5.2. La guerra de masas

La agresión de Alemania a Polonia en septiembre de 1939 fue el inicio de un conflicto armado que se extendería por toda Europa y enlazaría con el que dos años antes se había desencadenado en china, producto asimismo de un acto de agresión por parte de Japón. Pronto quedaría de manifiesto que esta guerra era diferente a las conocidas hasta el momento. La Segunda Guerra Mundial fue, en efecto, un acontecimiento complejo de gran alcance que provocó un cambio de rumbo radical en la historia y se prolongó más allá del cese de las hostilidades en el campo de batalla. Los antagonistas de esta nueva confrontación, conocida como la «Guerra Fría», no fueron exactamente los mismos que en la anterior, pero el conflicto resultó no menos enconado y asimismo tuvo dimensiones mundiales. Stalin expresó esta realidad con toda claridad: a diferencia de lo ocurrido en otras ocasiones, el que ocupó un territorio durante las operaciones militares también implantó allí su propio sistema con el objetivo de diferenciar por completo ese territorio del «enemigo». Así pues, la Segunda Guerra Mundial tuvo una prolongación inesperada, de la misma forma que sucedió con sus efectos destructivos, quizá el rasgo más destacado por la historiografía, que resalta tanto el monto asombroso de pérdidas humanas y materiales como la forma en que se produjeron.

Desde los primeros instantes, la guerra en Euro a deparó sorpresas. La primera fue que en sólo una semana el ejército del «III Reich» (la «Wehrmacht») llegó a las puertas de Varsovia, superando por completo la resistencia militar polaca, en la que habían confiado los occidentales. Era el fruto de la táctica de «guerra relámpago» (la «Blitzkrieg»), consistente en combinar los bombardeos aéreos con el avance de las «Panzerdivisionen», compuestas por carros de combate, tropas de asalto motorizadas y artillería. El segundo acontecimiento inesperado fue la invasión de Polonia por la Unión Soviética el 17 de septiembre, en virtud de la cláusula secreta del pacto germano-soviético de agosto anterior, desconocido por los occidentales. El 27 de septiembre, en menos de un mes, Polonia capitulaba y quedaba dividida. Alemania se anexionó un amplio territorio, poblado por más de 22 millones de habitantes, destinado a constituir una reserva de mano de obra para el «Reich». La URSS, cuya zona de ocupación en Polonia abarcaba a unos 13 millones de habitantes, decidió asegurarse el control de las antiguas fronteras del imperio zarista y mediante un sistema de acuerdos de asistencia mutua sometió a su influencia a Estonia, Letonia y Lituania. Finlandia rehusó adherirse a este sistema y el 30 de noviembre fue invadida por el ejército rojo. A los tres meses de su inicio, la guerra adquiría una extensión inesperada. Hitler se había asegurado el flanco oriental y estaba en condiciones de atacar al Oeste, lo cual no realizó de inmediato debido a las condiciones meteorológicas del invierno.

El Reino Unido y Francia, mientras tanto, reaccionaron con la lentitud y vacilaciones acostumbradas y no llegaron a acordar un plan militar inmediato, al tiempo que Bélgica y Holanda se negaron a actuar en tanto no sufrieran un ataque directo de Alemania. La única medida convenida fue la de debilitar económicamente a Alemania e impedir el desarrollo de su industria bélica mediante la interrupción del suministro de hierro sueco a través de Noruega. Hitler reaccionó con la invasión de Noruega y Dinamarca en abril de 1940. La resistencia noruega prolongó la lucha durante unos meses, pero Dinamarca fue ocupada sin grandes dificultades y Hitler, convencido de su ventaja, lanzó el ataque al Oeste: sin previo aviso, el 10 de mayo las tropas alemanas invadieron con éxito arrollador Holanda, Bélgica y Luxemburgo. Tras un devastador bombardeo de Rotterdam, el 14 de mayo capituló el gobierno holandés y las tropas alemanas penetraron rápidamente en Francia, dejando aisladas en Flandes a las divisiones británicas y belgas. El 26 de mayo capituló el rey Leopoldo III de Bélgica y el 10 de junio se complicó aún más la situación para los aliados al declarar Italia la guerra a Francia y al Reino Unido, al tiempo que tropas italianas penetraban en territorio francés. A estas alturas la resistencia francesa es ya prácticamente nula y la confusión militar y política total. El 16 de junio, el mariscal Philippe Pétain es nombrado jefe del gobierno y al día siguiente solicita el armisticio a los alemanes, formalizado el 22 de junio en Compiegne, escenario de un acto similar pero de signo contrario al final de la Primera Guerra Mundial. El armisticio estipuló el desarme del ejército francés y el control por parte de Alemania de las tres quintas partes del territorio de Francia.

Pétain, rodeado de políticos de derecha y extrema derecha, traslada su gobierno a Vichy. Su primera medida es la declaración del fin de la III República. El nuevo régimen, denominado «Estado Francés» (desaparece el término «República»), adopta un carácter dictatorial y proclama la fundación de un «orden nuevo» sobre la base de la «revolución nacional», una doctrina poco coherente, de inspiración cristiana y con muchos elementos de la ideología fascista. Aunque la mayor parte del territorio de la antigua República está en poder de los alemanes y el general De Gaulle constituye un Comité Nacional en Londres desde el que llama a la resistencia, el régimen de Vichy queda como única autoridad legal de Francia, y como tal es reconocido inicialmente por 32 Estados, entre ellos la URSS y Estados Unidos, aunque no por el Reino Unido, con el que rompe relaciones. Así pues, durante unos meses, el Reino Unido se queda solo frente al «III Reich».

La derrota de Francia marca un hito fundamental en la guerra. No cabe explicarla sólo por la superioridad alemana en soldados y equipamiento, pues aunque tal cosa existió, los aliados disponían de medios suficientes como para organizar la defensa con mejores resultados. Los alemanes ganaron gracias a la sorpresa táctica y a su mejor organización (Parker, 1998, 44-48). El ejército alemán consiguió el factor sorpresa, tanto por la fecha del ataque como porque lo lanzó por puntos no esperados por el mando aliado y, además, los alemanes conocieron la distribución y número de las fuerzas aliadas y sus movimientos tras la descodificación de los sistemas de comunicación del Ministerio de la Guerra francés, mientras que del lado contrario no sucedió lo mismo. En suma, mientras las fuerzas alemanas actuaron bien organizadas y con rapidez, las contrarias no siempre se encontraron en el lugar adecuado en el momento oportuno. A esto contribuyeron, por otra parte, los cambios en la cúspide de mando en el ejército francés y la confusión política arrastrada desde años antes, como se vio en el capítulo anterior.

El suceso fue un gran triunfo personal para Hitler y, como afirma Andreas Hillgruber (1995, 65), fortaleció considerablemente su autoridad en el interior del «Reich». A partir de ahora desaparecieron las últimas reticencias a asumir su dirección mantenidas aún por algunos elementos conservadores del Estado y de la «Wehrmacht». La voluntad de Hitler se impuso en todos los órdenes como jamás lo había hecho y esto resultó determinante en el orden militar durante el año decisivo para la guerra que transcurre entre junio de 1940 y julio de 1941. Como absoluto y caprichoso director de las operaciones militares, Hitler planificó una aventura militar de enorme envergadura. Su plan consistía en derrotar a la Unión Soviética en unos cuantos meses para establecer en su suelo el «Imperio alemán del Este», donde se cumpliría su sueño racista de proporcionar el «espacio vital» a la «raza superior aria» y lanzar, a continuación, un doble avance hacia el Este, más allá de los Urales, y hacia el Sudeste, atravesando el Cáucaso, en dirección a Irán-Irak. Esta última operación enlazaría con un movimiento realizado desde Libia-Egipto y desde Grecia para acabar con las posesiones británicas en Oriente Medio y amenazar a la India. En definitiva, Hitler pretendía establecer su autoridad, en colaboración con Japón, sobre «el hemisferio oriental» (Europa, Asia y África), que quedaría como una unidad frente al continente americana controlado por Estados Unidos. El cumplimiento de este proyecto supondría el exterminio de la clase dirigente judeo-bolchevique de la Unión Soviética, la erradicación biológica de los millones de judíos instalados en ese territorio y en el centro de Europa, la recuperación de un espacio colonial para asentamiento alemán, la desaparición de las masas eslavas, es decir, de una raza inferior, y el establecimiento en un gran espacio de la autarquía plena bajo dominio alemán y a salvo de cualquier bloqueo organizado por Estados Unidos (Hillgruber, 1995, 98). Por todas estas razones, la lucha en el este sería diferente a la mantenida en el oeste y debía realizarse sin temor a emplear la máxima crueldad contra la población autóctona. La campaña alemana de Rusia confirmó el cumplimiento de este deseo del «Führer».

A principios de julio de 1940, Hitler ordenó el inicio de los estudios para preparar el ataque a la Unión Soviética, denominado «operación Barbarroja», con que se iniciaría todo ese proyecto, y, al mismo tiempo, en vista de que el Reino Unido mantenía la lucha, decidió aniquilarle en su propio suelo mediante la operación «León Marino», consistente en el desembarco de tropas en las costas británicas tras el bombardeo de sus defensas aéreas. El 13 de agosto de ese año comenzaron los bombardeos alemanes (es la «batalla de Inglaterra») sin obtener el éxito inmediato esperado, pues la eficacia de la operación quedó contrarrestada por la detección de los aviones alemanes gracias a los radares, innovación técnica entonces en poder sólo del Reino Unido, y a la actuación de los cazas británicos, más rápidos y mejor armados. Goring, jefe de la aviación alemana («Luftwaffe»), decidió emprender una acción de terror y el 7 de septiembre ordenó el bombardeo nocturno de Londres. La operación duró 68 noches seguidas, con una sola interrupción, pero tampoco este procedimiento consiguió doblegar a los británicos, decididos a no capitular a pesar de las lágrimas, la sangre, el esfuerzo y el sudor, como dijera su jefe del gobierno, Winston Churchill. A mediados de octubre, Hitler decidió abandonar el proyecto de invasión de Inglaterra y dedicar sus esfuerzos, mientras ultimaba la campaña del Este, al bloqueo de las Islas Británicas y a reforzar el dominio alemán en los Balcanes para, por una parte, facilitar la campaña de Rusia y, por otra, evitar el traslado a la zona de tropas británicas desde sus colonias de Oriente Próximo.

En los últimos meses de 1940 y primeros del año siguiente el centro de gravedad de la guerra se desplaza al Mediterráneo y a los Balcanes. En estos espacios, Italia ha intentado desarrollar su propia «guerra relámpago», pero sus fracasos en el Norte de África y en Grecia exigen la intervención de Alemania. Una campaña más, la de los Balcanes, se salda con éxitos resonantes para los alemanes, dueños en poco tiempo de Yugoslavia y Grecia, al tiempo que consiguen la alianza de Rumanía y Bulgaria. Por su parte, el mariscal Rommel, al frente de su célebre división acorazada (el «Afrika Korpst»), restaña las pérdidas originadas por las acciones italianas y consigue mantener a los ingleses en Egipto. Estos últimos, a pesar de todo, logran evitar la penetración del Eje en Oriente Medio.

El 22 de junio de 1941 se pone en marcha la «operación Barbarroja» para invadir la Unión Soviética. La acción, como se ha dicho, responde a una triple obsesión personal de Hitler: el logro del «espacio vital», el aniquilamiento del bolchevismo y el fin del «tumor judío». Con un despliegue espectacular de hombres (unos cuatro millones) y de armamento, la «Wehrmacht» realiza en los primeros meses avances espectaculares, pero fracasa en la gran ofensiva sobre Moscú a causa de la llegada del invierno, la resistencia popular de los partisanos y el refuerzo del ejército rojo con efectivos llegados de Siberia en virtud del pacto de no agresión firmado en abril anterior entre Japón y la URSS. Hasta el año siguiente, el frente queda inmovilizado y la guerra de desgaste entre ambos contendientes alcanza un grado de intensidad y de crueldad insospechado. En el verano de 1942 Hitler lanza una segunda campaña de gran envergadura por el Cáucaso para romper las líneas enemigas en dirección a Moscú. En Stalingrado, ciudad industrial y nudo de comunicaciones, se encuentran los ejércitos soviético y alemán y allí tiene lugar una sangrienta batalla que se salda en febrero de 1943 con grandes pérdidas para Alemania. La acción, que ha sido llevada hasta el final por empeño de Hitler contra el parecer de los militares profesionales, supone un grave costo personal para él (su imagen queda deteriorada, al menos en determinados medios militares) y marca un claro punto de inflexión en la guerra en Europa.

El fracaso de la campaña de Rusia no es a estas alturas el único. Desde finales de 1942, la tendencia general en los campos de batalla comienza a ser favorable para los aliados, notablemente reforzados por la entrada en la guerra de Estados Unidos a partir de diciembre de 1941. Este hecho es decisivo, pero no hay que desestimar el papel que venía desempeñando Estados Unidos desde el inicio de la guerra. En Asia no había interrumpido el suministro de armas a China y, en Europa, el concurso económico y comercial norteamericano resultó vital para el Reino Unido para superar el bloqueo alemán. Con todo, cuando la ayuda norteamericana se hizo imprescindible fue a finales de 1940, al quedar solos los británicos ante Alemania. Estados Unidos desempeñó en este momento, crucial para mantener la capacidad de lucha, el cometido de una gran base, segura y bien equipada, para proporcionar al Reino Unido armamento con que resistir los ataques de Hitler.

La derrota de Francia y Holanda abrió a Japón amplias oportunidades. Sin grandes riesgos podía ocupar la Indochina francesa, muy importante desde el punto de vista estratégico para la guerra contra China, y las Indias Orientales holandesas (la actual Indonesia), ricas en recursos naturales y sobre todo en petróleo. El gobierno japonés, cada vez más condicionado por los militares para proseguir la expansión imperialista, se apresuró a invadir Indochina, pero al mismo tiempo trató de garantizarse un apoyo sólido y el 27 de septiembre de 1940 firmó con Alemania e Italia el Pacto Tripartito. Las tres potencias reconocían el «nuevo orden» (en el tratado se consigna esta vaga expresión, sin más explicaciones, para aludir al estado de cosas provocado por la guerra en Europa y en Asia) y establecían «esferas de existencia»: la japonesa en Asia y la alemana e italiana en Europa y África. Dispuesto a construir su propio espacio, Japón inició la expansión hacia el Sur. Era evidente que esto constituía una provocación para la guerra, pero tanto Estados Unidos como Japón aún intentaron un acuerdo diplomático, que no se produjo. El cambio político ocurrido en Japón en octubre de 1941, tras el ascenso del general Tojo a la presidencia de un gobierno constituido mayoritariamente por militares, aclaró la situación. El 1 de diciembre de ese año, sin haber roto las negociaciones con Estados Unidos, una conferencia imperial declaró la intención de Japón de entrar en la guerra, pero antes de hacerlo se debía destruir la flota norteamericana del Pacífico. El almirante Yamamoto expuso el método a seguir: un ataque aéreo por sorpresa contra Pearl Harbor. El factor sorpresa era esencial, de ahí que no procedía anticipar la declaración de guerra. En consecuencia, el gobierno japonés previó que tal declaración llegara a Estados Unidos 25 minutos antes de iniciar el ataque. Ciertas dificultades en la descodificación hicieron que la nota japonesa llegara a su destino después de haber tenido lugar la acción. El 7 de diciembre, la aviación japonesa, lanzada desde seis portaaviones, destruyó la base americana de Pearl Harbor en las islas Hawai, y al mismo tiempo desembarcaron tropas japonesas en Malasia. Al parecer, el ataque japonés cogió por sorpresa a Estados Unidos, que no había efectuado ningún preparativo en Pearl Harbor, y el hecho produjo la impresión necesaria en la opinión norteamericana para que Estados Unidos entrara formalmente y de lleno en la guerra. El día 8 los aliados declaran la guerra a Japón y el 11 Alemania e Italia hacen lo propio contra Estados Unidos. Sin ninguna duda, la guerra había adquirido una dimensión mundial inusitada hasta el momento.

Las victorias de Japón son fulgurantes y en poco tiempo sus tropas se apoderan del Pacífico. De diciembre de 1941 a junio del año siguiente, el ejército nipón ocupa Hong-Kong, Singapur, Malasia, Filipinas, Birmania, las Indias Holandesas Orientales, una parte de Nueva Guinea y un conjunto de archipiélagos en el interior del Pacífico. Se trata de la «Gran Asia japonesa» o, según la denominación oficial nipona, de la creación de una «esfera de coprosperidad» destinada a inaugurar en Asia un «orden nuevo» similar al que los nazis intentan en Europa. Sin embargo, el imperio japonés es efímero y comienza su declive a partir de junio de 1942. A principios de ese mes tiene lugar una gran batalla en las islas Midway, consideradas punto estratégico fundamental para garantizar la defensa del imperio recién creado, en la que Estados Unidos infringe una dura derrota al almirante Yamamoto. La ofensiva posterior japonesa en Nueva Guinea fracasa y en agosto, tras el desembarco norteamericano en Guadalcanal (archipiélago de las Salomón), queda frenado definitivamente el avance japonés. A partir de entonces los norteamericanos comienzan la reconquista de territorios siguiendo la táctica del desembarco de comandos (los marines) apoyados por la aviación. En la primavera de 1945 las tropas americanas llegan a Okinawa, al Sur del archipiélago japonés, y por esas fechas ha dejado de ser operativa la armada nipona. Japón, sin embargo, mantiene una resistencia a ultranza, desarrollada, entre otros medios, mediante los ataques de los aviones suicidas (los «kamikazes») a los navíos enemigos. La rendición completa de Japón no se consigue hasta el 2 de septiembre de 1945, tras la decisión del presidente norteamericano Truman de recurrir al bombardeo atómico: el 6 de agosto se lanzó la primera bomba sobre Hiroshima y el día 9 sobre Nagasaki.

En 1942 parecía posible el establecimiento del «orden nuevo» japonés en Asia y el nazi en Europa. Al año siguiente la guerra comenzó a cambiar de signo y aunque el año transcurrió en medio de continuas alternativas entre los bandos contendientes, los indicios de una victoria aliada fueron cada vez más patentes. Las batallas de Midway y Guadalcanal, una marítima, la otra terrestre, marcaron el declive japonés en el Pacífico. Stalingrado simbolizó el mismo hecho para los alemanes en Europa. Gracias al concurso norteamericano, a partir de 1943 es indiscutible la superioridad en hombres, armamento y en recursos económicos de los aliados, aunque la «Wehrmacht» es capaz todavía de ofrecer una resistencia sólida a la estrategia aliada. La de la URSS consiste, simplemente, en expulsar a las tropas alemanas de su territorio, cosa que comienza a suceder a partir de julio de 1943. En la misma fecha los aliados occidentales deciden conceder prioridad a la derrota de Alemania frente a la de Japón y ponen en marcha una doble operación, destinada a sacar al ejército alemán y sus aliados del Norte de África y del Mediterráneo y a destruir la moral combativo de Alemania mediante el bombardeo aéreo de sus ciudades. Así, se puso en marcha en primer lugar el desembarco de Sicilia, cuya consecuencia más relevante será la caída de Mussolini y casi un año exacto después, el 6 de junio de 1944, se produce el de Normandía, el cual permite disponer de un amplio contingente militar para atacar a Alemania en su propio territorio. Aunque los alemanes establecen en el Sur del Valle del Po un frente resistente de gran envergadura (la «línea gótica»), el avance de las tropas aliadas desde Francia, combinado con el bombardeo aéreo de las ciudades alemanas, va sembrando la destrucción al mismo tiempo que marca el fin del nazismo. En abril de 1945, los soviéticos por el Este y los occidentales, comandados por el norteamericano Eisenhower, por el Oeste llegan a Berlín, donde un Hitler aislado de la realidad y enloquecido ha mantenido una resistencia demencial desde su bunker, confiando en un milagro postrero gracias a la utilización de armas secretas (los misiles VI y V2). El 30 de abril, cuando las primeras tropas soviéticas comienzan su entrada en Berlín, Hitler se suicida en el bunker en compañía de algunos destacados personajes de su régimen, como Goebbels. El 7 de mayo Alemania firma la capitulación sin condiciones ante los americanos en Reims y al día siguiente, ante los rusos en Berlín.