4.4. El nazismo
El deseo del empresariado, los terratenientes, el ejército y los políticos conservadores y nacionalistas de acabar con la república de Weimar facilitó la llegada al poder de Hitler. No fueron tanto los méritos del partido nazi y de su jefe lo que decidió al presidente Hindenburg a nombrar a Hitler jefe del gobierno (canciller) el 30 de enero de 1933, cuanto la decisión de los sectores mencionados de poner fin al sistema de partidos de la política democrática, acabar con los sindicatos y con el «marxismo» (es decir, con comunistas y con socialistas) y establecer un sistema autoritario capaz de afrontar una crisis generalizada que la depresión económica mundial había acentuado de forma extraordinaria hasta originar a finales de 1932 más de seis millones de parados, cifra que puede elevarse a casi nueve millones si se añaden los empleos eventuales y el paro encubierto. La crisis creó un sentimiento de profunda decepción en la población alemana y, al mismo tiempo, facilitó el desarrollo de las ideas y actitudes proclamadas por los nazis. La aversión y el miedo profundo al comunismo, el deseo de venganza hacia los responsables de las dificultades cotidianas, la búsqueda de un chivo expiatorio (los judíos), la esperanza en un gobierno fuerte capaz de imprimir vigor a la nación y la aceptación de la violencia como algo inevitable, casi normal, fueron rasgos de la sociedad alemana en esta coyuntura que facilitaron considerablemente el triunfo de Hitler, quien mejor que cualquier otro político supo hacerse portavoz de los temores, resentimientos y prejuicios de los alemanes (Kershaw, 1999, 423).
Hitler comenzó su andadura en el gobierno utilizando los mismos procedimientos que Mussolini: tranquilizó a las fuerzas conservadoras del país prometiendo moderación, atacó con ferocidad a la oposición y solicitó plenos poderes dictatoriales. En su primer gobierno sólo colocó a dos nazis (Göring y Wilhelm Frick) y recurrió a miembros de los partidos conservadores y a conocidas personalidades para ganarse la confianza de los sectores económicos más potentes, del ejército y de las iglesias. Nombró a funcionarios conservadores para los altos cargos de la administración y en sus primeros discursos hizo constantes referencias a los valores del pasado alemán, a Dios, a la moral cristiana y a la familia, y también arremetió contra la república de Weimar y los marxistas, todo lo cual tranquilizó a buena parte de la población, incluso a muchos de los que no habían votado a los nazis porque temían el radicalismo de que habían hecho gala en las campañas electorales y en sus actos de violencia callejera. Prometió al ejército independencia total de los partidos políticos, el rearme, la ofensiva contra los comunistas y los pacifistas y próximas conquistas territoriales, y a los empresarios les anunció el desmantelamiento de los sindicatos marxistas. Al mismo tiempo, dejó manos libres a los dirigentes del NSDAP para que prosiguieran sus acciones violentas contra la oposición marxista, en particular los comunistas, y convocó elecciones para el 5 de marzo con la intención de obtener mayoría parlamentaria absoluta.
Durante la campaña electoral proliferaron los actos violentos protagonizados por la SA y la SS, al tiempo que los políticos de la derecha y los nazis crearon un ambiente de histeria anticomunista. En tal coyuntura, un hecho fortuito resultó determinante: el 27 de febrero ardió la sede del parlamento («Reichstag») en Berlín. El incendiario fue el holandés Marius Van der Lubbe, antiguo comunista, quien actuó por su cuenta, pero Hitler y Göring aprovecharon la oportunidad para presentar el suceso como el comienzo de la rebelión comunista y responsabilizaron del incidente al Partido Comunista (KPD) y al Socialdemócrata (SPD). Fue la excusa perfecta para lanzar una represión sistemática. Al día siguiente, el gobierno decretó la supresión de los derechos constitucionales individuales (inviolabilidad del domicilio, libertad de opinión y de prensa, libertad de reunión, secreto postal…) y comenzó a practicar arrestos arbitrarios y a perseguir a toda persona sospechosa de oponerse al gobierno. Los partidos de la oposición no pudieron proseguir la campaña electoral, muchos de sus líderes fueron encarcelados, entre ellos el comunista Thälmann, y Goebbels desarrolló en la radio una intensa campaña propagandística a favor del nazismo. En las elecciones del 5 de marzo el NSDAP fue el partido más votado (obtuvo el 43,9% de los votos totales, más de 17 millones de sufragios), pero los resultados de los socialistas (el SPD consiguió algo más de siete millones de votos, quedando como segunda fuerza política, con el 18,3% de los votos) y los comunistas (el KPD logró el 12,3%, con cinco millones de votantes) demostraron que la resistencia a la dictadura todavía era potente en Alemania. Por otra parte, Hitler no había logrado la mayoría parlamentaria programada y precisaba para ello de la alianza con el Partido Nacionalista (DNVP).
Las elecciones, por tanto, no satisficieron a los nazis, impacientes por imponer la dictadura, y decidieron forzar los acontecimientos mediante una violenta ofensiva para ocupar el poder en todas las instancias. Las SA, por una parte, arreciaron sus acciones violentas, invadieron por doquier los locales gubernamentales (con especial atención a la dirección de la policía) e izaron en ellos la bandera nazi. Goebbels, nombrado ministro de Educación y Propaganda, organizó actos solemnes para poner de relieve la fuerza de su Partido (las concentraciones y desfiles en Núremberg alcanzaron celebridad) y el 23 de marzo Hitler consiguió que el «Reichstag» concediera al gobierno poderes dictatoriales durante cuatro años (hasta abril de 1937). Sólo los diputados del SPD se opusieron a esta decisión (los comunistas no ocupaban ya sus escaños) por la que el gobierno obtenía el poder legislativo y la capacidad de modificar la constitución y el canciller, la facultad de promulgar las leyes sin el visto bueno del presidente de la República, puesto ocupado aún por un anciano Hindenburg tolerante en exceso con las exigencias de Hitler. Amparado en las facultades concedidas, inmediatamente Hitler tomó una serie de medidas destinada a reforzar la centralización (se trataba de privar de toda capacidad política a los gobiernos de los «Länder» y a los municipios), a eliminar los derechos constitucionales aún teóricamente subsistentes y a suprimir toda oposición. De marzo de 1933 a agosto del año siguiente tuvo lugar esta ofensiva legal, complementada con acciones de terror y el inicio de los campos de concentración (entre ellos, el de Dachau), que provocó una auténtica «revolución nazi» («la Gleichschaltung») e instauró la dictadura.
Todos los partidos políticos que no se disolvieron voluntariamente fueron suprimidos y sus líderes detenidos o exiliados, el 14 de julio de 1933 se proclamó el NSDAP partido único y en diciembre siguiente se promulgó la ley sobre «la unidad del Partido y el Estado». Idéntica suerte corrieron los sindicatos, reemplazados por el Frente del Trabajo. Se lanzó una ofensiva general contra los judíos, eliminándolos de la función pública, declarándoles el boicot comercial y obligando a un buen número de ellos a abandonar Alemania. Se depuró la administración. Los poderes de los gobiernos de los Estados («Länders») fueron transferidos al gobierno central (Reich) y al frente de cada «Land» Hitler nombró a un Staathalter, dependiente directamente de él. Los nazis se apoderaron de las cámaras de comercio y de industria y de las organizaciones de agricultores. La universidad fue depurada y muchos intelectuales obligados a exiliarse, al tiempo que Goebbels organizó el 10 de mayo de 1933 el célebre ritual en Berlín donde se quemaron más de 20 000 libros y revistas.
A comienzos de 1934 la «revolución nazi» había logrado su objetivo de desembarazarse de toda oposición, pero se halló ante dos serios problemas. Por una parte, el recrudecimiento de la crisis económica (disminución de las exportaciones y de las reservas del Reichsbank, baja de salarios, persistencia del paro) hizo renacer el descontento social y en los medios económicos más potentes se criticó el giro violento de los nazis. Por otra parte, las SA clamaban por una auténtica «revolución nacional-socialista», una «segunda revolución» que condujera a un cambio social total (la mayoría de los integrantes de las SA procedían de sectores populares) y convirtiera a las SA en una milicia popular de «combatientes de camisa parda» destinada a controlar el ejército. Los mandos militares y los sectores económicos influyentes instaron a Hitler a terminar con tales aspiraciones de modo que en la noche del 29 al 30 de junio de 1934 (la «noche de los cuchillos largos»), éste ordenó el asesinato de los jefes de las SA y durante los días siguientes corrió idéntica suerte un buen número de nazis partidarios de la «segunda revolución». El aplauso del ejército y los medios conservadores a la decisión de Hitler y el alivio experimentado por la población alemana, que se sintió liberada del peligro del extremismo, fortalecieron la posición de Hitler, hecho corroborado a continuación por el acuerdo del ejército de prestar juramento ante su persona y por la ley del 1 de agosto de 1934 (un día antes de la muerte del presidente Hindenburg), por la que Hitler pasaba a ser «Führer» y jefe del Estado. Este auténtico golpe de Estado constitucional fue ratificado en plebiscito el 19 de agosto por el 84,6% de los votantes. Hitler quedaba con las manos libres para fundar su régimen totalitario aunque, a tenor del resultado plebiscitario, no contó con la aprobación de unos cinco millones de alemanes (A. Wahl, 1999, 109).
Hitler prefirió denominarse «Führer» antes que jefe de Estado, con lo cual dio a entender que la función estatal fijada constitucionalmente debía supeditarse a una nueva fuente de legitimidad, enseguida teorizada por juristas como Carl Schmitt. Se trata del «Führerprínzip» (el principio caudillista), según el cual Hitler incorporaba la voluntad objetiva del pueblo y era el único con capacidad para decidir su destino. Su autoridad era libre, independiente, exclusiva e ilimitada, sin freno institucional alguno (Burrin, 2000, 9899). Desde este presupuesto se construyó el Estado nazi, que en contra de lo que con frecuencia se mantiene y se esforzó en difundir la propaganda de Goebbels, no consistió en un sistema racional, centralizado y jerarquizado, en el que las diferentes instancias inferiores aplicaron disciplinadamente las órdenes de arriba, sino en un Estado nuevo y original, en el que no existía el derecho, reinaba una enorme confusión y las instituciones perdían toda autonomía y garantía.
El aparato del Estado se fue disolviendo en una multiplicidad de organismos concurrentes que se articularon sobre un número creciente de instituciones paralelas que funcionaron como instancias a la vez del Estado y del Partido. Lo sucedido en el ámbito de la justicia proporciona una idea de este hecho: junto a los órganos judiciales del Estado (policía y tribunales) se desarrollaron los del Partido (la Gestapo, las SS y los tribunales especiales que condenaban a los campos de concentración). Por otra parte, al lado de los órganos administrativos existentes se crearon nuevas instancias dirigidas por plenipotenciarios nazis dotados de gran poder, cuya única legitimidad era la voluntad del «Führer», Es el caso del Frente del Trabajo (dirigido por Robert Ley), el plan de autopistas (Fritz Todt), producción de armamento (Albert Speer), la juventud (Baldur ven Schirach), los campos de concentración (Theodor Eicke) o el plan cuatrienal dirigido por Göring. La lealtad sin fisuras al «Führer» y la capacidad integradora de éste permitieron que el sistema funcionara con cierta eficacia, pero como han subrayado, entre otros, E. Fraenkel y H. Mommsen, ni el gobierno ni el partido nazi actuaron como organismos colectivos capaces de articular decisiones políticas y demostraron una absoluta incapacidad para resolver los intereses antagónicos. La paulatina descomposición interna del régimen quedó paralizada en parte por el esfuerzo de guerra, pero Alemania pagó los numerosos y graves errores de los nazis cuando estalló el conflicto bélico mundial (Mommsen, 1997, 76-77).
Hitler gobernó de forma atípica y su actividad cotidiana no se ajustaba a la usual de un jefe de Estado. Su jornada seguía un horario demencial (se levantaba a medio día y se acostaba hacia las dos de la madrugada), lo cual no facilitaba ni el despacho de los asuntos ni las sesiones de trabajo con sus colaboradores, de modo que poco a poco se fueron enrareciendo sus contactos con los ministros, y a partir de 1938 no reunió al gobierno. Continuamente cambiaba de residencia o estaba de viaje por el país. No estudiaba los asuntos de Estado, ni se interesaba por las cuestiones corrientes de gobierno, sino que se limitaba a escuchar de sus colaboradores próximos breves informes orales, tras los cuales, y también verbalmente, daba las instrucciones precisas, disimulando su desconocimiento de los temas con su extraordinaria capacidad para retener detalles y su rapidez en la comprensión. Este sistema autorizaba y al mismo tiempo obligaba a sus colaboradores a interpretar sus órdenes, muchas veces dándoles un sesgo personal. Por otra parte, siempre rehusó intervenir en los conflictos internos y evitó toda decisión personal que le pudiera comprometer, de modo que exigía que los responsables se pusieran de acuerdo entre ellos antes de someter cualquier cosa a decisión ante el «Führer». De esta forma, muchas cuestiones conflictivas no eran abordadas e iban pudriéndose entre ministerios y en el seno de la burocracia del Partido. Como consecuencia, los responsables alcanzaron amplia autonomía en sus respectivos dominios (algunos autores hablan de un sistema casi feudal al referirse a los comisarios territoriales), pero al mismo tiempo continuamente quedaba puesta en duda la delimitación de sus propias competencias y carecían de seguridad sobre el grado exacto de poder adquirido por cada uno, lo cual suscitó una disputa permanente entre ellos por ganarse el favor del «Führer», hecho que contribuyó notablemente a la radicalización del régimen. En suma, se dispersó la actividad de cada uno de los organismos del Estado y de los paralelos del Partido y se llegó a la situación de que órdenes y proyectos de ley elaborados en una instancia eran anulados por los preparados en otras más influyentes.
El Estado nazi, por tanto, fue una «policracia» (agregado de poderes) caótica y anárquica, desprovista de todo atisbo de derecho, regida por la voluntad del «Führer», donde poco a poco se fue construyendo un Estado dentro del Estado: es el llamado «Estado SS». Desde la eliminación de las SA en 1934, las SS, que venían actuando como policía del partido nazi, se convirtieron en la policía del Estado. En 1936 todas las policías políticas del «Reich» quedaron bajo el mando de las SS y de su jefe, H. Himmler, quien sólo dependía de Hitler. Las SS pasaron a ser un complejo entramado independiente de hecho del Estado, dividido en distintos cuerpos con otros tantos cometidos: el general, integrado por no profesionales, dedicado a actividades físicas con fines militares, y otros cuatro especializados en la persecución del comunismo (las «Waffen SS), la guardia de los campos de concentración, la seguridad (grupo compuesto a su vez por diferentes secciones: orden público, información y la Gestapo) y el logro de la pureza racial. Himmler pretendió hacer de las SS algo más que una organización política, policial y militar al servicio de Hitler. Su objetivo consistió en convertirlas en la encarnación de la ideología del régimen, es decir, en la punta de lanza para la imposición de la raza aria sobre los pueblos inferiores. Durante la Guerra Mundial, las SS alcanzaron un dominio casi completo en todos los ámbitos, imponiendo el «Orden negro» de Himmler, cuyo poder le convirtió de hecho en el número dos del régimen.
El pensamiento de Hitler, cuyo núcleo consta en su libro «Mein Kampf», se articula en torno al «darwinismo» social y al racismo. Hitler estaba convencido de que la historia es la lucha eterna por la supervivencia entre los pueblos, concepto este último que él identificaba con el de raza. Según él, existe, por tanto, una necesidad vital de combatir, puesto que es la única forma de asegurar la vida. En el combate vence el más fuerte, es decir, la raza pura, pues la mezcla de razas debilita porque hace perder capacidad para el combate. No todas las razas son iguales. La superior es la blanca, y en su seno la más fuerte es la aria («raza de los señores»), caracterizada por personas de estatura alta, rubias y dolicocéfalas. Próximos a los arios están otros grupos étnicos vecinos (flamencos, anglosajones), después otros blancos pero más mezclados, como los latinos, y por debajo los pueblos o razas inferiores (eslavos, negros y, sobre todo, los judíos).
El pueblo judío constituye según Hitler un caso especial, pues no dispone de un espacio propio y forma un Estado aparte dentro de los demás Estados, es decir, este pueblo no ha tomado parte en la lucha por la supervivencia según las reglas de la historia y, en consecuencia, es preciso eliminarlo para restablecer el curso normal de la historia. Además, los judíos son responsables de los males de Alemania, donde habitan como parásitos con el objetivo de corromper al pueblo arlo inoculando en su interior ideologías nocivas, tales como el internacionalismo, el pacifismo, la democracia y el marxismo. Hitler insiste en que el marxismo (y, por ende, el bolchevismo) es la nueva creación judía para destruir a los pueblos sanos. El pueblo ario, que por ser el superior debe expandirse para disponer del suficiente espacio vital para su adecuado desarrollo, tiene la misión de exterminar a judíos y bolcheviques. Con la conquista del Este de Europa se conseguirían ambos objetivos y al mismo tiempo comenzaría el dominio del pueblo alemán, destinado a convertirse en el dueño de la tierra y a establecer durablemente su poder (es el mito del «Reich para mil años» en que tanto insistió la propaganda nazi). El dominio ario se logrará mediante un Estado fuerte, totalitario, que necesariamente debe ser racista, para evitar contener en su seno elementos que puedan debilitarlo. El Estado ha de imponerse a los individuos y no puede basarse en el principio democrático, que es meramente cuantitativo y está viciado en sí mismo, sino en la selección natural de los mejores hasta llegar al mejor, al que conducirá al pueblo: el «Führer». Entre el «Führer» y el pueblo (que es a la vez una comunidad racialmente pura, donde no existe la lucha de clases, y una masa de fieles seguidores) existe un lazo místico que con «Duce» a la mitificación del «Führer».
La fórmula: «Ein Volk, ein Reich, ein Führer» (un solo pueblo, un solo Estado, un solo jefe), que resume el ideal nazi, condujo a un sistema totalitario creado mediante el control completo de los individuos, la imposición del Estado y del Partido y, sobre todo, el terror.
El régimen nazi recurrió a un doble método para someter a la sociedad alemana: la estética política y la violencia. Mediante un amplio aparato propagandístico que utilizó los medios más modernos (radio, cine, noticiarios y documentales cinematográficos, espectaculares montajes ingeniosos…), se desarrolló toda una liturgia encaminada a presentar a Hitler como el salvador de la nación y como la encarnación de las aspiraciones, los sentimientos más nobles y el futuro del pueblo alemán. Los famosos congresos del NSDAP de Núremberg, los grandiosos desfiles nocturnos, las fiestas del partido, las conmemoraciones, etc, fueron revestidas de un carácter religioso, místico y emocional que influyó ampliamente en los alemanes. Por otra parte, el rígido control y el dirigismo cultural, al mismo tiempo que eliminaron todas las manifestaciones «degeneradas» (es decir, lo mejor de las realizaciones culturales de la rica época de la república de Weimar), potenciaron una nueva concepción del hombre y de la vida basada en el espíritu de sacrificio, el culto al héroe, la irracionalidad, la glorificación de la guerra, el mito del germanismo y de «la vida sana del pueblo». En este sentido se encaminó la producción pictórica, la literatura, las grandes realizaciones arquitectónicas, etc, lo cual ocasionó un extraordinario empobrecimiento cultural del que únicamente se salvan casos aislados, como las obras cinematográficas de la realizadora Leni Riefenstahl. Los grandes científicos y creadores alemanes o fueron obligados a mantener un vergonzoso silencio (algunos, como Heidegger o Richard Strauss, inicialmente apoyaron a los nazis) o se exiliaron. En la nómina del exilio figuran personas clave de la cultura del siglo XX, como los escritores Bertolt Brecht, Thomas Mann, Robert Musil… los pintores Grosz, Klee, Kandinski…, el arquitecto Gropius, los compositores Schonberg, Klemperer…, 24 científicos premio Nobel, entre ellos Einstein, una multitud de economistas, sociólogos y filósofos, como Lipmann, Norbert Elias, Schumpeter, Erich Fromm, W Reich, Adorno, Marcuse, Karl Popper, etc.
Los efectos de la labor propagandística se completaron y ampliaron mediante el terror. Desde el inicio, el régimen nazi practicó detenciones arbitrarias y muy pronto la noción de justicia y su práctica quedaron desvirtuadas. Cualquier acto contradictorio con «los sentimientos sanos del pueblo», es decir, con las ideas del «Führer», era considerado criminal y sin ajustarse a los procedimientos judiciales se practicaban detenciones y se enviaba a los presos a los campos de concentración, que comenzaron a funcionar tras el incendio del «Reichstag» en 1933 para acoger a los «enemigos mortales» del régimen (los comunistas y socialistas). A partir de 1935 la gestión de los campos quedó a cargo de las SS y los trabajos forzados comenzaron a ser la regla, al tiempo que fueron llegando presos de todo tipo, entre ellos los homosexuales, los «ociosos» y, desde 1938, los judíos. Al igual que el fascismo italiano, el régimen nazi controló a la población alemana mediante su encuadramiento en organizaciones, encabezadas por un «Führer», y puso especial cuidado en la formación de la juventud, organizada en la Juventud Hitleriana (la «Hitlerjugend», mandada por von Schirach). Desde 1936, al cumplir 14 años todos los alemanes estaban obligados a integrarse en este organismo, donde se les formó en el espíritu comunitario, el desprecio a los débiles, el culto al «Führer», el gusto por el riesgo…, es decir, en los ideales que debían conformar el espíritu del «hombre nuevo» nazi. Hitler dijo deseaba una juventud «dura como el acero de Krupp» y antepuso ese objetivo a la educación establecida, a la vez que dio prioridad al estudio de nuevas materias (la historia y geografía alemanas «corregidas», la «biología» racista, la educación física, la lengua alemana). Fue constante el conflicto entre el sistema educativo y las juventudes Hitlerianas, resuelto a favor de éstas, y constituyó una prueba del caos del Estado nazi, aunque la actividad propagandista y la demagogia crearon una juventud fanatizada, orgullosa del uniforme nazi y de su papel en el engrandecimiento del Estado, rebelde hacia sus padres y la generación anterior, despreciativo de la inteligencia (en las universidades se cambiaron los planes de estudio y se enseñó «matemáticas alemanas», «física aria», «química de guerra», «economía de guerra», etc).
En el ámbito económico y social, el control y el dirigismo pretendieron hacer desaparecer todo atisbo de lucha de clases. El régimen no puso en duda las bases fundamentales del capitalismo (propiedad privada, autoridad patronal, beneficios) y olvidó pronto el espíritu reivindicativo obrero al que aludió con frecuencia antes de llegar al poder. Los asalariados fueron obligados a inscribirse en el Frente del Trabajo, un organismo que inicialmente pretendió hacer las funciones de los desparecidos sindicatos pero que, tras la presión de la patronal, abandonó toda tentación en este sentido, y su cometido quedo reducido a desarrollar actividades lúdicas y culturales a través de una nueva institución, La Fuerza por la Alegría, con funciones similares a la fascista Opera Nazionale Dopolavoro. El obrero quedó sin derecho alguno, incluso careció de libertad para elegir empleo y, por supuesto, la huelga era ilegal, pero se le organizaban sesiones de cine y teatro, actividades deportivas y, lo que despertó gran expectación, cruceros de vacaciones.
El desmantelamiento de la capacidad reivindicativa de los obreros redundó en beneficio de la patronal, cuya posición en el sistema resultó muy cómoda, a pesar del dirigismo del régimen, de algunas modificaciones en la organización de las empresas y de la adopción de planes cuatrienales, que afectaron poco al sector privado. El segundo de estos planes, dirigido por Goring e iniciado en 1936, estuvo encaminado hacia la preparación de la guerra. En definitiva, subsistió la estructura capitalista y aun se reforzó mediante concentraciones empresariales. La «revolución» nazi cosechó un patente fracaso, por otra parte, en el medio rural. La política agraria se encaminó al reforzamiento de la propiedad mediana campesina con el fin, ante todo, de dotar de una sólida base social a la nueva Alemania, pues la ideología nazi consideraba que en el campesinado era donde mejor se plasmaba la alianza de suelo y sangre sobre la que se sustentaba el «hombre nuevo». Aunque se prohibió la emigración rural, se otorgaron honores y facilidades a los campesinos, se bajaron impuestos y se permitieron alzas de precios. La población agrícola bajó del 20,8% al 18% en el total de población activa y las rentas agrarias se elevaron en un 33%, mientras que las del comercio y la industria crecieron en un 88%. La ambición totalitaria de remontar el curso del tiempo no fue capaz de contrarrestar la dura lógica de la evolución económica y social, de modo que la sociedad urbana e industrial triunfó sobre la pretendida Alemania bucólica, prosiguió el dominio de los «Junkers» en la cúpula militar, los patronos de la industria y las finanzas mantuvieron su influencia económica a pesar de las concesiones al nazismo y, desafiando el riesgo, los obreros practicaron la resistencia mediante el absentismo y la huelga (en 1936 tuvieron lugar 176 huelgas). La política totalitaria nazi no logró la nueva sociedad pretendida, aunque se atrajo el apoyo de las masas fanatizadas por la propaganda y atemorizadas por el terror (Bruneteau, 1999, 167).