervención occidental en el conflicto yugoslavo y, sobre todo, la Guerra del Golfo. En sus primeras etapas, la guerra contra Afganistán ofrece, efectivamente, algunas similitudes con el ataque multinacional a Irak en 1991, aunque hay también diferencias significativas, como la influencia mucho menor que la situación de Afganistán tiene por el momento en la evolución del mercado del petróleo tras una fuerte subida inicial del crudo, su precio se estabilizó en los niveles previos al ataque a Estados Unidos y la naturaleza radicalmente integrista del gobierno afgano, frente al carácter caudillista del régimen iraquí de Saddam Hussein.
El conflicto ha devuelto a Afganistán un protagonismo internacional que había perdido desde el final de la guerra contra la Unión Soviética en 1989 y que sólo había recuperado parcialmente por las tropelías cometidas por los talibanes en su particular aplicación de los preceptos coránicos. Mientras un libro reciente como The Great Disruption de Francis Fukuyama (1999), sesuda exploración en las claves del mundo actual, omitía cualquier referencia a este país, los acontecimientos desencadenados en septiembre de 2001 han despertado la curiosidad internacional sobre Afganistán, uno de los primeros países asiáticos en alcanzar la independencia (Tratado de Kabul, 1921), tras protagonizar varias y encarnizadas sublevaciones contra Inglaterra a lo largo del siglo XIX. De ahí arranca su vieja leyenda de pueblo indómito, guerrero por naturaleza, que hizo frente a aquellos pueblos vecinos que intentaron someterlo, ya fueran los persas, los mongoles, los rusos o los ingleses desde la India. Los testimonios de escritores y periodistas europeos del siglo XIX son inagotables y coinciden más o menos en los mismos rasgos. Para los afganos, escribió Engels en 1857, «la guerra es una actividad excitante, que los libera de monótonas ocupaciones de carácter económico». Algo anterior es la descripción del país que el escritor inglés G. MacDonald Fraser puso en boca de uno de sus personajes: hacia 1840, en plena sublevación contra el Imperio británico, Afganistán se le antojaba «el lugar más sofocante, duro y peligroso del mundo». En él había escrito poco antes el duque de Wellington «sólo podían encontrarse 11 rocas, arenas, desiertos, hielo y nieve». Sin embargo, junto a la dureza del terreno y a la pobreza inigualable del lugar, escritores, periodistas y militares del siglo XIX coincidieron también en señalar el alto valor estratégico de Afganistán, situado en un cruce de caminos entre Asia y Europa y en una encrucijada de civilizaciones que lo colocaban en el cogollo mismo de eso que el novelista R. Kipling llamó el gran juego de Asia Central, en referencia a la política de sobornos a los jefes tribales practicada por Gran Bretaña como forma de penetración en la zona. Sólo así, a partir de esa maldición geoestratégica, se entiende por qué, durante siglos, una región tan miserable mereció tantos desvelos y tanta sangre de sus habitantes y de los distintos pueblos que intentaron someterlo a su dominación. Es difícil escapar a cierto determinismo geográfico que explicaría una capacidad de atracción y un protagonismo histórico que no se corresponderían con la pobreza natural de un país agreste y montañoso, sin salida al mar, donde la población se ha instalado en valles fluviales separados por pasos estrechos entre montañas y colinas rocosas. La difícil comunicación ha propiciado la existencia de grupos étnicos dispares y la rivalidad crónica entre clanes, y ha dificultado la implantación de un sistema político-administrativo unitario. Los distintos intentos ensayados durante el siglo XX en este sentido se saldaron en fracaso. Tampoco el régimen talibán ha conseguido crear una estructura administrativa estable ni dominar el conjunto del territorio. Afganistán posee, sin embargo, grandes reservas de gas natural no explotadas y es zona de paso de los oleoductos del Golfo Pérsico como en el pasado lo fue de la ruta de la seda. De ahí el interés estratégico de un territorio cuya principal fuente de riqueza, hoy por hoy, es el opio y que, a comienzos del siglo XXI, presenta uno de los niveles más bajos de desarrollo del planeta, con una tasa de analfabetismo de casi el 50% entre los hombres y del 80% en las mujeres, una esperanza de vida de 46 años y un PIB por habitante de 800 dólares.
El ataque de Estados Unidos contra Afganistán, inicialmente denominado «justicia Infinita» y luego rebautizado «Libertad Duradera», plantea un buen número de interrogantes y de paradojas, una de ellas el hecho de que las sofisticadas armas empleadas por la aviación y la marina norteamericanas tengan un valor material (cerca de un millón de dólares cada misil Tomahawk) muy superior al de los objetivos que se pretende destruir. La sucesión de ataques aéreos iniciados el 7 de octubre, lanzados desde las bases norteamericanas en la Península Arábiga y desde los portaviones y submarinos británicos y estadounidenses desplazados al Océano índico, responde a una estrategia similar a la que precedió al ataque terrestre contra Irak en 1991. En el caso de Afganistán, la extrema debilidad de sus fuerzas armadas, cuyos efectivos se cifran en unos 45 000 soldados, 650 tanques y vehículos de combate, un número indeterminado de misiles tierra-aire Stinger y 250 aviones y helicópteros, hace suponer una resistencia aún menor que la que el ejército iraquí ofreció a la coalición internacional en la Guerra del Golfo, aunque la gran concentración de minas en su territorio puede dificultar la ofensiva terrestre. Cuestión distinta es que la victoria sobre Afganistán y el derrocamiento del régimen de los talibanes pongan fin a la crisis desencadenada el 11 de septiembre con los atentados terroristas contra Estados Unidos. En un informe de octubre de 2001 elaborado poco antes del comienzo de las operaciones terrestres, el prestigioso International Institute of Strategic Studies (IISS) de Londres exponía sus dudas sobre la eficacia de un ataque terrestre masivo contra Afganistán, dificultado por circunstancias geopolíticas de cierta entidad, como las reticencias de Pakistán a permitir una operación de ese tipo desde su territorio, razón por la cual el informe aconsejaba una acción selectiva de comandos especiales: «The Aftermath of 11 September». Pero la principal objeción de fondo que el IISS formulaba a la estrategia adoptada por Estados Unidos radica en la extraordinaria dificultad para responder a los nuevos desafíos creados por lo que el informe denomina terrorismo apocalíptico, que implica el riesgo de nuevos ataques suicidas, del recurso al bioterrorismo y hasta del uso de armas de destrucción masiva. La ola de pánico provocada por el envío de sobres con la bacteria del carbunco (ántrax) a las sedes de organismos políticos y medios de comunicación demuestra la fragilidad psicológica de la sociedad occidental ante las nuevas formas de terrorismo. Como tantas veces ha puesto de manifiesto la lucha guerrillera contra los ejércitos convencionales, la superioridad militar y tecnológica de los países más desarrollados se muestra impotente frente a un enemigo invisible, paciente, que se mueve con sigilo por un terreno propicio incluidos los recovecos virtuales de la aldea global y que cuenta con una capacidad de sufrimiento sin límites, que, en el caso de los terroristas suicidas, llega a la gozosa aceptación de su propia muerte.
Los efectos inmediatos sobre la sociedad occidental de los sucesos del 11 de septiembre no se limitan al miedo a la acción terrorista, que puede producirse en cualquier lugar y de cualquier modo, y a la desconfianza en la capacidad de protección proporcionada por la tecnología más desarrollada. Además, ha quedado demostrado que la superioridad militar no es suficiente para garantizar la seguridad interior del país más poderoso (no es irrelevante que el atentado del 11 de septiembre sea el primer ataque sufrido por Estados Unidos en su propio suelo continental) y que la lucha contra el nuevo enemigo «invisible» no puede desarrollarla sólo un país, por poderoso que sea. Según algunos analistas, este hecho puede tener consecuencias de gran calado en el sistema de relaciones internacionales del siglo XXI, pues determinará el fortalecimiento de organizaciones transnacionales, aunque persisten las dudas sobre la actitud de Estados Unidos, quizá más preocupado a partir de ahora por garantizar su propia seguridad que por mantener un sistema diplomático multilateral basado en el cumplimiento de los acuerdos internacionales.
El conflicto desencadenado el 11 de septiembre de 2001 pone una vez más de manifiesto, por otra parte, la enorme capacidad de contagio a gran escala que, a través del islamismo, tiene el problema de Oriente Próximo, notablemente recrudecido bajo el gobierno israelí presidido por Ariel Sharon y, en particular, a raíz de los atentados contra Estados Unidos.
Es posible que, como se decía al principio, el siglo XXI se haya inaugurado bajo el signo de una nueva bipolaridad, mucho más irracional, imprevisible y difusa que la que durante medio siglo partió el mundo en dos hemisferios antagónicos, perfectamente diferenciados. En esta nueva Guerra Fría, como también la ha denominado el IISS de Londres, o, si se prefiere, en la «era de los conflictos asimétricos», no habrá un imaginario «Telón de Acero» que delimite claramente las respectivas áreas de influencia, ni la seguridad en las retaguardias que ofrecía la existencia de zonas acotadas para el conflicto, ni teléfono rojo que ponga en comunicación a los contendientes en los momentos culminantes de crisis. La amplitud de la alianza internacional que ha conseguido liderar Estados Unidos, y que cuenta con la adhesión de algunos de sus enemigos históricos, hace presumir que la conflictividad de la nueva era no enfrentará a Estados o a sistemas antagónicos. Cuando pase el tiempo necesario, sabremos si a la guerra iniciada en septiembre de 2001 se le pueden aplicar aquellas proféticas palabras con las que Raymond Aron definió en 1948 la era histórica en la que acababa de entrar la humanidad, una época peligrosamente ambigua en la que la paz sería imposible y la guerra por lo menos, la guerra abierta, a la antigua usanza improbable.