6.3. El mundo occidental: Estado de bienestar y política interior

Siempre es difícil saber hasta qué punto una sociedad es capaz de percibir una gran mutación histórica que se está produciendo ante sus ojos y que alterará profundamente su existencia. Algunos de los hitos que, como acabamos de ver, jalonaron la revolución científico-técnica de estos años pasaron totalmente inadvertidas en su momento. El historiador Eric Hobsbawm, que era becario en Cambridge en la época en que Crick y Watson descubrieron la estructura del ADN en su propia Universidad, reconocería no haber tenido noticia alguna de aquella decisiva investigación y, por tanto, no haber sido consciente de su trascendencia (Hobsbawm, 1995, 520-521). Algo similar podría decirse de la invención del transistor, de la que el «New York Times» no informó hasta seis meses después, el 1 de julio de 1948, fecha en que le dedicó un breve apartado en su sección de radio. No cabe duda de que los cambios políticos y sociales, a los que los medios de comunicación son siempre más sensibles, tienen un mayor y más rápido impacto popular y, por tanto, es probable que las sociedades occidentales fueran más receptivas a lo que significó la puesta en marcha del Estado de bienestar que al descubrimiento del ADN. Sirva de ejemplo el valor histórico que un periodista español exiliado en Londres, Luis Araquistáin, atribuyó a la gran reforma fiscal inglesa de 1941, punta de lanza del futuro Estado de bienestar, una reforma que Araquistáin, en un artículo fechado en mayo de ese mismo año, calificó como «la más extraordinaria democratización progresiva de la riqueza nacional».

De esa misma época data la expresión inglesa «Welfare State», que suele traducirse como Estado de bienestar o Estado providencia, y que, al parecer, empleó por primera vez en 1941 el arzobispo británico William Temple, ardiente defensor de la igualdad de oportunidades a través, principalmente, de un sistema educativo al alcance de todos. Esta postura coincidía con la política social propugnada por el Partido Laborista y plasmada por uno de sus miembros más cualificados, el profesor William H. Beveridge, en un documento histórico del año 1942 titulado «Social Insurance and Allied Services», más conocido como el «Beveridge Report» (Teed, 1992, 48, 458 y 498). El proyecto de Beveridge se apoyaba en parte en las conocidas teorías intervencionistas de Keynes, que habían inspirado algunas de las reformas sociales ensayadas en los años treinta, y se concebía como una respuesta a las necesidades inmediatas creadas por la guerra el reparto equitativo de unos recursos escasos y la nacionalización de algunos servicios públicos y como antídoto general ante los males estructurales del capitalismo: el desempleo y la pobreza. El objetivo final de Beveridge era dotar al país de un sistema avanzado de asistencia social que permitiera a los ingleses tener cubiertas sus necesidades mínimas en sanidad, educación y vivienda y ante cualquier contingencia de su vida laboral durante toda su vida «from the cradle to the grave»: de la cuna a la tumba y cualquiera que fuera su origen social.

La resistencia de los conservadores, que gobernaban en coalición con los laboristas bajo el liderazgo de Churchill, impidió que los principios del Informe Beveridge pudieran prosperar hasta la llegada del laborismo al poder, tras su victoria electoral de julio de 1945. Para entonces, la creación del llamado Estado de bienestar, incluido el desarrollo de un poderoso sector público, se había convertido casi en un imponderable de la reconstrucción de los países europeos por la necesidad de los Estados de optimizar sus recursos y de dirigir la ayuda norteamericana hacia sectores estratégicos, además de cumplir con el propósito, ya señalado, de garantizar a la población un mínimo de bienestar que actuara como cortafuegos frente al comunismo. La revolución «keynesiana», como se la ha denominado, tenía también a su favor la inercia de la política intervencionista practicada en distintos países en el período de entreguerras, sobre todo durante la Gran Depresión, como el «New Deal rooseveltiano» y las reformas sociales de la República de Weimar, de la II República española y del Frente Popular francés, sin olvidar a la Italia fascista y a la Dictadura de Primo de Rivera en España. El hecho es que, frente al liberalismo económico del siglo XIX, la tendencia del siglo XX, inaugurada tras la Primera Guerra Mundial, acelerada en 1929 y notablemente reforzada a partir de 1945, apuntaba hacia un modelo de sociedad que, combinando dosis variables de capitalismo y socialismo, permitiera aprovechar la eficiencia del mercado y la capacidad redistributiva del Estado.

Frente al carácter coyuntural de las experiencias anteriores incluso algunas muy anteriores, como las leyes sociales de Bismarck en los años ochenta del siglo XIX, el Estado de bienestar constituye un marco de progreso económico y justicia social asumido casi unánimemente como uno de los pilares de la civilización del siglo XX. Junto al elevado nivel de consenso que generó, su otra característica fundamental fue el abandono de algunos dogmas del liberalismo decimonónico, como el equilibrio presupuestario o la estabilidad de los precios, y la adopción por parte del Estado de un papel activo en el crecimiento económico, basado en el tirón del sector público y en la elevada capacidad de consumo de la población, que, gracias al pleno empleo y a unos salarios altos, se mantendría holgadamente por encima del nivel de subsistencia. Añádase la asunción por el Estado de una buena parte del coste del sistema de protección social a diferencia de lo ocurrido en etapas anteriores, en las que los rudimentarios mecanismos de asistencia eran financiados por los trabajadores y llegaremos al otro pilar básico del nuevo modelo: la introducción de una fiscalidad progresiva sobre la renta personal, capaz de allegar los recursos necesarios para la financiación del Estado de bienestar, con todo lo que comportaba: Seguridad Social, enseñanza universal y gratuita, empresas públicas, etc. La traducción en cifras de estos principios generales ilustra la importancia de aquel cambio histórico. El gasto social pasó del 6% al 16% del PIB entre 1950 y 1975 en Europa occidental, y del 6% al 12% en Canadá, Estados Unidos y Japón, donde el sistema no alcanzó nunca la amplitud que tuvo en los países europeos (Villares y Bahamonde, 2001, 382-383). El Estado se convirtió asimismo en motor de la inversión, sobre todo en el sector industrial, con tasas que en Francia llegaron al 30% de la inversión total entre 1947 y 1951 (Aldcroft, 1989, 185).

Estado de bienestar, democracia parlamentaria ampliada con la generalización del sufragio femenino en la posguerra, revolución científico-técnica y sociedad de consumo serán los principales ingredientes de lo que se conocería como la «Edad dorada», un período que arranca del final de la Segunda Guerra Mundial y termina en los años setenta, cuando la crisis del petróleo de 1973 puso término a un modelo de progreso económico y social que algunos creyeron irreversible. Dentro de la lógica variedad de situaciones ya hemos visto, por ejemplo, que el Estado providencia se desarrolló con más fuerza en Europa que en Norteamérica o Japón, la evolución interna de los países occidentales estuvo marcada por el impacto de la Guerra Fría y de la alianza anticomunista en la política interior y por el amplio consenso social y político que respaldó la reconstrucción de la democracia sobre bases, como hemos visto, relativamente distintas en aquellos países que disfrutaban de ella en la preguerra y enteramente nuevas en los antiguos países del Eje.

Estos últimos siguieron caminos diferenciados, aunque finalmente confluyentes, en su marcha hacia la democracia. Italia presentaba una situación muy especial. Tanto el giro impreso en 1943 por el rey Víctor Manuel III y una parte del gobierno fascista al derrocar a Mussolini y cambiar de bando en la guerra, como, sobre todo, el protagonismo de la resistencia partisano en la lucha final contra el fascismo impidieron que Italia, a diferencia de Alemania o Japón, pudiera ser tratada totalmente como una nación derrotada y culpable. Desde 1944, la dirección política de la Italia liberada había correspondido a un Comité de Liberación Nacional integrado por las distintas fuerzas antifascistas, entre ellas, los comunistas, que habían llevado sobre sus hombros, lo mismo que en Francia y en Yugoslavia, buena parte de la lucha contra el fascismo y que controlaban de hecho extensas zonas del Norte del país. Tras el fin de la guerra, un referéndum popular celebrado en junio de 1946 puso fin a la Monarquía e instauró la República como forma de gobierno. Ese mismo año, con la formación de una Asamblea Constituyente, echaba a andar el proceso de institucionalización del nuevo régimen, que contaría desde entonces hasta la crisis política de los años noventa con dos grandes partidos situados a uno y otro lado del arco parlamentario: la democracia cristiana y el Partido Comunista (PCI), separados por un amplio colchón de pequeños partidos de centroderecha y centroizquierda, que participaron a menudo en gobiernos de coalición. La colaboración inicial entre demócratacristianos y comunistas terminó para siempre en 1947, con la salida de estos últimos del gobierno nacional, forzada por la presión ejercida por Estados Unidos y el Vaticano sobre la democracia cristiana. Las elecciones legislativas de 1948 acabaron de perfilar el sistema político italiano, vertebrado en torno a la preponderancia de la democracia cristiana, que, con un 48% de los votos y 306 escaños (131 el PCI), obtuvo la mayoría absoluta. Conjurada de momento la posibilidad de un triunfo comunista, el gobierno norteamericano decidió desbloquear las ayudas destinadas al país. De Gasperi, presidente del gobierno entre 1945 y 1954 y uno de los principales impulsores de la unidad europea, será el máximo exponente de la hegemonía demócratacristiana en la Italia de la posguerra y del compromiso europeísta de la nueva democracia italiana.

La reconstrucción de Alemania occidental (la RFA desde 1949) giró también en torno a la supremacía incontestable de la democracia cristiana, liderada por el antiguo alcalde de Colonia, Konrad Adenauer. El proceso de desnazificación del país había llegado a todos los rincones de la sociedad alemana, pero tuvo su episodio más señalado en el juicio de Núremberg contra 177 responsables del «III Reich», de los cuales 25 fueron condenados a muerte, 20 a cadena perpetua, 97 a diversas penas de prisión y 35 resultaron absueltos. En total, la desnazificación supuso en Alemania la apertura de 3 660 648 expedientes de depuración, de los que 175 152 concluyeron en algún tipo de condena (Gallego, 2001, 464). Sin embargo, una vez escenificada con toda solemnidad y rigor la condena moral y judicial del nazismo, en las relaciones con la Alemania derrotada se impuso un criterio abiertamente integrador, no sólo para evitar los errores cometidos en el pasado con el «diktat de Versalles», reconocido como una de las causas del triunfo del nazismo, sino también por las necesidades estratégicas impuestas por la Guerra Fría, que otorgaba a Alemania un papel clave en la defensa del mundo occidental. Se han comentado ya las circunstancias en que se consumó la división de Alemania en dos Estados y el valor emblemático del bloqueo de Berlín. La institucionalización política y la recuperación económica de Alemania occidental marcharon en paralelo. Frente al complejo funcionamiento de la República de Weimar sistema electoral proporcional, fragmentación del Parlamento, presidencialismo, inestabilidad gubernamental, la Constitución de 1949 (la Ley Fundamental de Bonn) estableció un régimen federal y parlamentario que, en la práctica, se tradujo en un sistema de partidos notablemente simplificado, con una democracia cristiana fuerte, que gobernó ininterrumpidamente durante veinte años, un pequeño partido bisagra en el centro (el Partido Liberal) y un Partido Socialdemócrata (SPD) hegemónico en la izquierda, que, tras algunos titubeos iniciales, se orientará hacia un socialismo reformista, europeísta y atlantista a partir de su congreso de Bad Godesberg de 1959. La prohibición en 1952 del neonazi Partido Socialista del Reich y en 1956 del Partido Comunista pretendió cortar de raíz cualquier posible deslizamiento de la población hacia uno u otro extremo fuera del sistema, cosa que el hiperliderazgo del canciller Adenauer, la presencia militar aliada, la dependencia económica de Estados Unidos y, especialmente, los rápidos frutos de la recuperación hacían, en todo caso, poco probable. La tasa media de crecimiento de la economía alemana fue del 7,6% anual durante los años cincuenta y del 5,1% en la década siguiente (Aldcroft, 1989, 200). El milagro alemán, es decir, la marcha arrolladora de su economía la de más alto crecimiento en Occidente y la fácil inserción de la RFA en el marco de las democracias occidentales, será uno de los acontecimientos más sorprendentes de la posguerra.

Algo parecido puede decirse de Japón. Su valor estratégico como avanzadilla del bloque occidental se vio incrementado a partir de 1949 con el triunfo del comunismo en China y el estallido posterior de la Guerra de Corea. De ahí el progresivo abandono por Estados Unidos de su actitud punitiva de los primeros años, en los que la administración norteamericana llevó a cabo una profunda depuración de aquellos estamentos que habían dirigido la vida del país en los años anteriores. El emperador perdió su condición sagrada, aunque no el poder; la vieja nobleza fue abolida, se ordenó la disolución de las organizaciones nacionalistas y se sometió a procesos de depuración a 150 000 militares. Veintisiete ex altos cargos del Imperio fueron juzgados en Tokio por crímenes contra la humanidad, entre ellos, el ex primer ministro Tojo, ejecutado en 1948. Superada esta primera fase, se inició la construcción de la democracia bajo la tutela norteamericana, una democracia sui generas, sin verdadera alternancia política y marcada por el alto simbolismo de la figura del emperador como engarce entre el Japón tradicional derrotado en la guerra y el nuevo orden social y político. El diplomático liberal Yoshida Shigeru, primer ministro, con algunas intermitencias, hasta 1954, será el encargado de dirigir, en estrecha colaboración con los ocupantes, la transición del país hacia un régimen constitucional y parlamentario, en el que, tras diversos avatares, el Partido Liberal Demócrata ejercerá un poder casi monopolístico. La promulgación de la Constitución en 1946 y la firma en 1951 del tratado de San Francisco, que devolverá a Japón la plena soberanía, serán los principales hitos del proceso de normalización política del país, que, como en el caso alemán, se verá favorecido por el rápido despegue de su economía. Una conjunción de factores favorables, algunos derivados de su derrota en la Guerra Mundial, como la desmilitarización o la reforma agraria de la posguerra, consiguió hacer de Japón, veinte años después de su capitulación ante los aliados, la tercera potencia económica del mundo.

El fin de la Segunda Guerra Mundial alteró también profundamente la política interior de los antiguos aliados occidentales. Si la derrota del nazismo en la guerra contribuyó a reforzar y ampliar la democracia mediante la generalización del sufragio femenino y la construcción del Estado de bienestar, la Guerra Fría tuvo a veces un efecto restrictivo sobre las libertades, sin olvidar que algunos de estos países Francia, Gran Bretaña, Holanda y Bélgica se verían inmersos en procesos descolonizadores con graves repercusiones en la metrópoli. En Francia, desde el comienzo de la Liberación en 1944 hasta la salida de los comunistas del gobierno tres años después, la política nacional estuvo presidida por la depuración del colaboracionismo su principal exponente fue el general Pétain, cuya condena a muerte se conmutó por cadena perpetua, el problema colonial y la constitución de un nuevo régimen político, pues nadie se planteaba la posibilidad de volver a la desprestigiado III República.

No menos evidente resultaba el papel político que estaba reservado al general Charles de Gaulle como máxima personificación de la resistencia contra el nazismo. Sin embargo, las elecciones a la Asamblea Nacional Constituyente celebradas en octubre de 1945, además de corroborar el enorme apoyo popular a los comunistas, que con cinco millones de votos fueron la fuerza más votada, dibujaron un mapa político en el que el liderazgo personal de De Gaulle parecía tener difícil cabida, a pesar de que la nueva Asamblea empezó por nombrarle presidente del gobierno provisional. La creación de la Seguridad Social, la política de nacionalizaciones y el protagonismo de los sindicatos indican la existencia de un consenso social amplio, dentro de un cierto escoramiento a la izquierda, en la política francesa de la inmediata posguerra. Pero muy pronto se haría patente la división insalvable de las fuerzas políticas con mayor peso, así como la profunda sima abierta entre socialistas y comunistas. El enrarecimiento del clima político y la tendencia del nuevo régimen hacia un legislativo fuerte, en detrimento del poder ejecutivo, llevarán a De Gaulle a presentar su dimisión en enero de 1946. El nuevo partido gaullista, el RPF, creado en 1947, se colocará inmediatamente en contra de la IV República (1946-1958), cuya inestabilidad crónica mayor aún que la de la III República representaba la antítesis del modelo político defendido por De Gaulle y su partido. La IV República conseguirá, pese a todo, consolidar la democracia, cerrar las heridas abiertas por la guerra, impulsar la puesta en marcha de la Comunidad Económica Europea y dirigir con éxito la reconstrucción económica siguiendo una política marcadamente intervencionista y dotada de un fuerte contenido social. Todo ello sin dejar de rendir el consabido tributo a la lógica de la Guerra Fría: expulsión de los comunistas del gobierno francés en 1947 no volverían a formar parte de un gabinete hasta 1981 e ingreso de Francia en la OTAN en 1949. El régimen surgido tras la Liberación no podrá sobrevivir, sin embargo, al problema de la descolonización. La IV República, herida de muerte por la derrota francesa en Indochina (1954), llegará a su fin en la fase álgida de la guerra de Argelia (1958). Ésa será la hora de De Gaulle.

La victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial tuvo, pues, consecuencias contradictorias e inesperadas para aquellos líderes que encarnaron la resistencia nacional frente al adversario. Mientras el general De Gaulle se vio muy pronto apartado de la política activa, Winston Churchill y su partido perdían estrepitosamente las elecciones generales de julio de 1945, que otorgaron por primera vez la mayoría absoluta a los laboristas. Nada expresa mejor el estupor del ex «premier» ante su derrota que su discurso de despedida en la Cámara de los Comunes, recogido en una filmación sonora que muestra a un Churchill tartamudeante e incongruente, en el que resulta difícil reconocer al gran orador que había enardecido a los ingleses en los duros tiempos de la Batalla de Inglaterra. Se abría así un período crucial en la historia del Reino Unido (1945-195 l), durante el cual el laborismo pudo llevar a cabo su programa de reformas sociales el ya comentado Informe Beveridge y gestionar el delicado problema colonial de forma más pragmática y expeditivo que otros gobiernos europeos. Podría decirse, pues, que el balance de esos difíciles seis años de gobierno hizo honor al eslogan, mezcla de ambición y realismo, con el que los laboristas habían concurrido a las elecciones de 1945: «Let us face the future» («Enfrentémonos al futuro»).

La victoria final sobre el Eje y Japón y el comienzo de la Guerra Fría fortalecieron la imagen de Truman ante la opinión pública norteamericana, como demuestra su triunfo, contra todo pronóstico, en las presidenciales de 1948. Fue, probablemente, la mayor sorpresa electoral de la historia de Estados Unidos. No sólo se equivocaron las encuestas preelectorales, sino que algún periódico tuvo que cambiar sobre la marcha el titular del día siguiente a los comicios, en el que se anunciaba ya la derrota de Truman. El propio candidato republicano, Thomas Dewey, convencido de su victoria, se había tomado una semana de vacaciones en plena campaña electoral, mientras el presidente recorría el país de costa a costa en un último y agotador esfuerzo que, finalmente, le valió el triunfo. De todas formas, los resultados en las elecciones al Congreso celebradas en 1946, que habían otorgado la mayoría absoluta a los republicanos por primera vez desde 1928, indicaban una tendencia de fondo en la sociedad norteamericana hacia posiciones más conservadoras, tendencia favorecida, sin duda, por el nuevo clima internacional, por la definitiva superación de la crisis económica de los años treinta y por la desaparición de Roosevelt y, con él, del espíritu progresista de toda una época. De ahí la sorpresa por el triunfo de su sucesor en las presidenciales de 1948. Un año después se produjo un amago de recesión, traducido en una notable subida del paro, pero que se conjuró en seguida gracias a una redacción de impuestos y al aumento del gasto público provocado por la guerra de Corea. La figura de Truman combina, en este sentido, cierto continuismo, por ejemplo, en la política social («Fair Deal») y en la integración de la población negra, en línea con la política de su predecesor, con una política exterior presidida por la confrontación con la Unión Soviética doctrina de la contención, que tuvo un inmediato reflejo en la política interior. Ya se han analizado los principales episodios de esta primera etapa de la Guerra Fría: Plan.

Marshall, bloqueo de Berlín, creación de la OTAN, guerra de Corea… Queda por ver su impacto en la sociedad norteamericana de la época y en la respuesta de algunas instituciones ante el supuesto peligro comunista.

Aunque la famosa caza de brujas se desarrolló principalmente entre 1950 y 1954, la persecución a los elementos sospechosos de connivencia con el comunismo se había iniciado coincidiendo con el comienzo de la Guerra Fría. En octubre de 1947, el recién creado Comité de Actividades Antiamericanas ponía en marcha una investigación sobre la infiltración comunista en Hollywood. Poco después, era el propio presidente Truman quien ordenaba que se investigara la lealtad de los funcionarios federales para proceder, en su caso, a la expulsión de los elementos «desleales y subversivos». El principio de sospecha general hacia posibles traidores y espías sería muy pronto imparable. En 1949 fueron condenados once miembros del Partido Comunista de Estados Unidos, y un año después un alto cargo del Departamento de Estado, Alger Hiss, que tuvo un papel destacado en la administración Roosevelt como otras víctimas de la caza de brujas y al que se puede ver junto al fallecido presidente en las fotos y reportajes de la Conferencia de Yalta. El cerco en torno a los supuestos simpatizantes comunistas se fue ampliando para dar cabida a intelectuales de izquierdas y miembros del ala más liberal del Partido Demócrata.

Los sucesos de 1949-1950 primera prueba nuclear de la URSS, triunfo del comunismo en China y guerra de Corea llevaron la sospecha y la persecución hasta el paroxismo, sobre todo después de la denuncia por parte del senador Joseph McCarthy de la existencia de una red comunista en el Departamento de Estado norteamericano, compuesta por más de doscientos agentes y espías. La creación en 1950 de un subcomité del Senado presidido por el propio McCarthy para la depuración de responsabilidades de militantes y simpatizantes comunistas y el proceso y posterior ejecución, en 1953, del matrimonio Rosenberg, acusado de facilitar a la URSS información sobre la bomba atómica, constituyen los dos máximos exponentes del clima de persecución inquisitorial que se apoderó de Estados Unidos durante el «macartismo», un fenómeno que recibe su nombre del senador McCarthy como presidente, entre 1950 y 1954, de la citada subcomisión. El veto de Truman a dos polémicas iniciativas legales aprobadas por el «Congreso International Security Act» e «Inmigration and National Act» expresaba el deseo del presidente de poner coto a una espiral represiva, rayana en muchos casos en la inconstitucionalidad, cuyo alcance no había sabido prever él mismo cuando alentó las primeras investigaciones. La pujante industria cinematográfica, principal escaparate del «American way of life» que estaba conquistando el mundo y, al mismo tiempo, cauce de expresión de los mejores artistas y creadores del país, se vio severamente castigada por la acción de McCarthy y del Comité de Actividades Antiamericanas, sin olvidar el decisivo papel del FBI en la caza de brujas, a la que contribuyó suministrando informes reservados plagados de insinuaciones e insidias. Una ley aprobada en 1950, «Internal Security Act», ampliaría a tal efecto las competencias del FBI, cuyo director, Edgar Hoover, se consagró a partir de entonces y hasta su muerte en activo en 1972 como uno de los poderes fácticos más temidos del país. Muchos guionistas, directores e intérpretes perdieron sus puestos de trabajo, víctimas del sistema de delación en cadena creado por el «macartismo», o tuvieron que firmar sus obras con pseudónimo. De todos aquellos que fueron llamados a declarar por el Comité, sólo diecinueve se negaron a hacerlo y diez de ellos fueron juzgados y encarcelados. En cuanto a los procesos de depuración de los funcionarios federales entre 1947 y 1953, 26 000 fueron objeto de investigación y, de ellos, 16 000 fueron declarados inocentes, 7000 obligados a dimitir y 739 destituidos (Kaspi, 1998, 422).

Diversas circunstancias hicieron que la caza de brujas fuera remitiendo a partir de 1953. La tensión internacional, que tanto había contribuido al éxito del «macartismo», empezó a disminuir con la firma del armisticio en Corea. Influyó también el nivel de degradación moral que había alcanzado la persecución al supuesto enemigo interior. Por último, el propio McCarthy contribuyó decisivamente a su descrédito al llevar hasta extremos insostenibles su paranoia anticomunista cuando exigió una investigación a fondo en las Fuerzas Armadas norteamericanas. La presencia de las cámaras de televisión permitió a una parte de la opinión pública seguir el desarrollo de las últimas sesiones de la subcomisión del Senado, en las que miembros del alto mando militar se enfrentaron abiertamente a McCarthy. Tampoco prosperaron los intentos del senador de Wisconsin de llevar a cabo una purga en el interior de la CIA, donde tenía la sospecha de que anidaba un peligroso grupo de «rojos» y «homosexuales». A lo largo de 1954 se hizo patente su progresivo aislamiento político y social, más allá de una extrema derecha incondicional a McCarthy, que, como él, había perdido el sentido de la realidad. Su carrera política, y con ella el fenómeno al que había dado nombre, terminó cuando en diciembre de 1954 su conducta mereció la reprobación del Senado, en una decisión sin precedentes. Sin embargo, como dijo alguien, el sistema condenó a McCarthy, pero absolvió al «macartismo» (Saunders, 1999, 209-21l). La mejor prueba de ello sería la brillante carrera política que el destino reservaba a dos jóvenes personales que habían tomado parte activa en la caza de brujas: Richard Nixon y Ronald Reagan.