4.2. El estalinismo

En 1927, una vez logró Stalin imponerse en el seno del comité central del Partido Comunista, anunció su intención de reorganizar y reforzar el orden soviético, dando a entender que se trataba de desarrollar el marxismo-leninismo. Sin alterar los elementos básicos del régimen leninista, esto es, el Estado de partido único e ideología única, la manipulación de la legalidad y el control estatal de la economía (R. Service, 2000, 169), acentuó la centralización de las instituciones de gobierno, radicalizó la vida política y procedió a desmantelar la NEP. Stalin y sus partidarios achacaron a la NEP el relativo resurgimiento nacional y religioso experimentado en los años veinte, la pobreza del país, las enfermedades, el analfabetismo, el desempleo urbano y las dificultades en el crecimiento industrial, el aumento de la apatía política y el aislamiento del Partido respecto a la mayor parte de la sociedad. Según ellos, era preciso dar un giro radical para volver a la pureza revolucionaria y a la vez convertir a la Unión Soviética en una gran potencia industrial. Es decir, se abandonaba el viejo proyecto de la Tercera Internacional leninista de extender el socialismo por el mundo y se procedía a una «nueva revolución» que consistía en la consolidación del socialismo en la URSS, para convertir a en una poderosa potencia económica y política capaz de imponerse en un futuro próximo a los países capitalistas (es la teoría del «socialismo en un solo país», objeto de encarnizado debate entre los partidarios de Stalin y los seguidores de Trotski).

Las ideas de Stalin implicaban acabar de manera perentoria con la NEP e iniciar un nuevo camino sobre la triple base de la asignación al Partido de un poder decisivo en todos los órdenes, la planificación no sólo de la economía, sino también de las actividades sociales y culturales, y la colectivización del campo. Esta política se puso en marcha en 1928 con el llamado Primer Plan Quinquenal, al que siguió la purificación del Partido y la aprobación de una nueva constitución en 1936. El resultado, como es bien conocido, fue la construcción de un sistema de poder fuertemente centralizado, en el que la figura de Stalin adquirió una desmesurada influencia («culto a la personalidad»). Una dictadura, en suma, con apariencias democráticas, fundada sobre la erradicación de clases sociales y la persecución despiadada de la disidencia política, la imposición de un atosigante dogmatismo ideológico y político (la «ortodoxia estalinista» a la que oficialmente nunca se la denominó así, porque se presentó como desarrollo de las teorías de Lenin) y la proclamación de la soviética como la única vía de acceso al socialismo, considerando cualquier otra posibilidad como «desviacionismo» y, en consecuencia, susceptible de ser reprimida, como tuvieron ocasión de constatar más adelante los líderes comunistas de distintos países.

Aunque la planificación no era una novedad en la Rusia soviética (se había ensayado en los primeros años de la revolución, como se ha visto en el capítulo anterior) adquirió su auténtica dimensión en la época estalinista. El primer plan quinquenal (1928-1932) tuvo el doble objetivo de destruir el sector privado alimentado por la NEP y desarrollar las producciones económicas de base. La máxima prioridad se cifró en la industrialización, en especial en el desarrollo de la industria pesada. La mayor dificultad para cumplir el plan fue la carencia de técnicos y de obreros cualificados, pues la mano de obra disponible la constituía la masa de campesinos trasladados a las ciudades, carentes de formación y con grandes dificultades para adaptarse a la industria. Estos problemas se atajaron mediante la importación de técnicos, de tecnología y de patentes (entre otros lugares, de Estados Unidos y del Reino Unido) y el establecimiento de un sistema laboral que asoció la disciplina en el centro de trabajo, los castigos y un férreo control de los movimientos de los obreros con incentivos de distinto tipo (exaltación del heroísmo en el trabajo mediante la creación de «brigadas de choque», primas y ventajas en la jornada laboral para los mejores, compensaciones salariales para los más cualificados) y el establecimiento en las fábricas de la «emulación socialista», consistente en incitar a producir más de lo previsto con menor gasto.

En el campo se potenció la mecanización y la sustitución de la pequeña y mediana propiedad por grandes unidades de producción. Tal era el objetivo del proceso de colectivización, impulsado a un ritmo rápido a partir de 1929 mediante la creación de «sovjoses» y «koljoses». Las primeras eran grandes explotaciones estatales, donde trabajaban los campesinos a cambio de un salario, y los «koljoses» con el tiempo más extendidos que las otras consistían en el cultivo colectivo de las tierras de uno o varios núcleos rurales. En este segundo caso, el Estado proporcionaba semillas y maquinaria y se quedaba con una parte de la cosecha, siendo el resto repartido entre los agricultores. El éxito de la política colectivizadora exigía el desmantelamiento de la pequeña y mediana propiedad (es decir, acabar con los «kulaks»), lo cual se efectuó en medio de serias tensiones con el campesinado, que originaron algunas revueltas de importancia, como las ocurridas en Ucrania. Para evitar la resistencia campesina, el Estado eliminó a los «kulaks» sin reparar en medios coactivos, entre otros el asesinato o la deportación a Siberia. Por otra parte, en los inicios de la colectivización fueron frecuentes los abusos en la confiscación de tierras y maquinaria, llegando a veces a privar a los campesinos reticentes incluso de pequeños bienes personales (ganado doméstico, viviendas…), lo que originó un considerable descontento en el medio rural. Esto obligó a Stalin a paralizar el proceso colectivizador, que reinició en 1931 sobre la base del reconocimiento al campesino de la propiedad de su casa y jardín y del conjunto de sus bienes personales. Aunque no desapareció la represión de los campesinos recalcitrantes, la colectivización experimentó desde entonces un ritmo creciente.

El segundo plan quinquenal (1933-1937) intentó superar los desequilibrios del primero y puso el acento en la enseñanza técnica, el desarrollo de la industria ligera y de bienes de consumo (aunque la industria pesada mantuvo la prioridad, sobre todo a partir de la política de rearme emprendida en 1934) y la mejora del nivel de vida mediante el aumento de salarios, la disminución de los precios de los productos de primera necesidad y la supresión de las cartillas de racionamiento. El incremento de la inversión en la mecanización del campo y las concesiones al campesinado, permitiendo la comercialización individual de las frutas y legumbres cosechadas en su propio huerto y del ganado doméstico, mejoraron notablemente la producción agraria e impulsaron el ritmo de creación de «koljoses». Por otra parte, se hizo un gran esfuerzo por estimular el ardor de los obreros en el trabajo mediante el llamado «estajanovismo» (derivado del nombre de un minero, Stajanov, quien extraía una cantidad de carbón catorce veces superior a la prevista en el plan). En 1938, se puso en práctica el tercer plan, interrumpido en 1941 a causa de la Guerra Mundial. El objetivo en este caso consistía en sobrepasar a los países capitalistas en la producción por habitante, pero en realidad el esfuerzo mayor se dedicó al desarrollo de la industria de guerra, que creció en un 300% anual.

Al comenzar la guerra, la producción industrial de la URSS representaba el 12% del total mundial (en 1913 era del 4%). Esto suponía que era la tercera potencia industrial del mundo y demuestra el extraordinario desarrollo alcanzado mediante la planificación (los datos cuantitativos ofrecidos por todos los estudiosos no dejan dudas sobre la progresión conseguida en la industria pesada y en la militar). En la agricultura no se obtuvieron los resultados esperados, pero también fue considerable el incremento de la productividad (superior en un 41% a la de 1913) y la colectivización fue un éxito, pues afectaba al 99% de la tierra cultivable. No obstante, cuando el año agrícola era malo a causa de las condiciones climáticas, el campesinado pasaba hambre. Sin duda, la planificación favoreció mucho más a las ciudades que al campo, y los obreros industriales, pese a todo, corrieron mejor suerte que los campesinos, pero en 1941 la Unión Soviética no era a pesar de las pretensiones de Stalin un país industrializado. La parte de la industria en la renta nacional superaba muy ligeramente a la de la agricultura, y el 52% de la población activa seguía empleada en el sector primario frente al 18% ocupado en la industria.

El esfuerzo de Stalin por la industrialización de la URSS tuvo dos motivaciones fundamentales: la preparación para la guerra (la desconfianza hacia el «otro», el mundo capitalista, fue un motor constante en las decisiones políticas del jefe comunista) y el principio ideológico según el cual la industrialización era una condición esencial para el cumplimiento de la revolución socialista (E. Mawdsley, 1998, 30-31). El logro de los objetivos económicos de la planificación se convirtió, en consecuencia, en prioridad política y adquirió un tinte nacionalista muy acusado. Cualquier objeción a las directrices del «Gosplan» (el comité estatal encargado de la planificación) así como los incumplimientos o los resultados inesperados fueron considerados un acto de traición al país y al socialismo y, por tanto, perseguidos con suma dureza. Los primeros en constatar esta realidad, que marcará la actividad política estalinista, fueron los «kulaks» y, en general, los campesinos que se atrevieron a mostrarse reticentes ante los abusos cometidos por la burocracia estatal, empeñada a tenor de las órdenes recibidas en acelerar la colectivización; acto seguido corrieron idéntica suerte los «ferroviarios-saboteadores» y muchos otros acusados de indolencia en el cumplimiento de los objetivos. En 1933, año de serias dificultades para abastecer al país de los productos de primera necesidad, Stalin no dudó en atribuir la culpa del fracaso de su propia política agraria a la burocracia encargada de ponerla en práctica y aplicó contra ella mano dura. Como consecuencia, antes de las grandes «purgas» del año siguiente, había casi un millón de ciudadanos soviéticos condenados a trabajos forzados en el «Gulaj», el sistema de campos de concentración creado en puntos aislados del país, y unos cuantos millones más estaban en prisión o habían sido deportados a Siberia o a las áreas de reasentamiento forzoso (R. Servicel 2000, 205).

El logro de los ambiciosos objetivos previstos en la planificación exigió la creación de múltiples organismos, donde se fue instalando un número creciente de burócratas y técnicos cada vez con mayor poder y que, al mismo tiempo, entraron en colisión entre ellos en la disputa de medios para ofrecer resultados positivos. El peligro del caos en una organización de este tipo era evidente, así como la amenaza a la hegemonía que correspondía al PCUS en el sistema soviético. Como se ha visto en el capítulo anterior, en la Unión Soviética el Partido precedió al Estado, pues la revolución protagonizada por ese partido había destruido todas las bases estatales existentes. De acuerdo con el principio leninista asumido enteramente por Stalin, correspondía al PCUS ejercer la «dictadura del proletariado» y, en consecuencia, gobernar la URSS, de modo, por tanto, que todo debía estar controlado por el Partido. Con este fin se colocó en los cargos burocráticos a un buen número de militantes del Partido, los cuales no tardaron en adaptarse a su vez a su nueva función y se convirtieron en decididos partidarios del reforzamiento del Estado, en perjuicio del «impulso revolucionario». Algo similar ocurrió en el ejército, donde se fue produciendo una amalgama entre los militares de carrera comunistas y los comunistas convertidos en militares, todos los cuales interpretaron que su misión principal consistía en fortalecer el Estado soviético. De esta forma, en los años treinta fue surgiendo en la URSS un nuevo poder, constituido por una nutrida y muchas veces corrupta burocracia, extendida desde los ministerios hasta los cuadros locales (dirección de «koljoses» y de empresas estatales, soviets locales, etc.) que entró en colisión con el grupo (el clan) del comité central articulado en torno a la persona de Stalin.

Por otra parte, en el seno del propio Partido surgieron distintos puntos de vista acerca de la dirección de la revolución. Para unos resultaba discutible la supeditación de la política agraria al industrialismo desbocado, para otros era insostenible el creciente fortalecimiento del Estado, toda vez que de acuerdo con la teoría marxista-leninista se debía tender a la supresión del Estado, por tratarse de una instancia que reproducía las oposiciones de clase. Stalin no estaba en absoluto de acuerdo con ambos planteamientos y tampoco estaba conforme con el poder paralelo que iba adquiriendo el aparato burocrático, pues todo ello redundaba en perjuicio de su poder personal y debilitaba a la Unión Soviética. Una vez se había conseguido librar al país de las clases burguesas (en esta dirección se había encaminado el exterminio de los «kulaks»), había llegado el momento, según Stalin, de fortalecer la revolución para hacer frente al peligro capitalista encarnado por los países del entorno. La industrialización tenía este objetivo, como se ha visto, y la política general no podía ignorarlo. Así pues, se trataba de conseguir la máxima fortaleza del Estado sobre la unión y completa coherencia del Partido, lo cual se conseguiría mediante el cumplimiento disciplinado, por parte de las bases comunistas y de la sociedad entera, de las líneas marcadas por el comité central del PCUS. La disidencia, por tanto, debía ser erradicada, de la misma forma que había que acabar con esos «grandes señores emancipados de las leyes soviéticas», como en 1935 calificó Stalin a los burócratas.

En calidad de secretario general del PCUS, Stalin utilizó a la policía secreta y al aparato represor del propio Partido, que fortaleció en 1934 con la creación de la Comisaría del Pueblo para Asuntos Internos (NKVD), auténtico brazo armado al servicio del jefe. Por otra parte, supo instrumentalizar en provecho propio a las nuevas bases del Partido, constituidas por los numerosos campesinos y miembros de las clases bajas urbanas ingresados entre 1924 y 1933 (en este decenio el PCUS pasó de 350 000 afiliados a 2 203 951). Estos nuevos comunistas carecían de formación intelectual y sus ideas no iban más allá de un vago marxismo, de modo que resultó relativamente sencillo adoctrinarlos en unas cuantas «certidumbres» (la discusión genera anarquía, el Partido siempre está en lo cierto, la línea marcada por el jefe es justa, etc.). Debido a su origen social, estos militantes odiaban a los burócratas y despreciaban a los antiguos bolcheviques, los revolucionarios de la primera hora, a quienes acusaban de «intelectuales». Stalin y sus colaboradores exigieron a estas bases una dedicación fanática al aparato, así como la denuncia de la corrupción de los burócratas y las «desviaciones» de los «intelectuales» del Partido. La dictadura de Stalin, en consecuencia, fue una dictadura personal democrática en apariencia (como quedó constatado en la Constitución de 1936), basada en el contacto directo entre el pueblo y su guía (Stalin), que a su vez creó una permanente inseguridad en los cuadros de la administración del Estado (B. Bruneteau, 1999, 194).

Tras el asesinato a finales de 1934 de Kirov, miembro del «Politburó» y uno de los colaboradores más cercanos de Stalin, hasta ser considerado el número dos del Partido, se puso en marcha una oleada de procesos contra los oponentes al régimen y contra miembros del PCUS («las grandes purgas»). Las principales víctimas fueron antiguos compañeros de Lenin (Kamenev y Zinoviev, los más famosos), Rikov, Bujarin (acusado de desviacionismo burgués), altos funcionarios, miembros del Ejército Rojo, diplomáticos, incluso militantes destacados de partidos comunistas extranjeros. De los 139 integrantes del comité central del Partido elegido en 1934, fueron ejecutados 98 (es decir, el 70%), casi todos los ingresados en el Partido antes de la época de Stalin fueron eliminados, así como los intelectuales del Partido; el 90% de los generales entre ellos Mijail Tujachevski, héroe de la guerra civil y el 80% de los coroneles del ejército fueron ejecutados. La represión alcanzó a importantes revolucionarios exiliados, entre ellos Leen Troski, asesinado en Ciudad de México en 1940.

Esta represión, cuyas víctimas directas se suelen cuantificar en torno a los dos millones de muertos y de cinco a ocho millones de detenidos en los campos de trabajos forzados, se extendió a la vida cotidiana mediante la generalización de la delación (un decreto establecía la pena de muerte para quienes no denunciaran a los enemigos del régimen). En este clima de angustia y terror y de debilitamiento de los cuadros administrativos, políticos y militares de la URSS, Stalin estableció su dictadura personal (Berstein y Milza, 1996, 347), que sin embargo tuvo una fachada amable, la Constitución de 1936, alabada por observadores extranjeros alejados del comunismo.

La Constitución fue presentada por la propaganda oficial como «la más democrática del mundo». Tras la declaración de la URSS como «un Estado socialista de obreros y campesinos» (art. 1), cuya base la constituyen «los Soviets de diputados de los trabajadores» (art. 2), que son los representantes del poder, el cual reside en los obreros y campesinos (art. 3), introducía respecto a los textos soviéticos anteriores, los de 1918 y 1924, una serie de avances democráticos evidentes, tales como el sufragio universal, el voto secreto y el reconocimiento del derecho al trabajo, al bienestar Social, a la educación y a la vivienda. Reconocía la libertad de opinión, de prensa, de reunión y de manifestación en la vía pública y declaraba, asimismo, la igualdad de todas las razas y sexos. Sin embargo, las libertades individuales mencionadas debían ejercerse, «conforme a los intereses de los trabajadores y con la finalidad de afirmar el régimen socialista» (art. 125) y no se ofrecía garantía alguna para el ejercicio de los derechos reconocidos. Esta evidente limitación democrática queda agravada por lo dispuesto en el último artículo del capítulo dedicado a los «derechos y deberes fundamentales de los ciudadanos»: «La defensa de la patria es el deber sagrado de todo ciudadano de la URSS. La traición a la patria, la violación del secreto, la comunicación con el enemigo, cualquier perjuicio ocasionado a la potencia militar del Estado y el espionaje son castigados con todo el rigor de la ley como el peor crimen» (art. 133).

La Constitución respondía a la evolución reciente del país y en este sentido incorporaba las últimas realizaciones del régimen (colectivización, industrialización, desarrollo de ciertas regiones convertidas en repúblicas) y estaba encaminada fundamentalmente a fortalecer al Estado. Es significativo que sólo en el artículo 126 se aluda casi de pasada al Partido, mientras que se detiene en fijar las competencias del Estado, con lo cual daba cuenta exacta del sesgo impreso por Stalin a la evolución de la URSS. La sociedad, en efecto, se ajustaba a este ideal estatalista, como lo demuestra el hecho de que a pesar de que había desaparecido teóricamente la distinción de clases, se mantuvieron acusadas diferencias en el «status», modo de vida y capacidad adquisitiva de la población. La causa de estas diferencias era la posición de cada uno respecto al Estado y su lugar asignado en el sistema económico. Los servidores más destacados (la nomenclatura) gozaban de muchos privilegios (mejores viviendas, automóviles, «dachas» para sus vacaciones…) y de salarios muy superiores a los del resto de la población. Ellos constituyeron la élite de la sociedad estalinista.

El campesinado continuó siendo objeto de estrecha vigilancia para evitar la tentación «kulak» y fue obligado a realizar un gran esfuerzo a favor de la colectivización, lo que implicó el establecimiento de controles severos sobre su actividad privada y llevó consigo muchas privaciones. Mejor suerte cupo a los obreros industriales, siempre más beneficiados por el régimen que los anteriores. En los años treinta se dobló el salario medio y la proporción de mano de obra femenina en las fábricas pasó del 28% al 41%, con lo cual se incrementaron las rentas familiares, pero también subieron a veces hasta triplicarse o cuadruplicarse los precios de los productos alimenticios, persistieron las dificultades para disponer de una vivienda digna y las condiciones de trabajo fueron muy duras a causa de la continua exigencia del incremento de la producción.

La supeditación de la sociedad a los intereses del Estado se manifestó de forma muy patente en el ámbito cultural. Desde el comienzo de los años treinta finalizó la relativa libertad para la creación de que venían gozando escritores y artistas desde el inicio de la revolución y toda la actividad intelectual quedó bajo la supervisión del comité central del Partido. Bajo la dirección de Jdanov, se impuso una nueva estética, el «realismo socialista», a la que todos debían ajustarse si no deseaban ser objeto de la más encarnizada persecución. Los principios del «realismo socialista», según la definición del oficial Diccionario de Filosofía, eran la fidelidad a la ideología comunista, el desarrollo de la actividad creativa al servicio del pueblo y del Partido, la exaltación de las luchas de las masas de trabajadores, el internacionalismo y el humanismo socialista, el optimismo histórico, el rechazo del formalismo y del subjetivismo de la estética «burguesa» y el realismo (había que ser fiel a la verdad de la vida, por muy desagradable que fuera). Así pues, las artes plásticas debían por una parte ajustarse al realismo y a las tradiciones artísticas rusas, rechazando cualquier influencia exterior y, por otra, exaltar las realizaciones socialistas. Idéntica orientación debía mantener la creación literaria, así como el cine, arte muy apreciado por Stalin. Los grandes realizadores cinematográficos soviéticos, con Sergei Eisenstein como el más destacado, se ajustaron perfectamente al nuevo ideal y fueron capaces de ofrecer obras maestras en las que se ensalzaba la revolución bolchevique y las glorias de la nación rusa («El acorazado Potemkin, Alexander Nevski, Octubre, etc.»). Escritores como Gorki y Sholojov también contribuyeron con obras de considerable valor a la exaltación del socialismo.

El debate en torno a la naturaleza del estalinismo ha sido intenso, tanto en la propia Rusia, antes y después de la desaparición del comunismo, como en otras partes. La atención se ha centrado ante todo en la relación del estalinismo con el leninismo, esto es, se trata de dilucidar si el régimen de Stalin fue obra personal o consecuencia y desarrollo lógicos de la Revolución de octubre de 1917. La historiografía occidental se suele inclinar por la primera interpretación. El estalinismo, se puede leer en uno de los últimos estudios monográficos publicados (Mawdsley, 1998, 114), es incomprensible sin el énfasis marxista-leninista en la lucha de clases y constituye una continua vuelta a la fundación del movimiento soviético. Mucho de cuanto sucedió bajo Stalin continúa puede ser explicado por la grotesca y errónea relación existente ya en la época de Lenin entre la ideología del socialismo industrial y las realidades de la Rusia campesina. Por otra parte, Lenin ya puso en marcha el triple marco ideológico, burocrático y represivo sobre el que se desarrolló más tarde el terror estalinista (Droz y Rowley, 1, 1986, 345). La historiografía marxista no estalinista, por el contrario, niega la tesis de la continuidad. Según esta corriente, existió una clara oposición entre Lenin y Stalin. El primero subordinó todo su interés personal al Partido y a la revolución y el segundo utilizó a uno y otra para cumplir sus ambiciones y desarrollar sus instintos criminales. El terror estalinista no fue la simple afirmación personal del poder ilimitado del tirano, sino una forma de evitar riesgos que, a su vez, reflejó la falta de confianza en su capacidad de análisis de las situaciones, a diferencia de Lenin que sí tuvo esta capacidad (Hobsbawm, 1995, 389).

Por otra parte, al explicar la dureza del régimen se ha resaltado la importancia de la coyuntura histórica. El estalinismo sería uno de los tres modelos del totalitarismo de los años treinta: el nacionalista (Italia), el racista (Alemania) y el clasista (URSS) (Bruneteau, 1999) y, como en los otros casos, estaría muy determinado por la personalidad del dictador. La radicalización del régimen de Stalin, representada por la colectivización agraria forzada, el incremento agobiante del ritmo de industrialización, la exageración del clima de vigilancia social, la confrontación intencionada con el mundo capitalista y la supervisión personal de las purgas al más alto nivel, tuvo mucho que ver con la personalidad del dictador. Stalin fue inteligente y sumamente trabajador, pero careció de la competencia exigida por la complejidad del Estado soviético y actuó con gran desconfianza hacia su entorno y con enorme crueldad frente a sus enemigos (Mawdsley, 1998, 114).