8.5. Causas, formas y escenarios de la revuelta (1966-1968)

En la búsqueda de una plena liberación sexual radicaba una parte esencial de la dimensión utópica y subversiva de los movimientos contraculturales de la década de los sesenta. Lo mismo podría decirse del consumo de alucinógenos, considerados una fuente de placer en sí, un medio para crearse ensoñaciones utópicas —el famoso viaje del LSD— y un desafío al orden establecido, que prohibía su consumo. Sobre estos dos elementos —revolución sexual y drogas— se construyó un discurso globalmente contestatario, que cuestionaba el estilo de vida de la generación anterior en todos los ámbitos: lenguaje, atuendo, música, uso del cuerpo, creencias… No se trataba tanto de acabar con la sociedad burguesa como de vivir al margen de ella, prescindiendo de todo aquello que, como el trabajo, la propiedad, la familia o el éxito social, marcaba el camino a la felicidad de las prósperas clases medias occidentales. La máxima plasmación de esta difusa utopía social sería el movimiento hippy, una de las expresiones más características y originales de la revolución cultural de los sesenta, a pesar de que, también en él, será reconocible el eco de antiguas corrientes filosóficas, aquellas que, desde la Grecia clásica hasta el romanticismo y el socialismo utópico, habían preconizado la vuelta a la naturaleza y a una especie de comunismo primitivo.

El arranque de los movimientos contraculturales de aquella década suele localizarse en la California de principios de los sesenta y adoptó múltiples manifestaciones, más o menos concurrentes: la reivindicación de la homosexualidad como una opción personal legítima, la liberación de la mujer y el «Free Speech Movement» desarrollado en la Universidad de Berkeley a partir de 1965, cuyo objetivo era la ruptura de los estrechos cánones del lenguaje convencional, lleno de tabúes y prohibiciones y sumamente restrictivo, sobre todo en materia sexual. Si la efervescencia contestataria de los campus californianos tuvo muchas veces un carácter lúdico y festivo, la movilización estudiantil contra la Guerra de Vietnam y la lucha de la población negra contra la segregación racial resultaron ser dos factores decisivos, y a menudo complementarios, para que de todo ello surgiera un movimiento social y político relativamente organizado.

A la vanguardia del mismo se situaron las asociaciones negras pro derechos civiles, que habían experimentado un notable desarrollo en la década anterior, consiguiendo vencer el miedo y la resignación tradicionales en la población afroamericana, y que habían encontrado en el joven Martin Luther King un líder con gran talento y carisma. Seguidor de la doctrina de la no-violencia preconizada por Gandhi, M. L. King se puso al frente de un amplio movimiento de protesta contra la segregación racial que se tradujo en un sinfín de manifestaciones, sentadas y boicots a las empresas y organismos que seguían practicando la segregación. La originalidad de sus métodos, su brillante elocuencia y sus firmes principios religiosos y políticos, sin que a menudo se distinguiera muy bien entre los unos y los otros, dieron al reverendo Martin Luther King una extraordinaria capacidad de convocatoria, demostrada en la marcha sobre Washington de agosto de 1963, en que consiguió congregar a 250 000 manifestantes. En 1964, en pleno apogeo de su popularidad, dentro y fuera de Estados Unidos, M. L. King obtuvo el premio Nobel de la Paz.

De todas formas, a esas alturas, la segregación no era tanto un problema legal como el resultado de un conflicto entre los poderes federales, de un lado, y la población blanca y las autoridades locales de los Estados del Sur, del otro. Así lo demostraban el fuerte rechazo que la legislación federal, cada vez más abierta y progresista, encontraba en los feudos tradicionales del poder blanco y los problemas de las instituciones federales para acabar con el racismo secular de los Estados del Sur, cuya actitud fue en ocasiones de franco desafío a la autoridad presidencial. Sólo la intervención directa del presidente Kennedy en mayo de 1963 hizo posible que el gobernador de Alabama, George Wallace, revocara su decisión de impedir el acceso de los estudiantes negros a la Universidad Tuscaloosa, hasta entonces reservada exclusivamente a los blancos. Otras veces fue Robert Kennedy, hermano del presidente y fiscal general, el que tuvo que mediar en favor de la comunidad negra, con el envío incluso de tropas federales, para evitar que los sectores más intransigentes de la población blanca, con la complicidad de las autoridades locales, provocaran un baño de sangre en algunas ciudades del Sur. El trágico fin de Luther King y Robert Kennedy, asesinados en 1968, cinco años después que el presidente, reforzó la sensación de que el destino había unido al líder negro y a los hermanos Kennedy, salvando las evidentes diferencias que había entre ellos, al hacerles víctimas de la misma resistencia al cambio y del odio del sector más inmovilista de la sociedad norteamericana.

La lucha por los derechos civiles marcó en gran medida el camino que siguieron las movilizaciones contra la Guerra de Vietnam: sentadas en los campus, desobediencia civil, resistencia pasiva y marchas sobre Washington para protestar por la guerra, como las d 1967 y 1969, con más de 200 000 manifestantes cada una. Todo ello no impidió, sin embargo, que de vez en cuando, tanto en la lucha contra la segregación como en las protestas contra la guerra, se produjeran fuertes estallidos de violencia, sea como reacción espontánea frente a la represión policial, sea por la actuación de grupos radicales que no creían en la eficacia de la no-violencia. La oleada de disturbios que sacudió los guetos negros entre 1965 y 1967, con el resultado de 4000 heridos y 225 muertos -34 de ellos, sólo en Los Ángeles—, puede considerarse una combinación explosiva de dos factores: de la desesperación de amplios sectores de la población negra, que no veían mejorar su situación pese a las reformas legales, y de la acción de un incipiente «nacionalismo negro», de carácter musulmán, que adoptó como líder a Malcolm X, o de grupos de corte revolucionario e insurreccionar como los Panteras Negras. En todo caso, la investigación llevada a cabo por el FBI sobre el origen de esta explosión de violencia concluyó sin ningún dato que avalara las sospechas de algunos blancos sobre un complot negro: «La mayor parte de los motines y los disturbios —se lee en el informe del FBI— es fruto de movimientos espontáneos de violencia popular. [… ] Los desórdenes del verano de 1967 —leemos en otro pasaje del informe— no han sido causados por un grupo organizado 0 una conspiración» (cit. Kaspi, 1998, 494-495). El asesinato de Martin Luther King en 1968 pareció cargar de razón a los partidarios del uso de la violencia y dio a la lucha contra la segregación un carácter más radical y minoritario y un sentido antisistema que no había tenido con King.

El otro gran epicentro de la sacudida contestataria que agitó al mundo occidental en los años sesenta estuvo en París, aunque la matanza perpetrada en 1968 en la Plaza de las Tres Culturas en Ciudad de Méjico entre estudiantes que se manifestaban pacíficamente, con un saldo oficial de 28 muertos y 200 heridos, supere, con mucho, el dramatismo del mayo francés. Sólo una inercia eurocéntrica en la interpretación de la historia y la mayor concentración de medios de comunicación en París explican ese desigual protagonismo mediático e histórico del que se benefició la revuelta parisina.

Los móviles y los protagonistas del célebre Mayo del 68 fueron en gran parte los mismos que en Estados Unidos en los años anteriores, si prescindimos —lo que no es poco— del problema racial. Como en otros escenarios de la protesta juvenil —México, Tokio, Roma, Berlín…—, la voluntad de parar la Guerra de Vietnam y de frenar al imperialismo norteamericano tuvo un poder catalizador en el descontento de muchos estudiantes que necesitaban concretar y escenificar su ruptura con el orden establecido. De ahí que el Filósofo francés Raymond Aron, opuesto a la revuelta estudiantil, describiera el levantamiento de los estudiantes parisinos como un psicodrama, es decir, como la representación de un conflicto más psicológico que social, como un ejercicio de autoafirmación de la identidad de toda una generación frente a sus padres y sus profesores. Por el contrario, para el viejo Sartre, guía espiritual del movimiento, aquél era el punto de partida de una «nueva concepción de la sociedad basada en la democracia plena [y] en la vinculación entre socialismo y libertad» (Winock, 1997, 567).

El origen del mítico mayo francés resulta revelador. Todo empezó cuando estudiantes parisinos del campus de Nanterre emprendieron movilizaciones para conseguir libre acceso a las residencias de estudiantes del otro sexo (Castells, 1998a, 231). La intransigencia de las autoridades académicas fue radicalizando el movimiento, en cuyo origen se dan los factores característicos de la oleada contestataria de mediados de los sesenta: lucha por la liberación sexual, crisis generacional, masificación de la Universidad y desbordamiento de las instituciones. El intento de atajar el conflicto con medidas autoritarias no hizo más que agravar la situación, porque daba argumentos a quienes denunciaban, como problema de fondo, la naturaleza represiva del sistema. En la primavera de 1968, ese malestar espontáneo y difuso desembocó en la creación del llamado Movimiento del 22 de marzo, dirigido, entre otros, por el estudiante franco-alemán Daniel Cohn-Bendit —futuro diputado verde en el Parlamento europeo— y dotado ya de una ideología reconocible de carácter izquierdista, mucho más próxima, en todo caso, a la tradición ácrata que al comunismo oficial. De hecho, la actitud de los líderes del movimiento hacia el Partido Comunista francés fue de suma desconfianza, aunque podría decirse lo mismo a la inversa. El movimiento estudiantil tenía, como en todas partes, un fuerte componente generacional, y había pocas cosas que representaran más a las claras un orden gerontocrático que el comunismo de obediencia soviética, esa, «vieja crápula estalinista» a la que alguna vez se refirió Cohn-Bendit (Winock, 1997, 571).

El cuestionamiento del sistema académico —la autoridad del profesor, la clase magistral, los exámenes— había derivado en un rechazo general del principio de autoridad y del orden establecido. A principios de mayo, el conflicto se había convertido ya en un problema de orden público: cierre de la Universidad de Nanterre, ocupación de la Sorbona, asambleas permanentes, intervención de la policía a petición del rector de la Sorbona y batalla campal entre estudiantes y policías en el Barrio Latino (la noche de las barricadas, 11-12 de mayo). En los días siguientes, el movimiento cobró una amplitud inesperada con la incorporación al mismo de los sindicatos obreros y la convocatoria de una huelga general que llegó a paralizar al país. Mientras tanto, las imágenes de la revuelta parisina habían dado la vuelta al mundo. No en vano, entre los aspectos más novedosos y llamativos del mayo francés destacaba la combinación entre el poder globalizador de los «mass media» y el carácter precario, pero enormemente efectivo, de los medios de difusión utilizados por los estudiantes, como el grafito, el «fanzine» y la octavilla. La fuerza de estos soportes radicaba en su agilidad y dinamismo para captar una realidad en ebullición y transmitírsela, tal cual, a los grandes medios de comunicación. De esta forma, la televisión, que informaba puntualmente con imágenes de gran impacto, y los periódicos de mayor circulación podían dar una dimensión universal a una frase escrita en una pancarta o en una calle cualquiera del Barrio Latino. Algunas de ellas revelaban el sentido radical y utópico de la agitación estudiantil —«Prohibido prohibir», «Debajo de los adoquines están las playas», «La imaginación al poder»—, pero planteaban serias dudas también sobre la concreción final de aquel movimiento.

Barricadas, retratos de Ho Chi Minh y Che Guevara, cargas policiales, confraternización de obreros y estudiantes, huelga general… Es verdad que aquello empezaba a parecerse a una revolución. Un viejo escritor comunista como Louis Aragon vio en ello, efectivamente, el comienzo de una nueva era. El sociólogo Alain Touraine, en uno de los muchos libros a los que dio lugar el mayo francés, formuló la teoría, digna de ser tenida en cuenta, según la cual la revuelta había sido la expresión de las fuertes tensiones generadas por la «gran mutación» que estaba viviendo la civilización occidental entre el viejo orden burgués y la naciente sociedad tecnocrática. El periodista André Fontaine, por su parte, tituló su aportación al estudio de mayo del 68 La guerra civil fría. De una u otra forma, todos aquellos que, en los meses siguientes, escribieron sobre aquel acontecimiento tuvieron mucho cuidado a la hora de emplear el término revolución. No así los protagonistas de las revueltas estudiantiles, convencidos de que el mayo francés y otros episodios de aquella época se inscribían en el ciclo de las grandes revoluciones contemporáneas, como la comuna parisina, el octubre ruso o la revolución social que acompañó a la Guerra Civil española: «Nos sentíamos locamente enamorados de la idea revolucionaria», afirma Daniel Cohn-Bendit («Dany el Rojo») en un libro de excepcional interés publicado casi veinte años después con el emblemático título de «La revolución y nosotros, que la quisimos tanto» («Nous l'avons tant aimée, la révolution», París, 1986).

Los hechos que se desarrollaron en Francia en los últimos días de mayo hacen muy dudoso, sin embargo, que se pueda hablar de un sujeto revolucionario en el sentido marxista del concepto y, por tanto, de revolución. El día 27, los sindicatos obreros y el gobierno firmaban los acuerdos de Grenelle, por los que los primeros obtenían importantes mejoras salariales a cambio de volver al trabajo. Aunque los acuerdos fueron rechazados por una parte del movimiento sindical, las autoridades habían conseguido romper el temible frente formado por estudiantes y trabajadores. El gobierno de De Gaulle, que durante algunos días pareció desarbolado y a la deriva, había recuperado el control de la situación. El desconcierto y las divisiones internas cambiaban de bando. El 30 de mayo, una multitudinaria manifestación recorrió los Campos Elíseos en apoyo al presidente de la República. Ese mismo día, De Gaulle anunciaba la disolución del Parlamento y la convocatoria de elecciones anticipadas. La respuesta de los estudiantes, al grito de «¡Elecciones, traiciones!», mostraba tanto su frontal rechazo del sistema parlamentario como su temor, pronto se vio que fundado, al resultado de los comicios.

A lo largo del mes de junio, la situación se fue normalizando tanto en las fábricas como en las universidades. Los últimos reductos del movimiento —la Sorbona, el Odeón y la Escuela de Bellas Artes— fueron desalojados por la policía. A finales de aquel mes se celebraron las elecciones generales, con una victoria aplastante del partido del gobierno, el gaullista RPR. Que aquellas elecciones triunfales no cerraban del todo la grave crisis de mayo lo demostraría la dimisión del propio general De Gaulle un año después. En todo caso, ni la clase obrera, atraída por el movimiento estudiantil, pero recelosa de su carácter pequeño-burgués —expresión empleada a menudo por el PCF—, ni los estudiantes, que hicieron del espontaneísmo y de su falta de programa una de sus señas de identidad, llegaron a convertir aquel movimiento en una verdadera revolución. El sistema no tardó en asimilar algunos de los principios inspiradores de mayo del 68, según el comportamiento tantas veces descrito por Marcuse. Incluso algunos de los líderes de los movimientos contestatarios de los sesenta se acabaron integrando plenamente en la sociedad y en sus instituciones, como el filósofo y escritor Bernard-Henri Lévy, asesor del futuro presidente Giscard d'Estaign, el activista hippie Jerry Rubin, que veinte años después confesaría no salir nunca de su casa sin comprobar que llevaba la tarjeta de crédito, o el provo holandés Rob Stolke, convertido en un empresario de éxito (Cohn-Bendit, 1998, 37 y 72). Pero la manipulación y la asimilación se habían dado en las dos direcciones. En el decisivo papel que el eslogan tuvo como elemento de agitación y movilización se puede ver, por ejemplo, la poderosa influencia del lenguaje publicitario en la contracultura y en la estética pop. Culminación y símbolo del ciclo de revueltas juveniles de los años sesenta, el final del mayo francés demostraría, como escribió por entonces el historiador Eric Hobsbawm, que escandalizar al burgués es mucho más fácil que acabar con él («Revolution and Sex», Reed en Hobsbawm, 1998, 229-232).

El panorama de las revueltas de aquella década estaría incompleto sin dos episodios de gran trascendencia que se desarrollaron al otro lado del «Telón de Acero»: la Primavera de Praga (1968) y la Revolución cultural china (1966-1968). Si la rebelión juvenil en los países occidentales hace difícil establecer un patrón común a todas sus manifestaciones, más problemático resulta integrar en el ciclo de protestas sociales y juveniles de aquella década lo sucedido en escenarios tan distintos como la Checoslovaquia comunista y la China de Mao. Empezando por la primera, hay que decir, sin embargo, que la coincidencia en el tiempo entre los sucesos de Checoslovaquia y el mayo francés, el espíritu festivo que tuvieron al principio ambos movimientos y la participación de estudiantes e intelectuales hicieron inevitable que se viera en ellos un cierto paralelismo. En todo caso, su desenlace pondría de manifiesto los límites de esa analogía.

Por lo pronto, la llamada Primavera de Praga revistió un carácter esencialmente político. Se trataba de reformar desde dentro el régimen comunista impuesto al país tras el golpe de Estado de 1948 e iniciar una transición pacífica y gradual a un régimen democrático. Es lo que se llamó «socialismo de rastro humano», tomando la expresión acuñada por el sociólogo Radovan Richta. Conviene recordar a este respecto que Checoslovaquia era el único país del bloque del Este que tenía una cierta tradición democrática, aunque limitada al período de entreguerras. Contaba, además, con un notable desarrollo económico en comparación con otros países comunistas y con unas élites intelectuales ansiosas de reformas, como se pudo comprobar en el congreso de escritores checoslovacos celebrado en junio de 1967. Por otra parte, el proyecto democratizador del secretario general del Partido Comunista, Alexander Dubcek, tenía precedentes en otras experiencias reformistas de la Europa del Este, como la que tuvo lugar en Hungría en 1956. El recuerdo de este episodio, abruptamente concluido con la intervención militar soviética, no invitaba precisamente al optimismo.

Pese a la prudencia de las autoridades checoslovacas, visible en el Programa de acción aprobado por el Partido Comunista en el mes de abril, las fricciones con la URSS no tardaron en aparecer. Una carta suscrita en junio por varios gobiernos del Este, incluido el soviético, advertía ya contra los peligros que extrañaba la apertura informativa emprendida por el gobierno checoslovaco. Las tensiones fueron en aumento y, finalmente, los días 20 y 21 de agosto las tropas del Pacto de Varsovia irrumpieron en Checoslovaquia para derrocar al gobierno de Dubcek. Tanto él como los demás miembros reformistas del Partido Comunista fueron inmediatamente detenidos. Simultáneamente, el aparato de propaganda soviético, con la agencia «Tass» a la cabeza, empezó a difundir confusas informaciones sobre la existencia en Checoslovaquia de «fuerzas contrarrevolucionarias» cómplices a su vez de «fuerzas extranjeras hostiles al socialismo», cuya desarticulación habría sido solicitada, según «Tass», por los propios dirigentes checoslovacos (cit. Zorgbibe, 1997, 343). El éxito de la intervención militar permitió volver a la situación anterior a las reformas de Dubcek y restablecer la doctrina Breznev de la «soberanía limitada» de los países del Este de Europa.

La revolución cultural china (1966-1968) fue uno de los grandes acontecimientos de la década. Su complejo significado histórico debe contemplarse desde un doble prisma: como una manifestación lejana y exótica del espíritu contestatario de los sesenta —aunque respondió fundamentalmente a factores de política interna— y, al mismo tiempo, como uno de los referentes de las revueltas juveniles de la época, por su fuerte influencia en ciertos sectores de la extrema izquierda occidental, seducidos por la imagen de pureza e intransigencia que transmitía el maoísmo. La revolución cultural presenta, efectivamente, algunas coincidencias con lo sucedido en Occidente en estos mismos años, pues se trata de un movimiento esencialmente juvenil que nace en medios universitarios con un marcado sesgo de rebelión generacional y antiautoritaria. Expresión de esto último sería la «campaña contra los cuatro vicios», una de las muchas que protagonizaron los guardias rojos, una nueva organización juvenil de carácter paramilitar que contaba con varios millones de miembros de entre quince y veinte años. Todo ello se tradujo en el rechazo violento del principio de autoridad dentro del partido y en una verdadera caza de brujas contra aquellos a los que se imputaban inclinaciones burguesas o revisionistas. Ruptura generacional, cuestionamiento del orden jerárquico instaurado por la revolución, crítica de la mentalidad occidental, regreso al campo, una ingenuidad matizada de fanatismo… El paralelismo con los movimientos juveniles en Occidente llega también al uso de ciertos medios de comunicación, como los periódicos murales —los «dazibao»—, plagados de denuncias, caricaturas, eslogans y consignas. La que, a modo de contraseña, puso en marcha la movilización de los guardias rojos podría haber figurado en cualquier callejón del Barrio Latino: «Bombardea el cuartel general». La idea era recuperar el espíritu purificador de la revolución, que el supuesto aburguesamiento de muchos cuadros e intelectuales del partido había echado a perder, y empezar a construir una sociedad verdaderamente nueva. Entre las formas de conseguirlo se recurrió al exterminio de los peces que daban colorido a los estanques públicos, por considerar que tenían efectos alienantes sobre las masas populares (Veiga, Da Cal y Duarte, 1997, 204-205). Los miles de asesinatos y ejecuciones que, por razones políticas o ideológicas, se produjeron al amparo de la revolución cultural —fuentes occidentales hablaron de 400 000 muertos-hacen de este episodio algo más que un experimento pintoresco.

En realidad, la Revolución cultural proletaria, como fue denominada oficialmente, tuvo mucho de purga encubierta lanzada desde el poder contra amplios sectores del gigantesco aparato del Estado. Para ello se utilizó a los sectores más radicales e impulsivos del partido y del ejército, convenientemente enardecidos con consignas «ad hoc», como la que el propio Mao Tse-tung dirigió a los guardias rojos: «Está justificado rebelarse». Que el autor de esta frase fuera el máximo dirigente de la China comunista, tras unos años de relativo alejamiento del poder, indica hasta qué punto la revolución cultural estaba lejos de ser un movimiento espontáneo de las masas. El fervor religioso que la figura de Mao despertó en los guardias rojos denota un caso extremo de culto a la personalidad. Sólo en dos años se editaron trescientos cincuenta millones de ejemplares del famoso Libro rojo y los guardias rojos llegaron a imponer la obligación de que todos los vehículos motorizados llevaran un retrato de Mao. El presunto carácter renovador y contestatario del movimiento casa mal igualmente con el enorme poder que a lo largo de estos años acumuló el ejército chino, convertido, bajo la dirección del mariscal Lin Piao, en principal fuente de legitimidad revolucionaria y modelo de comportamiento —«Aprended del ejército», rezaba uno de los «dazibaos» de 1967 (Blumer, 1972, 109)—. Así pues, aunque la revolución cultural china se pueda incluir, por las razones indicadas, en el ciclo de convulsiones sociales y generacionales de los sesenta, debe considerarse más bien como la negación de aquellos valores y principios que marcaron las revueltas estudiantiles en Occidente y como expresión exacerbada de fenómenos sociales y políticos característicos del socialismo real, como las purgas, la lucha por el poder o el culto a la personalidad.

La destitución del jefe del Estado, Liu Shao-chi, en 1968 fue uno de los más sonados triunfos de los guardias rojos, que le habían convertido en blanco —lo mismo que cierta prensa oficial— de todo tipo de burlas y acusaciones, siempre relativas a su complicidad con el capitalismo. Pero la revolución cultural se encontraba ya en una fase de descomposición. Mao se había desmarcado de ella a finales de 1967. La eliminación de muchos cuadros del partido y del Estado —no sólo cargos burocráticos, sino también técnicos, ingenieros e intelectuales, sometidos a implacables procesos de «reeducación»— y la potenciación de las comunas rurales en perjuicio del sector industrial habían tenido efectos devastadores sobre la economía nacional. Cuando en 1969 se celebró el IX Congreso del Partido Comunista, la experiencia se podía dar por terminada. Desde el comienzo de la revolución cultural, tres años antes, sólo una tercera parte de los miembros del Comité Central del partido permanecían en el cargo. La muerte de Lin Piao en 1971, en extrañas circunstancias —en un accidente aéreo mientras volaba de incógnito a Moscú—, suele considerarse un eco tardío del fracaso de la revolución cultural, de la que fue uno de los principales artífices.