10.3. Los cambios internos en la URSS y el derrumbe del socialismo real

La tradicional gerontocracia soviética entró en crisis a mediados de los años ochenta, tras una breve etapa en la que la esperanza de vida de los inquilinos del Kremlin bajó de forma alarmante: en 1982 murió Breznev, tras casi veinte años en el poder; su sucesor, Yuri Andropov, le sobrevivió poco más de un año, hasta su muerte en febrero de 1984, fecha en la que el cargo de presidente del Soviet Supremo recayó en otro septuagenario, Konstantin Chernenko, fallecido trece meses después. Cuando en marzo de 1985 Mijaíl Gorbachov fue designado secretario general del PCUS tenía 53 años, lo que le convertía en el líder soviético más joven desde el nombramiento de Stalin para el mismo cargo en 1924. Hombre próximo al círculo reformista de Andropov, bien visto por Gromyko, cuyo apoyo pudo resultar decisivo en su elección, Gorbachov empezaba a ser conocido en Occidente por sus viajes a Italia, Gran Bretaña y Canadá a principios de los años ochenta. Al evidente cambio de imagen que aportó con su juventud y dinamismo se añadió muy pronto la voluntad, expresada en multitud de gestos y declaraciones, de poner al día la política soviética, tanto exterior como interior, tras la parálisis sufrida en los últimos tiempos.

Las razones por las que esta nueva etapa histórica de la URSS concluyó con la desintegración del sistema son sumamente complejas, y sobre ellas habremos de volver más adelante. En todo caso, podríamos situarlas en un amplio arco interpretativo cuyos polos opuestos serían, por una parte, la creencia de que las reformas de Gorbachov, lejos de actualizar y fortalecer el régimen comunista, según la retórica oficial de la época, socavaron las bases de un sistema que gozaba de una razonable buena salud, y, por otra, la tesis de quienes consideran que el sistema soviético se encontraba en plena descomposición cuando Gorbachov puso en marcha unas reformas tardías y, a la postre, inviables, porque pretendían apuntalar una situación ya insostenible.

La segunda interpretación parece, en principio, más fiable que la primera, aunque hay que insistir en ello en la crisis del sistema comunista interactuaron factores muy diversos y complejos. El objetivo de la política de transparencia informativa defendida por Gorbachov, la famosa glasnost, era la liberación de las energías creativas, en el plano intelectual y político, constreñidas hasta entonces por el sistema, con la esperanza de que ese potencial hasta entonces desaprovechado contribuyera a la mejora y modernización del régimen comunista. Este aspecto aperturista de la política de Gorbachov, del que eran buena prueba la liberación de numerosos disidentes, como el Premio Nobel Andrei Sajarov, recordaba episodios anteriores de la historia del mundo comunista, tanto dentro de la URSS la famosa desestalinización como fuera de ella Hungría, 1956; Checoslovaquia, 1968. La glasnost tenía otra dimensión fundamental: era el acceso a la verdadera realidad de la Unión Soviética, mistificada durante décadas por una imagen propagandística que el propio régimen se había acabado creyendo. Se trataba, por tanto, de empezar por conocer la situación real del país, estimulando el desarrollo de una verdadera opinión pública algo desconocido en toda la historia de la URSS y poniendo a trabajar a grupos de científicos y especialistas en el estudio de la situación social y económica, en línea con lo realizado poco antes, en 1983, por los sociólogos e ingenieros que elaboraron el llamado Informe Novosibirsk, que tanta influencia tuvo en la política de Gorbachov. Del resultado de éste y de otros trabajos científicos se desprendía un diagnóstico muy negativo de la verdadera situación de la economía soviética.

El accidente de la central nuclear de Chernobil en 1986, del que se informó con todo rigor en un ejercicio práctico de glasnost, confirmaría las impresiones más pesimistas sobre la mezcla de incompetencia, corrupción y manipulación informativa en que se había fundado el mito del progreso soviético. El análisis ponderado de las estadísticas oficiales incidía en lo mismo: el régimen había falseado sistemáticamente los datos básicos de la economía nacional. En 1988, el economista A. Illarionov atribuía a la URSS una tasa de crecimiento próxima a cero, muy por debajo de la que registraban las grandes potencias económicas, como Estados Unidos, Japón, Europa o incluso China. La agricultura, por ejemplo, se encontraba al borde de la parálisis, mientras la población, arrastrada por la inercia del viejo optimismo oficial, ignoraba la gravedad de una situación que, tarde o temprano, acabaría por estallar. El progresivo deterioro económico y el grave problema de la baja productividad saltaban a la vista cuando se comparaban sus cifras con las de la economía de Estados Unidos, su gran competidor por la hegemonía mundial. Así, mientras en 1965 un agricultor soviético abastecía a seis personas y un norteamericano a 43, en 1981, esa misma variable era de 8 y 65, respectivamente. Lastrada por la baja productividad de su agricultura, viejo y al parecer irresoluble problema de la economía comunista, la URSS, un país con ingentes recursos naturales, estaba abocada a una dependencia cada vez mayor de las importaciones para abastecer a su población (Taibo, 2000, 39). La gran paradoja, efectivamente, es que el déficit en productos agrícolas tenía que cubrirse con las compras realizadas en el mercado mundial, sobre todo a los países industrializados del bloque capitalista. Los datos sobre la productividad de la industria petroquímica otro sector clave en el que la URSS desaprovechó su enorme potencial eran del mismo tenor.

Algunas publicaciones oficiales, como las revistas Kommunist y EKO, empezaban a cuestionar abiertamente la fiabilidad de las estadísticas manejadas hasta entonces (Nove, 1989, 215). En enero de 1987, el propio secretario general admitía ante el Comité Central del PCUS la gravedad de los problemas económicos. De momento, sin embargo, las principales iniciativas reformistas se ceñían sobre todo al ámbito político, mientras que la liberalización de las estructuras económicas, concebida según parámetros similares a la NEP de los años veinte, se iba aplazando por miedo a su alto coste social y a los riesgos que para el gobierno extrañaba su posible impopularidad.

Cierto que en el plano estrictamente político, la glasnost daba al reformismo de Gorbachov una doble legitimidad. Demostraba su talante liberal ante la comunidad occidental y ante los sectores más críticos de su propio pueblo y, sobre todo, de la inteligencia, que podían expresarse por primera vez con alguna libertad. Al mismo tiempo, la preocupante realidad que aparecía tras la vieja fachada del sistema hacía especialmente urgente la adopción de reformas drásticas, y, por tanto, venía a justificar la «perestroika» o reestructuración del comunismo soviético. El conocimiento de la profundidad de la crisis a todos los niveles abocaba a una revisión radical de los últimos años de la historia de la URSS. Multitud de circunstancias, desde el descenso de la producción agrícola hasta la alta tasa de alcoholismo entre la población, demostraban la falta de motivación de los trabajadores y el fracaso del régimen en la creación del famoso hombre nuevo que debía engendrar el comunismo. Las dos décadas presididas por la figura de Breznev desde principios de los sesenta empezaron a ser conocidas como la era del estancamiento. Así pues, según el discurso de los reformistas, el mal venía de lejos. En este ajuste de cuentas con el pasado, la «perestroika» recordaba en algo también los tiempos de la desestalinización.

Además del dramático desajuste entre la celeridad de las reformas políticas y la lentitud de los cambios económicos, el eje glasnostperestroika» sobre el que giró la política de Gorbachov tenía, pese a todo lo dicho, un grave inconveniente: que la eliminación por la glasnost de los resortes autoritarios del sistema y la liberación de las tensiones y del malestar acumulados durante décadas llevaran a una situación explosiva antes de que las reformas pudieran surtir efecto. En ese sentido, la glasnost podía ser el peor enemigo de la «perestroika». No era fácil, efectivamente, que una sociedad acostumbrada al triunfalismo oficial y a un nivel de vida modesto, pero estable, aceptara sin más el precio del reformismo, ese horizonte lleno de sacrificios e incertidumbres que, con crudo realismo, le describían a diario sus nuevos líderes, empeñados en sacar al pueblo ruso de su proverbial mnogostradalny, mezcla de inopia, fatalismo y resignación. Si el objetivo era despertar la conciencia de la sociedad y empujarla a expresar libremente su opinión, hay que decir que el éxito fue total, y que, a fuerza de estimular el inconformismo del pueblo, empezó a extenderse un estado de opinión claramente antigubernamental. Para sectores crecientes de la población y para una buena parte de la vieja «nomenklatura» comunista, la política de Gorbachov era el problema y no la solución. Por lo demás, el rechazo que provocaba entre los privilegiados del sistema es fácilmente comprensible, si tenemos presentes medidas como la retirada del coche oficial a 400 000 funcionarios y el cierre de algunas «tiendas especiales» reservadas a la «nomenklatura» (Taibo, 2000, 75).

Se entiende, por ello, que el dirigente soviético fuera mucho más popular en el extranjero que entre su propio pueblo. Los continuos viajes de Gorbachov a los países occidentales, los encuentros con Ronald Reagan y Margaret Thatcher y el buen entendimiento con ellos y los guiños a la opinión pública occidental, cautivada por la simpatía y cordialidad de Gorby y de su mujer, Raisa, así como del ministro de Exteriores, Eduard Shevardnadze, eran la vertiente mediático-diplomática de una política exterior estrechamente relacionada con las reformas internas del Estado soviético. En efecto, el alto coste de la Guerra Fría presupuesto de defensa, carrera espacial, ayuda a los países satélites o amigos era un lastre que hacía imposible cualquier intento serio de modernización económica, necesitada de la liberación de unos recursos tradicionalmente cautivos del poderoso complejo militar-industrial de la Unión Soviética. Podría pensarse que lo mismo ocurría al otro lado del «Telón de Acero», pero las cifras más fiables indican que el peso del gasto en defensa sobre el conjunto de la economía era mucho mayor en la URSS que en Estados Unidos, donde en pleno «reaganismo», y tras una escalada notable desde los tiempos de Carter, el presupuesto militar suponía el 7% del PNB, es decir, la mitad del porcentaje que dedicaba la URSS al mismo capítulo (Droz y Rowley, 1992, 389; Castells, 1998, 46; Powaski, 2000, 310). En torno al 40% de la producción industrial guardaba relación con la defensa, y, a la inversa, la mayor parte de los electrodomésticos de uso civil, como los televisores, eran un subproducto de la industria militar. Las partidas presupuestarias relacionadas con la política exterior y de seguridad eran innumerables. La Guerra de Afganistán, por ejemplo, iniciada en 1980, y muchas veces calificada como el Vietnam soviético por su impopularidad y su desenlace, significó un gasto aproximado de entre 2000 y 3000 millones de dólares en 1982-1983, y casi el doble tres años después. La ayuda de todo tipo a los países de la esfera soviética se elevó en 1983 a 28 000 millones de dólares repartidos sobre todo entre Cuba, Vietnam, Afganistán, Camboya, Laos y Mongolia, bastante menos que en 1980, pero el doble de lo que Estados Unidos dedicó ese mismo año a ese mismo fin (Laqueur, 1993, 405; Kort, 1998, 347). En 1989, la URSS seguía siendo el primer exportador de armas del planeta, con un 36,6% del volumen mundial de transacciones, por un 33,8% de Estados Unidos (Taibo, 2000, 135).

Gorbachov pretendía resolver a su manera el viejo dilema cañones o mantequilla, metáfora que expresa la disyuntiva, muchas veces planteada, entre la fortaleza militar de un país y el bienestar de la población. El triunfo de la «perestroika» exigía un replanteamiento general de la política exterior soviética que, mediante una verdadera distensión, permitiera transferir a la economía civil buena parte de los recursos dedicados al rearme, a la carrera espacial, a la ayuda exterior y a aquellos conflictos armados, expresión periférico de la Guerra Fría, en los que, directa o indirectamente, estaba implicada la Unión Soviética. Se trataba, en una palabra, de emancipar a la economía soviética de su asfixiante subordinación al complejo militar-industrial. Los propósitos liberalizadores de la «perestroika» y el mismo talante personal de Gorbachov iban a contribuir decisivamente a crear en Occidente un clima propicio al diálogo y a la negociación con vistas al objetivo final expuesto por el líder soviético en 1988 ante la Asamblea General de las Naciones Unidas: la «desideologización de las relaciones internacionales», es decir, la desactivación del antagonismo ideológico subyacente en la Guerra Fría y, en última instancia, la superación del conflicto Este/Oeste.

Sin embargo, las primeras ofertas de desarme bilateral, recibidas ya con interés por algunos gobiernos europeos, no parecieron encontrar demasiado eco en la administración norteamericana, que rechazó o ignoró las propuestas soviéticas de prohibición definitiva de las pruebas nucleares (agosto de 1985), de eliminación completa de las armas atómicas en el año 2000 (enero de 1986) y de reducción de las armas nucleares tácticas en todo el continente europeo «desde el Atlántico hasta los Urales» (junio de 1986). La firmeza norteamericana en el rechazo a estas iniciativas y el mantenimiento de la línea dura en la política exterior y de seguridad, visible en la concesión de créditos para la IDE, en la desvinculación de la Casa Blanca de los acuerdos SALT y en el bombardeo norteamericano de Trípoli en abril de 1985, empezaron a poner a Reagan en una situación muy comprometida ante una opinión pública occidental que se encontraba en plena «gorbymanía». La telegenia estaba cambiando peligrosamente de bando, gracias al encanto de Gorbachov y de la popular Raisa, y la presión ambiental en favor de la negociación era muy fuerte (Veiga, Da Cal y Duarte, 1998, 316).

La administración Reagan acabó dando su brazo a torcer, y los primeros avances no tardaron en llegar. A un primer acuerdo sobre el control de armamentos firmado en Estocolmo por treinta y cinco países (septiembre de 1986) le siguió, apenas un mes después, el encuentro Reagan-Gorbachov en Reykjavik, concluido con una significativa aproximación de posiciones, sobre todo, en la vieja cuestión de los euromisiles. Aunque con algunos desencuentros y retrocesos, como el fracaso de la entrevista Shultz-Shevardnadze en Viena, las negociaciones entre las dos superpotencias marcharon a buen ritmo hacia la distensión y el desarme. Las cumbres de Washington y Moscú (1987 y 1988), en las que se acordó una reducción notable del arsenal nuclear, significaron un hito histórico por la magnitud de los acuerdos firmados y abrieron un camino sin retorno hacia el fin de la Guerra Fría. En los últimos años de la década, ya con George Bush, padre, en la Casa Blanca, el radio de acción de los acuerdos sobre desarme se amplió al armamento convencional. La retirada de las tropas soviéticas de Afganistán en 1989, la evacuación de los países de Europa del Este, decidida en 1990, y la autodisolución de las estructuras de mando del Pacto de Varsovia en 1991 culminaban un proceso que, iniciado como una nueva distensión, había concluido con el fin de la Guerra Fría por abandono de uno de los dos contendientes.

Este desenlace, que desbordó claramente los objetivos de la política de Gorbachov, sería incomprensible sin tener en cuenta los profundos cambios experimentados en el interior del bloque comunista desde el comienzo de la «perestroika». Consecuente con los principios liberalizadores de sus reformas, el gobierno de Gorbachov había reducido sensiblemente su presión sobre los países del Este de Europa. El mismo cambio se produjo en las relaciones entre el Estado soviético y el mosaico de repúblicas y autonomías que componían la URSS. En ambos casos, el «statu quo» impuesto por Stalin tras la Segunda Guerra Mundial había dejado un largo reguero de tensiones y conflictos, a veces con consecuencias tan graves como los levantamientos populares de Berlín, Hungría, Checoslovaquia y Polonia en los años cincuenta y sesenta.

En este último país sin duda, el más hostil al régimen comunista de toda Europa oriental, se había desarrollado desde los años setenta un amplio movimiento de oposición en torno al sindicato Solidaridad, formado, en su mayor parte, por trabajadores católicos y liderado por el obrero metalúrgico Lech Walesa. La actitud desafiante de Solidaridad frente al gobierno comunista y su temible capacidad de movilización, con sus diez millones de afiliados, llegaron a poner en serio riesgo la continuidad del régimen. El golpe de Estado del general Jaruzelski en 1981 y la tímida represión subsiguiente sirvieron para frenar al movimiento opositor, pero no para acabar con él. Al contrario, el difícil propósito del gobierno militar de restablecer el poder del Estado sin provocar un baño de sangre no hizo más que aumentar la sensación de debilitamiento del régimen y agrandar el prestigio del sindicato y de su líder, que contaban con todo el apoyo de la poderosa Iglesia Católica y, en última instancia, del Papa Juan Pablo II, el polaco Karol Wojtyla, cuyo papel en la crisis polaca resultó fundamental. Un viaje suyo a Polonia en 1983, año en que Walesa obtuvo el premio Nobel de la Paz, y una visita del presidente Jaruzelski al Vaticano cuatro años después favorecieron una aproximación de posiciones entre el gobierno y Solidaridad, convertida definitivamente en una plataforma más política que sindical en la que coexistían una mayoría católica y otros grupos de oposición de muy diversa procedencia. Según uno de sus dirigentes, el historiador Bronislaw Geremek, en su interior eran fácilmente reconocibles tres colectivos distintos, los obreros, los campesinos y los intelectuales, cuyas diferencias saldrían a relucir cuando el sindicato pasó, casi sin solución de continuidad, de la clandestinidad al poder (cit. Ash, 2000, 104). Poco a poco se fue imponiendo la búsqueda de una solución negociada al callejón sin salida en el que se encontraban tanto el régimen comunista como la oposición, origen de una doble legitimidad que, descartada, como parecía, la vía represiva, sólo podía resolverse mediante una transición pactada. Así ocurrió, finalmente, en abril de 1989, cuando el gobierno y la oposición firmaron un acuerdo para la celebración de elecciones libres a una nueva Asamblea legislativa. Los comicios del mes de junio dieron a Solidaridad una victoria sin paliativos, que sorprendió al propio sindicato y que permitió a esta organización formar el primer gobierno no comunista del Este de Europa en los últimos cuarenta años. No obstante, el deseo de facilitar una transición suave llevó al nuevo primer ministro, Tadeusz Mazowiecki, a incorporar a cuatro comunistas a su gobierno, lo que, unido a la permanencia del general Jaruzelski en su cargo, evitó en un primer momento las tensiones propias de una ruptura total en el aparato del Estado. Al parecer, la idea de compartir el poder con los grandes derrotados en las elecciones partió del periódico Gazeta Wyborcza, que desempeñó, lo mismo que su director, Adam Michnik, un papel determinante en toda la transición polaca, tantas veces comparada con la española.

Cuando Solidaridad asumió el poder en Polonia, ya era evidente que Gorbachov había renunciado a la doctrina de Breznev de la soberanía limitada, aplicada a Checoslovaquia en 1968, y que cumpliría sus promesas de no interferir en la evolución interna de los países del Este. Se ha dicho que el proceso histórico que puso fin al comunismo duró diez años en Polonia, diez meses en Hungría, diez semanas en Alemania Oriental, diez días en Checoslovaquia y diez horas en Rumanía. Aunque, naturalmente, no se puede tomar al pie de la letra esta cronología, hay una profunda verdad histórica que salta a la vista en esa forzada cadencia decimal: que en cada país del antiguo bloque soviético el proceso hacia el fin del comunismo tuvo un ritmo y un método distintos. Si en Polonia hay que atribuirlo a la larga lucha de un amplio movimiento de masas, en Hungría el cambio vino desde arriba por la acción del gobierno reformista que presidía Imre Pozsgay: liberalización económica, negociación con la oposición, dividida entre la Unión de Demócratas Libres y el Foro Democrático, revisión crítica de la historia del régimen, lo que conllevaba la condena de la represión posterior a la insurrección popular de 1956, progresivo desmantelamiento del monopartidismo… La rápida adaptación del sector reformista del comunismo húngaro a una situación sumamente fluida y su papel como motor del cambio político no bastaron para que el nuevo Partido Socialdemócrata, formado por los reformistas del régimen, obtuviera en 1990 el respaldo electoral necesario para consolidar su posición hegemónico. Tras las elecciones de abril de 1990, el poder pasó a las fuerzas no comunistas.

Mientras en Polonia y Hungría prevaleció la negociación entre poder y oposición y, en consecuencia, se impuso una transición pacífica y pactada hacia la democracia, en la mayoría de los países del Este los respectivos partidos comunistas mantuvieron una actitud intransigente ante la demanda social de cambio, aunque en muchos de ellos la inhibición de Moscú cuando no su presión a favor del cambio y la fuerza de la oposición acabaron por doblegar su resistencia. Así sucedió, por ejemplo, en Checoslovaquia, donde existía una larga tradición de disidencia política, sobre todo en los círculos intelectuales. Fue precisamente un escritor bien conocido por su oposición al régimen, Vaclav Havel, quien en diciembre de 1989 asumió la jefatura del Estado en pleno vacío de poder por la descomposición del régimen comunista, quince días después de la dimisión de su predecesor, Gustav Husak, un comunista ortodoxo y autoritario desbordado por la situación. A diferencia de este último, el presidente rumano, Nicolae Ceaucescu, prefirió resistir hasta las últimas consecuencias el descontento popular que se apoderó del país a lo largo de 1989. El resultado fue el episodio más sangriento de cuantos precedieron a la caída del comunismo en el Este de Europa. La revolución rumana se cobró la vida, entre otros, del propio presidente y de su mujer, Elena Ceaucescu, con la que, tras veinticinco años en el poder, había acabado formando un sistema de gobierno a caballo entre un comunismo «sui generis», bastante mal avenido con la URSS, y una especie de Monarquía absoluta ligada a la todopoderosa familia Ceaucescu. En el otro gran país balcánico, Yugoslavia, víctima de una larvada crisis económica y política desde la muerte de Tito en 1980, la desintegración del sistema a partir de 1989 degeneró en una larga guerra civil en la que, como veremos más adelante, reaparecieron con inusitada violencia viejos problemas internos.

Los regímenes comunistas más anquilosados del Este de Europa, aparte del caso singular de Albania, situada en la órbita política de la China Popular, eran el búlgaro y el germano-oriental. En Bulgaria, se puede decir que el cambio no fue fruto ni del aperturismo gubernamental ni de la fuerza de la oposición, sino de la presión ejercida directamente desde Moscú, que impuso un relevo al frente del Estado. De esta forma, gracias al apoyo soviético, el sector más pragmático y reformista que encabezaba el ministro de Exteriores, Petar Mladenov, desplazó del poder al ala dura del Partido Comunista, personificada en el viejo Todor Zhikov. En la RDA, sometida desde su creación a un férreo régimen policial, la quiebra del sistema fue consecuencia inevitable de la relajación de la política exterior de la Unión Soviética, principal sostén del régimen, y de las transformaciones producidas en los países comunistas de su entorno. Así, el anuncio en mayo de 1989 de la supresión en Hungría de las trabas fronterizas con Austria atrajo a aquel país a más de trescientos mil alemanes orientales deseosos de pasarse al Oeste. Como dijo Lenin de los soldados rusos que abandonaban el frente en 1917, los ciudadanos de la RDA estaban votando con los pies. Las autoridades del país se vieron desbordadas por la presión popular, expresada en manifestaciones multitudinarias y en el masivo éxodo al Oeste. En octubre, Erik Honecker, veterano dirigente de la RDA desde 1971 y firme partidario de la línea dura, abandonaba su cargo, que fue ocupado por un reformista, Egon Krenz, quien, apenas unos días después, tomó la histórica decisión de permitir la apertura del muro de Berlín y autorizar el libre tránsito al sector occidental. Al cabo de unas pocas horas, en la noche del 9 al 10 de noviembre de 1989, la avalancha de ciudadanos sobre los controles policiales provocaba la simbólica caída del muro de Berlín. Este hecho no puso fin a los cambios en Europa oriental el derrocamiento de Ceaucescu, por ejemplo, fue algo posterior, pero ningún otro acontecimiento escenificó mejor el final de una época.

Si hubo disparidad en el punto de arranque y en el procedimiento seguido en la liquidación del comunismo, la confluencia en el año 1989 del final de estos procesos hace inevitable la aplicación de la famosa teoría del dominó tantas veces invocada desde Occidente para los escenarios más conflictivos de la Guerra Fría. La coincidencia en el hundimiento de los regímenes comunistas prueba hasta qué punto su existencia estaba subordinada a un mecanismo artificial cuyo funcionamiento dependía, a su vez, de la perfecta sincronización de sus distintos engranajes. Ese mecanismo de relojería, que puso en hora la historia de los países del Este a finales de los años cuarenta, fue el mismo que, cuarenta años después, determinó el momento de su derrumbe final.