7.3. El Tercer Mundo y América Latina

La bipolaridad que preside la historia de la humanidad durante la Guerra Fría registra, no obstante, diversos intentos, más o menos logrados, de crear espacios intermedios capaces de servir de referencia para la superación de la política de bloques. Esa función es la que pretendió representar el movimiento de países no alineados, la mayoría surgidos de la descolonización y estrechamente ligados al concepto de Tercer Mundo. Existe una amplia coincidencia en el nombre del demógrafo francés Alfred Sauvy como creador del término Tercer Mundo, que habría utilizado por primera vez en un artículo publicado en 1952 (Hobsbawm, 1995, 358; Villares y Bahamonde, 2001, 516; Droz y Rowley, 1987, 279), aunque se ha atribuido también, sin aportar mayores detalles, al líder comunista chino Mao Tse-tung (Kort, 1998, 171). La expresión, en todo caso, tiene dos acepciones perfectamente complementarias: el Tercer Mundo sería la alternativa a un mundo partido en dos por la supremacía del mundo capitalista y del mundo comunista en sus respectivos hemisferios; por otra parte, el concepto, tal como lo definió Alfred Sauvy, vendría a ser la adaptación a la realidad histórica surgida de la descolonización del concepto de tercer estado con el que, en vísperas de la Revolución Francesa de 1789, se definió al estado llano, es decir, a todos aquellos que en la sociedad del Antiguo Régimen no eran nada y querían empezar a contar en la historia.

La cambiante realidad histórica del último medio siglo ha ido modificando también su significado, siempre dinámico y polisémico. En una primera etapa, el Tercer Mundo fue principalmente la suma de dos factores: Guerra Fría y descolonización. Una vez completada esta última a principios de los años sesenta, con la independencia del África sub-sahariana, adquirió especial relevancia el subdesarrollo crónico de algunos de estos países, pues aunque el concepto de subdesarrollo era muy anterior —parece que fue utilizado por el presidente Truman en 1949 y teorizado por el economista norteamericano W. W. Rostow en 1952 (Villares y Bahamonde, 2001, 519)—, el estancamiento económico de aquellos países y el fracaso del modelo occidental de modernización hicieron del subdesarrollo un elemento inherente al Tercer Mundo. Otros factores comunes a muchos de estos países afroasiáticos y latinoamericanos, como el imparable crecimiento demográfico, el carácter recurrente de las hombrunas y epidemias, la inestabilidad política en forma de golpes de Estado militares y la actividad guerrillera, serían más bien manifestaciones de una postración económica que se ha imputado a distintas causas, desde la permanencia de mecanismos neocoloniales de empobrecimiento de estas regiones, privadas de sus fuentes de riqueza más preciadas, hasta la injerencia de las grandes potencias durante la Guerra Fría en el devenir de los nuevos Estados soberanos.

El concepto y la tipología del Tercer Mundo seguirían evolucionando al hilo de los acontecimientos posteriores. La crisis del petróleo de los años setenta traería consigo el enriquecimiento, en algunos casos efímero, de los grandes productores de petróleo integrantes del Tercer Mundo y la rápida incorporación de algunos países de Extremo Oriente a la revolución industrial propiciada por las nuevas tecnologías. El concepto entraba así en una profunda crisis, que algunos consideraron irreversible, por la gran disparidad de situaciones que se registraban en su interior entre el impresionante desarrollo de los nuevos países industrializados (NIC) y el imparable empobrecimiento de los países del llamado «Cuarto Mundo». Es lo que un reputado especialista en la materia, Nigel Harris, llamó en 1987 «el fin del Tercer Mundo» (Castells, 1997, 139, y 1998b, 191; Hobsbawm, 1995, 362). Finalmente, el derrumbe del socialismo real en 1989, además de eliminar la bipolaridad como elemento definitorio del concepto, sacaría a la luz la existencia en algunos de los antiguos países comunistas de un nivel de pobreza y subdesarrollo propio del Tercer Mundo, ampliado de esta forma a una parte de Europa oriental. En todo caso, la deriva que ha seguido a lo largo de este medio siglo aboca a una definición muy sumaria y descriptiva, estrechamente ligada al subdesarrollo con todo su corolario de escasez, enfermedades, hambre, guerras y superpoblación. El contorno del Tercer Mundo se correspondería, en definitiva, con lo que el sociólogo brasileño Josué de Castro llamó la geografía de la pobreza en un libro del mismo título.

Nada de todo ello era previsible cuando en abril de 1955 se celebró en Bandung, Indonesia, la conferencia del mismo nombre con participación de veinticinco países, en su mayor parte asiáticos, pertenecientes al Tercer Mundo, además de algunas organizaciones, como el ilegal Congreso Nacional Africano de la República Sudafricana, que asistieron como observadores. La Conferencia de Bandung pretendió ser la presentación ante el mundo de un nuevo sujeto colectivo de la historia contemporánea integrado por países que habían alcanzado recientemente su independencia y aspiraban a participar con un papel protagonista en el concierto de las naciones. Los principales promotores de esta «primera cumbre del Tercer Mundo» (Zorgbibe, 1997, 246) fueron los presidentes de Birmania, Indonesia —cuyo líder, Sukarno, ejerció de anfitrión—, Ceilán, India y Pakistán, coincidentes en la voluntad de afirmar la personalidad histórica de los nuevos Estados soberanos frente a los dos grandes bloques mundiales y, sobre todo, frente a las antiguas metrópolis europeas. El mundo vivía entonces un momento de transición entre la descolonización asiática, prácticamente completada un año antes con el fin de la guerra de Indochina, y la gran oleada descolonizadora del África negra de finales de los años cincuenta y principios de los sesenta. Transición también entre dos de los principales conflictos de la Guerra Fría —la Guerra de Corea y la Guerra de Vietnam—, lo que sitúa la Conferencia de Bandung en un contexto de deshielo de la política mundial y de sensible y efímera disminución de la tensión en Extremo Oriente.

En el desarrollo de las sesiones se puso de manifiesto un consenso general en contra del colonialismo y de la bipolaridad mundial, pero también la existencia de intereses y tendencias difícilmente compatibles entre los países participantes, pues mientras algunos de ellos, como Filipinas o Pakistán, estaban integrados en la SEATO —organización pro occidental equivalente a la OTAN—, otros países, como China y Vietnam del Norte, pertenecían al bloque comunista o mantenían, como la India, excelentes relaciones con él. La resolución final recogió una condena tajante del «colonialismo en todas sus manifestaciones», pero la propia fórmula, propuesta por el líder indio Krishna Menon, escondía profundas diferencias sobre el origen, comunista o capitalista, del «colonialismo» que era objeto de condena. Así pues, pese a que Bandung marcó el nacimiento oficioso del movimiento de países no alineados, en su interior eran perfectamente reconocibles la línea divisoria de la Guerra Fría y algunos graves contenciosos bilaterales, como el que enfrentaba a India y Pakistán en la región de Cachemira. La unanimidad en el uso de una retórica anticolonial y antibloques se hizo patente en los cinco principios finalmente suscritos por los países participantes: no agresión, respeto a la soberanía de los otros Estados, no injerencia en los asuntos internos, igualdad y neutralidad frente a la política de bloques. Este corpus doctrinal pudo servir como referencia a otros movimientos anticoloniales en curso y para la propagación de un sentimiento de autoestima entre los pueblos recién independizados, pero no bastó para dar al Tercer Mundo la fuerza política que correspondía a su peso demográfico a escala planetario. En todo caso, la Conferencia de Bandung ejerció una notable influencia en la descolonización del África subsahariana y puso en marcha el llamado movimiento de países no alineados, constituido como tal a partir de la celebración de la Conferencia de Belgrado de 1961, con el mariscal Tito como uno de sus principales inspiradores.

La ausencia en Bandung de los países latinoamericanos resulta sintomático del particular estado de estos países, situados fuera del marco, todavía difuso, del Tercer Mundo. La independencia de la mayoría de ellos se remontaba a principios del siglo XIX y, por tanto, difícilmente se podían identificar con la causa de los pueblos recién emancipados de sus metrópolis. Su antigüedad como Estados soberanos era mayor, incluso, que la de algunos países europeos, como Polonia, Bélgica o Irlanda. Una economía boyante, por lo menos en un pasado reciente, y, en algunos casos, el origen europeo de la mayor parte de la población contribuían asimismo a crear en muchas naciones latinoamericanas una conciencia nítidamente diferenciada de aquello que el Tercer Mundo empezaba a representar.

Pero diversas circunstancias desencadenaron en el subcontinente un doble proceso de declive económico e inestabilidad política que lo fue alejando de los parámetros de bienestar del mundo desarrollado en los que se habían movido muchos de estos países. Entre esos factores negativos destaca la brusca caída, a partir de los años treinta, de los precios de los productos agrícolas y de las materias primas —café, cobre, salitre, carne, trigo—, cuya exportación a los países desarrollados constituía su principal fuente de riqueza. Ante la adversa situación de los mercados internacionales, que sólo se recuperaron temporalmente gracias a la Segunda Guerra Mundial, hubo intentos de diversificación de las economías nacionales y de industrialización acelerada promovida por el Estado, como en Brasil, Méjico y Argentina. De una u otra forma, se impuso una tendencia hacia el nacionalismo económico y político, con ribetes populistas y autoritarios. La tradición constitucional se vio frecuentemente quebrada por la sucesión de gobiernos de fuerza. Fueron muy pocos los países que escaparon a la tónica general, y entre ellos Méjico representa, sin duda, la excepción más llamativa, pues la década de los cuarenta, con la creación del PRI (Partido Revolucionario Institucional) como virtual partido único (1946), supuso la consolidación, pero también, hasta cierto punto, la desnaturalización, del régimen nacido de la Revolución Zapatista.

La larga dictadura de Getulio Vargas en Brasil, en sus dos etapas (1930-1945 y 1951-1954), ofrece un caso paradigmático de la génesis y naturaleza de las dictaduras de nuevo cuño, hijas de la crisis económica y social desencadenada en Brasil por el hundimiento del precio del café tras el «crash del 29», y promotores de alternativas autárquicas e intervencionistas ante la quiebra de un modelo de desarrollo basado en la agricultura de exportación. El Estado Novo de Getulio Vargas incorporó además formas de movilización y cohesión social propias de los fascismos de entreguerras, pero con unos tintes populistas y antiimperialistas que acabaron enfrentándolo con Estados Unidos, artífice de su caída del poder en 1945. Algo similar podría decirse del régimen presidido por el general Juan Domingo Perón en Argentina entre 1946 y 1955. El «peronismo» sería una de las formas más logradas del populismo latinoamericano de mediados de siglo, gracias a una pasajera recuperación económica, al éxito a corto plazo de su política intervencionista y autárquico y a la imagen mesiánica y melodramática de la mujer de Perón, Eva Duarte, principal engarce entre el régimen y los desheredados —los «descamisados», en la retórica «peronista»—. La devoción de Perón por los fascismos europeos forma parte esencial del peculiar acervo ideológico del personaje y su régimen.

Pero no fue el único de los caudillos populistas del continente en sentirse atraído por las fuerzas derrotadas en la Segunda Guerra Mundial. Dirigentes reformistas, próximos a la izquierda, como Jorge Gaitán en Colombia y Paz Estensoro en Bolivia, que disolvió el ejército y nacionalizó las minas, habían mostrado más o menos abiertamente su simpatía por el Eje (Hobsbawm, 1995, 140). En todo caso, unas veces las presiones estadounidenses, otras la inviabilidad del reformismo populista y casi siempre la intromisión de los militares dieron al traste con estas experiencias y alimentaron el círculo vicioso de golpes de Estado, cuarteladas y pseudorrevoluciones. Perón fue destituido por sus compañeros de armas en 1955 (volvió del exilio como presidente en 1973, para morir poco después), Getulio Vargas se suicidó en 1954, el mismo año en que la CIA acababa en Guatemala con el gobierno reformista del coronel Arbenz, Gaitán fue asesinado en 1948 y a Paz Estensoro le derribó un golpe militar en 1964. Un caso completamente distinto, que se verá más adelante, lo constituye el derrocamiento de la dictadura de Fulgencio Batista en Cuba en 1959 y la instauración del régimen revolucionario personificado por Fidel Castro.