11.2. Evolución de los países del Este en la era poscomunista
Cuando en abril de 1991 terminó la Guerra del Golfo, a Mijaíl Gorbachov le quedaban ocho meses al frente de la Unión Soviética, así denominada todavía a pesar de su avanzada descomposición política y territorial. Por entonces, eran varias ya las repúblicas que se habían declarado independientes: los tres Estados bálticos más Ucrania, Bielorrusia estas dos se reintegrarían en la Unión por poco tiempo a través de la CEI y algunas repúblicas del Cáucaso y Asia Central. En cuanto a la política interior, los resultados de las elecciones celebradas en 1989 las primeras y últimas elecciones democráticas de la historia de la URSS pondrían de manifiesto la impopularidad de los comunistas, pero también el escaso margen de maniobra de Gorbachov, fuertemente presionado por los partidarios de un cambio radical de sistema, liderados por Boris Yeltsin. Unos meses después, las elecciones al Parlamento de la Federación Rusa daban una rotunda victoria a Yeltsin, cuya opción nacionalista y populista se consagraba así como principal alternativa a la quiebra de la política reformista de Gorbachov. El fracaso del confuso golpe de Estado perpetrado en agosto de 1991 catapultó al poder a Yeltsin, que encarnó ante las cámaras de televisión la resistencia civil frente al peligro de involución. La composición de la junta golpista, a la que pertenecían ocho miembros del Comité Central del partido, era sintomático del espíritu involucionista del golpe. Yeltsin, por el contrario, con su audacia y su histrionismo, simbolizaba el triunfo del voluntarismo y de la ruptura con el pasado, a pesar de que su salida del PCUS era reciente. Horas después del fracaso del golpe, la imagen de un Gorbachov que regresaba a Moscú abatido, tras haber permanecido secuestrado por los golpistas en su dacha de Crimea, mostraba a los ojos de la población su irremisible soledad política y, en última instancia, el fracaso de un reformismo definitivamente imposible. Unos días después pactaba con Yeltsin un traspaso de poderes que se consumó a finales de 1991 con su renuncia al cargo y el nombramiento de su principal adversario político como presidente de la Unión, rebautizada con el efímero nombre de Comunidad de Estados Independientes. La nueva CEI, formada por once de las quince repúblicas de la ex Unión Soviética, sucumbiría al cabo de unos meses bajo el afán secesionista de una buena parte de los territorios no rusos de la antigua Unión Soviética, sin que la CEI llegara ni siquiera a cumplir el modesto papel que le había atribuido el presidente de Ucrania, L. Kravchuk: gestionar sin traumas la división de la URSS (Taibo, 1995, 85).
La difusa legitimidad de Yeltsin y, sobre todo, el respaldo popular que le llevó al poder le permitieron abordar las reformas económicas que Gorbachov había ido aplazando en los últimos años. A principios de 1992, el presidente de Rusia y de la CEI encargó a un grupo de economistas dirigido por Egor Gaidar un ambicioso plan de modernización de la economía rusa. La liberalización de precios y salarios tuvo un doble efecto negativo sobre la población, pues mientras los precios subieron de forma astronómica, los salarios sufrieron el movimiento inverso, con lo que esta pieza básica de la nueva política económica trajo consigo, como era previsible, una caída en picado de la capacidad adquisitiva de la población. No fueron mejores los resultados de la campaña de privatizaciones de empresas públicas que ese mismo año puso en marcha Anatoli Chubais, de la que sólo se benefició una nueva clase dirigente que en gran parte procedía, como en otros países del Este, de la vieja clase gobernante. La venta de las empresas públicas fue el momento crucial en la conversión de la antigua «nomenklatura» en esa mafíocracia así denominada por la historiadora Hélène Carrère ya en 1991 que habría de hacerse con el poder efectivo en la nueva Rusia.
La traslación del nepotismo y la corrupción del Estado soviético a un capitalismo emergente y la falta de verdadera tradición empresarial han tenido efectos muy negativos sobre la economía de mercado implantada tras el fin del comunismo. El cambio de modelo económico se tradujo en un grave deterioro de todos los indicadores, con caídas del 29% del PIB entre 1991 y 1992, del 25,8% de la tasa de acumulación en 1993 o del 16% de la inversión ese mismo año. Todos los informes sobre la evolución de la economía rusa en los años noventa coincidían, por otra parte, en el alto grado de penetración del crimen organizado en el mundo empresarial, sometido a la extorsión sistemática de los grupos mañosos. En 1997, el diario «Izvestia» calculaba que 41 000 empresas industriales y el 50% de los bancos tenían alguna conexión con el mundo del crimen. Tres años antes, el mismo periódico estimaba que las empresas rusas dedicaban entre el 10% y el 20% de sus ingresos o, lo que es lo mismo, la mitad de sus beneficios a comprar la protección de las bandas criminales (cit. Castells, 1998b, 208). La ineficiencia del nuevo modelo económico, la presencia cotidiana del crimen organizado y el alto coste social de la liberalización económica pérdida de capacidad adquisitiva de la población, desempleo, quiebra del Estado asistencial generaron en la población un sentimiento de inseguridad y frustración que Yeltsin intentó neutralizar con una política de corte cada vez más autoritario y nacionalista, patente en la Constitución de 1993, hecha a su medida tras el fracaso de una nueva revuelta opositora. Pese a su errático comportamiento político, sus continuas excentricidades y sus graves problemas de salud, el presidente ruso pudo contrarrestar el fracaso y la impopularidad de su política gracias al apoyo de Occidente, que vio en él un mal menor, y de la tupida red de intereses desarrollada bajo su mandato la nueva mafiocracia que en 1996 financió su victoriosa campaña electoral, así como a la inconsistencia de una oposición dividida entre los nostálgicos del comunismo y los nostálgicos de un ultranacionalismo aún más retrógrado. Su renuncia a la presidencia de Rusia en diciembre de 1999 y el nombramiento de Vladimir Putin como sucesor, además de las disposiciones adoptadas en el último momento para blindar a Yeltsin y su familia ante cualquier posible responsabilidad penal, marcarían la pauta de una operación sucesora realizada con una explícita voluntad continuista.
Hasta esa fecha, el estancamiento de la transición económica a medio camino entre el férreo intervencionismo estatal y el capitalismo salvaje y la falta de una sociedad civil capaz de tomar el relevo de unas fuerzas políticas muy desprestigiadas habían favorecido la estrategia de Yeltsin de permanecer en el poder en unas condiciones, en principio, muy desfavorables. Algunas de sus decisiones más controvertidas, como su alineamiento con Serbia en el conflicto de la antigua Yugoslavia y la firmeza mostrada en algunos litigios pendientes tras la disolución de la URSS, como la guerra de Chechenia, pueden interpretarse como parte de una estrategia preconcebida para compensar su falta de rumbo en la política interior con una política de reafirmación nacionalista en el exterior, incluso con un sesgo antioccidental que le permitía congraciarse con amplios y heterogéneos sectores de la población. El doble juego que practicó con Occidente, explotando el miedo occidental a que la antigua URSS quedara sumida en un caos de efectos imprevisibles conviene recordar el potencial nuclear tanto de Rusia como de otras ex repúblicas soviéticas, fue uno de los resortes que Yeltsin utilizó con más habilidad en su afán por perpetuarse en el poder. En una línea similar habría de moverse su sucesor, Vladimir Putin, antiguo director del KGB.
Entre los numerosos cambios que el mapa de Europa experimentó tras el fin de la Guerra Fría destaca, en primer lugar, la reunificación alemana, tanto por la dimensión histórica del hecho en sí, como por ser el único caso en el que el fin del comunismo en Europa se ha traducido en concentración territorial y no en la disgregación de antiguos Estados, como en Yugoslavia, Checoslovaquia y la Unión Soviética. La reunificación figuraba como una aspiración irrenunciable en la propia Constitución de la Alemania Federal, aunque durante décadas la existencia de la RDA fue considerada una realidad inamovible en la configuración del mapa de Europa surgido del fin de la Guerra Mundial. Pero la suerte de la Alemania Democrática estaba ligada indisolublemente al «statu quo» de la Guerra Fría y a la permanencia del régimen comunista, por lo que la caída del muro y el inmediato derrumbe del comunismo hacían muy problemática la supervivencia en Alemania del Este de un Estado soberano. Por otra parte, por más que la población disfrutara de un nivel de vida superior al de la mayoría de los países del Este, la boyante economía de la República Federal ejercía una irresistible atracción sobre los habitantes de la RDA, acrecentada por la represión política del régimen comunista y por la propia existencia del muro. El vacío de poder que dejó a finales de 1989 el derrumbe del comunismo y el deseo de amplios sectores de la población de compartir el destino de los alemanes del Oeste hicieron casi inevitable la reunificación. En la forma y la rapidez con que se produjo, resultó determinante la iniciativa personal del canciller de la RFA, Helmut Kohl, patente ya en el plan de reunificación que presentó el 28 de noviembre de 1989, tan sólo tres semanas después de la caída del muro, y que mereció el apoyo de las principales fuerzas políticas de la R-FA con excepción de los verdes. El posterior respaldo de Gorbachov, la victoria de la Democracia Cristiana en las elecciones celebradas en la RDA en marzo de 1990 y la buena predisposición del nuevo primer ministro germano-oriental, Lothar de Maiziere, dieron el espaldarazo definitivo al plan de reunificación acelerada elaborado por Kohl, que sólo encontró resistencia en el presidente francés, Francois Mitterand, muy receloso, sobre todo en privado, del poderío y de las intenciones de una Alemania nuevamente unificada (Mammarella y Cacace, 1999, 222-223).
El 1 de julio se establecieron las bases para la unificación monetaria de los dos territorios, y unos días después Kohl y Gorbachov acordaron la total integración en la OTAN de la futura Alemania unificada. La reunificación se consumó el 3 de octubre de 1990, once meses después de la caída del muro. El Estado resultante contaba con 80 millones de habitantes, representaba el 30% del PNB de la Unión Europea y emergía, por tanto, como una gran potencia económica y política definitivamente liberada de la tutela que durante décadas habían ejercido sobre las dos Alemanias los países vencedores de la Segunda Guerra Mundial. Las tensiones económicas derivadas de la unificación, como la inflación desencadenada por la paridad de los dos marcos, y los fuertes contrastes entre las estructuras sociales y económicas de los dos antiguos Estados empañaron durante algún tiempo un proceso que, por sus dimensiones y su celeridad vertiginosa, causó admiración y desconfianza en el resto de Europa. Si el papel que la nueva Alemania desempeñó en el conflicto yugoslavo alimentó el temor a ciertos atavismos de la política exterior alemana, su liderazgo en la construcción de una unidad europea ampliada hacia el Este sirvió para contrarrestar algunos de esos recelos.
Europa occidental representó para los antiguos países del bloque soviético el mismo papel, como modelo político y económico y fuente de estabilidad y seguridad, que Alemania Federal para la República Democrática. De ahí que la tendencia disgregadora que se puso en marcha en algunos de esos países a partir de 1990 se viera acompañada de una firme voluntad de integración en la Alianza Atlántica y en la Unión Europea. En todo caso, la trayectoria seguida por cada uno de ellos tras el fin del socialismo real dependió de un conjunto de variables que creó situaciones muy distintas y en muchos casos difícilmente comparables. En los países más atrasados, como Bulgaria y Albania, pareció imponerse una cierta continuidad de los comunistas en el poder, tras el cambio de nombre de los viejos partidos gobernantes; en Polonia, el sindicato Solidaridad, depositario de la legitimidad democrática de la resistencia contra el comunismo, tuvo que hacer frente desde el poder a las tensiones generadas por la transición a la economía de mercado y al resurgir de una izquierda neocomunista eficazmente reciclada como fuerza opositora en un marco democrático, todo ello mientras las fuertes disensiones internas, entre el sector ultracatólico y el sector laico, debilitaban la consistencia de la propia Solidaridad. En Rumanía, las convulsiones que sucedieron a la caída de Ceaucescu estuvieron gravitando largo tiempo sobre el régimen poscomunista en forma de inestabilidad política y divisiones internas. Hungría, por último, vivió una transición relativamente suave, facilitada por las reformas económicas adoptadas en la fase final del régimen comunista y por la ausencia de conflictos de tipo étnico o religioso, aunque mantendría un contencioso con la vecina Rumanía a cansa de la minoría húngara existente en Transilvania. Prueba de la estabilidad política y de la voluntad de consenso de la nueva democracia húngara fue la etapa del gobierno de coalición de los años 1994-1998, formado por el Partido de los Demócratas Libres, partido mayoritario en estos años y heredero de la tradición opositora al comunismo, y los ex comunistas reconvertidos en socialdemócratas.
Quedan, finalmente, los casos de Yugoslavia y Checoslovaquia, en los que el desmembramiento del antiguo Estado-nación surgido tras la Primera Guerra Mundial y afianzado bajo el comunismo siguió derroteros divergentes. En Checoslovaquia, la división del país en dos Estados Eslovaquia y Chequia en 1993 no alteró el desarrollo pacífico de la transición a la democracia y al capitalismo iniciada con la caída del comunismo. Esa relativa estabilidad en momentos tan difíciles, incluso después de la partición del país, era el resultado de varios factores que jugaban a favor del cambio democrático, como la experiencia de la República liberal del período de entreguerras, el arraigo popular de la oposición al régimen comunista y un nivel de desarrollo económico y social, sobre todo en Chequia, más próximo a los parámetros de Europa occidental que a los de sus vecinos de la Europa del Este. Ninguna de estas condiciones se daba en el caso yugoslavo, pues el Estado vigente entre las dos guerras mundiales estuvo muy condicionado por su carácter autoritario y conservador y, consecuentemente, por su incapacidad para modernizar el país y reconducir los graves problemas étnicos y religiosos de la zona. El federalismo integrador por el que optó la nueva Yugoslavia tras la Segunda Guerra Mundial estaba estrechamente ligado, como, en general, el peculiar socialismo yugoslavo, a la personalidad del mariscal Tito, cuya muerte en 1980 reactivó problemas y tensiones que el Estado socialista había paliado, pero no resuelto.
En todo caso, por grande que fuera la contribución del federalismo titoísta a la integración en un Estado multiétnico de territorios y pueblos tradicionalmente enfrentados, lo que no consiguió fue borrar las diferencias, a veces abismales, que separaban a esos pueblos, como por ejemplo, en su nivel de desarrollo económico. A lo largo de los años, hubo incluso una tendencia al aumento de las desigualdades entre los territorios más prósperos y los más subdesarrollados; así, el ingreso medio en Eslovenia pasó de ser, en 1946, tres veces más alto que en Kosovo, a 4,6 veces en 1965 y 6,1 en 1984 (Taibo, 1999, 45). Con el tiempo, estas desigualdades generaron un creciente desapego hacia el modelo federal, tanto en los territorios más ricos, como Croacia o Eslovenia, que veían su pertenencia al Estado federal como un lastre para su desarrollo económico, como en los territorios más pobres, castigados con las mayores tasas de paro 57% de desempleo en Kosovo en 1989 y sometidos a una humillante dependencia del Estado y al dominio abrumador de la minoría serbia entre los cuadros administrativos y económicos de la región. Incluso en Serbia, verdadera matriz del Estado yugoslavo, cundió la sensación tras la muerte de Tito de que el modelo federal se había construido en detrimento de los intereses serbios, sacrificados en aras de la integración, siempre frágil y precaria, de los Estados menos comprometidos con la idea de una Yugoslavia unida.
Algunas decisiones tomadas por las autoridades yugoslavas a finales de los años ochenta indican, efectivamente, un deseo de corregir en beneficio de Serbia el equilibrio de poder territorial establecido en tiempos de Tito y de dar cobertura política, mediante la creación de repúblicas autónomas, a las minorías serbias instaladas en Croacia y Bosnia-Herzegovina. La agresividad mostrada por el nacionalismo serbio en los años ochenta fue una de las causas del estallido de las guerras civiles en Yugoslavia, coincidiendo con el hundimiento del socialismo real en Europa del Este. En 1990, el desmantelamiento del régimen de partido único, en línea con lo que estaba sucediendo en los demás países socialistas, no haría más que acelerar la deriva del comunismo serbio la histórica Liga de los Comunistas, transformada, bajo la dirección de Slobodan Milosevic, en el Partido Socialista de Serbia hacia un nacionalismo cada vez más beligerante e intransigente. Al tiempo que Serbia abolía la autonomía de Kosovo y Vojvodina, situadas en su área de influencia, Eslovenia, Croacia y Macedonia aprobaban en referéndum, por abrumadora mayoría, su separación de la Federación yugoslava. La negativa del gobierno federal y de los serbios de estos territorios a aceptar la independencia desencadenará un enfrentamiento armado rápidamente extendido a Bosnia-Herzegovina.
La intervención de la comunidad internacional en el conflicto ha tenido diversos grados de implicación, a veces con efectos contraproducentes. El reconocimiento de Croacia y Eslovenia por Austria y Alemania en 1991 ha merecido un juicio muy severo por parte de ciertos sectores de la izquierda europea, que han visto en este hecho uno de los detonantes de la guerra, al marcar un punto de no retorno en la desintegración de Yugoslavia. Desde esta perspectiva un tanto discutible la guerra civil ya había empezado cuando se produjo el reconocimiento diplomático, la decisión de Austria y Alemania respondería tanto al viejo sueño de la hegemonía germánica en la Mitteleuropa, de la que formarían parte Eslovenia y Croacia, como al deseo de arruinar toda posibilidad de supervivencia de una Yugoslavia unida y socialista. El hecho indudable es que en el conflicto yugoslavo Occidente tomó partido en contra de Serbia, sometida al embargo económico y al aislamiento internacional por parte de los países occidentales y, por extensión, de los principales organismos supranacionales. Que la Rusia poscomunista de Yeltsin se alineara a su vez con Serbia como hiciera la Rusia zarista en 1914 hace poco creíble, sin embargo, el valor que a veces se ha atribuido al ultranacionalismo de Milosevic como último vestigio del socialismo del Este y, por tanto, al carácter de cruzada ideológica conferido al papel de Occidente en el conflicto.
Una de las causas fundamentales de la movilización internacional frente al problema yugoslavo fue el impacto que en la opinión pública tuvo el carácter particularmente cruento del conflicto, que se tradujo en decenas de miles de muertos 200 000 sólo en la guerra en Bosnia y en el desplazamiento forzoso de más de la mitad de la población fuera de su lugar de residencia, huyendo de la limpieza étnico llevada a cabo principalmente por las fuerzas serbias y por milicias, más o menos incontroladas, de toda procedencia. El ensañamiento con la población civil es un rasgo común a todas las guerras civiles, pero las circunstancias de la antigua Yugoslavia, verdadero mosaico de etnias y pueblos, con numerosas bolsas de minorías cautivas en territorio hostil, favorecían como pocas la persecución de un enemigo civil fácilmente identificable y, a partir de ahí, el desarrollo de una espiral de venganzas en la retaguardia. La respuesta internacional basculó entre la presión diplomática y económica, la búsqueda de soluciones negociadas que permitieran reconducir el conflicto y la intervención militar en la zona, como los ataques aéreos lanzados en 1995 sobre las posiciones serbo-bosnias en torno a Sarajevo y en 1999 sobre Bosnia y Montenegro en plena Guerra de Kosovo o el envío de fuerzas de interposición de la OTAN. En la dinámica negociadora se inscriben el plan Vance-Owen de 1993 relativo a Bosnia, auspiciado por la ONU, y sobre todo el acuerdo firmado en Dayton, Estados Unidos, dos años después, que permitió una precaria pacificación de la zona, aunque el conflicto no tardó en trasladarse a la región de Kosovo, fronteriza con Albania.
La desintegración de la antigua Yugoslavia, en sus distintas secuencias y con su corolario de guerras civiles, ha cubierto toda la década de los noventa (independencia de Croacia y Eslovenia, 1990-1991; Guerra de Bosnia-Herzegovina, 1992-1995; Guerra de Kosovo, 1998-1999) y es previsible que siga gravitando negativamente sobre el nuevo orden mundial surgido del fin de la Guerra Fría. Se trata en realidad de un viejo conflicto que tiene hondas raíces en la historia de Europa, desde la descomposición del Imperio otomano hasta el choque entre pangermanismo y paneslavismo en la zona de los Balcanes, y que ha marcado profundamente el principio y el final del siglo, con un largo y engañoso paréntesis durante la existencia del Estado yugoslavo. Si la Primera Guerra Mundial se desencadenó tras el asesinato de Sarajevo en 1914 aunque las verdaderas causas del conflicto, como se vio al principio de este libro, son sumamente complejas, el martirio de la capital bosnia entre 1992 y 1995 simboliza lo que el fin del comunismo ha tenido de vuelta atrás en la historia, con el resurgir de muchas de las contradicciones y conflictos heredados de tiempos pretéritos y que el siglo XX ha dejado pendientes. El drama de la antigua Yugoslavia sería, en suma, el mejor paradigma de lo que Alain Minc ha llamado «la venganza de las naciones» ante el avance imparable de la globalización.