9.1. Balance de una década
La crisis energética iniciada a finales de 1973 marcó el final de una era de crecimiento y bienestar que alcanzó su cima en los años sesenta, en un momento, como hemos visto, de aguda crisis social y cultural. La herencia de esa década larga que llegaría hasta 1973 combinaría de forma contradictoria multitud de elementos negativos y positivos. La distensión redujo sin duda las posibilidades de una hecatombe nuclear que en 1962 había parecido muy próxima, pero no supuso ni la desaparición de los conflictos periféricos Vietnam, África, Oriente Próximo ni el desarme nuclear de las grandes potencias, sino, como mucho, una ralentización de la carrera de armamentos emprendida al principio de la Guerra Fría. El nuevo orden instaurado por la distensión registró asimismo la ruptura del duopolio nuclear que habían mantenido Estados Unidos y la URSS desde finales de los años cuarenta tras el acceso a la bomba atómica de Gran Bretaña, Francia y China.
Las dos superpotencias llegaron a la década de los setenta en una situación de cierto equilibrio equilibrio asimétrico, como muchas veces se ha denominado que era el resultado del gran esfuerzo de la Unión Soviética por superar su retraso de los años anteriores, por ejemplo, en misiles balísticas intercontinentales (ICBM), de un alcance superior a 5500 kms. En 1972, según fuentes occidentales, la URSS tenía 1618 misiles de este tipo por 1054 de Estados Unidos, que tan sólo ocho años antes cuadruplicaba los efectivos soviéticos, aunque los norteamericanos superaban a sus adversarios en otros capítulos de la política de defensa y estaban prácticamente empatados en submarinos lanzamisiles Polaris (Young, 1991, 14; Droz y Rowley, 1987, 480 y 490). Datos de 1976 indican que la URSS mantenía una clara superioridad en misiles de largo alcance (ICBM), mientras que el número de cabezas nucleares de Estados Unidos doblaba al de sus adversarios. En todo caso, tanto la distensión como el fin de la Guerra de Vietnam permitieron al gobierno norteamericano reducir de forma notable, en términos proporcionales, el presupuesto de defensa, que bajó del 9,0% del PNB al 5,9% entre 1969 y 1975, es decir, entre el momento álgido de la Guerra de Vietnam y el apogeo de la distensión.
Así pues, si algo no cambió tras la crisis de 1973 fue la política de distensión entre los dos bloques, que hacía compatible la permanente, aunque controlada, competencia armamentista entre las dos superpotencias, con la firma de acuerdos políticos, militares o económicos, como el tratado comercial suscrito en octubre de 1972, que convertía a Estados Unidos en principal proveedor de trigo de la Unión Soviética. Por el contrario, el escenario económico, sobre todo en el mundo occidental, sufrió una radical transformación. Las tasas de crecimiento y no digamos de empleo de los años sesenta tardaron mucho tiempo en recuperarse. El PNB había crecido a un promedio anual del 4,3% en Estados Unidos, del 5,1% en Alemania y del 11,4% en Japón, cuyo milagro económico, basado en una mano de obra muy cualificada y disciplinada, en la fuerte aportación del ahorro privado, en el apoyo a la investigación tecnológica y en una altísima productividad, le permitió llegar a la década de los setenta como una de las principales potencias industriales del mundo. En todos los países occidentales, el crecimiento iba acompañado, y era en gran medida la causa, de una baja tasa de paro. En 1970-1971, el desempleo representaba el 4,8% de la población activa en Estados Unidos, el 0,6% en Alemania y el 1,2% en Japón. En Europa Occidental, la tasa media de paro en los años sesenta no superaba el 1,5%, salvo en Italia y Bélgica. No podemos olvidar tampoco la emergencia de ese gigante económico que era la Comunidad Económica Europea, formada hasta la ampliación de 1973 por los seis países fundadores, pero que se había convertido ya en 1965 en la primera potencia comercial del mundo por el volumen de las transacciones intracomunitarias.
El alto nivel de vida alcanzado en esta época por los países desarrollados se apoyaba no sólo en el crecimiento económico, sino también en políticas redistributivas que garantizaban un bienestar mínimo a los sectores más desfavorecidos. Parados, jubilados, enfermos y jóvenes estudiantes sin recursos serían los principales beneficiarios del presupuesto dedicado a gasto social, notablemente reforzado en los últimos años de este ciclo expansivo: entre 1962 y 1973, el gasto social pasó en Estados Unidos del 14,0% al 20,0% del PIB, en Gran Bretaña del 14,5% al 16,5% y en el conjunto de la OCDE del 13,0% al 18,0%. Pleno empleo, fuerte crecimiento económico, alto nivel de consumo y bienestar social son los rasgos más característicos del paisaje socioeconómico propio de la Edad dorada del capitalismo que arranca del fin de la Segunda Guerra Mundial.
Pero en el haber de este período a caballo entre los años sesenta y principios de los setenta deben incluirse también algunas innovaciones tecnológicas cuyos efectos en el sistema productivo y en la vida cotidiana tardaron todavía unos años en percibiese. Aunque, como se vio más arriba, la revolución de las tecnologías de la información tiene sus orígenes más remotos en la Segunda Guerra Mundial, calificada por M. Castells como «la madre de todas las tecnologías», los principales avances se produjeron en los años sesenta y setenta, tanto en medios universitarios y no sólo por parte de los investigadores profesionales, sino también de los propios estudiantes como en los centros de investigación industrial y militar, con el complejo científico de Silicon Valley, California, como principal epicentro. Así, por ejemplo, el primer conmutador electrónico industrial data de 1969. Ese mismo año, la Advanced Research Project Agency, dependiente del Departamento de Defensa, creó una red de comunicación electrónica, ARPANET, que puede considerarse el primer antecedente de la actual Internet. Poco después, en 1971, un ingeniero de Silicon Valley fabricaba el primer microprocesador, casi al mismo tiempo que se iniciaba la producción en serie de fibra óptica. En 1975 se inventaba el microordenador y dos años después empezaba a comercializarse con éxito el modelo Apple II. Mientras tanto, unos estudiantes de la Universidad de Chicago tuvieron la intuición de conectar sus dos ordenadores a través del cable telefónico para intercambiarse información, lo que les convirtió en inventores del módem. No carece de sentido, pues, la afirmación de A. Kaspi de que el famoso complejo militar-industrial, al que aludió Eisenhower en 1961, estaba dejando paso a un complejo universitario-industrial, del que el parque tecnológico de Silicon Valley sería el mejor ejemplo. En ocasiones, no se trataba de un gran hallazgo científico, sino del desarrollo de nuevas aplicaciones o de la simplificación y abaratamiento de sistemas y artilugios ya existentes. Así, el circuito integrado, inventado en 1957, fue mejorado de tal forma a partir de 1959, que en 1962 los precios de los semiconductores habían caído un 85%. Diez años después, la producción la mitad de ella para fines militares se había multiplicado por veinte. En todo caso, los principales factores de la nueva revolución tecnológica capacidad para guardar información y rapidez para transmitirla experimentarían un desarrollo exponencial en los años siguientes, de tal forma que si en 1971 se empaquetaban en un chip del tamaño de una chincheta 2300 transistores, en 1993 cabían 35 millones (Castells, 1997, 66-74 y 386).
De la magnitud de algunos de los cambios producidos al final de la Edad dorada no se tomaría plena conciencia hasta unos años después. Las mutaciones operadas en el orden social y cultural dejarían también una profunda huella, más allá de la apariencia fallida y efímera que tuvieron las convulsiones socioculturales de los años sesenta. La parte más perdurable de aquella revolución fue la que tuvo que ver con la familia, la sexualidad y el papel de la mujer. El desarrollo de un nuevo feminismo, superador del viejo sufragismo de principios de siglo, fue teorizado en los años sesenta por autoras como Betty Friedan («The Femine Mystique», 1963) y Kate Millet («Sexual Politics», 1970). Como tantas otras veces, la existencia de un pensamiento radical de vanguardia iba acompañada de cambios sociales más lentos y modestos, pero de gran calado y en muchos sentidos irreversibles. Es arriesgado atribuir a uno u otro factor desarrollo del movimiento feminista, necesidades del mercado laboral, modelos de vida creados por los «mass media», cambios legislativos la crisis de la familia tradicional y el acceso de la mujer a cotas de igualdad nunca antes conocidas. Algunos datos estadísticos hablan elocuentemente del cambio producido. En Inglaterra y Gales había a finales de los años setenta cinco veces más divorcios que en 1961. Entre 1970 y 1985, en países de tradición católica, como Francia y Bélgica, el número de divorcios por cada mil habitantes se multiplicó por tres. En Estados Unidos, la familia clásica pasó de representar el 44% de los hogares en 1960 a tan sólo el 29% veinte años después. Aunque es difícil generalizar, da la impresión de que la legislación en esta materia legalización de los anticonceptivos, del divorcio, del aborto, de la homosexualidad iba siempre muy por detrás de la demanda social, como lo demuestra el hecho de que hasta 1975 no se aboliera en Italia el código de familia vigente desde la época fascista.
Popularizado sobre todo a partir de los años ochenta, el ecologismo es un movimiento claramente tributario, asimismo, del espíritu de los sesenta, en lo que tuvo de reacción contra los valores dominantes en la sociedad industrial. El ideal romántico de la vuelta a la naturaleza, una de las señas de identidad del movimiento hippy a mediados de la década, se conjugó muy pronto con las necesidades de supervivencia de una sociedad amenazada por los abusos de la explotación industrial del planeta y por los riesgos derivados del armamento nuclear y del uso civil de la energía atómica. Tal es el contexto en el que surgió en 1971 el movimiento Greenpeace, creado en la Columbia británica en protesta contra las pruebas nucleares realizadas por Estados Unidos en Alaska. La crisis del petróleo, la proliferación de las centrales nucleares en parte, como respuesta al encarecimiento del petróleo y sus derivados y la intensificación de la carrera de armamentos en la fase final de la Guerra Fría dieron una enorme popularidad y un marcado sesgo político al movimiento ecologista y ecopacifista, pues la conjunción de las dos causas la defensa de la naturaleza y la lucha contra la guerra parecía casi inevitable, lo mismo que el entendimiento con ciertas corrientes del feminismo. La creación de Les Verts en Francia (1974), el Ecology Party en Gran Bretaña (1975) y Die Grünen en Alemania Federal (1980) el último, pero también el más poderoso e influyente de estos grupos atestigua la dimensión que alcanzó un movimiento capaz de adaptar el discurso contracultural de los años sesenta al cambio de ciclo histórico registrado a partir de 1973.
Por último, el tránsito entre las dos décadas hace ineludible una referencia al terrorismo. No se trata, ni mucho menos, de un fenómeno nuevo. La práctica del terrorismo, y en particular del magnicidio, tiene remotos orígenes históricos, y en la época contemporánea había sido frecuente en movimientos radicales tanto revolucionarios, vinculados sobre todo a la tradición anarquista, como contrarrevolucionarios. La proliferación de grupos y atentados terroristas a partir de los años sesenta tiene causas muy complejas, que, en gran medida, responden a las condiciones específicas de la zona o del país en que se produce el fenómeno. Entre sus desencadenantes está, sin duda, la frustración que el fracaso de los movimientos de protesta de los años sesenta generó en ciertos sectores de la extrema izquierda occidental. Algunos intelectuales contribuyeron a legitimar el recurso a la violencia ante un sistema que había demostrado con creces su capacidad para asimilar cualquier forma pacífica de oposición: «La violencia», había dicho Sartre en pleno mayo del 68, «es lo único que les queda a los estudiantes que todavía no han entrado en el sistema y que se niegan a entrar en él» (cit. Winock, 1997, 565). «Para que esto cambie hay que coger el fusil», había afirmado en un mitin el líder estudiantil Serge July, años antes de convertirse en director del influyente periódico francés Libération (cit. Cohn-Bendit, 1998, 11l). La mística revolucionaria y guerrillera ejemplificada por la Cuba castrista, especialmente por Che Guevara, dio una cobertura doctrinal y sentimental a muchos grupos de la izquierda radical, que no veían otra forma de acabar con el sistema que sacar a relucir ante la población su vertiente más autoritaria y represiva. La cuota de pantalla que sus acciones obtenían en los medios de comunicación era un aliciente más para optar por esta forma de actuación.
Fue así como surgieron las Brigadas Rojas italianas, Acción Directa en Francia, la Fracción del Ejército Rojo alemana también conocida como Banda Baader-Meinhof, el Ejército Rojo japonés, la ETA vasca, el IRA irlandés o el movimiento uruguayo Tupamaro, pues aunque estos tres últimos grupos se habían fundado mucho antes (el IRA en 1919, ETA en 1959 y los Tupamaros en 1963), su apuesta por la estrategia terrorista se produjo o se intensificó a finales de los sesenta. La influencia del modelo maoísta, muy presente en casi todos ellos, resultó decisiva en el peruano Sendero Luminoso, fundado en 1970 con un carácter campesino e insurreccionar y estrechamente vinculado a la personalidad visionaria de su creador, Abimael Guzmán. Hay que recordar, asimismo, que la derrota árabe en la guerra de 1967 llevó a un sector mayoritario de la resistencia palestina a practicar un sistemático hostigamiento terrorista contra Israel, dentro y sobre todo fuera de sus fronteras generalmente en Europa, como forma de extender el conflicto en un radio de acción lo más amplio posible e implicar en él a la opinión pública internacional.
La importancia que adquirió el terrorismo en sus diversos escenarios y manifestaciones puede calibrarse con la fría, y a veces engañosa, precisión de la estadística: de 125 atentados a 831 entre 1968 y 1987, y de 241 víctimas a 2905 (Hobsbawm, 1995, 454). La relación de secuestros aéreos una práctica muy extendida en los años sesenta sería casi interminable. Si el propósito del terrorismo, así reconocido muchas veces por sus partidarios, era provocar en el poder una respuesta represiva desencadenante a su vez de una reacción compulsivo de la población que actuara como detonante de un estallido revolucionario, la perspectiva histórica permite afirmar que, en la mayoría de los casos, el plan terrorista no pasó de su primera fase, y que la espiral de terrorismo y represión nunca desembocó en procesos revolucionarios, sino más bien, como demuestran los casos de Argentina y Uruguay, en todo lo contrario.
La expresión los años de plomo, utilizada en Italia para caracterizar la gran escalada terrorista de los años setenta, puede aplicarse con carácter general a este turbulento período marcado por la violencia de uno u otro signo, pero también por la proliferación de dictaduras militares en América Latina, por la crisis económica y por el derrumbe de algunos de los ideales que habían movilizado a la izquierda en general, y a la juventud en particular, en la década anterior. Las atrocidades del régimen comunista de Pol Pot y sus «Jemeres Rojos» en Camboya, última secuela de la revolución cultural maoísta, contribuyeron también a ensombrecer cierta visión colorista de la revolución y de la historia muy ligada a las revueltas juveniles de los sesenta.