6.2. Un mundo en blanco y negro
La expresión que da título a este epígrafe es del historiador Pierre Miquel y tiene múltiples aplicaciones para describir la realidad histórica de la posguerra mundial (Miquel, 1999, 37). Por lo pronto, sirve para representar el maniqueísmo en que se fundó la Guerra Fría hasta su terminación, aunque la compleja naturaleza de este fenómeno, el constante equilibrio entre el antagonismo y el consenso, y el pragmatismo que, en general, presidió las relaciones entre las dos superpotencias acabaran convirtiendo la bipolaridad cromático en una amplia gama de grises. Pero el símil expresa sobre todo un imaginario colectivo dominado, de un lado, por el sombrío recuerdo de la Gran Depresión, la Segunda Guerra Mundial y el holocausto como dijo el filósofo alemán Theodor Adorno, después de Auschwitz no había lugar para la poesía y, de otro, por la hegemonía cultural ejercida por los modernos medios de comunicación audiovisuales, como la radio, el cine, que vivirá por entonces sus años dorados, y, muy pronto, la televisión, que empezó a popularizarse en Estados Unidos a mediados de los años cuarenta y en Europa occidental una década después.
Aunque el éxito de dos hitos de la historia del cine como «Lo que el viento se llevó» y «El Mago de Oz», ambas de 1939, parecía consagrar el color en el inicio de una nueva era de la cinematografía, el cine de los años cuarenta y cincuenta seguirá siendo mayoritariamente en blanco y negro, con excepción del género musical y de los dibujos animados, las dos formas más logradas del cine de entretenimiento y evasión. Algunos de los géneros y de las corrientes más representativas de esta época, como el cine negro y de suspense o el neorrealismo italiano, subrayarán esta tendencia al máximo aprovechamiento de la capacidad expresiva del blanco y negro, puesta al servicio de una exploración pesimista en una realidad social deprimida, en el submundo del crimen y en los rincones más recónditos e inquietantes del alma humana. Antes de que la Guerra Fría traslade al cine la cosmovisión de la bipolaridad, en algunos clásicos de estos géneros estará muy presente el recuerdo de la Segunda Guerra Mundial, que durante años gravitará como una pesadilla sobre la sociedad de la época. Ejemplo de ello son «Roma, ciudad abierta» y «Alemania, año cero», de Roberto Rossellini (1945 y 1948), doble cumbre del cine neorrealista; el drama sobre el regreso de los veteranos de guerra titulado «Los mejores años de nuestra vida», de William Wyler (1946), y, en el género de suspense, «Encadenados» (1946), un prodigio de virtuosismo formal y narrativo en torno a una sociedad secreta nazi que conspira para conseguir la restauración del «III Reich». La filmografía de su director, Alfred Hitchcock, muy influida por el psicoanálisis («Extraños en un tren», 1951; «Marnie la ladrona», 1964) y por la herencia del expresionismo alemán, y marcada por una reflexión permanente sobre el bien y el mal, llegará a ser un exponente insuperable de una visión pesimista sobre la condición humana típica del mejor cine en blanco y negro. La total eclosión de la Guerra Fría a partir de 1950 supondrá, por tina parte, la retirada de algunos de los mejores profesionales del cine americano, forzada por la actuación inquisitorial del Comité de Actividades Antiamericanas, y, por otra, el desarrollo inusitado de las películas de extraterrestres, un subgénero dentro del cine de ciencia-ficción que cobró gran importancia tanto por el comienzo de la carrera espacial como, especialmente, por el miedo de un sector de la opinión pública norteamericana, en pleno apogeo del peligro marino, a una invasión comunista. El propio Hitchcock rendirá tributo, a partir de los años cincuenta y sobre todo en los sesenta («Con la muerte en los talones», «Cortina rasgada», «El hombre que sabía demasiado», «Topaz»…), a los grandes temas del cine militante de la Guerra Fría, poblado de espías, agentes dobles y organizaciones secretas; un género que tiene su obra más emblemático en la película de Carol Reed «El tercer hombre» (1949), ambientada en la Viena dividida de la inmediata posguerra.
El blanco y negro de la televisión, impuesto por las limitaciones técnicas del medio, desempeñará, en general, una función socializadora del bienestar que la posguerra traerá a la sociedad norteamericana, dentro de la natural diversidad de los contenidos canalizados a través del nuevo medio, desde la información hasta el puro entretenimiento. Como elemento de comparación entre las visiones del mundo, hasta cierto punto diferentes, que transmitían la televisión y el cine, cabe recordar que la sociedad de la posguerra pudo conocer la realidad del holocausto gracias a los reportajes cinematográficos sobre la liberación de los campos de concentración rodados por los aliados y emitidos en 1945 en los noticiarios que precedían a las películas, mientras que el primer gran acontecimiento transmitido en directo por la televisión inglesa y francesa fue la boda de la reina Isabel de Inglaterra en 1947. El medio televisivo será, de momento, la expresión del lado más amable de la realidad y, por encima de todo, el símbolo del bienestar de las clases medias occidentales en la posguerra. Un bienestar que llegará a Europa con algún retraso respecto a Estados Unidos y que guardará estrecha relación con los cambios en las estructuras sociales y económicas, introducidos desde los años treinta y acelerados durante la guerra, así como con los últimos logros de la revolución científica y técnica y su aplicación en la industria civil y en la atención sanitaria, que, gracias a la generalización de la Seguridad Social y a los descubrimientos médicos de la Guerra Mundial, como la penicilina o la estreptomicina, permitió un aumento significativo en la esperanza de vida en los países occidentales. La revolución de los electrodomésticos contribuirá a trasladar a la vida cotidiana, a través de la mecanización de las tareas del hogar, algunas de las innovaciones técnicas que marcarán la historia de la segunda mitad del siglo y que tendrán en la industria militar y en la carrera espacial su principal banco de pruebas.
Una comparación, siempre arriesgada en estos términos, entre la primera y la segunda mitad del siglo XX mostraría a partir de 1945 un cierto estancamiento de las artes y las letras, que, frente a la excepcional creatividad del período de entreguerras, arrojan un saldo relativamente pobre: en filosofía y literatura, el pensamiento existencialista y algunos experimentos narrativas, como el «nouveau roman» francés; el expresionismo abstracto, la «action painting» y, algo después, el «pop-art» y el minimalismo, en las artes plásticas, y el «estilo internacional» en arquitectura, una versión ecléctica y americanizada del racionalismo de la preguerra. En cambio, se registra una aceleración vertiginosa en el desarrollo de las ciencias experimentales, en parte debido al impresionante legado que la Segunda Guerra Mundial «la madre de todas las tecnologías», en palabras de M. Castells (1997, 69) dejó en disciplinas punteras como la biomedicina, la aeronáutica, la electrónica y las telecomunicaciones. Pensemos, por ejemplo, en la importancia que tuvo en los orígenes de la informática el descubrimiento por los ingleses de los códigos secretos de la máquina Enigma utilizada por la marina del «III Reich». El principal símbolo de la nueva era científica inaugurada en 1945, la imagen del «hongo atómico», estará también indisolublemente unido al recuerdo de la Segunda Guerra Mundial.
Algunas aplicaciones de estos avances no se divulgarían hasta la revolución de las nuevas tecnologías en los años setenta. Pero en la inmediata posguerra se produjeron ya avances trascendentales, como la fabricación del primer ordenador, el ENIAC (1946), la invención del transistor en los Laboratorios Bell, Nueva Jersey (1947), o el descubrimiento de la estructura del ADN por parte de varios investigadores de la Universidad de Cambridge (1953). A pesar de que este último hallazgo se produjo en una universidad inglesa, los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial consagraron la supremacía norteamericana en el mundo occidental también en este terreno, tal como indica el hecho de que dos terceras partes de las cien principales innovaciones científicas y tecnológicas de los países de la OCDE entre 1945 y 1960 procedieran de Estados Unidos. Por su parte, la investigación científica en la Unión Soviética, cuyos logros fueron sorprendentes en algunos campos, como demostraron sus éxitos en la carrera espacial, se vieron limitados en un terreno fundamental como era la biotecnología por el rechazo que la genética provocaba en el régimen estalinista, que asociaba esta disciplina a la ciencia nacionalsocialista, y por la persecución y la temprana muerte del principal genetista soviético, Nikolai Ivanovich Vavilov, fallecido en un campo de trabajo en 1943.
Tales son algunos de los contrastes que marcarán el devenir de la humanidad tras la Segunda Guerra Mundial, mientras el cine, la radio y la televisión van conformando un nuevo imaginario colectivo a caballo entre el hiperrealismo que ofrecen los modernos medios audiovisuales y el mundo de ficción, lleno de ilusiones y temores, creado por los propios medios. En los países occidentales, ese mundo en blanco y negro representa la consagración del estilo de vida americano como norma de conducta y horizonte de bienestar con el que soñaban los pueblos occidentales. En palabras del filósofo español José Ortega y Gasset, a la vieja Europa, después de la experiencia de la Revolución Rusa, del triunfo y caída de los fascismos, de dos guerras casi sucesivas y, como quien dice, después de haberío probado todo, sólo le quedaba refugiarse en «la última ilusión: la ilusión de vivir sin ilusiones».