4.3. La Italia fascista

El 31 de octubre de 1922, tres días después de la «marcha sobre Roma», Mussolini formó su primer gobierno con hombres pertenecientes a los partidos de centro derecha, militares prestigiosos como el general Díaz, y tan sólo cuatro fascistas, aunque éstos ocuparon los ministerios clave del Interior y de Exteriores. El nuevo responsable del ejecutivo italiano dio a entender que estaba dispuesto a gobernar de acuerdo con la legalidad constitucional, de ahí que no alterara el Estatuto Albertino que la establecía desde la unificación, y en sus manifestaciones públicas trató de mostrar una imagen moderada, con el objetivo de tranquilizar a los representantes de las democracias europeas y ganarse en el interior el apoyo de notorias personalidades de la política, de las finanzas y de la cultura, como así fue. Sin embargo, al mismo tiempo, nada hizo para atajar los continuos atentados de los «squadristi» contra las organizaciones obreras y campesinas. A pesar de esto último, en apariencia el golpe de fuerza de los fascistas no suponía cambios en la legalidad política italiana, pero es evidente que desde el primer momento Mussolini no estaba dispuesto a mantenerla y, con la excusa de la necesidad de garantizar el orden y poner fin a la agitación de las organizaciones sindicales y políticas marxistas, antes de cumplir un mes en el gobierno obtuvo del rey y del parlamento plenos poderes temporales (durante un año) en el campo económico y administrativo. Amparado en estas facultades, procedió de inmediato a depurar la administración, a modificar determinadas leyes para favorecer al Partido Fascista y a desmantelar la oposición sindical y política. Es decir, no perdió el tiempo para fortalecer al ejecutivo e imprimir un sesgo autoritario y jerárquico a todo el sistema de gobierno, lo cual en un principio fue bien acogido por amplios sectores sociales, que consideraron todo ello una arriesgada, pero necesaria, acción enérgica para imponer el orden en el país.

Durante los dos primeros años de gobierno (1922-1924) las fuerzas políticas de derechas y los sectores acomodados de la sociedad, así como la Iglesia Católica, acogieron de buen grado las actuaciones de Mussolini. Amparado en esta especie de alianza y valiéndose de la excusa de varios atentados sin consecuencias contra su persona, Mussolini introdujo en 1925-1926 una serie de disposiciones que transformó el orden institucional de Italia (la llamada «Legge Fascistissime»). A partir de 1926, el régimen fascista se consolidó y, desde 1929, con la firma de los Pactos Lateranenses con el Vaticano, alcanzó un notable grado de consenso social que le permitió vivir su fase de apogeo. La aventura militar en Etiopía, en 1936, la subsiguiente alianza con Alemania y, sobre todo, la Guerra Mundial aceleraron la descomposición del régimen y, al mismo tiempo que desapareció el apoyo social, en particular el de los sectores que habían resultado determinantes en el primer momento (la burguesía industrial y los potentados agrícolas locales), se produjo una grave disensión en el interior del fascismo, que desembocó en la rebelión de los barones del Partido contra el «Duce». El 25 de julio de 1943, el Gran Consejo Fascista destituyó a Mussolini en sus funciones y Víctor Manuel III, el monarca que le había encargado formar gobierno en 1922, nombró un nuevo ejecutivo que disolvió el Partido y todos los símbolos fascistas. Oficialmente desapareció el fascismo, aunque Mussolini prosiguió su trayectoria política como presidente de una efímera república creada con el apoyo nazi (la República Social Italiana o República de Saló), hasta su asesinato en abril de 1945, cuando intentaba escapar a Suiza.

El primer paso para la construcción del régimen fascista consistió en la utilización de la violencia del Estado para suprimir toda disidencia. Desde el inicio, Mussolini procedió a expurgar la administración de los sujetos indeseables para él y a suspender primero los diarios socialistas y comunistas y, acto seguido, arrestar a los dirigentes políticos de este signo que no se exiliaron. En 1923, una nueva norma electoral (la ley Acerbo) introdujo las modificaciones precisas, dentro de la apariencia democrática, para garantizar el predominio del Partido Fascista y eliminar al resto de fuerzas políticas de centro y de derecha. Las elecciones de 1924 demostraron la eficacia de la medida: los fascistas obtuvieron la mayoría (de los 35 escaños obtenidos en las elecciones anteriores, pasaron ahora a disponer de 275) y la oposición quedó dividida (la lista con mayores diputados, la del Partido Popular católico los «popolari» obtuvo sólo 39 diputados). Al abrirse la nueva legislatura, en mayo de 1924, el diputado socialista Giacomo Matteotti denunció la violencia y las ilegalidades cometidas por los fascistas. Al mes siguiente, los «squadristi» asesinaron a Matteotti. Casi todos los diputados de la oposición abandonaron el parlamento, esperando una intervención del rey que no tuvo lugar, y los comunistas intentaron un levantamiento obrero que tampoco se produjo. Desapareció el consenso inicial en torno a Mussolini, pero éste, en lugar de aminorar el sesgo autoritario, lo acentuó y los escuadrones fascistas incrementaron sus acciones con actos de suma violencia, como los sucedidos en 1925 en Florencia en la llamada «noche de sangre». Era evidente, por tanto, la desaparición de hecho del sistema parlamentario y el sometimiento de Italia a la violencia de la dictadura fascista.

A partir de 1925, la represión, la violencia y las medidas encaminadas a reforzar al ejecutivo marcaron la vida política. Fueron depurados los funcionarios que demostraran «incompatibilidad con las directrices políticas generales del gobierno», quedaron disueltos todos los partidos políticos y sindicatos salvo los fascistas, se prohibieron las huelgas y el «lock-out», se confiscaron los bienes de todos los antifascistas exiliados, a quienes también se les privó de la nacionalidad, se suprimió toda la prensa de oposición, se procedió a la detención policial sin proceso de todo el que criticase al gobierno o al Partido Fascista, se instituyó la pena de muerte para quien atentase contra los máximos cargos del Estado o contra la integridad del territorio nacional, se estableció un Tribunal Especial para la Defensa del Estado, a cuyo servicio se creó una policía secreta especial (la OVRA: Organización de Vigilancia y de Represión del Antifascismo), y se creó una Milicia Voluntaria para la Seguridad Nacional (la milicia fascista), único cuerpo armado del Estado no sujeto a juramento al rey y pagado por los contribuyentes.

Entre las «Legge Fascistissime» de 1925, las que incidieron de forma más acusada en la modificación de las estructuras y la naturaleza del Estado, es decir, las destinadas a suplantar en todos los escalones el principio liberal por el autoritario, fueron la sustitución en el gobierno local de los síndicos y de las comunas electivas por un «podestá» (en Roma se le llamó «gobernador») nombrado por el prefecto, figura ésta dotada a su vez de amplios poderes para controlar los derechos ciudadanos, con lo cual desapareció la autonomía de la administración local; el establecimiento del saludo romano en toda la administración y la adopción del «fascio littorio» como símbolo del Estado. Pero la medida más relevante fue la ampliación de los poderes del presidente del Consejo de Ministros (Mussolini), convertido en diciembre de 1925 en «jefe del gobierno y Duce del fascismo», responsable sólo ante el rey y con capacidad para emitir leyes sin la aprobación parlamentaria.

También en el ámbito económico-social se introdujeron cambios sustanciales para dejar vía libre al dominio fascista. El primer paso fue el acuerdo, en 1925, entre los sindicatos fascistas y la patronal italiana «Cofindustria» (pronto denominada Confederación Fascista de la Industria) de reconocerse como únicos representantes de las dos partes, obrera y patronal. Al año siguiente se creó el Ministerio de las Corporaciones, ocupado por Mussolini, con la competencia de establecer en todos los ramos productivos y administrativos unos órganos permanentes de conciliación y dirección (las «corporaciones»), integrados por representantes del sindicato de obreros y la patronal. En 1927 se dio un paso más con la publicación de la «Carta del Lavoro», que atribuía a las corporaciones la misión de coordinar y mantener la disciplina en todos los aspectos del proceso productivo y se culminó la actuación en 1934 mediante la integración de los sindicatos fascistas en un sistema que comprendía 22 corporaciones, cada una de las cuales tenía representación en el Consejo Nacional de las Corporaciones, donde también existían representantes del Estado y del Partido Fascista.

Una vez desmantelada la oposición antifascista, de hecho fueron el rey y la Iglesia Católica los dos mayores límites a la autoridad de Mussolini. Las relaciones con la Iglesia fueron resueltas satisfactoriamente para el fascismo en febrero de 1929 con la firma de los Pactos Lateranenses, hecho que contribuyó en alto grado a la consolidación del régimen, pues puso fin al litigio entre Iglesia y Estado arrastrado desde la unificación. Estos Pactos constaron de un tratado, un concordato y una convención financiera. En virtud del tratado, el Estado reconocía la soberanía absoluta de la Santa Sede sobre la Ciudad del Vaticano y la religión católica como única del Estado y a cambio la Santa Sede reconocía al Estado fascista y la capitalidad de Roma. En el concordato se estableció que los obispos juraran fidelidad al Estado y los órganos jurisdiccionales eclesiásticos se sujetarían al control estatal, mientras el Estado se comprometía a otorgar el reconocimiento civil a los matrimonios celebrados ante un sacerdote (hasta entonces sólo era válida la inscripción en el municipio), establecía la instrucción religiosa obligatoria en la escuela y permitía la actividad de la Acción Católica, única asociación no fascista tolerada a partir de entonces en Italia. La convención financiera establecía el pago a la Santa Sede de una compensación de 1750 millones de liras por la pérdida de los Estados Pontificios y la consignación en los presupuestos estatales de un suplemento para el mantenimiento del clero parroquias.

La figura del rey, Víctor Manuel III de Saboya, fue una permanente «espina para Mussolini» (Tranflaglia, 1995, 542). El monarca careció de poder efectivo, pero jugó un papel representativo no carente de importancia y, al no renunciar a sus prerrogativas formales (hecho que en repetidas ocasiones manifestó a Mussolini), constituyó un límite a la autoridad del dictador. Por esta razón, el propio Mussolini calificó al régimen de «diarquía», aunque el poder efectivo siempre estuvo en sus manos. El rey facilitó el ascenso al poder de Mussolini y lo apoyó en momentos delicados (en particular con motivo del «caso Matteotti», en que existió una posibilidad de desembarazarse del jefe fascista) y, en general, estuvo siempre de acuerdo con la política fascista, entre otros motivos porque sabía que contaba con la aquiescencia de la aristocracia y de la alta burguesía. Por su parte, Mussolini no pensó en derrocar al monarca, porque era consciente, a su vez, del apoyo prestado al fascismo y de su prestigio en la sociedad italiana, pues la unificación se había realizado en torno a la monarquía. La condena internacional de Italia tras la guerra de Etiopía deterioró las relaciones entre el rey y el dictador, hecho agravado a partir de la alianza con Alemania en 1938, de modo que al iniciarse la Guerra Mundial era manifiesto el alejamiento entre el rey y Mussolini, aunque éste no pensó en derrocarlo, confiado en que por razones naturales (superaba los 70 años) le dejara sin traumas la vía libre.

El Estado fascista (el «Stato nuovo») se fue configurando de acuerdo con las circunstancias de tiempo, lugar y modo, como expresó el propio Mussolini, es decir, al paso de los acontecimientos. Al acceder al poder, ni Mussolini ni los más destacados dirigentes fascistas disponían de una doctrina elaborada. El «Duce» fue ante todo un oportunista, que primero se declaró republicano y ateo y luego, cuando constató que la sociedad italiana iba por otros derroteros, se manifestó monárquico y no tuvo inconveniente en acercarse a la Iglesia Católica.

El elemento doctrinal dominante en la Italia fascista fue la primacía del Estado sobre el individuo. Según Mussolini, la Italia fascista era un «régimen totalitario», una «democracia centralizada, organizada, unitaria», dotada de un objetivo claro al que todo debía supeditarse, que era el fortalecimiento de la nación, liberándola de todos los elementos que pudieran debilitarla, es decir, la rivalidad de intereses económicos, la lucha de clases o las divergencias políticas.

Como órgano supremo del nuevo Estado se instituyó el Gran Consejo Fascista, creado en 1922 sin atribuciones específicas y convertido en 1928 en asesor del «Duce». Lo formaban los «jerarcas» del Partido (los primeros compañeros de Mussolini: Balbo, De Bono, Grandi…), los ministros, los presidentes de los sindicatos fascistas y los de las organizaciones empresariales industrial y agrícola y algunos altos funcionarios. Pero, de hecho, el poder real lo encarnaba personalmente el «Duce», con facultad para nombrar y destituir a los ministros, ejercer la jefatura de las fuerzas armadas y legislar mediante decretos-leyes sin control parlamentario, por lo que en su persona se concentró una amplísima parte de las funciones propias del ejecutivo y del legislativo. En consecuencia, aunque no es suprimido el parlamento hasta muy tarde, queda privado de funciones. El Senado, cuyos miembros son nombrados por el rey, fue un lugar de honor, sin atribuciones, y la Cámara de Diputados también perdió su función y poco a poco fue ocupada por completo por los fascistas (en las elecciones de 1929 y 1934 el partido único logró el 98% de los votos), hasta que en 1938 fue sustituida por la «Camera dei Fascisti e delle Corporazioni», nombrada directamente por el Partido.

El Partido Nacional Fascista fue el principal artífice, según Emilio Gentile (1997, 32), del experimento totalitario que fue el fascismo. El Partido se encargó de la propaganda, del mantenimiento del orden propio del régimen y de dirigir el espíritu de los italianos y era preciso estar afiliado (disponer de la «tessera» o carné) para conseguir honores o un empleo público. El Partido desempeñó un papel activo y decisivo en la exaltación incondicional del «Duce» y en la creación de un nuevo culto político centrado en la sacralización del Estado y en el mito del Jefe. Al Partido correspondió la función esencial de organizar las ceremonias públicas del fascismo, encaminadas ha subrayado el historiador citado no sólo a ofrecer una imagen estéticamente sugestiva de la fuerza del movimiento, sino también a aplicar en la vida cotidiana de todos los italianos el mito del Estado, representándolo como una comunidad moral fundada en una fe común que unía las clases sociales y las generaciones. En definitiva, el Partido se encargó de movilizar las masas y de alimentar el «culto político», el cual servía para unir a toda la población italiana a la autoridad del Estado y para consolidar la fe política en el fascismo y en el «Duce».

No todos los historiadores coinciden en atribuir al Partido un cometido tan relevante. Algunos subrayan su permanente subordinación al Estado y la pérdida de fuerza a medida que se consolidó la dictadura (Tranfaglia, 1995, 407-409). Estas matizaciones deben ser tenidas en cuenta, pero, a pesar de todo, no puede negarse la influencia del Partido. Condicionó en no escasas ocasiones las decisiones del propio Mussolini, el Gran Consejo Fascista fue elevado al rango de órgano supremo estatal sin que por eso perdiera sus funciones dentro del aparato partidista, el secretario general del Partido participaba en el consejo de ministros, progresivamente el Partido fue asumiendo funciones propias del Estado y, en el terreno simbólico, se convirtió en punto de referencia esencial del nuevo tiempo. Un acontecimiento partidista (la marcha sobre Roma) se consideró el comienzo de un nuevo tiempo en la historia de Italia, la «era fascista», y a partir de él se comenzó oficialmente a contar los años, el emblema del Partido, el «fascio», se convirtió en símbolo del Estado y toda la mitología partidista (el mito de Roma, la evocación de la grandeza del imperio romano, etc.) pasó a formar parte del sentimiento del nuevo Estado y a ser el modelo de la «nueva civilización».

La relevancia del Partido no mermó, sino al contrario, el poder del «Duce», quien por lo demás tuvo buen cuidado en evitar que los dirigentes fascistas alcanzaran excesivo poder y popularidad y cuando esto sucedió (como fue el caso de Italo Balbo, Farinacci, Turati, Grandi, Bottai… ) los sustituyó en los puestos clave por hombres incapaces de plantear una línea política propia independiente de la del dictador. De allí los frecuentes «cambios de guardia» en los equipos gubernamentales y en los puestos clave de la dirección del Partido, de la milicia, de la política y de la alta administración. Mussolini no permitió la menor objeción a su autoridad, pero, sin embargo, dejó amplio margen de maniobra a una burocracia fiel y depurada, razón por la cual en la Italia fascista existieron grandes diferencias políticas entre el Norte y el Sur e incluso entre unas ciudades y otras.

El «Duce» ocupó la posición central en el sistema, que Emilio Gentile define como un «cesarismo totalitario», una dictadura carismática integrada en una estructura política basada en el partido único y en la movilización de las masas. Esta estructura estuvo en continua construcción para adecuarla al mito del Estado totalitario, adoptado como modelo de referencia y como código de creencias y de comportamiento para el individuo y para las masas. El objetivo del fascismo, en suma, consistió en controlar y dirigir en todos los aspectos la actividad y el pensamiento de cada italiano, subordinando al Estado, a lo público, los valores individuales y la vida privada (religión, cultura, moral, afectos…). Así entendido, el fascismo caminó hacia un totalitarismo en el que las masas quedaban entregadas completamente al Estado para conseguir el fortalecimiento y la grandeza de la nación. La misión de integrar a esas masas en el Estado fue el principal cometido del Partido Nacional Fascista.

El ideal totalitario fascista, en consecuencia, exigía en una primera fase la eliminación de toda disidencia y de los elementos «insanos» (es la función represiva violenta a la que se ha aludido anteriormente) y, en un segundo tiempo, debía lograr la movilización total de las masas. Esa movilización se operó en distintos niveles: mediante el encuadramiento de la población en organizaciones controladas por el Partido, por la impregnación cultural del espíritu fascista y a través de la educación.

Los italianos quedaron integrados desde la infancia en organizaciones de distinto tipo. Ésta fue la tarea de la «Obra Nacional Balilla», creada en 1926. A los 4 años de edad, los niños formaban parte de la organización «Hijos de la Loba», de ahí pasaban, cumplidos los 8 años, a ser «balillas» o «pequeñas italianas», según el sexo; a los 14 años, los muchachos eran «vanguardistas» y las chicas «jóvenes italianas» y a los 18, todos entraban en la «juventudes Italianas», salvo los universitarios, que disponían de su propia organización: el Grupo Universitario Fascista. De esta forma, la juventud italiana quedaba perfectamente controlada por el Partido, el cual se encargaba de imprimirle el gusto por la vida en común, la obediencia y las virtudes militares y le transmitía las consignas del «Duce», sistematizadas orgánicamente según los casos. El Partido puso especial cuidado en transmitir las frases exactas del «Duce» para convertirlas en máximas presentes en la vida cotidiana de los italianos. Así, en 1939 publicó una especie de guía con las consignas más incisivas, indicando dónde y cuándo debían ser utilizadas. En el exterior de las sedes del Partido se aconsejaban fijar, entre otras, las siguientes: «Credere, obbedire, combattere», «El símbolo del Littorio quiere decir audacia, tenacidad, expansión y potencia». En el interior: «Estamos contra la vida cómoda», «Los mejores fascistas obedecen en silencio y trabajan con disciplina», «El credo del fascista es el heroísmo y el del burgués, el egoísmo». En las organizaciones juveniles: «Si el derecho no está acompañado de la fuerza es una palabra vana», «Vosotros sois ante todo el ejército de mañana». En las sedes fascistas femeninas: «Los pueblos fecundos tienen derecho al imperio», «Es preciso cuidar la raza desde el comienzo de la maternidad y la infancia», etc.

El adoctrinamiento de la «Obra Balilla» se completaba mediante la educación, a la que el régimen atribuyó especial importancia. En la enseñanza primaria el control del Estado era completo y los maestros estaban obligados a impartir clases vestidos con la camisa negra. En los restantes niveles de enseñanza la acción del Estado era asimismo muy amplia y desde 1931 se obligó a los profesores universitarios a jurar fidelidad al régimen (sólo 13 de más de un millar de docentes rehusó hacerlo).

El encuadramiento fascista no finalizaba con la juventud. Aparte de su ingreso en el Partido, los adultos quedaban integrados en las asociaciones profesionales y en los sindicatos fascistas, e incluso se reguló el tiempo de ocio mediante la «Opera Nazionale Dopolavoro» (1925). Esta última organización tenía como función crear círculos recreativos y garantizar la actividad durante el tiempo libre mediante el establecimiento de centros deportivos, programación de actividades culturales, viajes colectivos, etc. Con ello se dio un paso fundamental para impregnar a la población de la cultura y del espíritu fascista, tarea desarrollada ante todo por el Ministerio de Prensa y de Propaganda, convertido en 1937 en Ministerio de Cultura Popular, cuya misión consistía en controlar la prensa y desarrollar la propaganda fascista utilizando los medios modernos de comunicación (radio, grandes carteles, escenografía espectacular en los actos y fiestas públicos, etc.).

De acuerdo con la tesis sobre la unidad de la cultura y el Estado formulada por Giovanni Gentile, uno de los intelectuales más notorios al servicio del régimen, el totalitarismo fascista trataba de ejercer un control total de la cultura y del pensamiento de los italianos para crear una «religión política» centrada en la sacralización del Estado fascista y en el mito del «Duce». Los valores de esta nueva religión laica, destinada a crear un «hombre nuevo» capaz de transformar el orden existente, fueron el sentimiento de camaradería, la misión de regeneración nacional, el sentido trágico y activista de la existencia, el mito de la juventud como artífice de la historia (el himno fascista se titulaba Giovinezza), la disciplina, la virilidad, el espíritu combativo y, ante todo, la subordinación del individuo al Estado.

La represión de toda disidencia política y el éxito de la propaganda fascista en imbuir en el espíritu de los italianos el ideal totalitario de la «religión política» fueron los dos pilares que explican el ascendiente de Mussolini sobre las masas y la razón principal de la duración del régimen, el cual no desapareció por causas internas, sino por la Guerra Mundial. No basta, por tanto, como advierte Pierre Milza en su biografía del dictador, evocar la personalidad de Mussolini, su carisma, su talento como orador y su capacidad para atraerse a las masas. Benito Mussolini fue un producto característico de la Italia de su tiempo y compartió con muchos de sus conciudadanos su forma de vida y su manera de pensar (Milza, 1999, 886-887). Por su origen social, coincidió con un amplio número de jóvenes de las clases medias en el desprecio hacia la burguesía y hacia el conservadurismo de la Italia liberal de fin de siglo y en su período como socialista perteneció a la corriente de ultra izquierda alimentada por los ideales contradictorios del colectivismo libertario, el jacobinismo de tradición «mazziniana» y un marxismo elemental. Llegó al poder como resultado de un golpe de fuerza apoyado por las clases dominantes en un clima de terror revolucionario y se consolidó porque convenció al país de que a él se debía la paz social e imbuyó en la población un sentimiento de prestigio internacional. Los católicos quedaron satisfechos por la normalización de relaciones entre la Iglesia y el Estado, la burguesía salió beneficiada por el control del movimiento obrero y la política económica del régimen, las clases medias vieron en el Partido Fascista una vía para la promoción individual, una legislación social moderna y demagógica tranquilizó a los sectores menos favorecidos y la propaganda no cesó de ensalzar los valores rurales.

Aunque el régimen no logró gran cosa en su acción exterior, ni en sus aventuras coloniales ni en sus relaciones con los países del entorno europeo, la propaganda oficial convirtió en éxito los fracasos. Sólo al final de los años treinta, cuando Mussolini quedó comprometido en exceso con Alemania, reaccionó negativamente la población italiana, sobre todo los jóvenes, porque les pareció excesiva la imitación del modelo nazi, tanto en asuntos de envergadura, como la política racista (su aplicación en Italia fue relativa, a causa del escaso celo de los funcionarios en aplicarla), como en ciertos detalles, como la adopción en los desfiles del «paso de la oca», denominado por los fascistas «paso romano».

A pesar de ciertas apariencias, tampoco en materia económica cosechó la Italia fascista grandes resultados. El régimen comenzó aplicando una política de signo liberal, favorable a los intereses de las clases poderosas y encaminada a desmantelar el aparato dirigiste de la época de la primera Guerra Mundial. De esta forma se consiguió superar la crisis de 1920-1921, que había provocado la intensa agitación social que facilitó el ascenso del fascismo, y se produjo una subida de salarios y el incremento del índice de producción. Sin embargo, debido al empecinamiento de Mussolini en mantener una política de prestigio, se estabilizó la cotización de la lira, lo cual ocasionó en 1927 una grave recesión que obligó a dar un giro proteccionista para reducir las importaciones y reequilibrar la balanza de pagos. Así se dio paso a una política dirigiste que duró hasta comienzo de los años treinta. Basada en el corporativismo y en los principios de la «Carta del Lavoro», su finalidad se centró en el desarrollo de sectores hasta entonces incapaces de atender las necesidades del consumo social. Para ello se lanzó un conjunto de grandes iniciativas, presentadas como «batallas» para recordar a las fuerzas productivas la disciplina militar con que debían actuar para engrandecer la nación. La primera batalla fue la del trigo, iniciada en 1925, con el objetivo por motivos fundamentalmente de prestigio de lograr la autosuficiencia (en 1933 se consiguió cubrir las necesidades del mercado interior). La siguiente fue la de la «cuota 90», destinada a rebajar el valor de la libra esterlina de 150 a 90 liras, lo cual se consiguió reduciendo los salarios en un 20% y, en consecuencia, descendió el consumo interior. Esta política se continuó mediante la campaña de «bonificaciones» (objeto de un gran despliegue propagandístico), destinada a poner en producción zonas pantanosas en el valle del Po, en los litorales tirreno y adriático y, sobre todo, en el «Agro romano» (desecación de los pantanos «pontinos» y fundación de nuevas ciudades). Las grandes iniciativas abarcaron otros sectores (electrificación de líneas férreas, construcción de autopistas, realización de grandes proyectos urbanísticos, como el Foro de Roma) y también la política natalista, destinada a crear una Italia de 60 millones de habitantes (el crecimiento absoluto de la población pasó de 38 a 45 millones).

La estabilización de la lira provocó un serio desequilibrio entre los precios italianos y los del mercado mundial que dificultó las exportaciones. Este hecho se vio agravado por la depresión de los años treinta. La producción italiana bajó en un 30%, aumentó el paro y descendieron los salarios. Para hacer frente a la situación, Mussolini optó por la autarquía, prosiguiendo, sin importarle a qué precio, la vía del prestigio monetario. Italia quedó aislada del mundo y su economía sometida al control del Estado, con la aquiescencia de los medios económicos más poderosos. Entre las principales medidas de esta última etapa de la política económica fascista destacan la concentración empresarial forzosa entre industrias del mismo ramo, lo cual reforzó a los grupos y sectores más fuertes e impidió la diversidad productiva, y la creación del IRI («Istituto per la Ricostruzione Industriale», 1933). Este organismo fue un holding financiero estatal destinado a proporcionar a las empresas la liquidez necesaria para el reinicio de sus actividades, lo cual obligó al Estado a comprar gran cantidad de acciones de las empresas en dificultades, en especial las consideradas de valor estratégico, como la siderurgia. A través del IRI y el estrecho control de la banca (se crearon bancos mixtos y se atribuyó al Banco de Italia un papel relevante como instrumento financiero del gobierno) el Estado reforzó las estructuras de concentración del capitalismo y potenció la industria militar, a la cual se supeditó la producción privada.

La guerra de Etiopía y las sanciones internacionales a Italia por este motivo reforzaron la vía autárquico. El gobierno pretendió lograr el autoabastecimiento en carburantes y en general en todos los productos minerales, desarrolló la industria de la celulosa, la de fibras textiles artificiales y, sobre todo, la industria bélica. Estas medidas, junto a la necesidad de mano de obra en las empresas coloniales, rebajaron notablemente el índice de parados. Sin embargo, en 1939 la italiana era una economía desequilibrada: se había incrementado la producción industrial global, pero existían muchos puntos débiles (en especial, era patente la debilidad del mercado interior, pues bajó considerablemente el consumo de trigo, carne, azúcar, etc.) y la gran industria pesada dependía casi en exclusiva del Estado, convertido en su cliente único. El desarrollo resultaba artificial y la política del régimen era, en realidad, una auténtica «economía de guerra» que poco a poco dejó de satisfacer a las clases sociales que habían actuado como sostén del fascismo.