4.1. La lucha contra la crisis en los países democráticos
A medida que se fue extendiendo la crisis económica se produjo una convulsión general que, como se ha visto en el capítulo anterior, en el orden político se tradujo en una profunda desconfianza de las poblaciones hacia sus gobernantes y en la radicalización de posturas y, en el social, en el incremento del paro y en el recrudecimiento de la conflictividad. Los principios liberales, no sólo los relativos a la economía, fueron en todas partes puestos en duda y quienes los criticaron con mayor dureza, como era el caso de los comunistas o los primeros fascistas, quedaron como los aparentes vencedores en esta coyuntura. El crecimiento del comunismo fue evidente en todas partes a comienzos de los años treinta, y en cuanto al fascismo, ésta es la época de su triunfo. Por otra parte, aquellos que se mantuvieron firmes en su rechazo de las posturas políticas extremas clamaron por doquier por el orden y la tranquilidad y exigieron firmeza a sus gobernantes para lograrlos. Esto creó en los ambientes de la derecha una actitud proclive al autoritarismo y sustentó no pocas críticas hacia el parlamentarismo liberal, acusado cuanto menos de negligencia e inutilidad, cuando no de corrupción. Los tiempos fueron, en consecuencia, especialmente duros para los sistemas políticos cuya estructura y funcionamiento se basaba precisamente en el liberalismo, por lo que allí donde no se había asentado firmemente el sistema, resultara sencillo acabar con la democracia liberal. Estados Unidos, el Reino Unido y Francia, los tres países que desde el siglo anterior venían siendo ejemplo de democracia, sortearon con éxito las dificultades, aunque no por eso fueron escasos los cambios e incluso los sobresaltos, sobre todo en el último país citado.
En noviembre de 1932, Herbert Hoover perdió las elecciones presidenciales en Estado Unidos ante el demócrata Franklin D. Roosevelt por un amplísimo margen de votos. Antes de la toma de posesión del nuevo presidente, la crisis económica llegaba a su punto culminante con el cierre generalizado de bancos y la consiguiente paralización de la actividad económica. Era preciso hacer frente a una situación muy crítica con medidas de amplio calado y Roosevelt asumió la tarea mediante una amplia política económica (conocida como «New Deal»), basada en líneas generales en la devolución de la confianza a los norteamericanos mediante un intervencionismo moderado del Estado federal en la economía, el déficit presupuestario, la devaluación del dólar y la salvación de la empresa privada. El «New Deal» pretendió, ante todo, infundir optimismo en el pueblo (en gran medida lo consiguió y la popularidad de Roosevelt se incrementó notablemente) y actuar de forma pragmática, sin temor a incurrir en contradicciones, para vencer las dificultades.
Las actuaciones iniciales (lo que se ha llamado el primer «New Deal») datan de 1933 y consistieron en un amplio conjunto de medidas relativas al sistema financiero, a la agricultura, a la industria y a la lucha contra el paro. La salvación de la banca y la devolución de la confianza a los ciudadanos fueron los objetivos inmediatos a cumplir. Tras evitar, en un primer momento, el derrumbe de las instituciones bancarias mediante la prohibición de la conversión de los valores bancarios en dinero, en junio de 1933 se aprobó la «Banking Act» (Ley de la Banca), por la que se establecía una división entre bancos de depósito, que quedaron asegurados para garantizar las cuentas de los pequeños y medianos depositantes, y bancos de negocios, destinados a impulsar la actividad empresarial. En el campo monetario se abandonó el patrón oro, permitiendo el pago en moneda corriente de todas las obligaciones privadas o públicas, y se aumentó el volumen de billetes en circulación, con lo cual se produjo inmediatamente una devaluación del dólar que posibilitó a los muchos norteamericanos endeudados resolver con mayor facilidad su situación. De la devaluación monetaria se esperó una subida de precios (destinada a relanzar la producción) y un incremento de las exportaciones, que, sin embargo, no tuvieron lugar, situación que se intentó subsanar mediante un amplio conjunto de disposiciones relativas a la agricultura y la industria.
La Ley de Ajuste Agrícola impulsó la subida de precios de los productos agrícolas mediante la reducción voluntaria de la producción a cambio de subvenciones a los agricultores, a quienes además se les proporcionaron créditos para pagar las deudas contraídas. En la industria se intentó contrarrestar la bajada de precios y de beneficios mediante el establecimiento de un código de concurrencia entre empresas de la misma rama, consistente en la determinación del precio de los productos y de las condiciones de trabajo (salarios, duración de la jornada laboral…). La Ley de Recuperación de la Industria Nacional (junio de 1933) que contenía esta medida tuvo un efecto positivo sobre los trabajadores, pues la semana laboral quedó establecida entre 35 y 40 horas, se fijó un salario mínimo, se alentó la elección de delegados de los trabajadores para negociar con la patronal en las empresas, con lo que se impulsó la firma de convenios colectivos, se atajó el paro, mejoraron las condiciones laborales, en especial de los negros, y en cierto grado se contuvo la bajada de precios, hecho favorecido además por la concesión del gobierno a las empresas acogidas a este sistema de un distintivo en sus productos (un águila azul, con la leyenda: «colaboramos») con el que se invitaba a los consumidores a dar preferencia a sus productos.
Estas medidas estuvieron acompañadas de otras destinadas expresamente a luchar contra el paro, como la concesión de un subsidio a los desempleados y, sobre todo, el desarrollo de un amplio programa de obras públicas (carreteras, vías férreas, escuelas, presas…) y la creación de la «Tennessee Valley Authority» (TVA), encargada de la construcción de pantanos, explotación de la energía eléctrica y repoblación forestal en una de las regiones especialmente afectadas por la crisis.
Las actuaciones reseñadas son sólo parte de un amplio conjunto que demuestra la extraordinaria actividad en 1933-1934 del gobierno de Roosevelt y tuvieron amplias repercusiones sociales y políticas. Por una parte, creció la afiliación a los sindicatos, aunque también se acentuó la desunión entre ellos y su radicalización, lo cual incremento la dureza de las huelgas y los conflictos sociales, y, por otra, alcanzó relieve entre tenderos, artesanos y pequeños agricultores un extremismo de derecha, no muy diferente del fascismo europeo, que no llegó a dotarse de una organización suficiente como para cobrar importancia política, quedando reducido a clientelas en torno a algunos visionarios y demagogos (P. Milza, 1997a, 147). Esta radicalización, junto al intervencionismo estatal en la economía, alentó la oposición al «New Deal» por parte de las grandes empresas, y la Corte Suprema llegó a declarar anticonstitucionales casi todas las medidas, exceptuando las monetarias y la creación de la TVA. Por lo demás, los resultados económicos no fueron los esperados, de modo que en 1935 todavía continuaban en paro unos diez millones de norteamericanos, el índice de la producción industrial no acababa de recuperarse y tampoco el volumen de transacciones en la bolsa de Nueva York.
Para contrarrestar el radicalismo e impulsar la salida de la crisis, Roosevelt decidió emprender una política social más decidida destinada a favorecer a los menos privilegiados. De nuevo se basó en el aumento de los gastos estatales, es decir, en la continuación del déficit presupuestario, aunque al mismo tiempo incremento determinados impuestos indirectos (como el del alcohol, cuya prohibición se había levantado en 1933) y directos (sobre las grandes fortunas, los derechos de herencia y donaciones). En mayo-agosto de 1935 se aprobó una serie de medidas de largo alcance social (es el segundo «New Deal»), que supuso de hecho una ruptura con la tradición individualista dominante en Norteamérica. Entre las decisiones, destacan la creación de un organismo (la «Works Progress Administration») destinado a financiar todo tipo de actividades, desde obras públicas a trabajos literarios y artísticos (en 1938 había dado empleo a más de tres millones de parados), la ley Wagner de afiliación sindical, que tuvo importantes efectos en el impulso de las negociaciones laborales en las empresas, y la ley sobre Seguridad Social. Esta última fue la más relevante, pues contemplaba la concesión de ayudas federales a los Estados para financiar seguros a ancianos, niños, enfermos, etc, la jubilación financiada mediante cotización conjunta de obreros y patronal y la concesión de un seguro de desempleo.
A finales de 1937 se produjo un gran descenso en la bolsa de Nueva York y de nuevo surgieron serios temores sobre el agravamiento de la crisis. Respaldado por el Congreso, Roosevelt reanudó las disposiciones económicas y sociales en 1938 siguiendo en buena parte las ideas de Keynes (es el tercer «New Deal»). Una vez más recurre al incremento del gasto público, pero sobre todo se lanzó una política audaz de incremento de salarios y de seguros sociales con el fin de favorecer el consumo interior. Esta política conllevó, asimismo, un mayor control sobre las grandes empresas.
La política del «New Deal» termina a finales de 1938, cuando la amenaza de guerra en Europa impulsa la industria del armamento y crea otras preocupaciones. Por esas fechas, la economía norteamericana está en vías de clara recuperación (el producto interior bruto se aproxima al de 1929), aunque los casi nueve millones de parados delatan que aún no está superada la crisis. En realidad, fue la Guerra Mundial la que resolvió definitivamente la situación, pero quedó de manifiesto que el Estado había desempeñado un gran papel en la recuperación de la economía norteamericana, si bien el debate en torno a este extremo no ha cesado desde el tiempo del «New Deal». Los medios económicos más poderosos y los sectores conservadores (incluso del Partido Demócrata) achacaron al «New Deal» el retraso en la salida de la crisis por haber abandonado el liberalismo económico y adujeron el ejemplo de Canadá, donde manteniendo tales principios se superó antes el problema. Sin embargo, los intelectuales, los obreros y las minorías étnicas apoyaron decididamente la política de Roosevelt, como se demostró en las elecciones presidenciales de 1936, en que obtuvo 27,7 millones de votos, frente a los 16,6 millones del candidato republicano Landon. El «New Deal» no propició tanto el crecimiento económico (las grandes cifras de 1939 no alcanzaron el nivel de 1929), cuanto la estabilización de la economía y proporcionó a Estados Unidos grandes progresos cualitativos: mejoras en las infraestructuras, reducción de la población agrícola en beneficio del sector terciario, aumento de la población absoluta, mayor integración étnica y de los menos favorecidos en la sociedad, reconciliación de los intelectuales con el sistema de vida americano (se apaciguaron las duras críticas de Steinbeck, John Dos Passos o los radicales, mientras otros, sobre todo en el cine como J. Ford, ensalzaron los valores norteamericanos) y principalmente se consiguió una mejora en la productividad, aspecto éste esencial, que tuvo importantes efectos durante la Guerra Mundial (Berstein y Milza, 1996, 257258).
También en el Reino Unido la recuperación de la economía debió esperar al aumento de la producción propiciado por los gastos de armamento y de movilización debidos a la guerra (Galbraith, 1998, 105). En este caso, asimismo, las medidas gubernamentales lograron atajar la crisis y no hubo alteración en el sistema político, que funcionó casi como venía siendo habitual en los últimos tiempos, superando sin grandes dificultades el radicalismo social y político alimentado por la depresión económica.
Pocos meses antes de estallar la crisis bursátil de Nueva York, el Partido Laborista británico ganó las elecciones (mayo de 1929) y su líder, Ramsay MacDonald, formó gobierno con el apoyo de los liberales. La victoria laborista despertó muchas expectativas sociales, pero la mayoría gubernamental era poco sólida y, en cuanto comenzaron a sentirse los primeros efectos de la crisis y a crecer el número de desempleados, demostró escasa capacidad para compaginar la ayuda a los parados con el recorte del gasto público exigido. En 1930-1931 la crisis sacudió con fuerza a la economía británica: las exportaciones descendieron rápidamente y tanto la balanza comercial como la de pagos arrojaron cifras negativas; la producción industrial cayó al mismo ritmo que fue creciendo el paro, y desde junio de 1931, a causa de la crisis bancaria de Alemania y Austria, se retiró una gran cantidad de capital extranjero de los bancos ingleses, lo que junto al bloqueo de muchas cuentas bancarias británicas en el exterior hizo descender las reservas de oro y puso en peligro la estabilidad de la libra esterlina. La gravedad y la rapidez de la crisis provocaron un duro debate político. Desde la oposición, los «tories» exigieron medidas liberales destinadas al saneamiento presupuestario, es decir, pidieron la reducción de los gastos sociales, mientras que el laborismo se dividió entre quienes aceptaron los planteamientos conservadores como mal menor y quienes preconizaron un aumento de impuestos sobre las grandes fortunas y la intervención del Estado en la economía. Acorralado por las circunstancias, MacDonald dimitió como jefe del gobierno en agosto de 1931, pero el mismo día pactó con conservadores y liberales la constitución de un nuevo gabinete de coalición nacional para combatir la crisis. La pirueta política del líder laborista, que continuó al frente del gobierno, dividió a su Partido: un sector, minoritario, se alineó con él, pero la mayoría consideró el hecho como una traición y pasó a la oposición.
El gobierno de coalición nacional, formado por cuatro ministros laboristas, otros tantos «tories» y dos liberales, decretó inmediatamente el abandono del patrón oro (lo que acto seguido provocó la pérdida de valor de la libra), aumentó los impuestos y redujo considerablemente el gasto social. La conflictividad social no se hizo esperar (motines de los marinos de la flota del Norte por la bajada de salarios, «marcha del hambre» sobre Londres), pero en las elecciones de octubre de 1931 la coalición gubernamental obtuvo una amplia victoria, a la que siguió la formación de un segundo gobierno de coalición nacional que continuó presidido por MacDonald. El nuevo gobierno, en el que dominaban los conservadores, también mayoritarios en el parlamento, actuó con decisión en la economía. Como era de esperar, comenzó reduciendo el gasto público y, de hecho, devaluó la libra, lo que unido a la depreciación del dólar en 1933 facilitó la vuelta de capitales y oro a los bancos ingleses. En contra de la tradición librecambista, incrementó las tasas a la importación, estableció un «sistema de preferencia imperial» con la Commonwealth y, en la misma línea de ruptura con aspectos del pasado, adoptó un amplio conjunto de medidas intervencionistas: lanzó una campaña de consumo de productos británicos, con el eslogan: «Buy British»; aprobó créditos blandos para la industria y favoreció la concentración de empresas mineras y siderúrgicas, dos sectores especialmente afectados por la crisis; concedió subvenciones a determinados productos agrarios (trigo, remolacha azucarera, ganadería), estimuló la construcción de viviendas y desarrolló una política de inversiones especiales en las regiones más deprimidas.
El resultado fue una apreciable recuperación económica. En 1938 la producción agraria había aumentado cerca de un cuarto respecto a 1914 y la industrial superaba a la de 1929 en un 30%, a pesar de las muchas disparidades regionales y sectoriales. No fueron tan buenos, sin embargo, los resultados en el comercio exterior, cuyo volumen no llegaba a ser la mitad del de 1929, pero continuaba siendo considerable, pues representaba el 13% del comercio mundial. El mercado interior, sin embargo, experimentó una recuperación notable, gracias, sobre todo, al aumento de la capacidad adquisitiva de la población. En cuanto a la lucha contra el paro, el éxito era también evidente, pero en 1939 las cifras continuaban siendo preocupantes, pues aún había millón y medio de desempleados (en 1932 superaban los dos millones y medio).
La persistencia del paro y de la acusada desigualdad social (en 1937 todavía el 96% de la riqueza nacional estaba en manos de un tercio de las familias) obliga a matizar cualquier apreciación sobre los avances sociales en el Reino Unido, pero es evidente que durante la crisis se produjo una cierta disminución de las desigualdades como consecuencia de la progresividad de los impuestos, al tiempo que el subsidio de paro tranquilizó a los sindicatos, lo que no significa que desaparecieran las huelgas y las manifestaciones de protesta. En cualquier caso, en general mejoró el nivel de vida del británico medio, favorecido por el incremento del sector terciario y la política de pleno empleo emprendida desde 1936 siguiendo las tesis de Keynes. Síntomas de ello son el crecimiento durante estos años del número de salas de cine, el sistema de vacaciones pagadas para los obreros o la extensión de la lectura popular (en 1935 se creó la editorial «Penguin books», famosa por sus ediciones de bolsillo).
Aunque existen muchos testimonios de rebeldía social, en conjunto los británicos no pusieron en duda durante los años treinta el principio de desigualdad y de jerarquía social y, menos aún, su sistema político, como lo demuestra el hecho de que durante este tiempo la estabilidad política fuera notable y el funcionamiento de las instituciones, normal. De ahí que no lograran audiencia ni el partido fascista creado por Mosley, ni la constitución de un frente popular en 1937-1938 por comunistas y laboristas disidentes. Ajena a los extremismos, la vida parlamentaria siguió marcada por la tendencia dibujada con anterioridad (paulatino declive de los liberales y claro dominio de los conservadores, con los laboristas como segunda fuerza política) y los gobiernos se alternaron de acuerdo con las reglas constitucionales: en 1935 el conservador Baldwin sucedió a MacDonald, y dos años más tarde ocupó la presidencia del gobierno el también «tory» Neville Chamberlain. La normalidad institucional quedó corroborada con ocasión de la crisis dinástica ocurrida en 1936 a causa del matrimonio del rey Eduardo VIII con la divorciada norteamericana Wallis Simpson. La adversa reacción del Partido Conservador y de la iglesia anglicana fue atajada de inmediato con la abdicación del rey a favor de su hermano, Jorge VI, sin que se pusieran en peligro las bases de la monarquía.
Mucho más conflictiva resultó la vida política en Francia, donde, al igual que en Alemania, de la crisis económica se pasó a una crisis social y acto seguido se puso en duda la viabilidad del régimen político. En Francia los efectos de la crisis se experimentaron con posterioridad a los casos vistos. Hasta bien entrado 1931 el país continuó en una situación económica de prosperidad iniciada años antes, basada en un tejido productivo dominado por pequeñas y medianas empresas abocadas al mercado interior, alimentadas por el capital bancario nacional y amparadas en un acusado proteccionismo. Esta estructura económica, anticuada si la comparamos con la británica y la norteamericana, protegió inicialmente a Francia, pero a partir de la devaluación de la libra y del dólar aumentaron los precios franceses, inferiores a los del mercado mundial en un 20% hasta 1931, y el franco quedó de hecho sobrevalorado. Esto dificultó las exportaciones y, a pesar de las medidas proteccionistas vigentes, favoreció la entrada de productos extranjeros en el mercado nacional. Las consecuencias similares a las de todas partes no se hicieron esperar: descenso de la producción agrícola e industrial, sobre todo en los sectores clave y más tradicionales (siderurgia, textil…. Es decir, los que empleaban a mayor número de obreros), disminución de las reservas de oro, balanza de pagos negativa y paro.
El gobierno no realizó esfuerzo alguno por modernizar las estructuras económicas ni optó por devaluar el franco (las dos causas fundamentales de la crisis francesa), sino que se limitó a adoptar medidas puntuales: incremento de las tasas aduaneras para los productos de los países que habían devaluado su moneda y limitaciones a la importación de productos que compitieran con los franceses, control de la superproducción agraria para rebajar sus stocks, prohibición de crear nuevas empresas industriales y, sobre todo, disminución de los gastos públicos. El resultado fue negativo, sobre todo para el mercado interior, cada vez más comprimido, y aunque el coste de la vida descendió en un 20% entre 1930 y 1935, fue más acusada la disminución de la renta, que resultó muy desigual según grupos sociales, pues mientras que la de los agricultores bajó un 59% y la de pequeños y medianos comerciantes e industriales en un 46%, los asalariados sufrieron una merma del 25% y otros sectores sociales, como los pensionistas, jubilados y la burguesía acomodada (desde los profesionales liberales a los propietarios de inmuebles y algunos accionistas de bolsa), mantuvieron sus ingresos o incluso los mejoraron.
Así pues, la primera consecuencia apreciable de la crisis en la sociedad francesa fue su desigual incidencia. Quedaron especialmente perjudicadas las clases medias y entre los asalariados se produjeron importantes diferencias, a pesar de que todos perdieron capacidad adquisitiva. Los obreros industriales, más conmovidos por el paro que por la bajada de sus salarios, hicieron notar que los funcionarios mantenían, a pesar de todo, sus puestos de trabajo y los campesinos protestaron contra los comerciantes, que importaban productos que hacían bajar los precios, y se rebelaron contra los habitantes de las ciudades, que exigían un descenso en el precio del pan. En suma, se exacerbaron los antagonismos de clase, al mismo tiempo que se fue alimentando un clima de descontento generalizado hacia el gobierno, acusado de incapacidad para ofrecer soluciones.
En 1932 se celebraron elecciones. Las ganó el Partido Radical-Socialista, seguido de cerca por el Partido Socialista (SFIO), pero como este último rehusó formar parte del ejecutivo, los radicales tuvieron que asumir la responsabilidad de gobernar en minoría parlamentaria. Hasta 1934 los sucesivos gobiernos presididos por radicales fueron totalmente ineficaces debido a las divergencias con los socialistas sobre la política económica a seguir (mientras el gobierno optó por medidas deflacionistas, de acuerdo con los deseos de los medios financieros influyentes, los socialistas propugnaron el aumento del poder adquisitivo de la población), la conflictividad social y el estallido de varios casos de corrupción que afectaron a políticos destacados del Partido Radical, incluso a algunos ministros. La embestida contra el gobierno fue general. La derecha moderada lanzó acusaciones de corrupción, los sectores de extrema derecha (entre ellos «Action Francaise» y otros grupúsculos émulos del fascismo italiano) abogaron por el fila de la república parlamentaria y el establecimiento de un poder fuerte, y desde la izquierda se criticó la política económica y la ineficacia del ejecutivo. En este ambiente de completo desprestigio no sólo del gobierno, sino también de la vida parlamentaria (al obstáculo parlamentario de los proyectos gubernamentales se debió en muchas ocasiones la ineficacia del ejecutivo), el presidente de la República encargó al radical Daladier, con fama de enérgico e íntegro, la formación de un nuevo gabinete. El 6 de febrero de 1934, cuando Daladier pretendía obtener el respaldo del parlamento, los grupos de extrema derecha, apoyados más o menos directamente por la derecha parlamentaria, organizaron un acto de protesta en París que originó graves disturbios y se saldó con una quincena de muertos y varios centenares de heridos. Los partidos de izquierda interpretaron el hecho como un intento de golpe de Estado del fascismo francés para acabar con la república parlamentaria, y aunque no parece que existiera de forma expresa tal intención, el acontecimiento sirvió para unir a la izquierda, con el objetivo de salvar los valores republicanos y las libertades, es decir, como ha puesto de relieve Zeev Sternhell, mantener la herencia racionalista y universalista de las Luces (la Revolución Francesa) frente a la nueva cultura fascista.
La táctica del «Komintern», en este tiempo, de impulsar la unión de los comunistas con el socialismo y los grupos burgueses democráticos para frenar el ascenso del fascismo coadyuvó a producir un giro político. En julio de 1934 el Partido Comunista francés firmó, a iniciativa suya, un acuerdo de unidad de acción con los socialistas, al que el año siguiente se unió el Partido Radical. El 14 de julio de 1935 (la fecha está, evidentemente, escogida), medio millón de manifestantes, encabezados por el comunista Thorez, el socialista Blum y el radical Daladier, ratifican la unidad en París. Acto seguido se adhieren los sindicatos y se elabora un programa común, en realidad muy moderado, para concurrir a las elecciones de 1936, con el lema «Pan, paz, libertad». El Frente Popular («Front Populaire») así constituido gana las elecciones de 1936, y como los socialistas han conseguido el mayor número de diputados, se constituye nuevo gobierno presidido por su dirigente Léon Blum, en el que participan también los radicales, mientras que los comunistas lo apoyan, sin formar parte de él.
El primer problema al que debe hacer frente el nuevo gobierno es la oleada de huelgas. Esta movilización, alentada por la victoria del Frente Popular, tenía como objetivo presionar para nacionalizar la industria militar y mejorar las condiciones salariales y laborales. El resultado fue positivo para los obreros: el gobierno consigue que patronal y sindicatos reconozcan los derechos sindicales, la negociación colectiva y un ligero aumento de los salarios (acuerdos de Matignon) y posteriormente aprueba la limitación de la semana laboral a 40 horas y vacaciones pagadas durante quince días. En los meses sucesivos se adoptan varias medidas para hacer frente a la crisis económica: elevación del precio del trigo, control de la banca, nacionalización de la industria de guerra. Los resultados no son espectaculares y, aunque la patronal y la derecha acusan al Frente Popular de iniciar una revolución social, las reformas son en realidad muy moderadas y no cambian la estructura capitalista del país, ni tal era la intención de Léon Blum. Sin embargo, entre las masas de trabajadores se suscita un gran entusiasmo, pues por primera vez se sienten atendidos por los poderes públicos.
Los efectos de la política reformista del Frente Popular no se dejaron esperar. Los capitalistas trasvasaron su dinero a Suiza y comenzó a desestabilizarse el franco hasta obligar a su devaluación; los precios subieron como consecuencia del aumento de salarios y el incremento de la inversión en la industria armamentística (una medida de precaución ante la conflictividad internacional marcada por la guerra en España y la presión de los países fascistas), y debido a la reducción de jornada, disminuyó la producción. Ante el evidente fracaso económico, Léon Blum anuncia en 1937 la paralización de la política de reformas, decisión que no sirve para apaciguar el creciente descontento de sindicatos y partidos de izquierda ni tampoco, por la otra parte, para ganarse la confianza de los empresarios y poner fin a la huida de capitales. Al contrario, la extrema derecha comienza una campaña de opinión sumamente violenta contra el Frente Popular, el antisemitismo se recrudece (Blum y varios miembros de su gobierno son de origen judío), se crean partidos auténticamente fascistas, como el Partido Popular Francés, y prosiguen las huelgas y las críticas al gobierno desde la izquierda. Desde finales de 1936 Francia queda dominada por un clima de guerra civil que anuncia el fin del Frente Popular, aunque no es ésta la razón fundamental de su disolución, sino la defección de las clases medias (Berstein y Milza, 1996, 292). El Partido Radical, principal exponente de los intereses de este grupo social, niega su apoyo al gobierno y Léon Blum se ve obligado a dimitir. A partir de ahora el gobierno queda en manos de los radicales, quienes se apresuran a abandonar la política reformista y se alían con la derecha moderada. La autorización a sobrepasar las 40 horas semanales, que se habían convertido en una especie de símbolo del Frente Popular, y la concesión de prioridad absoluta al rearme marcaron el fin del Frente Popular. Tras un breve paso de Léon Blum de nuevo por el gobierno, saldado en fracaso (duró menos de dos meses), los radicales, con Daladier al frente, se unieron a la derecha e incluyeron a representantes suyos en el gobierno (el más notable fue Paul Reynaud, ministro de Hacienda). El Frente Popular quedaba extinguido, al tiempo que la patronal se acercaba al ejecutivo. Pero la gran preocupación política de 1938 era distinta a la de los años anteriores; ahora eran las ambiciones expansionistas de Hitler lo que ocupaba la atención. Se trataba de preparar a Francia para una guerra que resultaba a todas luces inminente. La crisis política interna, por tanto, quedó superada en gran medida por los acontecimientos internacionales, aunque había quedado demostrado que en la sociedad francesa existía un amplio soporte a los planteamientos nacionalistas, xenófobos y antiparlamentarios propios del fascismo, como se vio poco después en el apoyo recibido por el régimen de Vichy y la extensión del colaboracionismo con los alemanes.
En el orden económico, Francia salió de la década de los años treinta sin haber recuperado el nivel de actividad de 1929 y con una patente carencia de capital para invertir, aunque gracias sobre todo a la política armamentística de los últimos años se había incrementado la producción industrial y el paro había descendido. En el político, era evidente que el régimen, la III República, difícilmente podría subsistir.