10.1. Significado del «thatcherismo» y del «reaganismo»

La reforma del Estado de bienestar

Cuando Ronald Reagan juró su cargo de presidente de Estados Unidos en enero de 1981, hacía casi dos años (mayo de 1979) que el Partido Conservador había obtenido el poder en Gran Bretaña tras una clara victoria electoral sobre los laboristas. La nueva primera ministra, Margaret Thatcher, conocida ya en la política británica como la dama de hierro por la firmeza de sus posiciones derechistas dentro del propio Partido Conservador, pasó a ser la primera mujer en desempeñar un cargo semejante en el mundo occidental. Entre ella y Ronald Reagan hubo desde el principio una perfecta sintonía no sólo en política internacional, con su apuesta por el rearme y el fin de la distensión, sino también en su política interior, especialmente, en materia económica. La historia de los años ochenta estaría marcada por el sello fuertemente conservador que ambos imprimieron a sus mandatos: entre 1979 y 1990, la «premier» británica, y entre 1981 y 1988, el presidente Reagan, aunque la hegemonía conservadora y republicana en uno y otro país se prolongó todavía algunos años.

El paralelismo entre los dos principales dirigentes occidentales de la década de los ochenta arranca del origen mismo de su acceso al poder, en el que resultó determinante el clima de postración nacional y crisis de valores que, por distintas razones, había hecho mella en amplios sectores, sobre todo de las clases medias, de ambos países. Un cierto hartazgo de distensión, alta fiscalidad, Estado de bienestar y reformismo social había empujado a una parte del electorado hacia posiciones netamente conservadoras. El programa electoral «tory» de 1979 mantenía todavía cierta ambigüedad sobre cuestiones esenciales, pero las recetas aplicadas por Margaret Thatcher respondían cabalmente a la demanda de cambio del electorado más conservador: reducción de impuestos y del gasto público, control sobre los sindicatos recuérdese el decisivo papel de las «Trade Unions» en la crisis social y política de los setenta y reducción del sector público mediante un agresivo plan de privatizaciones. La puesta en práctica de estas medidas, criticadas incluso por un sector centrista del Partido Conservador, suponía la ruptura del consenso social mantenido por los dos grandes partidos desde el final de la Segunda Guerra Mundial y la sustitución de la política «keynesiana» de las últimas décadas por un liberalismo económico a ultranza, inspirado en las teorías del premio Nobel Milton Friedman y de los filósofos Karl Popper y Friedrich von Hayek. A estas influencias doctrinales habría que añadir una vaga reivindicación del espíritu puritano y autoritario de la Inglaterra victoriana. Del cóctel resultante de estos ingredientes saldría una moral económica y social ferozmente individualista, apoyada en una confianza ilimitada en las virtudes del libre mercado y en una no menor desconfianza respecto al papel del Estado y de los sindicatos, contemplados como origen de todos los males.

Precisamente, una iniciativa legislativa presentada por M. Thatcher para recortar el poder sindical, el Employment Bill de 1980, dio lugar a una primera crisis de gobierno, motivada por el enfrentamiento entre los partidarios de la vía negociadora y quienes, como la propia «premier», estaban decididos a librar una batalla frontal para terminar con el supuesto totalitarismo de los sindicatos. Al mismo tiempo, el gobierno aprobaba una primera reducción de impuestos de las rentas más altas, acompañada de una inevitable disminución del gasto social. El difícil equilibrio entre las dos alas del Partido Conservador, la wet, o moderada, y la dry, netamente derechista, tardó muy poco tiempo en decantarse en favor de esta última. La línea dura defendida por la «premier» se haría patente también en su posición intransigente en el problema de Irlanda del Norte y en las relaciones con el bloque soviético, consecuente con sus críticas a la política de distensión de los años setenta. Su firme respaldo a la iniciativa del presidente Carter de desplegar los misiles Pershing II en territorio británico era sólo un anticipo de la férrea alianza antisoviética que formaría con Reagan en los años siguientes. La reñida negociación, finalmente exitosa, mantenida con la CEE en 1980 para obtener una sensible reducción de la participación británica en el presupuesto comunitario añadiría una arista más a su perfil de dama de hierro de la política mundial.

Pero, a principios de 1982, los resultados de la inflexible política desarrollada por M. Thatcher en todos los terrenos eran más bien dudosos. La baja popularidad de la «premier» indicaba una progresiva pérdida de confianza en su programa ultraliberal, pese a algunos éxitos parciales, como el control de la inflación y la política de privatizaciones, eje de un capitalismo popular que encontró un significativo apoyo en los pequeños ahorradores y en la propia opinión pública. Sin embargo, el aumento del paro, la persistente crisis económica, la desvertebración social y territorial del país con crecientes desigualdades entre ricos y pobres y entre un Norte industrial deprimido y un Sur mesocrático favorecido por la reforma fiscal y los brotes de violencia que habían estallado en algunos suburbios ponían seriamente en entredicho la eficacia de la política del gobierno. En todo caso, un hecho inesperado vino a dar un decisivo espaldarazo a la imagen pública de la primera ministra. En abril de 1982, la junta militar que gobernaba Argentina desde 1976 decidió lanzar una operación aeronaval para recuperar las Islas Malvinas, situadas en el Atlántico Sur, a 15 000 km de distancia del Reino Unido, y posesión británica, con algunas intermitencias históricas, desde el siglo XVII. La rápida ocupación del archipiélago por Argentina fue una gran humillación para el gobierno británico, que, sin embargo, lejos de buscar una salida negociada al conflicto, optó por pasar al contraataque con el envío de una poderosa flota de guerra. La larga duración de la travesía que tuvo que realizar la flota británica, cruzando todo el Atlántico de Norte a Sur, no consiguió enfriar los ánimos del gobierno inglés, resuelto a recuperar las Malvinas por la fuerza. Nada pudo evitar, efectivamente, el enfrentamiento entre los dos ejércitos, que se saldó con una fulminante victoria británica, consumada el 13 de junio, cuando el alto mando argentino firmó la capitulación.

Si en Argentina la Guerra de las Malvinas provocó muy pronto, como se vio en su momento, la caída de la junta militar, en Gran Bretaña la recuperación de las islas hizo subir la popularidad de Margaret Thatcher y de su gobierno hasta cotas insospechadas. La «premier» no desaprovechó la ocasión de convertir una coyuntura tan favorable en trampolín electoral. Las elecciones celebradas en junio de 1983 con un año de adelanto en el Reino Unido las legislaturas duran cinco años-permitieron al Partido Conservador aumentar en sesenta escaños su anterior mayoría absoluta, a pesar de haber perdido casi dos puntos en porcentaje de votos respecto a 1979. Las razones de este sonado triunfo electoral como se ve, mayor en escaños que en votos hay que buscarlas, en primer lugar, en la victoria militar sobre Argentina, pero no sólo ahí. El Partido Laborista sufrió las consecuencias de la grave crisis de identidad y de las divisiones internas que arrastraba desde la década anterior. La formación de una coalición electoral entre el nuevo Partido Socialdemócrata y el viejo Partido Liberal restó un buen porcentaje de votos a los laboristas, que el sistema mayoritario tradicional en Gran Bretaña apenas tradujo en escaños: con casi el 25% de los votos, la alianza de centro liberal-socialdemócrata sólo obtuvo 23 escaños, mientras que el Partido Conservador, con un 42,4%, se acercó a los 400 escaños, y los laboristas con sólo tres puntos más que la alianza centrista conseguían 209 escaños, lo que, en todo caso, les dejaba muy lejos de los «tories».

El resultado de las elecciones de 1983 fue un triunfo personal de Margaret Thatcher, que pudo presentarse como principal artífice de los últimos éxitos cosechados por su política. El primero, la victoria militar sobre Argentina, representaba el triunfo de un estilo de gobierno decidido y autoritario que la dama de hierro encarnaba como nadie. Era también un paso decisivo en la dirección apuntada obsesivamente por el discurso «thatcherista»: el Britain, strong and free del eslogan conservador en la campaña de 1983, es decir, la recuperación del orgullo nacional por parte de un país sumido en los últimos tiempos en una profunda crisis de confianza. El cambio de tendencia en la situación económica y el control de la inflación por debajo del 5% aunque el paro seguía sin bajar parecían avalar asimismo las impopulares medidas adoptadas por el gobierno desde 1979.

La nueva mayoría alcanzada en 1983 dio a la primera ministra un amplio margen para profundizar las reformas iniciadas en los años anteriores. A mediados de los ochenta, el recetario «thatcherista» empezaba a serle familiar a todo el mundo: recortes del gasto público infraestructuras, desempleo, sanidad, enseñanza, reducción de los impuestos directos y privatizaciones a mansalva, algunas tan espectaculares, por su importe y su carga simbólica, como las de British Telecom y British Airways. No podía faltar tampoco una buena ración de política antisindical, a la que las «Trade Unions» respondieron con inusitada y mal calculada dureza. Con el fracaso de la gran huelga de la minería de 1984-1985, que sirve de telón de fondo a la popular película Billy Elliot, el gobierno consiguió anular finalmente la capacidad de respuesta y movilización de los sindicatos, como prueba el hecho de que el año 1985 fuera el que registró un menor número de huelgas desde hacía veinte años. Las cifras del paro empezaron, por fin, a mejorar, y unas nuevas elecciones anticipadas renovaban la mayoría absoluta conservadora en 1987.

Inglaterra, ha escrito un historiador, dejaba de ser el «enfermo de Europa» etiqueta que se le colgó en su día al Imperio otomano para convertirse de nuevo, como en sus mejores tiempos, en el centro de la «cultura empresarial» (Young, 1991, 129). Se trataba, en todo caso, de un liderazgo compartido entre la Gran Bretaña «thatcherista» y la América de Ronald Reagan. El triunfo de este último en las presidenciales de 1980 había llevado a la Casa Blanca un estilo autoritario, nacionalista y ultraconservador comparable en muchos aspectos al de la dama de hierro. Entre ambos se estableció muy pronto un perfecto entendimiento en la forma de liderar la alianza occidental en sus relaciones con el bloque soviético. El paralelismo resulta pertinente también en el discurso que regía la política doméstica, con su glorificación del mercado, su exaltación de los valores tradicionales y su cruzada contra el intervencionismo económico y el gasto social. La forma expeditivo con que Reagan abordó la huelga de controladores aéreos de 1981, concluida con el despido de los doce mil huelguistas, sería como un pequeño anticipo de la intransigencia de la que hizo gala Margaret Thatcher ante la huelga de la minería de 1984. No se puede olvidar, en todo caso, que el sector público y el Estado de bienestar estaban mucho más desarrollados en Gran Bretaña que en Estados Unidos, y que, por tanto, las iniciativas liberalizadores de Margaret Thatcher y, muy pronto, de otros gobiernos europeos, no sólo conservadores tuvieron un impacto muy superior.

La personalidad de Ronald Reagan y su notable popularidad al final de su mandato, un 68% de los norteamericanos sondeados por el «New York Times» aprobaban su gestión se entienden mucho mejor si tenemos en cuenta algunos aspectos fundamentales de su biografía. Nacido en Tampico (Illinois) en 1911, en el seno de una familia modesta, tras concluir sus estudios en 1932 inició su dilatada relación profesional con el mundo de la comunicación y del espectáculo, primero en la radio y muy pronto en el cine. Especializado en personajes secundarios en películas del Oeste, a lo largo de sus treinta y tres años de carrera cinematográfica llegó a rodar cincuenta películas. En 1947 fue elegido presidente del sindicato de actores, un cargo cuya importancia se puso muy pronto de manifiesto con el comienzo de la caza de brujas. Fue entonces cuando el nombre de Reagan empezó a brillar con luz propia como delator de compañeros de profesión sospechosos de comunistas. Pero su ejecutoria en los duros años del «macartismo», colaborando estrechamente con el Comité de Actividades Antiamericanas, no tuvo continuidad en la política nacional hasta su tardío ingreso, en 1962, en el Partido Republicano. Cuatro años después era elegido gobernador del Estado de California, que se encontraba entonces en plena revolución hippy. Fue reelegido abrumadoramente en 1970, y en vísperas de las presidenciales de 1976, contando con el apoyo del ala derecha de su partido, quiso disputar al presidente Ford la nominación como candidato republicano, pero su asalto a la Casa Blanca tuvo que esperar otros cuatro años. Para entonces, la situación estaba ya madura para el triunfo del discurso ultraconservador que venía encarnando desde los años sesenta. Su victoria sobre Carter en 1980 fue abrumadora.

En su condición de ex actor podemos ver el origen de su principal cualidad como gobernante: el don de la comunicación, algo de lo que manifiestamente habían carecido los últimos presidentes de Estados Unidos. La participación en el «macartismo» como delator y testigo de cargo sería su primera contribución a la causa del anticomunismo y el comienzo de su dilatado cursus honorum dentro del sector más conservador del «establishment» americano. Algo parecido se puede decir de su paso por el cargo de gobernador de California, en unos años en los que encarnó una temprana reacción conservadora frente a la revolución moral y cultural propia de aquella época, y de la que el Estado de California era uno de los principales focos. Aunque, como veremos en seguida, la administración Reagan puso un especial énfasis en la política exterior y de seguridad, la vida de la sociedad americana se vio también profundamente alterada por la revolución conservadora impulsada desde la Casa Blanca y atemperada a duras penas por un Congreso en el que los demócratas, pese a todo, seguían teniendo mayoría. Si la agresividad que marcó la política exterior «reaganiana» pretendió ser el antídoto definitivo del síndrome Vietnam, su defensa de la moral puritana y del individualismo económico puede verse también como una doble reacción contra el pasado, tanto contra el legado de permisividad y tolerancia que los años sesenta introdujeron en las costumbres y en el estilo de vida americano, como contra el reformismo social y el Estado-providencia heredado del «New Deal rooseveltiano», que tanto había admirado el propio Reagan en su juventud. También en Estados Unidos, la nueva política económica recortes fiscales, reducción del gasto social, liberalización del mercado de trabajo desactivaba aquellos mecanismos de previsión social y redistribución creados tras el «crash del 29». Dicho de otra forma, a la crisis económica iniciada en 1973 e intensificada a partir de 1979, aunque por poco tiempo se respondió dándole la vuelta a la política intervencionista con la que se había combatido la recesión de los años treinta y poniendo fin al consenso social de la Edad dorada.

Ahora bien, sólo el espectacular despliegue de la política exterior norteamericana en los ochenta y la popularidad personal del presidente, acrecentada tras el atentado sufrido en 1981, consiguieron disimular las profundas contradicciones en que estuvo sumida la economía de Estados Unidos en esta época. En realidad, el alto coste financiero de los objetivos exteriores de la política «reaganiana» condicionaba hasta tal punto la economía nacional que, lejos de cumplirse el reto del equilibrio presupuestario, el déficit público aumentó de manera incontrolado. La severa reducción de los gastos sociales a costa de los más desfavorecidos fue insuficiente para compensar el coste de la reforma fiscal y, sobre todo, el aumento del gasto militar. Impregnada de la filosofía ultraliberal de Friedman y de los principios de la revolución fiscal de A. Laffer, la política económica de la administración de Reagan fue, sin embargo, un extraño híbrido, que algunos han calificado como keynesianismo de derechas, compuesto de fundamentalismo liberal, por un lado, y galopante déficit público, por otro (6,1% del PNB en 1983).

Pero las contradicciones de la política «reaganiana» y el colosal esfuerzo presupuestario realizado en aras del rearme no impidieron una significativa recuperación económica al final del primer mandato de Reagan, recuperación que, por lo demás, alcanzó a todas las economías occidentales. La aceleración del crecimiento a partir de 1985 se vio perturbada, sin embargo, por la brutal caída de la Bolsa de Nueva York en octubre de 1987, en una semana entre el 15 y el 19 en que las acciones perdieron un 23% de su valor, con una inmediata repercusión en el resto de los mercados financieros (33% de caída en Hong-Kong, por ejemplo). El descenso de los índices superó incluso al del jueves negro de octubre de 1929, aunque el ciclo bajista fue mucho menos duradero que entonces y apenas tuvo incidencia en la llamada economía real. La rápida recuperación de los mercados llevaría a considerar la crisis financiera de 1987 más como un accidente en el funcionamiento del sistema, provocado por el aumento del déficit comercial americano, que como el principio de un cambio de ciclo. En realidad, las turbulencias vividas por los mercados aquellos días, repetidas con cierta frecuencia en los años siguientes, fueron más bien un síntoma de las tensiones generadas por el capitalismo informacional, todavía en fase de acoplamiento, desarrollado a partir de la revolución tecnológica de los años setenta. Los efectos perversos de la globalización económica, la informatización e interconexión de unos mercados hipersensibles a los cambios de tendencia y capaces de actuar en tiempo real es decir, de forma inmediata y sin desfases horarios, así como el peso abrumador del capitalismo financiero, más propenso a la especulación, sobre la economía productiva, más estable y previsible, serán las principales razones aducidas para explicar la serie de crisis bursátiles que jalona la tendencia alcista de los mercados en los años ochenta y noventa.

La era Reagan se puede contemplar también como una simple secuencia en un escenario histórico mucho más amplio y complejo que su doble mandato presidencial. Tuvo, en todas sus vertientes, un fuerte componente de irracionalidad y violencia, como si Reagan hubiera querido llevar a la vida real el espíritu pendenciero de los personajes que encarnó como actor y sublimar en su política ese «vivir peligrosamente», tan propio también del viejo Oeste, que ha marcado a menudo el devenir del mundo contemporáneo. Puede decirse que, en la era Reagan, el peligro acechaba en cualquier esquina. Al tiempo que el Imperio del Mal, tal como a él le gustaba designar a la URSS, parecía amenazar de nuevo la existencia del mundo libre, los automatismos incontrolados de los ordenadores podían provocar en cualquier momento el colapso de los mercados financieros. De repente, la conducta de algunos respetables miembros de la comunidad se había vuelto también imprevisible. Un columnista del «New York Times» se preguntaba en 1991 si era simple casualidad que ocho de los diez asesinatos en masa más importantes de la historia de Estados Unidos se hubieran producido en la década de los ochenta. El perfil de los asesinos solía coincidir en algunos rasgos significativos: varones blancos, de mediana edad y víctimas de un drama familiar o laboral reciente, como el divorcio o el despido del trabajo. De un lado, la reivindicación de la agresividad como factor de prestigio de la política exterior norteamericana con un evidente correlato en los modelos culturales y mediáticos al uso y, del otro, la crisis de las redes tradicionales de vertebración social, desde la familia patriarcal hasta el Estado-providencia, explican seguramente la carga de irracionalidad que subyace en las explosiones de violencia de las que fueron víctimas las sociedades occidentales en esta época, como reacción neurótico de los elementos más vulnerables de la comunidad.

El contraste entre la avasalladora autoconfianza nacional sobre la que construyó su discurso el «reaganismo» y la inseguridad creciente de amplios sectores de la población es, sin duda, uno de los hechos más sobresalientes y paradójicos de la era Reagan, inaugurada por el propio presidente con unas declaraciones llenas de malos augurios: «Acabamos de entrar en una de las décadas más peligrosas de la civilización occidental» (cit. Kaspi, 1998, 604). Tiene cierta lógica por ello que, como elemento compensatorio a un Estado en crisis y como factor de cohesión nacional en la lucha contra el Imperio del Mal, su mandato se caracterizara también por la recuperación de los valores y símbolos religiosos. Así había sucedido ya en la fase crítica de la primera Guerra Fría, cuando el presidente Eisenhower había reafirmado la «trascendencia de la fe religiosa en el legado y en el futuro de América» y la divisa «In God We Trust» se había incorporado a los billetes de dólar (Saunders, 1999, 280-28l). Con todo, el cuadro de miedo, irracionalidad y puritanismo propio del fin del milenio estaría incompleto sin una referencia a la epidemia de sida originada en 1975, aunque no identificada hasta 1981. La rápida difusión del sida a lo largo de los ochenta tendría un valor no desdeñable como coartada de la ofensiva conservadora contra la permisividad moral y cultural heredada de los años sesenta.