8.3. Una nueva oleada descolonizadora: África ante su independencia

La descolonización de África no se produjo de forma generalizada hasta principios de los años sesenta, con más de una década de retraso respecto a Asia. Cuando en 1955 se celebró la Conferencia de Bandung, los únicos países africanos independientes eran Etiopía, Egipto, Liberia, Libia y la República Surafricana. Poco después conseguirían la independencia Marruecos (1956), Túnez (1956) y Ghana (1957). Al contrario que en Asia, donde la Segunda Guerra Mundial había tenido consecuencias irreversibles en las viejas estructuras coloniales, en el África negra el final de la Guerra Mundial trajo consigo lo que algunos historiadores han definido como una segunda colonización, realizada según una concepción más moderna y sutil de la dominación colonial: desarrollo de una agricultura intensiva por colonos blancos, inversión en infraestructuras y planificación social y demográfica a cargo de las élites coloniales (Ranger, 1998, 269-270).

Esta segunda colonización ensayada en los años cuarenta y cincuenta pretendía en parte compensar la pérdida de las colonias asiáticas dando un sesgo científico a la explotación de los recursos naturales del África negra. Pero la dinámica descolonizadora emprendida tras la Guerra Mundial, amparada por la doctrina de las Naciones Unidas y reforzada por la Conferencia de Bandung, no tardó en llegar al África subsahariana. En los años cuarenta y cincuenta, se habían desarrollado numerosos movimientos políticos y culturales de carácter autóctono, algunos con ramificaciones en las metrópolis, en los que germinaba una conciencia nacional y al mismo tiempo panafricana: el Frente Nacional Tunecino (1947), el Bloque Democrático Senegalés (1948), la Federación de Sindicatos Obreros de Sudán (1950), el Partido Democrático Guineano (1952), la Asociación Musulmana de Estudiantes Africanos (Senegal, 1954), la Conferencia de Escritores y Artistas Negros (París, 1956) o el Movimiento Socialista Africano, reunido en Dakar en 1957 (Espinet, 1999). De estos y otros movimientos surgieron las minorías nacionales que habrían de impulsar y dirigir la marcha de África hacia su emancipación. Paradigma de esta efervescencia político-cultural que precedió a la independencia es la figura de Léopold Sédar Senghor, poeta en lengua francesa, diputado socialista en la Asamblea Nacional francesa en 1946, presidente de Senegal entre 1960 y 1980 y miembro de la Academia francesa. Creador, con A. Césaire y L. Damas, del concepto de «negritud», que definió como una «suma total de valores culturales del mundo negro-africano» integrada en el viejo ideal de la reconciliación universal de las razas, Senghor representa el ejemplo más logrado de fusión de las corrientes más universales y progresistas de la cultura occidental con la aspiración de los pueblos africanos a labrarse su propio destino.

Con excepción de la República Sudafricana, que accedió tempranamente a la independencia a través de lo que podría denominarse la vía criolla —hegemonía de una poderosa minoría blanca emancipada de la metrópoli—, la primera colonia del África negra en constituirse en Estado fue Ghana —antigua Costa de Oro, situada en África occidental, primer productor de cacao del mundo—, que obtuvo la independencia de Gran Bretaña en 1957. El carácter pacífico de su transición hacia la independencia, la puesta en marcha de un ambicioso plan de modernización, simbolizado en el proyecto de aprovechamiento hidroeléctrico del río Volta, y el carisma de su líder, Kwame Nkrumah, hicieron de Ghana un modelo de descolonización que, dentro y fuera de África, fue seguido con gran simpatía. Un caso parecido, en el África francófona, fue el de Guinea-Conakry y su líder Sékou Touré, presidente del país desde su independencia, en 1958, hasta 1984. Formado en Occidente, como Nkrumah y Senghor, Touré buscó en seguida, como otros dirigentes africanos, el apoyo económico y político de la Unión Soviética, que, tanto por razones geoestratégicas como por su sintonía ideológica con los nuevos líderes del continente, mostró el mayor interés en fomentar las relaciones con aquellos Estados. El ejemplo de Ghana y Guinea se extendió inmediatamente al resto del África subsahariana, de tal forma que sólo en 1960 surgieron en el subcontinente dieciséis nuevos Estados soberanos, la mayoría en el centro y Oeste de África. A esta ya amplia nómina se incorporaría en 1961 la República de Tanganika, rebautizada como Tanzania tras la incorporación a ella de la isla de Zanzíbar en 1964 y presidida desde su fundación hasta 1985 por Julius Nyerere.

Nyerere se convirtió muy pronto en uno de los símbolos de la nueva conciencia colectiva del África negra tras la descolonización. Promotor destacado de la Organización para la Unidad Africana (OUA), creada en 1963, fue el artífice de un modelo económico original, superador de las viejas estructuras tanto tribales como coloniales, que podría describirse como un socialismo de tipo ruralista y descentralizado, paradigma de lo que luego se conoció como socialismo africano. Sus principios teóricos quedaron definidos en la llamada declaración de Arusha, que fue presentada en 1967 en esta ciudad del Norte de Tanzania, y en la que se abogaba por la propiedad y explotación colectiva de la tierra. El núcleo vertebrador de este modelo de gestión era la «ujamaa, una comunidad rural de tipo cooperativo que adoptaba las principales decisiones de carácter económico. Aunque el régimen político de Nyerere —régimen de partido único: el «Tanganyka African National Union« (TANU)— mantenía excelentes relaciones con el bloque soviético, el socialismo tanzano tenía poco que ver tanto con la concepción estatalista e industrialista al uso en los países del socialismo real, como con el socialismo islámico imperante en algunos países árabes. Sus problemas de funcionamiento, derivados de la resistencia de la población rural a abandonar el nomadismo y las pequeñas explotaciones agrarias para integrarse en las «ujamaas, lastraron durante mucho tiempo el desarrollo de la economía nacional y acabaron persuadiendo a las autoridades tanzanas de la necesidad de una revisión a fondo del sistema, que en los años ochenta se fue flexibilizando y abriendo progresivamente a la inversión extranjera.

Algunos de estos nuevos países sufrieron muy pronto los riesgos de la balcanización del continente, advertidos ya por Senghor en sus críticas a la política colonial francesa (Betts, 1991, 122). Había además contradicciones flagrantes entre la realidad social, económica y cultural heredada de la colonización —empezando por una arbitraria delimitación de sus fronteras, que imponía una convivencia forzada entre etnias y tribus rivales— y los modelos de modernización adoptados por los líderes de la independencia, la mayoría de los cuales, educados en países europeos, vivía su relación con la cultura occidental con una mezcla de atracción y rechazo. Para estas nuevas élites autóctonas, Occidente representaba la vieja dominación colonial, pero también un modelo de progreso y desarrollo —para la mayoría, el único posible— que pasaba ineludiblemente por la construcción de un Estado-nación. Las frecuentes crisis internas que, en forma de golpes de Estado, guerras civiles o guerra de guerrillas, padecieron muchos de estos países frustraron un proyecto de modernización que requería tiempo, estabilidad y cooperación exterior. La descapitalización llevada a cabo por las antiguas metrópolis —como Francia en Guinea-Conakry—, los intereses estratégicos de las grandes potencias en el contexto de la Guerra Fría y la lucha por el poder desatada entre facciones rivales, trasposición en la mayoría de los casos de viejas rivalidades étnicas, generaron un círculo vicioso de corrupción, inestabilidad, miseria y dictadura militar muy difícil de romper. En este sentido, si Kwame Nkrumah se erigió, desde su acceso pacífico a la presidencia de Ghana, en ejemplo a seguir por muchos dirigentes del África negra, su destitución en 1966 por un golpe de Estado militar, mientras se encontraba de visita oficial en Vietnam del Norte, marcó una pauta que sería habitual en la política interior de muchos Estados africanos a lo largo de los años siguientes.

Los casos más traumáticos en la descolonización africana fueron Argelia y el Congo belga. La independencia de Argelia en 1962 estuvo precedida de ocho años de guerra civil en la que el ejército colonial francés, con el apoyo de la numerosa población blanca residente en la zona —los célebres «pieds noirs—, sostuvo una lucha sin cuartel contra el Ejército de Liberación Nacional argelino, brazo armado del Frente de Liberación Nacional (FLN). La tenaz resistencia del FLN y las atrocidades cometidas en el curso de la guerra dividieron a la opinión pública francesa y provocaron una grave crisis política en la metrópoli, que se saldó con el fin de la IV República y el regreso al poder del general De Gaulle (1958). Más de doscientos mil musulmanes y 30 000 franceses perdieron la vida en acciones militares o represivas, aunque algunas fuentes elevan la cifra total de víctimas hasta el medio millón. En cuestión de unos meses, De Gaulle, convertido en presidente de la V República, pasó de defender ardorosamente una Argelia francesa a sopesar otras posibilidades, como la autodeterminación de la colonia. Este cambio de actitud provocó un intento de sublevación del alto mando militar francés en Argelia y la creación por algunos militares disconformes del grupo terrorista «Organisation de l'Armée Secrète (OAS), que cometió numerosos atentados terroristas antes de su desarticulación. Tras la firma de los acuerdos de Évian entre el gobierno francés y el FLN, en julio de 1962 la antigua colonia obtenía la independencia mediante un referéndum popular. Mientras un millón de franceses, judíos y «harkis —musulmanes al servicio de la administración colonial— abandonaban el país, pese a las garantías ofrecidas por los acuerdos de Évian, en Argelia se ponía en marcha un proceso constituyente que se vio enturbiado por la división interna del FLN, columna vertebral del nuevo régimen. Tres años después, en junio de 1965, un golpe de Estado derrocaba al presidente Ben Bella, líder de la izquierda del FLN, e instauraba una República presidencialista con el antiguo ministro de Defensa, Huari Bumedian, como presidente del Consejo de la Revolución.

En el Congo belga, el proceso que llevó a la independencia fue mucho más rápido que en Argelia, aunque igual de turbulento. Esta extensa región del África central era la más rica en recursos naturales del continente —sobre todo, en minerales— y estuvo sometida a una intensa explotación por parte de grandes compañías occidentales. A cambio, la administración belga y el capital privado construyeron una amplia red de infraestructuras, que incluía transportes, comunicaciones, escuelas y hospitales. Algunos datos anteriores a la descolonización colocaban al Congo belga en niveles de desarrollo muy por encima de la media del continente: 560 camas hospitalarias por 100 000 habitantes; 42% de población alfabetizada. En contraste con estas cifras, ni un solo ingeniero, médico o alto funcionario era congoleño. A diferencia de otros países africanos, la alternativa al sistema colonial, articulado en torno a una emergente élite autóctono, estaba muy poco desarrollada.

En plena expansión económica de la colonia, cuyo índice de producción industrial aumentó de 118 a 350 en diez años (1948-1958), un alto funcionario belga, el profesor Van Bilsen, presentó en 1955 un plan para la emancipación política del territorio en el plazo de treinta años. El despertar de una conciencia nacional en ciertos sectores de la población, patente en la creación del Movimiento Nacional Congoleño de Patrice Lumumba (1957), la puesta en marcha del plan Van Bilsen y, muy pronto, el ejemplo de la independencia de Ghana y Guinea-Conakry aceleraron los acontecimientos de tal forma que la política reformista del gobierno belga se vio inmediatamente desbordada. En enero de 1959 estallaban los primeros incidentes en la capital, Leopoldville. Del proyecto de una autodeterminación a largo plazo se pasó a la improvisación y al caos. A principios de 1960, en plena oleada descolonizadora, el gobierno belga optaba por conceder la independencia a la antigua colonia, con fecha de junio de ese año. Múltiples factores, sin embargo, concurrían para que con la independencia la situación se agravara hasta extremos inconcebibles. De un lado, la dificultad de establecer un Estado unitario, según el modelo occidental, en la región de África en la que se daba la mayor disparidad de etnias y pueblos, en general, hostiles entre ellos. De otro lado, los intereses de las compañías mineras occidentales, que pretendieron consolidar su posición de dominio azuzando la secesión de una parte del territorio —el autoproclamado Estado de Katanga, el más rico de la zona— y reclutando mercenarios blancos para luchar contra el nuevo gobierno central con sede en Leopoldville. Por último, los dos bloques contendientes en la Guerra Fría tuvieron un papel activo en favor de aquella facción supuestamente más afín: mientras el gobierno congoleño, presidido por Patrice Lumumba, contaría con el apoyo de la URSS y de Cuba, Bélgica y Estados Unidos —estos últimos, obsesionados con el riesgo de una nueva Cuba en el corazón de África-jugaron la carta de la secesión katangueña, encarnada en Moisé Tshombé. El propio director de la CIA, Allen Dulles, en un telegrama al responsable de la agencia en el Congo, calificó la eliminación de Lumumba como un «objetivo urgente y primordial» (Powaski, 2000, 164).

El resultado de todo ello fue una encarnizada guerra civil con una amplísima repercusión internacional. La detención y el posterior asesinato de Lumumba, por los hombres de Tshombé (enero de 1961), además de consagrarle como símbolo del panafricanismo y del movimiento de países no alineados, acabó por decantar a la ONU en favor de una intervención, que se tradujo en el envío de una fuerza pacificadora formada por 18 000 cascos azules. El plan de reconstrucción diseñado por el secretario general de la ONU, el birmano U Thant, supuso el fin de la secesión de Katanga (1963), la retirada de los cascos azules (1964) y una precaria pacificación de la zona. En 1965, un golpe militar llevó al poder al coronel Mobutu, que estableció un régimen pro occidental, de tipo autocrático, y que en 1971 le dio al país el nombre de Zaire.

El destino de África en los años siguientes queda expresivamente reflejado en algunos datos. Entre el comienzo de la descolonización y el año 1968 se contabilizaron sesenta y cuatro golpes de Estado. En 1975, veinte de los cuarenta y un Estados soberanos eran gobernados por regímenes militares (Johnson, 1985, 104). Las guerras civiles o entre naciones adquirieron igualmente, como los golpes de Estado o las hambrunas, un carácter endémico. Entre las grandes catástrofes que ensombrecieron la independencia africana sobresale la guerra que entre 1967 y 1970 mantuvieron Nigeria y la República secesionista de Biafra, un conflicto parecido al que vivió el ex Congo belga, saldada con un millón de muertos. Cuando se aducen estos hechos para cuestionar, desde una óptica occidental, la viabilidad de la descolonización o su carácter prematuro, a menudo se olvida la responsabilidad de las antiguas metrópolis y de las grandes potencias en la inestabilidad y el empobrecimiento de aquellos países.