6.1. El fin de la alianza y los orígenes de la bipolaridad

La conferencia de Potsdam, celebrada entre julio y agosto de 1945 en esta ciudad alemana próxima a Berlín, formalizó la transición entre la antigua alianza contra el Eje y el enfrentamiento Este/Oeste propio de la Guerra Fría. Mucho habían cambiado las cosas desde la última reunión de los tres grandes en Yalta en el mes de febrero. El «III Reich» había sido definitivamente derrotado en Europa y Estados Unidos estaba a punto de culminar con éxito el «Proyecto Manhattan», que le permitiría poner fin a la guerra contra Japón con el uso de la bomba atómica e iniciar la nueva era mundial con las garantías que le daba disfrutar del monopolio de la nueva arma. Por su parte, la Unión Soviética, que salió, lo mismo que su líder, Josef Stalin, notablemente reforzada de la guerra, empezaba a practicar en el Este de Europa una política de hechos consumados que convertiría a la URSS en potencia hegemónico en Europa central y oriental. Su decisiva contribución a la victoria sobre el Eje agrandaría aún más su prestigio como referente de una extensa y heterogéneo amalgama de fuerzas progresistas repartidas por todo el mundo, entre ellas, buena parte de la antigua resistencia antifascista, un sector no desdeñable de la inteligencia occidental, amplios sectores del movimiento obrero y las élites dirigentes de las fuerzas anticolonialistas surgidas en lo que muy pronto se conocería como Tercer Mundo.

Sin enemigo común a la vista la caída de Japón parecía inminente, la vuelta a la confrontación entre capitalismo y comunismo característica del período de entreguerras era cuestión de poco tiempo, si es que no se había producido ya. Desde, por lo menos, finales de marzo, Churchill desconfiaba de las verdaderas intenciones de los rusos en el asalto final sobre el «III Reich». Pero el escenario y el contexto internacional no era lo único que había cambiado desde la cumbre de Yalta. De los tres protagonistas de esta última, sólo Stalin participaría hasta el final en la conferencia de Potsdam. Roosevelt había muerto el 12 de abril de una hemorragia cerebral. Su sucesor, Harry Truman, que llevaba tan sólo cinco meses como vicepresidente y había tenido muy poco trato con el difunto presidente, carecía prácticamente de experiencia política más allá de su feudo personal de Missouri y de su breve etapa como presidente de un comité del Senado. Por su falta de carisma y su estilo llano y pragmático, se le ha considerado el «anti-Roosevelt», aunque tardó muy poco en mostrar una especial habilidad y firmeza en el manejo de los resortes del poder.

El otro gran líder de la alianza antifascista, el «premier» Winston Churchill, fue relevado como representante británico en el transcurso de la cumbre de Potsdam por el dirigente laborista Clement Attlee, vencedor de las elecciones generales celebradas en el Reino Unido a finales de julio. Así pues, los dos mandatarios occidentales encargados de negociar con Stalin los últimos flecos del orden mundial surgido tras la guerra partían con la indudable desventaja de su inexperiencia en esas lides. Las imágenes filmadas durante el desarrollo de las sesiones coinciden con la sensación que habría de dejar aquel encuentro: mientras Stalin se movía a sus anchas en torno a la gran mesa redonda, dando una imagen de tranquilidad y suficiencia, o se sentaba relajado y ausente en su butaca, confiado en el buen hacer de su nutrida delegación, Truman mostraba mayor soltura de la que cabía esperar de su impericia y el nuevo «premier» británico Attlee se comportaba con una torpeza en sus gestos y movimientos que delataba tanto su incomodidad y desconcierto como la debilidad de su posición. El intento de Truman, recogido por las cámaras, de conseguir un apretón de manos entre Attlee y Stalin se vio frustrado por la notoria falta de interés del líder soviético, cuya actitud desdeñosa hacia el nuevo «premier» británico era un fiel reflejo de la escasa relevancia que atribuía a este recién llegado y, probablemente, al país que representaba. Del reportaje cinematográfico de la conferencia de Potsdam podían desprenderse, pues, varias impresiones, que el tiempo no tardaría en confirmar: el dominio de la situación que ejerce Stalin, consciente de la fuerte revalorización de su papel a escala mundial; el irreversible debilitamiento de Gran Bretaña como potencia mundial, sumida en una profunda crisis de liderazgo y obligada a afrontar la liquidación de su imperio colonial, y la imagen resuelta de Truman, que cuenta en Potsdam con la decisiva baza que suponía para Estados Unidos disponer, de momento, del monopolio de la bomba atómica. Indudablemente, la humanidad entraba en un período histórico en el que, por primera vez, los principales centros de poder se situaban fuera de la vieja Europa. La existencia de esas imágenes sobre la conferencia de Potsdam tiene asimismo un valor sintomático de uno de los rasgos esenciales de la segunda mitad del siglo: la omnipresencia de los modernos medios de comunicación en los grandes acontecimientos históricos, un hecho definitorio de la civilización del siglo XX, al que los principales mandatarios mundiales tardaron todavía en acostumbrarse, como demuestra la espontaneidad con la que Stalin, Truman y Attlee actuaron ante las cámaras instaladas en el gran salón en el que se celebraron las sesiones plenarias.

A diferencia de lo ocurrido en Yalta acuerdos sobre la desnazificación, sobre las futuras fronteras europeas, sobre la división de Alemania y sobre la creación de la ONU, entre otros, Potsdam terminó sin resoluciones concretas en la mayoría de los temas, probablemente porque la fase del consenso entre los tres grandes había terminado para siempre y porque las bases para el nuevo orden mundial habían quedado ya fijadas en la cumbre anterior. Se materializaron las fórmulas de ocupación y administración por los aliados del antiguo territorio del «Reich», pero el compromiso de redactar un tratado de paz con Alemania quedó finalmente en nada. La fijación de las nuevas fronteras de Polonia, claro reflejo de la política de hechos consumados Soviética, fue debatida sin ningún resultado y puso de manifiesto el conflicto de intereses que, en el período histórico que se inauguraba, iba presidir las relaciones entre los antiguos aliados.

Aunque la puesta en marcha de la nueva Organización de las Naciones Unidas, tras la firma del Acta fundacional (junio de 1945), y el desarrollo del proceso de desnazificación en Alemania según lo acordado por las potencias ocupantes (juicio de Núremberg, 1945-1946) indicaban todavía la inercia del consenso en ciertas cuestiones básicas, los meses siguientes a la finalización de la guerra registraron una alarmante proliferación de conflictos. Cuestiones como el futuro de los Balcanes, tanto de Yugoslavia como, especialmente, de Grecia, en plena guerra civil entre las fuerzas monárquicas pro-occidentales y la guerrilla republicano-comunista ELAS, la resolución de la crisis de Irán, un país de alto valor estratégico ocupado parcialmente por tropas rusas, británicas y, finalmente, norteamericanas, así como el progresivo deslizamiento de los países de Europa central y oriental hacia gobiernos con predominio comunista ponían de manifiesto un agudo antagonismo Este/Oeste plasmado en un escenario de confrontación que la crisis berlinesa de 1948-1949 situaría ya en un punto de no retorno.

La conciencia de guerra fría y la aparición de un lenguaje «ad hoc» son anteriores, sin embargo, al bloqueo de Berlín. El 5 de marzo de 1946, Churchill pronunciaba en la Universidad de Fulton, Missouri, una conferencia que se haría célebre por la utilización por primera vez de la expresión «Telón de Acero» (en realidad, «Iron Curtain»: cortina de hierro) como metáfora de la división de Europa a uno y otro lado de una línea imaginaria que iría de la ciudad de Stettin, en el Báltico, a Trieste, en el Adriático, más allá de la cual se localizarían los países europeos encuadrados en lo que el ex «premier» británico llamó la esfera soviética. Por esas mismas fechas, George Kennan, embajador norteamericano en Moscú, remitía al Departamento de Estado un largo telegrama de ocho mil palabras defendiendo la adopción por Estados Unidos de una política activa de contención del expansionismo soviético. La llamada doctrina de la contención o doctrina Truman, como también sería conocida fue inmediatamente asumida por el presidente norteamericano como eje de una política beligerante en las relaciones Este/Oeste, cuyo objetivo debía ser impedir que la Unión Soviética siguiera ganando posiciones en el tablero mundial. La debilidad de las viejas potencias europeas, evidenciada por Gran Bretaña en su desafortunado papel en la guerra civil griega y en la crisis iraní, obligaba a Estados Unidos, según Truman, a desempeñar un liderazgo que, por lo demás, iba en contra de su tradición aislacionista: «Estoy convencido afirmó en un discurso ante el Congreso en marzo de 1947 de que corresponde a Estados Unidos sostener a los países libres cuando rechazan someterse a minorías armadas o a presiones externas».

No está tan claro el origen de la expresión guerra fría. Se suele considerar al periodista norteamericano Walter Lippmann, autor en 1947 de un libro titulado «La guerra fría», el principal divulgador, ya que no el creador, del concepto (Villares y Bahamonde, 2001, 317), atribuido también al periodista Herbert B. Swope (Kaspi, 1998, 381). Pero algunos autores lo registran mucho antes, en contextos que nada tienen que ver con el enfrentamiento Este/Oeste de la segunda mitad del siglo XX. Lo empleó, parece que por primera vez, el histórico dirigente del socialismo alemán Eduard Bernstein en un libro aparecido en 1893, es decir, en plena paz armada, cuando la carrera de armamentos y la hostilidad de las grandes potencias de la época habían conseguido crear una paradójica situación de guerra fría: «No hay disparos, pero corre la sangre». Ya en su acepción actual, figura en un artículo de prensa del escritor George Orwell publicado en octubre de 1945 (Thomas, 1988, 559). En torno a este concepto central y junto a otras fórmulas ya comentadas pertenecientes a la terminología occidental «Telón de Acero», países satélites, mundo libre, contención…, el vocabulario de la Guerra Fría se ampliará en los años siguientes con términos y metáforas que, como iremos viendo, muestran no sólo la adaptación del lenguaje de la época a la evolución de los acontecimientos, sino también el rico imaginario colectivo creado por el miedo a una guerra total y al consiguiente holocausto atómico: destrucción mutua asegurada, efecto dominó, equilibrio del terror, teléfono rojo, disuasión o distensión serán algunas de las expresiones más representativas del lenguaje internacional en la segunda mitad del siglo.

El fin del eurocentrismo, vislumbrado por el geógrafo francés Albert Demangeon en 1920 y consumado a partir de 1945, sería una de las consecuencias del enfrentamiento planetario entre Estados Unidos y la Unión Soviética que marcó la historia de la humanidad durante las décadas siguientes. Aunque resulten evidentes las razones ideológicas del conflicto, dada la incompatibilidad entre los sistemas representados por una y otra potencia, son numerosos los testimonios de políticos e historiadores del siglo XIX sobre el carácter ineluctable de un gran enfrentamiento por la hegemonía mundial entre Estados Unidos y Rusia, mucho antes de que el triunfo del comunismo en 1917 proporcionara a este último país una coartada ideológica que diera cobertura a sus pretensiones hegemónicas. Alexis de Tocqueville, Karl Marx y Adolphe Thiers son algunas de las personalidades del siglo XIX que advirtieron de la posibilidad de que, ante el inexorable declive de Europa occidental, el poderío territorial y demográfico de Estados Unidos y Rusia abocara a estos dos países a una rivalidad que podía tener efectos devastadores para el futuro de la humanidad (Thomas, 1988, 559; Fontaine, 1967,I, 15, 279 y 377; Powaski, 2000, 11-12).

El mundo vivió sobrecogido la imparable escalada de la tensión entre las dos superpotencias a partir, sobre todo, de 1948. A la decisión de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia de impulsar la creación de un Estado alemán con unas instituciones políticas análogas a las de las democracias parlamentarias y de unificar los tres sectores occidentales de Berlín respondió la Unión Soviética con el bloqueo de la zona occidental de la antigua capital del «Reich», que quedó como un enclave aislado en el territorio germano-oriental controlado por la URSS. La puesta en marcha de un espectacular puente aéreo por parte de la aviación anglo-norteamericana permitió abastecer la ciudad durante todo el tiempo que duró el bloqueo soviético de junio de 1948 a mayo de 1949 y supuso un gran éxito propagandístico de los ocupantes occidentales, capaces de llevar a cabo una operación de elevado coste y notable dificultad logística. Baste decir que, a principios de 1949, se transportaban 10 000 toneladas diarias de suministros, cuando las necesidades mínimas de la población eran de unas 4000, y se realizaba un despegue o aterrizaje cada minuto y medio (Velga, Da Cal y Duarte, 1998, 74-75). El bloqueo de Berlín contribuyó asimismo a mejorar la imagen de americanos e ingleses entre los alemanes y de estos últimos ante un sector de la opinión pública occidental, que empezó a verlos más como víctimas del expansionismo ruso que como responsables de la Guerra Mundial. Con el nacimiento de la República Federal Alemana y de la República Democrática Alemana (1949) y la definitiva partición de Berlín quedó fijada una situación que sería inexplicable fuera de la lógica de la bipolaridad, en virtud de la cual Alemania como Corea, el Sudeste asiático, Oriente Medio y el Caribe se convertía en uno de los principales frentes del conflicto Este/Oeste. La construcción del muro de Berlín en 1961 añadiría mayor dramatismo al papel de la antigua capital alemana como símbolo de la Guerra Fría.

Mientras tanto, la formación de los dos bloques avanzaba a gran velocidad. En abril de 1948, se aprobaba en Estados Unidos el Programa de Recuperación Europea de ayuda a los países devastados por la guerra, más conocido como «Plan Marshall» por el nombre de su creador, el secretario de Estado norteamericano general George C. Marshall. Entre 1948 y 1951, el programa de recuperación, que fue rechazado por la URSS y los países de Europa oriental por considerarlo un instrumento de dominación económica del imperialismo norteamericano, repartió más de 12 000 millones de dólares entre los quince países beneficiarlos, aunque la mayor parte de la ayuda se dirigió a Gran Bretaña, Francia, Alemania e Italia. España fue excluida expresamente por la connivencia del régimen de Franco con el «III Reich». A la conclusión del «Plan Marshall», la economía de los países de Europa occidental había recuperado sus niveles anteriores a la guerra, y en dos años más doblaría su capacidad productiva de 1939. Es indudable que entre los objetivos del Plan, aprobado poco después del golpe de Estado comunista en Checoslovaquia, estaba impedir que la postración económica del viejo continente y su corolario de miseria y crisis social sirvieran de caldo de cultivo a los partidos comunistas occidentales, algunos de los cuales gozaban por entonces de un enorme prestigio popular por su lucha en la resistencia. La réplica de la Unión Soviética al «Plan Marshall» fue la constitución en 1949 de una organización económica supranacional (COMECON) común a los países de Europa central y oriental situados en su área de influencia. El afán de emulación entre las dos superpotencias resultó enormemente beneficioso para la recuperación de las economías europeas.

La formación de un espacio económico diferenciado en Europa occidental se vio en seguida acompañada de un sistema de seguridad y defensa vertebrado en torno a la hegemonía militar norteamericana. La creación en 1949 de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) fue un paso decisivo en la normalización de la política de bloques propia de la Guerra Fría, aunque su equivalente en el ámbito comunista, el Pacto de Varsovia, no se constituyera hasta 1955. A uno y otro lado del «Telón de Acero», la lógica de la Guerra Fría se iba materializando paralelamente en dos realidades casi simétricas. La definitiva instauración de las democracias populares en la Europa del Este, tras un período de transición presidido por gobiernos de coalición con fuerzas burguesas, se produjo poco después de que los comunistas italianos y franceses tuvieran que abandonar sus respectivos gobiernos nacionales (1947), inaugurando así un largo período de más de treinta años en el que ningún comunista formó parte de un gobierno occidental. Bien es verdad que a esa simetría inherente a la propia bipolaridad gobiernos comunistas en la Europa del Este y gobiernos sin comunistas en Europa occidental se llegaba por distintas vías políticas, con total ausencia de libertades e instauración de sistemas de partido único en el bloque soviético, sin posibilidad de oposición ni discrepancia, y existencia en la mayoría de los países de Europa occidental de un régimen de libertades que permitía a los comunistas ejercer una oposición parlamentaria a sus respectivos gobiernos, dirigir un poderoso e influyente movimiento sindical y gobernar democráticamente en multitud de ayuntamientos. La creación a lo largo de esos mismos años de la CIA (1947) su equivalente soviético, la KGB, data de 1954, de la OECE (1948), como organismo canalizador de la ayuda norteamericana a Europa occidental, y del Consejo de Europa (1949), embrión de una futura unión europea, más algunas instituciones económicas ya existentes, como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial (1944), permiten dibujar el contorno de lo que será el bloque occidental hasta el final de la Guerra Fría: una combinación compleja y variable de democracia parlamentaria, economía de mercado matizada por el intervencionismo estatal propio de la época y una aplastante hegemonía norteamericana, que llegaba a todas partes, aunque en grados muy distintos según se tratara de los países europeos o de los escenarios más calientes del Tercer Mundo.

El proceso de construcción de ambos bloques corre en paralelo con la elaboración de un discurso de guerra fría por parte de cada contendiente. Ya sea la doctrina Truman o la teoría soviética sobre el expansionismo norteamericano y con el propio desarrollo de los acontecimientos, que en 1949-1950 provocó nuevos sobresaltos entre la población. La noticia de la explosión por la Unión Soviética de su primera bomba atómica en julio de 1949 fue el principal detonante de la paranoia colectiva en que vivió inmersa la sociedad norteamericana en los años siguientes y cuya máxima expresión sería la célebre caza de brujas, de la que se hablará más adelante. El hecho tenía una enorme trascendencia, pues suponía el fin del monopolio nuclear del que había disfrutado Estados Unidos desde 1945 y creaba, por tanto, una inesperada situación de paridad entre las dos superpotencias. A partir de entonces, el riesgo de una guerra nuclear tendría continuamente en vilo a la humanidad, pero sería también el punto de arranque de una nueva concepción de la Guerra Fría basada en la necesidad del autocontrol y de la utilización puramente disuasorio del potencial atómico.

El año 1949 registró además el triunfo comunista en la larga guerra civil china. La rápida consolidación de la nueva República Popular presidida por Mao Tse-tung y apoyada en sus primeros años por la Unión Soviética contribuyó a fijar el clima psicológico de la Guerra Fría en Occidente, un clima de pánico alimentado en parte por razones objetivas, como era la evidente progresión del comunismo en el mundo, pero también por impulsos irracionales activados por la supuesta existencia de un enemigo interior de ahí la caza de brujas, así como por atavismos culturales y raciales el miedo al peligro amarillo y el recuerdo de la dolorosa experiencia de Pearl Harbour. En realidad, el llamado síndrome de 1941 (Veiga, Da Cal y Duarte, 1998), es decir, el temor a un ataque sorpresa del enemigo, pesaba tanto sobre los norteamericanos como sobre los rusos, que tampoco habían olvidado la fulminante ofensiva alemana de junio de 1941 que les metió de lleno en la Segunda Guerra Mundial.

La Guerra de Corea (1950-1953) fue, sin duda, el episodio de mayor gravedad en esa escalada de la tensión que empieza a finales de los cuarenta, y un claro antecedente de la Guerra de Vietnam, pese a las evidentes diferencias entre ambas. Ocupada desde principios de siglo por los japoneses, que la consideraban parte integrante de su espacio vital, Corea había quedado en una situación muy confusa tras la derrota nipona en 1945, con tropas rusas, recién llegadas desde Manchuria, ocupando el Norte y tropas norteamericanas desembarcadas en el Sur. La partición del país en dos zonas separadas por el paralelo 38 fue una solución provisional hasta que pudiera producirse la reunificación prevista por los aliados. Pero el estallido de la Guerra Fría y la instauración en 1949 de la República Popular China confirieron un alto valor estratégico a la región y bloquearon los planes de reunificación, al tiempo que se iban consolidando al Norte y al Sur sendos gobiernos políticamente antagónicos: comunista en la zona ocupada por los rusos, que contaban con la total adhesión del líder guerrillero y hombre fuerte del país Kim II Sung, y conservador y anticomunista en el Sur. El antagonismo político entre los dos regímenes hizo imposible la celebración de las elecciones previstas para 1949, que debían sellar la reunificación del territorio bajo un solo Estado. Eran tiempos de total compenetración entre la Unión Soviética y la nueva República Popular China, coincidentes también en su apoyo al gobierno comunista norcoreano, que el 25 de junio de 1950 ordenó la invasión del Sur.

En su primera fase, fue una ofensiva arrolladora, debido a la aplastante superioridad del veterano y bien pertrechado ejército comunista, que contaba con abundante material soviético y con la experiencia que muchos de sus 150 000 miembros habían adquirido en la guerra civil china. El 7 de julio, en pleno avance norcoreano, el Consejo de Seguridad de la ONU aprobaba el envío de una fuerza multinacional a la región a instancias de Estados Unidos y en ausencia de la URSS, que se había retirado del Consejo de Seguridad en protesta por la no admisión en el mismo de la República Popular China. La llegada de las fuerzas de Naciones Unidas, colocadas bajo el mando del general MacArthur, evitó a duras penas la total ocupación de Corea del Sur por el ejército norcoreano. A mediados de septiembre, una audaz operación envolvente diseñada por MacArthur provocó el desconcierto enemigo y dio lugar a una rápida contraofensiva que llevaría a las fuerzas multinacionales a traspasar el paralelo 38 e invadir el Norte, algo no previsto ni autorizado por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, que, sin embargo, respaldaría «a posteriori» esta decisión. En los meses siguientes, la guerra se desarrolló de manera similar, con rápidas alternativas a favor y en contra de los dos contendientes y una implicación cada vez mayor tanto de las dos superpotencias como de la China comunista. Pero lo que llegó a ser un enfrentamiento militar directo entre los dos bloques, con los riesgos que ello comportaba en plena era nuclear de hecho, el general MacArthur perdió su cargo por pretender usar la bomba atómica contra China, aunque no fue el único que planteó tal posibilidad, condujo finalmente a una estabilización del conflicto. El armisticio firmado el 27 de julio de 1953 dejaba las cosas tal como estaban a principios de 1950, pero con tres millones de muertos por el camino. Cerca inauguró así un concepto clave de la Guerra Fría, la guerra limitada, basado en la renuncia a la total eliminación del adversario, en un uso prudente del propio potencial destructivo y en el mantenimiento, como mal menor, de un difícil equilibrio mundial, conocido como el equilibrio del terror.

La Guerra Fría había creado, pues, las condiciones para un enfrentamiento permanente e irresoluble entre dos bloques antagónicos, cuya capacidad de destrucción iría creciendo exponencialmente a lo largo de los años. Ningún país podría vivir totalmente al margen de este conflicto planetario. De ahí que, en el transcurso del mismo, el mundo se llenara de guerras locales o periféricas, a veces llamadas de baja intensidad, casi siempre relacionadas con procesos descolonizadores contaminados por los intereses de las dos superpotencias. Pero al mismo tiempo, y ésta era una de las lecciones fundamentales de la Guerra de Corea, el conflicto Este/Oeste se desarrollaría dentro de unos límites y con arreglo a unas reglas de juego tácitas que harían muy difícil el estallido de otra Guerra Mundial, que, previsiblemente, sería la última. Como dijo en fecha muy temprana el joven filósofo francés Raymond Aron, la humanidad estaba haciendo el aprendizaje de una nueva era en la que «la paz [sería] imposible, y la guerra improbable» («Le grand schisme», 1948).