10.2. El fin de la distensión

La distensión había entrado en crisis, como se recordará, en la fase terminal del mandato de Carter. El triunfo de Reagan en las elecciones de 1980 fue la mejor prueba del fracaso de la administración demócrata en su forzado intento de liderar el cambio en la política exterior que parecía reclamar el electorado norteamericano. La llegada de Reagan a la presidencia de Estados Unidos resultó, sin duda, un factor determinante en el recalentamiento de las relaciones Este/Oeste, pero el ex actor de Hollywood no fue el único valedor de la nueva política de confrontación. Con Margaret Thatcher como «premier» británica y Helmut Kohl en la cancillería de la RFA desde 1982, la línea dura de la Alianza Atlántica tenía garantizado el apoyo de los dos países europeos más importantes en el sistema defensivo occidental. Sin olvidar el cambio que supuso el nombramiento como Papa, en 1978, del cardenal polaco Carol Wojtyla con el nombre de Juan Pablo II. La Iglesia Católica ponía fin de esta forma a su propia distensión y recuperaba, también ella, un discurso radicalmente anticomunista que no se recordaba desde los años cincuenta.

El nuevo estilo de la administración Reagan se pudo comprobar muy pronto y en muy distintos escenarios. En Centroamérica, la aplicación de la vieja teoría del dominó la creencia de que la instauración de un régimen pro comunista empujaría a los países vecinos en la misma dirección llevó a Estados Unidos a volcarse en apoyo de los gobiernos afines, como los de El Salvador, Honduras y Guatemala, y a lanzar una guerra no declarada contra el gobierno sandinista de Nicaragua, de cuyo derrocamiento hizo uno de sus máximos objetivos. La invasión de la isla de Granada en 1983 para evitar un supuesto golpe izquierdista demostraba que el gobierno norteamericano no se arredraba ante el uso de la fuerza en caso de considerarlo necesario. De ahí, y de la adopción de algunas medidas de dudosa legalidad la financiación de la contra nicaragüense, por ejemplo vendrían los problemas de Reagan ante un Congreso en el que los republicanos carecían de mayoría, y los demócratas exigían un mínimo respeto a las formas legales, aunque la mayoría demócrata concepto siempre relativo y fluctuante en la tradición parlamentaria de Estados Unidos no impidió que se llevaran a término las líneas generales de la política exterior de Reagan.

Pero el principal escenario de confrontación entre los dos bloques seguía estando en Europa y en el Mediterráneo. En el antiguo Mare nostrum confluían varios conflictos interrelacionados: la prolongación meridional del frente europeo de la Guerra Fría; el problema, siempre latente, de Oriente Medio, que registró a principios de los ochenta un nuevo episodio bélico la invasión del Líbano por Israel en 1982; y, muy especialmente, el problema que para el bloque occidental supuso la difusión en la zona de los principios de la Revolución islámica, encarnada desde 1979 por el Irán de Jomeini, líder espiritual y político de amplios sectores de población en los países árabes. La larga guerra sostenida entre Irak e Irán (1980-1988) sería consecuencia de viejos litigios entre ambos países, pero también del afán de liderar el mundo árabe desde postulados contrapuestos: el panarabismo iraquí, representante de un socialismo árabe de corte estatalista y laico, y el panislamismo iraní, caracterizado por una concepción teocrática y visionaria del destino de los pueblos islámicos. El apoyo occidental al gobierno iraquí de Sadam Husein demuestra el temor de Estados Unidos y de algunos países europeos a la propagación de los principios radicalmente antioccidentales del «ayatollah» Jomeini, no muy distintos, por otra parte, de los que venía exhibiendo el régimen libio del coronel Gadaffi, otra de las bestias negras de la administración de Reagan.

La inquietante evolución que, para los intereses occidentales, estaba siguiendo el mundo árabe no impedía, sin embargo, que en el cambio de década Europa reclamara urgentemente la atención de las dos superpotencias. Heredero de una situación ya degradada, el presidente Reagan sostuvo desde el principio de su mandato una dura pugna con la URSS sobre el equilibrio de fuerzas en Europa, alterado por la aparición de nuevos ingenios nucleares no previstos en los acuerdos de desarme. Tras la decisión soviética de instalar misiles SS-20 en Europa orienta], Reagan amenazó con el despliegue de misiles Pershing II, de 1800 km de alcance, y misiles de crucero, de 2500 km de alcance y gran precisión. En noviembre de 1983, el rechazo soviético a la opción cero propuesta por Estados Unidos como forma de restablecer la paridad nuclear retirada de los SS-20 y no instalación de los nuevos misiles occidentales llevó al presidente Reagan a ordenar el despliegue en Europa occidental de los llamados euromisiles, pese al rechazo y la movilización de amplios sectores de la izquierda europea. De todas formas, por esas fechas la escalada armamentista se encontraba ya en una fase superior. En marzo de 1983, Reagan anunciaba el proyecto militar y tecnológico más audaz de su mandato: la Iniciativa de Defensa Estratégica, también conocida por su acrónimo (IDE o DSI, en inglés) y muy pronto popularizada con el nombre de Guerra de las Galaxias.

La Iniciativa de Defensa Estratégica refundía viejos proyectos militares para el desarrollo de sistemas antimisiles y para el aprovechamiento militar del espacio, aspecto clave, por otra parte, de la carrera espacial entre la URSS y Estados Unidos desde el lanzamiento de los primeros satélites artificiales. El plan propuesto por Reagan pretendía crear en el espacio una gran coraza antimisiles, dotada de cañones láser y detectores de energía cinética, capaz de proteger el territorio norteamericano de un ataque nuclear soviético. El proyecto de IDE, retomado años después por el presidente Bush hijo, ya fuera del contexto de la Guerra Fría, supuso un gran golpe de efecto de la política de defensa norteamericana y un indudable éxito propagandístico para Reagan, que apostó resueltamente por tina puesta en escena espectacular pronto reflejada en la identificación de la IDE con el film más popular de los setenta de la buena nueva que pretendía transmitir al pueblo americano, que no era otra que la recuperada supremacía mundial de Estados Unidos y su condición de fortaleza inexpugnable. Pero la Guerra de las Galaxias planteó desde el principio serias dudas sobre su viabilidad tecnológica y alto coste económico (26 000 millones de dólares de dotación entre 1985 y 1989), además de provocar el rechazo de una buena parte de la comunidad internacional. Mientras los aliados occidentales se veían fuera del paraguas protector de la IDE y, por tanto, condenados a sufrir en exclusiva un posible ataque soviético, la URSS, que calificó el plan como contrario a los acuerdos SALT, temía quedar a merced del potencial atómico norteamericano, pues la IDE dejaba virtualmente obsoleto su propio arsenal nuclear. En hipótesis, la invulnerabilidad de una de las dos superpotencias hubiera significado la ruptura del principio de destrucción mutua asegurada en el que, de forma tan temeraria como eficaz, se había basado la disuasión entre los dos bloques. A partir de ahí, o la Unión Soviética realizaba un ingente esfuerzo tecnológico y económico para recuperar su capacidad de destrucción o podía dar la Guerra Fría por perdida.

La Guerra de las Galaxias tuvo también numerosos detractores en Estados Unidos, tanto por su elevadísimo coste financiero, como por las dudas existentes sobre su eficacia final. El presidente del prestigioso Instituto Tecnológico de Massachusetts y ex asesor científico de la Casa Blanca, Jerome Weisner, formuló a este respecto una crítica de gran calado: suponiendo que el nuevo sistema defensivo alcanzara, como sostenían sus artífices, una eficacia casi milagrosa y pusiera fuera de combate al 95% de las armas nucleares soviéticas, no podría impedirse que el 5% restante destruyera todo el planeta (cit. Kort, 1998, 78). Fuera o no viable el proyecto, su utilidad como elemento de presión sobre la URSS y como arma propagandística parece fuera de toda duda. La IDE fue, sobre todo, la punta de lanza de una política de rearme con la que Estados Unidos pretendía, por una parte, ablandar la posición de firmeza que su adversario mantenía en las negociaciones bilaterales y, por otra, obligar a la Unión Soviética a un esfuerzo económico suplementario para seguir el ritmo vertiginoso que Estados Unidos había imprimido a la carrera de armamentos.

La razón última de la Guerra de las Galaxias y la causa por la cual su viabilidad tecnológica era hasta cierto punto secundaria se encuadraba, pues, en un viejo escenario diseñado por los estrategas norteamericanos desde mucho antes de la llegada de Reagan al poder: el convencimiento de que, a la larga, la economía soviética no soportaría el coste de la carrera de armamentos. En palabras de un miembro del «staff» militar de Reagan, la IDE «sería una dura prueba para los recursos tecnológicos e industriales de los soviéticos, que se encontraban ya muy agobiados» (cit. Powaski, 2000, 304).

Los acontecimientos posteriores indican un cierto cambio de actitud en las autoridades de la URSS, antes incluso del nombramiento del reformista Gorbachov como líder soviético. A principios de 1984 año electoral en Estados Unidos se vieron los primeros indicios de un posible restablecimiento del diálogo entre las dos superpotencias, a pesar de que ese mismo año los países comunistas decidieron boicotear los juegos Olímpicos de Los Ángeles. Sin embargo, a lo largo de aquel año, el presidente Reagan mostró gran interés en dar ante su electorado una imagen equilibrada entre la firmeza y la moderación, con algún que otro gesto en favor de la negociación con la Unión Soviética. Las entrevistas entre Reagan y el ministro de Asuntos Exteriores Gromyko, en septiembre de 1984, y entre el dirigente soviético y el secretario de Estado Shultz, en enero de 1985, prepararon el camino para un retorno a los cauces de la distensión. Los cambios producidos en la Unión Soviética a partir de 1985 hicieron que la nueva distensión progresara rápidamente y condujera al final de la Guerra Fría en medio del desmembramiento del antiguo bloque comunista.