2.5. Convulsión social y política en Europa

En los últimos días de septiembre de 1918, el general Ludendorff exigió al gobierno, ante la sorpresa del canciller Hertling y del propio káiser, que enviara una proposición de armisticio inmediato al presidente de Estados Unidos e introdujera las reformas internas precisas para la parlamentarización del régimen. La idea de democratizar el régimen no era nueva, pues desde 1917 la venían reclamando distintos diputados alemanes y en concreto todas las fuerzas de izquierdas, pero la intención de Ludendorff y del resto de la cúpula militar alemana no iba por este camino, sino por otro muy distinto. Los militares intentaban, en realidad, preservar al ejército de las consecuencias del desastre que se avecinaba, transfiriendo toda la responsabilidad a los partidos políticos. El káiser aceptó la propuesta de Ludendorff y para facilitar su cumplimiento nombró nuevo canciller a Max de Bade, un pariente suyo con ideas liberales partidario de una salida negociada de la guerra. El nuevo gobierno constituido el 4 de octubre dio entrada a representantes de los partidos políticos mayoritarios, entre ellos a dos ministros del Partido Socialdemócrata (SPD), y acto seguido el «Reichstag» elaboró una serie de modificaciones en la Constitución para convertirla realmente en parlamentaria. El 28 de octubre, de hecho, Alemania se había dotado de un nuevo régimen, aunque la opinión pública no se había enterado y creía que persistía el antiguo sistema.

Mientras el nuevo gobierno se disponía a entablar negociaciones para capitular, el almirantazgo alemán, sin consultarlo, intentó una última acción y ordenó preparativos para enfrentarse a los ingleses. Los marinos de Kiel comprendieron que se les enviaba a una masacre inútil y se negaron a obedecer. En los primeros días de noviembre la rebelión se extendió por todos los puertos, donde soldados y obreros, unidos a los marineros, constituyeron «consejos». La formación de consejos de obreros y soldados se extiende, al mismo tiempo, por varios Estados («Länder»), donde progresivamente los consejos sustituyen en el poder a las antiguas autoridades. El 9 de noviembre la revolución llega a Berlín. Tras una huelga general, el canciller Max de Bade anuncia la abdicación del káiser y su propia dimisión, transmitiendo la jefatura del gobierno al socialdemócrata Ebert. Acto seguido se proclama la república, se forma un nuevo gobierno denominado «Consejo de Comisarios del Pueblo», con representantes del SPD y del USPD (Partido Socialdemócrata Independiente, nacido en 1917 de una escisión del SPD y constituido por el sector más izquierdista de la socialdemocracia), y en los «Länder» se forman asimismo nuevos gobiernos dominados por estas mismas fuerzas políticas. Antes de la firma del armisticio de Rethondes (11 de noviembre) con el que se puso fin a las operaciones militares, Alemania había sufrido una profunda convulsión política.

Durante las últimas semanas de la guerra también en Austria se formaron consejos de obreros y de soldados y el 12 de noviembre proclamaron la república, nombrando canciller al socialdemócrata Karl Renner. Mayor envergadura alcanzó el movimiento revolucionario en Hungría. En este país, la agitación social había adquirido rasgos violentos desde comienzos de 1918 a causa de la ocupación de tierras por el campesinado empobrecido, el paro, la miseria en las ciudades y la propaganda bolchevique de los numerosos prisioneros llegados de Rusia tras el tratado de Brest-Litovsk. A finales de octubre tienen lugar serias alteraciones y el 16 de noviembre se proclama la república, con un gobierno presidido por el conde Mihály Karolyi, formado por socialdemócratas y el partido radical burgués, dispuesto a desarrollar importantes reformas sociales (sufragio universal, reparto de los latifundios, nacionalización de la banca y de las grandes industrias). Este programa, sin embargo, no se lleva a la práctica debido a la oposición de los sectores burgueses y conservadores y del partido comunista húngaro, creado en noviembre de 1918 por Bela Kun, un periodista socialdemócrata convertido al bolchevismo durante su cautividad en Rusia. A comienzos del año siguiente se agrava la confusa situación interior y, al mismo tiempo, crece el descontento de la población en general ante las decisiones de los aliados de reducir las fronteras de la nueva república. Una insurrección popular lleva al poder a Bela Kun, quien el 21 de marzo proclama la República de los Soviets de Hungría.

El patriotismo, orgulloso de la victoria, lo llena casi todo en Francia y crece la popularidad de Clemenceau (El tigre, El padre de la victoria), pero la flota se amotina ante Sebastopol (abril de 1919), se incrementó de forma espectacular la afiliación sindical entre las masas obreras y se produce un potente movimiento de reivindicaciones y de agitación social, que desembocará en la importante oleada huelguística de la primavera de 1920 (se han contabilizado 1832 huelgas en las que participaron más de 1 300 000 obreros). En el Reino Unido, la oleada de huelgas de mayor envergadura tiene lugar más tarde, en 1925-1926, pero, como en el resto de Europa, nada más finalizar la guerra crece la afiliación sindical (de 3,2 millones de sindicalistas en 1914 se pasa a 5,5 millones en 1918 y a más de ocho millones en 1920) y en 1918-1919 se produce, asimismo, una avalancha de huelgas, entre las que destacó la de los ferroviarios de este último año. La «ofensiva proletaria» alcanza mayores vuelos en Italia, donde por primera vez desde la unificación se desarrolla simultáneamente en el campo y en la industria con participación de las masas y con notable continuidad en el tiempo (N. Tranfaglia, 1995, 184). En la primavera de 1919 comienza un conjunto de huelgas «salvajes» en las ciudades industriales del Norte, agravada al año siguiente con la ocupación de fábricas. Los «consejos de obreros», que cuentan con la protección de «guardias rojas» armadas, dirigen durante dos meses las empresas más potentes. En el campo, desde el verano de 1919 se ocupan latifundios y tierras no cultivadas por todo el país, sobre todo en el Lazio, el Sur y el Valle del Po. Frente a las 313 huelgas habidas en 1918, protagonizadas por 158 711 obreros, al año siguiente se producen 1663 en la industria (con más de un millón de participantes) y 208 en la agricultura, con medio millón de campesinos implicados. El punto culminante se alcanzó en 1920, con unas 2000 huelgas contabilizadas.

La agitación social no se limitó a los países europeos implicados directamente en la guerra. En España se vive una situación similar (el período 1918-1920 es conocido como «el trienio bolchevique»), en Estados Unidos tiene lugar una explosión huelguística en septiembre de 1919 en las minas, los transportes y la industria, especialmente la siderúrgica. En agosto de 1918 comienzan los «motines del arroz» en Japón, en protesta por la vertiginosa subida de precios y, aunque el sindicalismo está prohibido, en 1920 existen en el país más de 100 000 trabajadores sindicados. En Argentina, tras la rebelión en algunas ciudades de grupos de estudiantes, se forman «consejos de obreros» en Buenos Aires. Las reivindicaciones sociales alcanzan virulencia, aunque por motivos propios, en México, mientras que en la india, en Oriente Medio y en otros territorios sometidos a la dependencia colonial arraigan las protestas de carácter independentista, originándose en algunos casos serios enfrentamientos con la metrópoli, como el que tuvo lugar en la India en abril de 1919, en que las tropas británicas mataron a 379 personas participantes en una manifestación pacifista.

Tras la Gran Guerra, la convulsión social adquirió en todo el mundo proporciones desconocidas hasta entonces, pero en Europa alcanzó mayor envergadura. Es indudable que tuvo mucho que ver en ello la Revolución Bolchevique Rusa, ejemplo para miles de trabajadores, tanto de los países contendientes, hastiados desde 1917 de una guerra interminable y mortífera que creaba a toda la población serias dificultades para desenvolverse en la vida cotidiana, como los de las naciones neutrales. La situación de estos últimos, por otra parte, había empeorado mucho en los últimos meses a causa de las dificultades creadas por la guerra submarina para distribuir las mercancías. Esto había provocado un descenso en la actividad productiva, a lo que siguió la inevitable disminución de salarios, el incremento de los despidos y el alza de precios. En 1918 la mayor parte de los sectores sociales menos favorecidos, pero sobre todo los de los imperios centrales, deseaban ante todo la paz porque sólo así esperaban superar las pésimas condiciones de vida. En este empeño coincidieron los obreros industriales, los asalariados agrarios y pequeños agricultores, amplios sectores de las clases medias, entre ellos funcionarios y oficinistas, y los pequeños perceptores de rentas fijas, cada vez con mayores dificultades para aprovisionarse de los artículos de primera necesidad. La capacidad adquisitiva de estos sectores sociales descendió en Francia y en el Reino Unido entre un 15 y un 20% en relación al período prebélico, y en Alemania e Italia en torno a un 25%, Así se explica que antes de finalizar las operaciones militares se recrudecieran los movimientos de protesta social en los países vencidos y al comienzo de la paz ocurriera lo propio en los demás.

Se comenzó exigiendo el fin de la guerra, pero resultó inevitable la crítica profunda a los gobiernos, especialmente en aquellos países (de nuevo los imperios centrales fueron los más afectados) donde pervivía un régimen de carácter autoritario. Para las masas desfavorecidas los responsables de la situación eran los gobernantes, los representantes del viejo orden al que atribuían las dificultades cotidianas. De esta forma, se traspasó la imperceptible línea de separación entre la protesta social y la política y se atacó con decisión al propio régimen, como hemos visto que ocurrió en Alemania y Austria-Hungría. En los países de la Entente no se llegó a tanto, gracias a la euforia de la victoria, pero los numerosos participantes en las huelgas también arremetieron contra el sistema político. Los sectores económicamente menos favorecidos sintieron la necesidad de edificar un nuevo orden social. Muchos de ellos habían acogido la guerra con la esperanza de que actuara como motor de un cambio sustancial que acabara de una vez con la nefasta situación creada por la transformación industrial de principios de siglo. Es el «imaginario» al que se ha aludido anteriormente. Sin embargo, el final de la guerra, incluso en los países victoriosos, no sólo no había resuelto nada en este sentido, sino que lo había agravado. La decepción fue profunda, en especial entre los soldados que regresaron a sus lugares de residencia habitual y constataron los cambios familiares, las pérdidas de amigos y conocidos, las destrucciones materiales, la dificultad para hallar trabajo y, sobre todo, los serios inconvenientes para la subsistencia diaria. Estos soldados, que antes de la guerra, en calidad de campesinos, obreros o empleados estatales o de empresas privadas, no pensaban que pudieran protagonizar nada relevante en la vida de su país e incluso desconocían las regiones próximas a la suya, volvieron del frente con un espíritu muy distinto. Habían conocido a muchos compatriotas de lugares alejados y compartiendo trincheras, o prisión, con compañeros de distintos países de su misma condición y con idénticos problemas. Además, llegaban con el convencimiento de haber actuado como protagonistas principales del gran esfuerzo patriótico. Los políticos y los mandos militares les habían arengado múltiples veces en este sentido y la propaganda bélica había insistido en ello para mantener la moral de combate, sobre todo desde 1917. Llegada la paz constataron que seguían tan relegados en la toma de las decisiones políticas como siempre y, además, les resultaba más difícil la vida diaria. La demanda de un cambio profundo fue, en consecuencia, una especie de necesidad, el precipitado lógico de las transformaciones experimentadas por las masas durante los años de guerra. Esta exigencia no resultaba imposible en 1918 y 1919, pues los compañeros rusos la habían desarrollado con éxito. Es lógico, por tanto, que en todas partes se incrementara la afiliación sindical y que los partidos socialistas vieran crecer el número de sus miembros y el de sus votantes allí donde se celebraron elecciones en este momento.

No es desdeñable, en consecuencia, el componente de espontaneidad en los movimientos reivindicativos de las masas, que sorprendieron a casi todos y, por supuesto, a la propia burguesía y a las fuerzas más conservadoras, las cuales en algunos casos incluso los toleraron al inicio o, al menos, no ofrecieron una resistencia completa, entre otras razones porque su prestigio se había desplomado durante la guerra. Los propietarios de tierras que se habían beneficiado del alza de precios durante el conflicto y habían incrementado su patrimonio con nuevas adquisiciones, los industriales enriquecidos por el suministro de material bélico a los Estados, los especuladores de todo tipo y los intermediarios convertidos de la noche a la mañana en nuevos ricos pasaron en estos años su peor momento, despreciados por las masas, ante las cuales ni siquiera podían presumir de heroísmo personal en las trincheras, pues no las habían vivido. Sin embargo, los dirigentes sindicales y los de los partidos socialistas, así como los intelectuales que habían apoyado los movimientos pacifistas y criticaban, llegada la paz, a sus gobiernos y la guerra, se convirtieron en los personajes públicos más admirados. También muchos de ellos fueron sorprendidos por la reacción de las masas, pero eran los únicos con posibilidades para contactar con ellas (cosa que hicieron en grado muy diverso, según los lugares) y los únicos que podían aspirar a ejercer algún tipo de influencia. A pesar de todo, en ningún lugar salvo el caso particular de Rusia se supo canalizar el movimiento reivindicativo en un sentido realmente renovador, es decir, en la construcción del orden social nuevo.

La primera constatación evidente es que en ningún país se reprodujo lo ocurrido en Rusia, aunque aparentemente se estuvo cerca de ello en Alemania. Sin embargo, no parece que en 1918-1919 existiera el peligro, y tampoco la posibilidad, de llevar a cabo en ese país una revolución al estilo bolchevique, en parte porque la sociedad alemana estaba muy evolucionada como para permitir una revolución al estilo ruso y, en parte, porque ni los «consejos» ni el SPD estuvieron dispuestos a ello (según la historiografía de la antigua República Democrática de Alemania, la revolución no tuvo lugar porque entonces no existía el Partido Comunista, es decir, se careció de la vanguardia obrera capaz de dirigir a las masas). Los «consejos», aunque de alguna manera imitaban la idea de los soviets, integraron en su seno también a elementos de la burguesía y, en cualquier caso, siguieron las pautas marcadas por los partidos socialdemócratas (el SPD y el USPD). No se plantearon, por tanto, actuar políticamente como los soviets. En cuanto al SPD, partido dominante, careció de intención revolucionaria e incluso pecó de cauto en las reformas sociales y, además, no prescindió de la infraestructura militar y burocrática anterior, con la cual se comprometió en exceso, según el juicio lanzado posteriormente por los comunistas alemanes y por un amplio sector de la historiografía actual. Esta última tiende a minimizar el papel de los «consejos» y también el de la denominada «rebelión espartaquista», ocurrida en enero de 1919. En esta ocasión los obreros ocuparon Berlín, en Bremen proclamaron la república socialista y en el Ruhr socializaron las minas de carbón, pero el movimiento fue demasiado efímero, pues en pocos días la represión acabó con él de forma sangrienta (entre otros, fueron asesinados Rosa Luxenburg y Karl Liebknecht). En Austria y en Hungría, los otros países donde la agitación social había dado lugar a situaciones más comprometidas, la represión acabó pronto con el ímpetu revolucionario. La república soviética proclamada en Hungría por Bela Kun duró sólo 133 días y fue sustituida por un régimen de derechas dirigido por el almirante Horthy. En Europa occidental las huelgas fueron duramente reprimidas y en otros países donde el impulso bolchevique había suscitado temores (Polonia, Rumanía, países bálticos…) se impusieron gobiernos de carácter autoritario que pronto derivaron en dictaduras.

La Revolución Bolchevique fue, por tanto, un caso único, a pesar de los intentos de Lenin de extenderla a todo el mundo. Con este propósito se creó a principios de marzo de 1919 una nueva internacional proletaria: la III Internacional o «Komintern». Definida como «el partido mundial de la revolución socialista», su objetivo consistía en promover por todo el mundo la formación de partidos comunistas a partir de los socialistas existentes. En pocos años fueron surgiendo partidos comunistas por doquier, sin excluir Estados Unidos, a pesar de la dificultad de penetración del marxismo entre los trabajadores norteamericanos. Pero en lugar de unificar el movimiento obrero, la táctica adoptada por el «Komintern» contribuyó a su división y se convirtió, de hecho, en uno de los elementos que lo debilitaron. Lenin pretendió transformar el socialismo internacional en un movimiento organizado de acuerdo con el modelo bolchevique ruso, es decir, como vanguardia obrera dispuesta a tomar el poder e imponer la dictadura del proletariado. Tal vez en 1919-1920 esta idea no resultaba, en teoría, completamente descabellada, pero vista desde la perspectiva actual constituyó a juicio de Eric Hobsbawm (1995, 76-77) un error fundamental: «… lo que buscaban Lenin y los bolcheviques no era un movimiento internacional de socialistas simpatizantes con la revolución de octubre, sino un cuerpo de activistas totalmente comprometido y disciplinado: una especie de fuerza de asalto para la conquista revolucionaria». Los partidos socialistas que no asumieron fielmente el modelo fueron expulsados del «Komintern» o se les impidió su ingreso y desde Rusia se criticó con dureza a todo aquel que aceptara participar en el juego parlamentario o que no planteara como objetivo inmediato la conquista revolucionaria del poder. Esto contribuyó a establecer una tajante distinción entre aquellos que preconizaban la revolución socialista inmediata (es decir, los seguidores del modelo leninista) y los que, sin renunciar a este objetivo, eran partidarios de afrontar primero la democratización política y la reconstrucción económica de cada país para mejorar las condiciones vitales de los obreros. Existieron posiciones intermedias, como la defendida en Alemania por Rosa Luxemburg, y matizaciones de todo tipo, pero en general se empleó mucho tiempo en el debate ideológico. La situación descrita acentuó las escisiones en el seno del socialismo. La más relevante fue la producida en Alemania, donde existía el partido socialdemócrata más poderoso (el SPD). Antes de la guerra se vivió en este Partido una dura controversia a propósito de las tesis «revisionistas» de Berstein y a comienzos de 1917, sin relación alguna por tanto con la Revolución Bolchevique de octubre, el ala izquierda formó un nuevo partido, el Partido Socialdemócrata Independiente (USPD), del que formaron parte personalidades relevantes del socialismo alemán como Rosa Luxenburg, Clara Zetkin, Kautsky y Karl Liebknecht. Dentro del USPD, un sector de extrema izquierda, integrado fundamentalmente por jóvenes, formó en los años de la guerra un grupo muy activo autodenominado «Los Espartaquistas» y a finales de 1919 nació el Partido Comunista («Kommunistische Partei Deutschlands»: KPD). En otros países la escisión del movimiento obrero adoptó otras formas. En marzo de 1919, nada más constituirse el «Komintern», el Partido Socialista de Estados Unidos expulsó a sus militantes simpatizantes del bolchevismo, quienes formaron dos partidos comunistas: el Partido Comunista Obrero de América y el Partido Comunista de América. Más tarde nacieron otros partidos comunistas, hasta el punto de que como ha escrito G. D. H. Cole (1962, 258) en 1921 existían, o habían existido, no menos de doce partidos comunistas, unidos sólo por su profunda hostilidad contra el Partido Socialista y, por supuesto, contra el «modo de vida norteamericano». Como consecuencia, asimismo, de la influencia del «Komintern», en Francia se disputaron la dirección del movimiento obrero tres corrientes: el sindicalismo revolucionario, antiparlamentario y partidario de la revolución inmediata, aunque desconfiado de los métodos leninistas; el socialismo seguidor de la línea histórica de Jean Jaurès, partidario de los métodos parlamentarios; y la corriente bolchevique. Divisiones parejas se reproducen en los otros países de Europa occidental, mientras en la oriental la confusión es mayor debido a la importancia del campesinado, acerca de cuya capacidad revolucionaria existieron muchas reservas en el seno de los partidos socialistas y comunistas. Las masas de campesinos, encuadradas en algunos países como Austria en partidos de corte social cristiano, constituirán un importante apoyo a comienzos de los años veinte del autoritarismo de derechas y del fascismo.

El fracaso de los movimientos revolucionarios de la inmediata posguerra no hay que achacarlo únicamente a la escisión del socialismo y al permanente debate sobre la táctica a seguir. También se explica por la oposición entre el internacionalismo obrero y el fuerte sentimiento nacionalista de la pequeña y mediana burguesía y de amplios sectores del campesinado. En su deseo por desarrollar una intensa política de reformas y de apertura social, los revolucionarios relegaron el nacionalismo a un segundo término, cuando no lo despreciaron. En algunos países, como Italia, este hecho resultó determinante y cada vez se acentuó más la distancia entre los socialistas y comunistas y las opciones liberales democráticas burguesas, interesadas ante todo por la reconstrucción económica de Italia y por la adquisición de las «tierras irredentas» (N. Tranfaglia, 1995, 175). Mussolini, sin embargo, como los primeros nazis en Alemania, situó en el primer plano de sus mensajes la defensa de la nación y la de todos los elementos, por simbólicos que fueren, aptos para mantener vivas las reivindicaciones patrióticas frente a las restantes naciones, En Italia se explotó al máximo el ultraje ocasionado por la «victoria mutilada» y en Alemania la teoría de la «puñalada por la espalda», es decir, la que achacaba la derrota en la guerra a los políticos y, sobre todo, a los socialistas. Aunque, como se ha demostrado fehacientemente (W Diest, 1996), la desmoralización del pueblo alemán y el colapso del país en los últimos meses de la guerra se debió a la obsesión de Ludendorff por obtener una gran victoria en el frente occidental y en modo alguno a los «sabotajes» de los políticos, el mito de la «puñalada por la espalda» desempeñó un papel fundamental en el desarrollo del nacionalismo de derechas en Alemania y del nazismo y pesó como una losa en las filas del SPD. En Baviera, donde comenzó el ascenso político de Hitler, la experiencia de la República de Consejos sirvió, según Ian Kershaw (1999, 134), para alimentar el mito de la «puñalada por la espalda» y para impulsar la propaganda nazi.

Por diversas razones, en la inmediata posguerra el nacionalismo adquirió un auge extraordinario. Con el objetivo de contrarrestar el peligro del internacionalismo bolchevique, el presidente norteamericano Wilson lo había convertido en una de las ideas fundamentales de sus Catorce Puntos. En función de la idea nacionalista de Wilson (basada en la coincidencia de las fronteras del Estado con las de la nacionalidad y la lengua) se procedió a reconstruir el mapa de Europa. Por otra parte, la coyuntura económica fortaleció en todos los Estados el nacionalismo económico. La profunda alteración del comercio internacional y la necesidad de reconstruir las estructuras económicas afectadas por la guerra impulsó a los gobiernos europeos a acentuar la política proteccionista elevando aranceles y adoptando otras medidas más drásticas, como el establecimiento de cuotas de importación o la prohibición de comprar determinados productos al exterior. Incluso el Reino Unido abandonó su tradición librecambista y mantuvo, llegada la paz, los altos aranceles establecidos durante la guerra para financiaría. En todas partes se impuso el «nacionalismo económico», lo cual fortaleció todo tipo de nacionalismo y sustentó a los grupos y tendencias ideológicas de este sigilo, incluso los más extremistas. Es significativo que varios generales e industriales italianos apoyaran la ocupación de Fiume por los ultranacionalistas dirigidos por Gabriele D'Annunzio en septiembre de 1919 y que durante un largo año el gobierno no se atreviera a emplear la fuerza para acabar con ella por temor a la reacción general de la sociedad italiana. En Alemania alcanzaron gran división varios aspectos de la ideología ultranacionalista («völkisch») y de modo más o menos explícito o militante se defendía la idea de la superioridad de la cultura alemana, el peligro contaminador del «espíritu judío», la necesidad de la expansión de Alemania hacia el Este de Europa para así defender sus intereses económicos y su supervivencia como nación e incluso la lucha por la pureza de la raza. Estas ideas no las impuso Hitler ni su Partido, sino que estaban en el ambiente en toda Alemania y también en Austria (I. Kershaw, 1999, 150-152).