9.4. La política norteamericana y las relaciones Este/Oeste en el apogeo de la distensión
A lo largo de los años setenta, la distensión iniciada en 1963 había hecho evidentes progresos: «Ostpolitik» del canciller federal Willy Brandt, que supuso un principio de reconciliación entre las dos Alemanias (1970-1973), comienzo de la normalización de relaciones entre China y Estados Unidos (1972), firma del tratado SALT I (1972), fin de la guerra de Vietnam (1975), conferencia de Helsinki (1975), acuerdos de Camp David entre Israel y Egipto, bajo los auspicios de Estados Unidos (1978), y firma del tratado SALT II entre las dos superpotencias (1979). La invasión de Afganistán por la URSS en 1979 y la posterior negativa norteamericana a ratificar el acuerdo SALT II marcan el punto de inflexión entre el fin de la coexistencia pacífica y la vuelta al espíritu maniqueo de la Guerra Fría.
Vistos desde Estados Unidos, los últimos años de la distensión cabalgan entre una administración republicana, primero con Nixon y luego con Ford, y la efímera administración demócrata correspondiente al mandato del presidente Carter (1976-1980), colocado entre dos dilatados períodos de hegemonía republicana (1968-1976 y 1980-1992). Cabe preguntarse si esta especie de interregno demócrata hubiera existido de no haber mediado el escándalo «Watergate», que terminó con la dimisión de Nixon en 1974, dos años después de que se produjeran los hechos que se le imputaban. En 1972, cinco empleados del Partido Republicano fueron detenidos por haber espiado al Partido Demócrata, que se encontraba celebrando en Washington, en el hotel «Watergate», su comité nacional preparatorio de las elecciones presidenciales de aquel año. La Casa Blanca negó cualquier relación con el asunto, pero las revelaciones que empezó a publicar el Washington Post, fruto de unas filtraciones anónimas llegadas por correo, ponían al descubierto la existencia de un oscuro plan de apoyo al presidente Nixon, dirigido desde la Casa Blanca y con implicación de importantes personalidades del «staff» presidencial. El cerco en torno al presidente se fue estrechando. En octubre de 1973, la Cámara de Representantes inició un proceso para la destitución del presidente («impeachment»). A lo largo de aquel año, el índice de popularidad de Nixon había bajado del 70% en el mes de enero, coincidiendo con la firma del acuerdo de paz para Vietnam, al 25% en octubre (Kaspi, 1998, 543). La magnitud de la batalla jurídico-política que tenía que librar para salvar el cargo decidió finalmente a Richard Nixon a presentar su dimisión el 9 de agosto de 1974. El caso «Watergate» demostró cuanta razón tenía aquel rival político que en 1950 había puesto al joven Nixon el apelativo de Tricky Dick (Dick el Marrullero).
En los últimos dos años de su teórico mandato, la presidencia quedó en manos del hasta entonces vicepresidente Gerald Ford, que habría de mostrarse incapaz de poner fin a la «larga pesadilla», según sus propias palabras, vivida por el país entre 1969 y 1974. Dadas las circunstancias en que se celebraron las presidenciales de 1976 y el nulo carisma del propio Ford, la corta diferencia que dio el triunfo al demócrata Jimmy Carter -51% de los votos, por un 48% de Ford -puede interpretarse como una reacción del electorado ante el bajo perfil político de Carter y un primer aviso sobre las dificultades que le esperaban en sus relaciones con la opinión pública norteamericana. Gobernador del Estado sureño de Georgia, donde poseía una plantación de cacahuetes, lector de Faulkner y hombre próximo a la Trilateral, fundada por David Rockefeller en 1973, Jimmy Carter arrastraría durante todo su mandato el pesado lastre de sus malas relaciones con el «establishment» de Washington y de las tendencias de fondo que parecían imponerse en la sociedad norteamericana en los años setenta, claramente opuestas a sus iniciativas liberales y reformistas, por ejemplo, en materia de derechos humanos y en su actitud hacia América Latina.
Y es que el caso «Watergate», en sus múltiples derivaciones, había dejado secuelas muy duraderas en la política interior norteamericana. Algunas de ellas tenían un alcance que iba mucho más allá del propio ámbito de la democracia americana, porque planteaban viejos interrogantes sobre todo un haz de cuestiones clave relativas a la naturaleza del poder y la democracia: la corrupción política, propiciada, en parte, por el encarecimiento de las campañas electorales, el funcionamiento de las instituciones, los mecanismos de control del poder y, especialmente, la influencia política de los medios de comunicación, uno de los cuales hizo posible que el escándalo «Watergate» llegara a conocimiento de la opinión pública. Aunque el desenlace del caso podía dar pie a una interpretación optimista los controles sobre el sistema habían funcionado, en la reacción de la opinión pública norteamericana pesaron mucho más los evidentes elementos negativos del «Watergate», que encontraban además un clima propicio en el comienzo de la crisis económica y, sobre todo, en la desmoralización de una sociedad que estaba en plena digestión de la derrota norteamericana en Vietnam. Las encuestas de aquellos años demuestran un desprestigio sin precedentes de los principales pilares del sistema político: los partidos tradicionales, el Congreso, la Casa Blanca… En concreto, el rechazo a los partidos políticos llegaba hasta el 40% de la población. En 1976 sólo el 9% de la población declaraba tener confianza en la Casa Blanca, lo que, curiosamente, representaba la mitad del porcentaje registrado en 1974, en pleno «Watergate». Este último dato, lo mismo que la sorprendente caída de la confianza en la prensa escrita (35% en 1974 y 18% en 1977), indica hasta qué punto la crisis del «Watergate» no se había cerrado con la marcha de Nixon, sino más bien todo lo contrario, y había afectado incluso a aquellas instituciones y poderes que provocaron la dimisión del presidente (Velga, Da Cal y Duarte, 1997, 255; Kaspi, 1998, 549).
El nacionalismo herido de amplios sectores de opinión y su creciente hostilidad a las instituciones democráticas, alimentada por el caso «Watergate», pero también por el aumento de la delincuencia y las dudas sobre la eficacia del sistema judicial frente al crimen eran un buen caldo de cultivo para un discurso ultraconservador que desde los tiempos del «macartismo» había quedado eclipsado por el populismo de los demócratas y por el pragmatismo de los republicanos, desde Eisenhower hasta Nixon. La dimisión de este último y la mala imagen pública de Carter dieron nuevas posibilidades al resurgimiento de un conservadurismo de corte ultranacionalista.
Para estos sectores de la sociedad americana, los logros de la distensión eran otras tantas claudicaciones de Estados Unidos ante el enemigo soviético. «Esta nación», había afirmado Ronald Reagan en 1976, cuatro años antes de su arrolladora victoria electoral, «se está convirtiendo en el número dos en un mundo en el que ser segundo es peligroso» (cit. Powaski, 2000, 247). La sensación de que el país estaba perdiendo poder y presencia internacional era ampliamente compartida. Estados Unidos, escribía el «New York Times» el 4 de julio de 1976, segundo centenario de la independencia, empezaba el tercer siglo de su historia «todavía como la nación más poderosa, pero no ya como el árbitro del mundo» (cit. Adams, 1985, 418). Ese estado de opinión extrañaba, sin embargo, algunas paradojas, como por ejemplo, el rechazo que la gestión de Henry Kissinger, hombre de conocidas convicciones anticomunistas, provocaba en los segmentos más tradicionales de la opinión pública, contrarios tanto a la hiperactividad diplomática de Kissinger como a la supuesta pérdida de influencia de Estados Unidos en el devenir de la política mundial. Era muy difícil, efectivamente, aunar el renacido sentimiento aislacionista del país con el deseo de muchos norteamericanos de que Estados Unidos mantuviera su liderazgo en el mundo occidental y ejerciera un papel activo frente al supuesto expansionismo soviético.
Cuando en 1976 se celebró, bajo la presidencia de Gerald Ford, el segundo centenario de la independencia americana, hacía escasamente un año que se había firmado el acta final de la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa (Conferencia de Helsinki), iniciada en 1973 por iniciativa soviética, con participación de treinta y cinco países. Tras dos años de negociaciones, el acuerdo final, fechado el 1 de agosto de 1975, representaba una puesta al día, en el mejor espíritu de la distensión, del «statu quo» creado por la Conferencia de Yalta de 1945. Los tres puntos fundamentales de los acuerdos de Helsinki fueron el reconocimiento por parte de Occidente de las fronteras de Europa central y oriental, cuestionadas desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, el desarrollo de una política de cooperación económica y tecnológica entre los dos bloques y un compromiso de respeto de los derechos humanos por parte de los Estados firmantes, cuestión harto espinosa dada la falta de libertades que sufrían los países de la órbita soviética. Aunque la aceptación de este punto por la URSS pareció una forzada contrapartida a las concesiones occidentales en lo relativo a las fronteras europeas, los acuerdos de Helsinki servirían de estímulo a la proliferación en el bloque soviético de grupos de disidentes políticos, que se apresuraron a denunciar el incumplimiento por la URSS y sus Estados satélites de los principios suscritos en Helsinki. Las reuniones celebradas a lo largo de los años siguientes para supervisar la aplicación de los acuerdos sólo sirvieron para comprobar la distinta interpretación de los mismos que se hacía a uno y otro lado del «Telón de Acero» y el paulatino deterioro de las relaciones Este/Oeste.
La dinámica de la distensión aún dio lugar a decisiones y gestos de notable importancia, como la reducción en 1977 del presupuesto de defensa por parte de Estados Unidos una de las primeras medidas tomadas por Carter o la firma del tratado SALT II en 1979, si bien esto último habría de quedar finalmente en papel mojado. Pero la impresión de que la URSS estaba burlando la política de control de armamentos, así como el descontento de una parte de la opinión pública norteamericana por los resultados de la distensión la Conferencia de Helsinki, por ejemplo, fue interpretada como un éxito personal del líder soviético Leónidas Breznev, llevaron a la administración norteamericana a endurecer su postura ante el bloque soviético. El Senado se negó a ratificar los acuerdos SALT II, el presidente Carter dio su apoyo al programa de fabricación de misiles Pershing II, en respuesta al despliegue de misiles soviéticos SS-20 en Europa del Este, y, por último, en 1980 año electoral en Estados Unidos Carter decidió retirar al equipo nacional de los Juegos Olímpicos de Moscú.
Por entonces, los últimos reveses de la política exterior norteamericana, combinados con las muestras de agresividad que daba la URSS, como la invasión de Afganistán en 1979, habían puesto en una situación muy comprometida a la administración de Carter, a la que se acusaba de haber sido incapaz de frenar el ascenso de regímenes hostiles en Nicaragua, Irán y Etiopía. El primero de estos países se encontraba sumido desde 1974 en una cruenta guerra civil en la que se enfrentaba el gobierno de Anastasio Somoza, miembro de una siniestra dinastía de dictadores, y la organización guerrillera Frente Sandinista de Liberación Nacional. El derrocamiento de Somoza y la subida de los sandinistas al poder en 1979 despertaron una profunda inquietud en la administración norteamericana, temerosa de la aparición de una nueva Cuba en su patio trasero, y que contaba con el dictador Somoza como uno de sus más firmes baluartes en Centroamérica. El triunfo de la revolución sandinista se convirtió en un ejemplo para otros países de la zona, como El Salvador, y demostraba, a los ojos del ala dura del «establishment» norteamericano, las funestas consecuencias de la política de buena vecindad defendida por la administración Carter, plasmada en el reciente acuerdo con Panamá para la devolución del canal en el año 2000.
Otro viejo aliado norteamericano, el «Sha» de Persia, Reza Pahlavi, había tenido que abandonar el poder a principios de 1979 y buscar refugio en Occidente. En el origen de la revolución islámica de 1979 tuvieron una gran influencia los efectos contradictorios de la revalorización del petróleo y los problemas de legitimidad que arrastraba la dinastía reinante. Como gran productor de crudo, Irán había resultado muy beneficiado de la escalada de precios iniciada en 1973, y en pocos años vio multiplicarse por cinco su PNB. Este hecho estimuló la política modernizadora del «Sha», empeñado en convertir al país en un modelo de desarrollo al estilo occidental, sin perjuicio de que el régimen político imperante, de partido único y severa restricción de las libertades, distara mucho de asemejarse a cualquier democracia occidental. Por otra parte, para amplias capas de la población la prosperidad se tradujo en inflación, pobreza y desarraigo, en contraste con el bienestar disfrutado por la élite administrativa y tecnocrática vinculada al aparato del Estado y al sector industrial, reconocible por un estilo de vida plenamente occidental. Frente al modelo encarnado por el «Sha» e identificado con la represión, la crisis social y la quiebra de la tradición religiosa, el clero shiíta simbolizaba la recuperación de la identidad nacional y religiosa del país y una alternativa política y social, de corte teocrático, que provocaba auténtico fervor en amplios sectores populares. Así se pudo comprobar en enero de 1979, cuando el «ayatollah» Jomeini regresó a Irán desde su exilio en París, apenas unos días después de que el «Sha» Reza Pahlavi partiera oficialmente de vacaciones en un viaje sin retorno.
La instauración de la República islámica dio un giro copernicano a la política interior y exterior iraní, como pusieron de manifiesto la visita a Teherán del líder palestino Arafat en febrero de 1979 y el inmediato anuncio de que Irán apoyaría resueltamente la causa palestina. Sin que mediara una aproximación a la URSS, que no dejó de ser a los ojos del clero shiíta un Estado satánico, Israel y Estados Unidos se convirtieron en la gran obsesión de la política exterior del nuevo Irán. En el interior, la hostilidad a todo lo occidental generó una ola de destrucción que afectó a hoteles, restaurantes y bancos, y condujo a la erradicación de cualquier vestigio de la antigua influencia occidental en el país. Pero el acontecimiento que tendría mayor repercusión fue la ocupación por un grupo de jóvenes islámicos de la embajada de Estados Unidos en Irán en noviembre de 1979.
La crisis de la embajada americana en Teherán, donde más de medio centenar de funcionarios permanecieron secuestrados durante quince meses, fue la culminación de la larga serie de humillaciones y reveses sufridos por Estados Unidos desde el fin de la Guerra de Vietnam. Consciente de la gravedad de la situación a pocos meses de las elecciones presidenciales, Carter intentó desesperadamente congraciarse con una opinión pública que pedía acciones contundentes. En abril de 1980, una audaz operación aerotransportada ordenada por el presidente para liberar a los rehenes se saldó con un estrepitoso fracaso. Otras medidas adoptadas por Carter no ratificación de los acuerdos SALT II, boicoteo de los Juegos Olímpicos de Moscú, apoyo al rearme occidental-pretendían mostrar su capacidad para reaccionar con mano dura ante un contexto internacional que se degradaba por momentos. Pero todo fue inútil. La victoria electoral de Ronald Reagan, representante del ala derecha del Partido Republicano, y el descalabro sufrido por Carter, que quedó a diez puntos de su oponente, parecían la consecuencia lógica de un año catastrófico. A los ojos de muchos de los votantes de Reagan, las elecciones de 1980 debían cerrar un ciclo siniestro de la historia de Estados Unidos, que ellos vieron como una mera prolongación de aquella «larga pesadilla» versión americana de los años de plomo en que, según el presidente Ford, estaba sumido el país desde 1969.