1.3. La fortuna de la democracia liberal

La democracia liberal, consistente en la conciliación del principio de participación de los ciudadanos en la política y el reconocimiento de las libertades individuales, se convirtió a principios del siglo XX en el modelo político a imitar, aunque su extensión geográfica era aún reducida. En 1914 los países dotados de este sistema continuaban siendo aquellos en los que se había implantado durante el siglo XIX, con la añadidura de las posesiones británicas que habían adquirido el estatuto de «dominios». El Reino Unido, Francia y Estados Unidos eran considerados el paradigma de este modelo político, establecido asimismo, con más o menos amplitud, en Italia, Bélgica, Holanda, Portugal, España, Suecia y los «dominios» británicos: Canadá, Unión Sudafricana, Australia y Nueva Zelanda. A finales del siglo XIX se generalizó el convencimiento de que había llegado el momento de democratizar la vida política, idea que caló de modo especial en los medios burgueses y en los sectores más instruidos de la sociedad europea. Una nación no se consideraba moderna, y por tanto en condiciones de alcanzar prestigio internacional, si no disponía al menos formalmente de las instituciones políticas propias de la democracia liberal. Esta tendencia general favoreció la implantación de formas democráticas en aquellos países que gozaban de prosperidad económica pero mantenían regímenes de carácter autoritario, como Alemania, el Imperio Austro-Húngaro y Japón. También en Rusia las escasas clases medias y una parte de la aristocracia intentaron adaptar las estructuras autocráticas a la democracia occidental, pero su propósito se resolvió en fracaso, a pesar de las concesiones formales del zar tras la revolución de 1905. Los países de América Central y del Sur prosiguieron bajo sistemas políticos autoritarios o sólo incipientemente democráticos, y el resto del mundo, es decir, buena parte del planeta, continuó sometido a la dependencia de las metrópolis y no contó en absoluto desde el punto de vista político. No obstante, en los países americanos, donde una aristocracia terrateniente dominaba sobre la masa de campesinos analfabetos, surgieron en estos años minorías progresistas con mentalidad burguesa que lucharon contra los regímenes caudillistas con el objetivo de transformarlos en sistemas democráticos.

A pesar del éxito del modelo, todavía la democracia liberal quedaba circunscrita a aquellos países que habían conocido la revolución industrial y contaban con una burguesía desarrollada y unas clases medias deseosas de tomar parte efectiva en la vida política. Las exigencias de estos sectores sociales obligaron, desde finales del siglo XIX, a profundizar en la democratización de las instituciones y a ampliar los cauces de la participación popular. El sistema democrático liberal, en consecuencia, experimentó un notable avance a comienzos del siglo, aunque al mismo tiempo se manifestaron desequilibraos y signos preocupantes sobre su evolución futura.

La participación política se amplió mediante el establecimiento del sufragio universal masculino, si bien quedó muchas veces desvirtuado en la práctica a causa de manipulaciones múltiples y de las limitaciones de edad para votar (en la mayoría de países sólo tenían derecho a voto los varones mayores de 25 años). Francia contaba con este sistema de votación desde 1848 y en Alemania se estableció, sólo de manera formal, en 1871, pero en la década de los noventa se generalizó por Europa: España en 1890, Bélgica en 1893, Noruega en 1905, la parte austríaca del Imperio Dual en 1906, Suecia en 1909 e Italia en 1912. En el Reino Unido no se implantó este tipo de sufragio hasta 1918, pero la reforma electoral de 1884 había incrementado notablemente la población con derecho a voto. La universalidad del sufragio, con todo, fue muy relativa, pues en general tina tercera parte de la población masculina quedó privada de este derecho, del que además continuaron completamente marginadas las mujeres, es decir, más del 50% de la población real, salvo en Finlandia y Noruega, donde se les reconoció el derecho a votar en 1906 y 1913, respectivamente, y en los «dominios» británicos de Nueva Zelanda (1893) y Australia (1902). Esto propició el movimiento sufragista: la lucha de las mujeres por lograr el derecho al voto. A comienzos del siglo XX el sufragismo adquirió notable presencia en la vida pública de los países más avanzados, gracias al impulso de Emmeline Pankhurst en el Reino Unido y a la constitución por doquier de sociedades femeninas. El movimiento fue objeto de una dura represión policial y muchas de las activistas pasaron con frecuencia por las cárceles. El sufragismo era consecuencia del desarrollo de la sociedad de masas y se sustentaba en teorías surgidas en la segunda mitad del siglo anterior, como la expresada por John Stuart Mill en su libro La sujeción de la mujer (1869), que negaba todo fundamento racional para establecer diferencias legales por razón de sexo.

El mantenimiento de la discriminación legal y profesional de la mujer y la negación de cualquier derecho político a las poblaciones sometidas al dominio colonial son por sí mismas razones de peso para relativizar el avance democrático al que nos referimos. No obstante, éste fue apreciable en los países desarrollados. En todos ellos se ampliaron las libertades formales, sobre todo las de prensa y asociación, lo que permitió una efectiva libertad de expresión y la creación de asociaciones y partidos políticos socialistas, hecho que facilitó la incorporación a la vida política de los obreros, cuyos representantes consiguieron entrar en los parlamentos, aunque en la mayoría de los países en número muy reducido. La vida parlamentaria se hizo cada vez más democrática gracias a la progresiva tendencia a dotar a las cámaras bajas de mayores poderes, en detrimento de los senados o cámaras altas, lugar de dominio exclusivo de las clases aristocráticas tradicionales. Y, ante todo, se ampliaron las funciones sociales y económicas del Estado.

Los Estados impulsaron el sistema público de educación primaria iniciado en la centuria anterior y poco a poco alcanzó notable extensión social y en algunos lugares, como en Francia, gran calidad. No obstante, prosiguió la discriminación, pues la enseñanza secundaria, paso previo para el acceso a los estudios universitarios, tuvo una implantación geográfica muy limitada y continuó mayoritariamente en manos de asociaciones o empresas privadas (en los países con mayoría católica predominaron en este sector las órdenes religiosas). Por consiguiente, sólo llegaron a las universidades los hijos de las familias más acomodadas. Del extraordinario desarrollo de las universidades europeas, sobre todo las alemanas, británicas y francesas, convertidas en auténticos centros del saber, no pudieron beneficiarse directamente los obreros ni la población de clase media con menos recursos, de ahí que los altos cargos políticos y de la administración estatal, así como los cuadros directivos de las grandes empresas y las profesiones liberales socialmente mejor consideradas continuaran ocupadas por los hijos de la alta burguesía y de la aristocracia tradicional. Antes de la Guerra Mundial no hubo, en consecuencia, una renovación cualitativa apreciable en el personal dirigente y por esta razón resultaba en ocasiones muy conflictivo el contraste entre las exigencias de las masas y la disposición de la élite gobernante a atenderlas. Esto explica la virulencia política de la época y la radicalización de determinados sectores de las clases medias, hasta ahora poco problemáticos para los poderes políticos.

El principal temor de los dirigentes provenía de la clase obrera, cada vez mejor organizada gracias a su propia fuerza y a las libertades públicas propiciadas por el sistema. Asimismo se fue haciendo más reivindicativa en materia política. Para contrarrestar esta tendencia, los gobiernos ensayaron, inicialmente, la represión, pero pronto constataron la escasa viabilidad de este procedimiento y optaron por atraerse a la clase obrera mediante la adopción de políticas sociales. En este punto fue pionera la Alemania de la época de Bismarck. Obsesionado por el auge de los socialistas, a quienes atribuía la responsabilidad de los problemas económicos y tildó de antipatriotas por su negativa a votar créditos militares para seguir en los años setenta la guerra contra Francia y por su apoyo a la Comuna de París, Bismarck prohibió en 1878 las publicaciones y grupos declarados socialdemócratas y terminó por disolver todas las organizaciones socialistas. Ante los escasos resultados positivos de esta táctica, en los años ochenta el canciller alemán recurrió a otra más sutil, consistente en impulsar desde el gobierno una legislación social basada en el establecimiento de seguros de enfermedad, accidentes, invalidez y vejez costeados por el gobierno, los empresarios y los propios obreros. Las elevadas cotizaciones y la escasa incidencia de estas leyes en la mejora de las condiciones laborales no impidieron que en Alemania los asalariados continuaran engrosando las filas del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) y de los sindicatos. El pretendido alelamiento de la masa obrera de las organizaciones de clase no dio el resultado apetecido, pero el ejemplo alemán fue seguido de inmediato en otros países. A partir de la década de los noventa, varias naciones europeas promulgan un conjunto de leyes similares a las de Bismarck, con resultados igualmente limitados en cuanto al control de la clase obrera.

La intervención del Estado en materia laboral constituyó, sin embargo, un considerable avance en el proceso de democratización social y, junto a las medidas favorables a la educación primaria, se convirtió en la base de lo que más tarde se conocerá como el «El Estado de Bienestar» («Welfare State» o État-Providence). El Estado asumió, asimismo, un papel creciente en la economía, sin que se llegara todavía a superar las teorías no intervencionistas propias del liberalismo decimonónico. Su participación fue muy activa en lo relativo a la dotación de infraestructuras para las ciudades (transportes urbanos, alumbrado público, suministro de agua), pero en los países más industrializados no se notó de forma especial en el conjunto de la actividad económica. En Alemania, el Reino Unido o Estados Unidos los gastos del Estado antes de la Guerra Mundial no superaron nunca el 10% de la renta nacional. Otra cosa sucedió en aquellos países cuya industrialización comenzaba a cobrar auge en esta época, como Japón y, por diferentes razones, también en el Imperio ruso, donde las inversiones estatales fueron decisivas en casi todos los sectores industriales.

Hasta 1914 los cambios en la función del Estado no fueron, a pesar de todo, excesivos, pero los que se produjeron demostraron que se iniciaba un nuevo tiempo en el que la exigencia de las masas forzaba a los políticos y a las instituciones públicas a atender con más aplicación las necesidades generales y, ante todo, las de las capas sociales menos favorecidas. Los gobernantes no pudieron desentenderse de estas demandas y tuvieron que adaptar a ellas la estructura estatal y la propia organización de la vida política. En todas partes creció el número de funcionarios al servicio del Estado (la burocracia, Objeto de la atención teórica de Max Weber), se ampliaron los presupuestos estatales y, en consecuencia, se elaboraron nuevas leyes fiscales que incrementaron las cargas impositivas sobre las rentas más elevadas, con el consiguiente rechazo por parte de las clases pudientes.

También los partidos políticos experimentaron importantes transformaciones. Los tradicionales partidos de cuadros, formados por la reunión de unos cuantos «notables», resultaron poco operativos para recabar el voto de las masas y se vieron obligados a reorganizarse. En general, adoptaron una estructura central, con ramificaciones territoriales destinadas a captar el máximo número posible de adhesiones. El grueso de la población, cada vez mejor informado (el papel de la prensa resultó decisivo en este punto) constató, a su vez, que las élites tradicionales integrantes de aquellos partidos no representaban adecuadamente sus intereses. Los más activos en esta denuncia fueron los obreros, pero también se generalizó entre las clases medias y entre los «pequeños»: propietarios, comerciantes, industriales, profesionales liberales, etc. Estos últimos se organizaron en grupos de distinta naturaleza, según los países, e incrementaron sus exigencias ante los poderes públicos, recabando una mayor atención hacia los menos favorecidos. No se objetaron las bases fundamentales del sistema (propiedad privada, libertades individuales, representación electoral… ), sino las políticas concretas de los gobiernos. Así surgieron en Europa y también en Estados Unidos los «movimientos radicales». En unos casos se forman partidos políticos, como en Francia, donde el Partido Republicano Radical y Radical-Socialista, creado en 1901, alcanzará el poder y marcará la evolución de la Tercera República hasta 1914; en otros no se pasa de la crítica al sistema, como ocurre con el grupo norteamericano cuyo núcleo radicó en el barrio neoyorquino de Greenwich Village, aunque algunos de sus integrantes derivaron posteriormente hacia el comunismo (es el caso del famoso periodista John Reed).

La transformación política de mayor calado tuvo lugar en el seno del movimiento obrero, a pesar de su división tras las divergencias que acabaron con la Asociación Internacional de Traba adores (la I Internacional, fundada en 1864) y del fracaso político de la Comuna de París. Desde finales de los años setenta, los socialistas habían formado partidos políticos en varios países europeos (en Alemania en 1875, tras la fusión de dos formaciones obreras anteriores, en España y Francia en 1879, en Austria, Suiza y Dinamarca el año siguiente, en Bélgica en 1885 y en Suecia en 1889), pero la auténtica renovación se operó en los años noventa. Una vez superada la dura represión del movimiento obrero subsiguiente a la Comuna, la clase obrera reaccionó frente a las nuevas condiciones económicas y laborales con un espíritu de unidad muy superior al de las décadas anteriores y con mayor conciencia en la lucha por la defensa de sus intereses. En todos los países los socialistas protagonizaron una creciente movilización política, la cual favoreció la unificación de grupos de esta tendencia y fortaleció a los partidos políticos. En 1890, tras la supresión de las medidas de excepción decretadas por Bismarck, se reconstituyó el Partido Socialdemócrata Alemán (SPD), auténtico guía del socialismo internacional en la época. En Francia se tardó más en superar la división, pero en 1905, bajo el impulso de Jaurès, se produjo un reagrupamiento de partidos denominados socialistas en el Partido Socialista Unificado, sección francesa de la Internacional Obrera (SFIO). En Italia se fundó el Partido Socialista Italiano (PSI) en 1892, dos años más tarde se creó el holandés y en 1898 nació el Partido Socialdemócrata Ruso. En el Reino Unido costó trabajo superar la división entre las dos organizaciones socialistas existentes desde los años ochenta: la Federación Socialdemócrata y la Sociedad Fabiana, ambas dirigidas por intelectuales de clase media y con escasa presencia entre los trabajadores. En 1893 se creó un partido político compuesto mayoritariamente por obreros (el «Independent Labor Party»), que incluyó entre sus objetivos la consecución de la propiedad colectiva de los medios de producción, aunque continuó siendo escasa su presencia en la vida política. En 1906 recibió el apoyo decidido del órgano central de los sindicatos y adoptó la forma definitiva del denominado, desde entonces, Partido Laborista.

Los partidos socialistas se vieron obligados a organizarse de forma diferente a los tradicionales partidos de cuadros, entre otros motivos porque sus candidatos electorales no podían hacer frente por sí mismos a los gastos de las campañas ni cabía esperar las ayudas financieras de empresas o de propietarios acomodados. Fue preciso, por tanto, convertir el partido en una agrupación de masas, tratando de integrar en él un número elevado de personas, las cuales aportarían, mediante una cuota regular, los fondos necesarios para su funcionamiento. Al mismo tiempo se impulsó la educación política de los militantes para paliar las carencias Normativas de la clase obrera. Esta función se desarrolló mediante la organización de reuniones periódicas, destinadas, como ha escrito Maurice Duverger, a potenciar la educación cívica de las masas populares para facilitarles el pleno ejercicio de sus derechos. En suma, de los partidos socialistas surgió todo un movimiento de concienciación popular que incidió de modo determinante en la vida pública de los países, haciéndola más reivindicativa y enriqueciendo el debate.

En vísperas de la Guerra Mundial el ascenso político del socialismo era considerable en toda Europa. En Alemania, el SPD consiguió en las elecciones de 1912 más de cuatro millones de votos y se convirtió en la principal fuerza política del «Reichstag», con 110 escaños. También la presencia socialista en Francia fue considerable en 1914, con 103 diputados. En Italia, el PSI obtiene 59 escaños en las elecciones de 1913, en el Reino Unido los laboristas logran 40 diputados en 1910 y en otros países, aunque en menor número, también los candidatos socialistas consiguen entrar en los parlamentos. El éxito del socialismo no fue exclusivamente europeo. En Australia, Canadá y Unión Sudafricana se constituyeron asimismo partidos socialistas, y en Estados Unidos el «Socialist Party of America» (SPA) triplicó el número de sus afiliados entre 1908 y 1912. En este último año 56 ciudades norteamericanas contaban con alcaldes socialistas y en las elecciones presidenciales, ganadas por Wilson, el SPA obtuvo casi 900 000 votos (el 6% del total).

El éxito electoral y la capacidad de organización del socialismo durante los primeros años del siglo fue, a pesar de todo, relativo y no refleja con exactitud su auténtica fuerza. En general, no resultó fácil a los políticos socialistas ganar el voto de las capas Populares, bien porque éstas continuaran otorgándolo a los partidos liberales más progresistas, bien porque muchos sectores de la clase obrera estaban excluidos por muy diversas razones del derecho de sufragio. Así pues, en los países con democracia liberal los gobiernos continuaron copados por los partidos burgueses, los cuales intentaron adaptarse a las nuevas exigencias de la sociedad de masas y cambiaron sus promesas electorales, incidiendo en la satisfacción de las demandas sociales. Todos los partidos fortalecieron su organización central y establecieron en el ámbito local mecanismos destinados a atraerse a la población. Poco a poco fueron dejando de ser reuniones de notables para transformarse en organizaciones amplias, con un mayor número de afiliados, para los que se organizaban actividades recreativas y culturales y a los que mantenían informados mediante la propia prensa partidista, muy floreciente en esta época.

En los países con democracia liberal el régimen dominante era el «parlamentario», de acuerdo con el modelo establecido en el Reino Unido y Francia. En este sistema la preponderancia corresponde al poder legislativo, ejercido por un parlamento dividido en dos cámaras, una de representación más amplia y la otra (Cámara Alta o Senado) de composición elitista. El parlamento vota las leyes y el presupuesto estatal y otorga su confianza al gobierno, el cual es responsable ante el parlamento y por tanto puede ser depuesto en caso de que la mayoría le retire su confianza. El otro modelo de democracia liberal en la época fue el llamado «de separación de poderes», imperante en Estados Unidos, donde el parlamento no tiene influencia sobre el ejecutivo y viceversa. El presidente no puede disolver las cámaras (Congreso de Representantes y Senado) y éstas carecen de facultades para deponer al presidente salvo en caso de «impeachment», es decir, si el presidente es denunciado por delitos de traición, corrupción u otros importantes contra el Estado. No obstante, en este modelo la separación entre el ejecutivo y el legislativo no es completa, pues el presidente tiene derecho a veto en determinadas leyes y participa en la iniciativa legislativa, es decir, puede sugerir al Congreso la adopción de una ley, aunque sin presentar un proyecto formal, y el Congreso, a su vez, puede presionar al presidente mediante los presupuestos, ya que sólo al Congreso corresponde su aprobación y control.

En el sistema político británico se inspiraron no pocos países, a pesar de que carecía de constitución escrita (elemento considerado imprescindible en todas partes para construir la democracia) y de que mantenía otras peculiaridades en la práctica electoral que lo diferenciaba del resto de las democracias liberales. La ausencia de constitución formal fue sustituida por la relación entre las fuerzas componentes del sistema (corona, parlamento y partidos políticos) de acuerdo con la tradición histórica británica y los principios del liberalismo político. El sistema funcionó de manera satisfactoria y permitió, como en todas partes, el avance progresivo en la democratización de la vida pública, aunque como apunta E. Canales (1999, 228) a un ritmo más lento que en otros Estados. Al comenzar el siglo XX continuaba privada del derecho a voto una gran parte de la población (las mujeres y algo más de un tercio de la población masculina), se mantenía el voto plural, que permitía a los que tenían propiedades en varias circunscripciones votar en cada una de ellas, la Cámara de los Lores dificultaba continuamente las reformas y la alta aristocracia terrateniente, una de las más exclusivistas del mundo, conservaba una amplia presencia en los gobiernos. El tono general de la vida política británica lo marcó el imperialismo, el debate en torno a la autonomía de Irlanda, el permanente conflicto social (en los años anteriores a la Guerra Mundial se sucedieron varias huelgas de gran duración y sumamente reivindicativas organizadas por los sindicatos de mineros, ferroviarios, estibadores y marineros) y el mantenimiento de rígidas costumbres sociales que dieron lugar a una vida cotidiana formalista y muy condicionada por la religión y la tradición (la «moral victoriana»).

Al llegar al siglo la monarquía británica mantenía su prestigio, un tanto deteriorado durante la primera mitad del siglo anterior, gracias a la popularidad de la reina Victoria (1837-1901), a la habilidad en política exterior de su sucesor, Eduardo VII (1901-1910) y a la imagen típicamente británica y al espíritu conciliador de Jorge V (1910-1936). La corona se mostró respetuosa con el parlamento, cuyo período de esplendor coincidió con la segunda mitad del siglo XIX. Las progresivas reformas electorales habían ido diferenciando la composición de las dos cámaras, pues mientras los miembros de los Comunes eran elegidos por un porcentaje creciente de la población y, por tanto, representaban con mayor fidelidad al país, la composición social de los Lores continuaba inalterada (sus integrantes seguían siendo las altas dignidades de la iglesia anglicana y los pares británicos, es decir, aristócratas terratenientes). Así pues, el contraste entre ambas cámaras se fue acentuando y ello provocó continuos choques, saldados finalmente con el triunfo de los Comunes. En 1909-1911, el enfrentamiento mutuo llegó a su apogeo. La causa fue la permanente obstrucción de los Lores a las disposiciones sobre la autonomía de Irlanda, donde eran considerables los intereses agrarios de la aristocracia, y su negativa a votar el presupuesto aprobado en los Comunes, el conocido como «Presupuesto del Pueblo», presentado por Lloyd George, que incrementaba la carga fiscal sobre las rentas más elevadas y las propiedades inmobiliarias. Finalmente, los Comunes se alzaron con la victoria, al conseguir aprobar en 1911 el «Parliament Bill», por el cual los Lores perdieron su derecho a veto permanente, siendo sustituido por un veto temporal de dos años, tras el cual las disposiciones de los Comunes adquirían rango de ley. Ese mismo año se aprobó una remuneración económica para los miembros de los Comunes, lo que facilitó el ejercicio representativo para sectores sociales con escasos recursos personales, hecho que contrastó con el progresivo absentismo de los integrantes de los Lores, más ocupados en la administración de sus posesiones que en la tarea política.

Las dificultades surgidas en su seno hicieron perder cierto protagonismo al parlamento, lo cual benefició a los partidos políticos, la institución más fortalecida, al comenzar el siglo, de las tres que formaban el núcleo del sistema político británico. Los dos grandes partidos, el conservador y el liberal, se adaptaron a las nuevas exigencias derivadas de la creciente participación política y mantuvieron su alternancia en el gobierno (bipartidismo), ofreciendo al electorado un conjunto de reformas y de ideas (orgullo patriótico, defensa del imperio, respeto a la tradición monárquica y liberal británica) que les garantizó su apoyo. El bipartidismo quedó garantizado y superó sin grandes dificultades los intentos en sentido contrario ensayados desde el último tercio del siglo XIX por el Partido Irlandés («Irish Home Rule League»), el Partido Liberal Unionista y, desde 1906, el Partido Laborista. En consecuencia, los conservadores, apoyados en la tradición, la religión anglicana y la libertad económica, se mantuvieron en el poder hasta 1906 liderados por Salisbury y por Balfour. Su mayor preocupación se centró en la política imperial, aunque llevaron a cabo asimismo diversas reformas administrativas. El Partido Liberal quedó reforzado por la integración de un grupo de jóvenes radicales interesados en conciliar las reivindicaciones de las masas con los principios económicos del liberalismo e introdujo la importante novedad de convertir en dirigentes a individuos procedentes de las clases medias: Asquith, jefe de gobierno en 1908-1916, era un simple abogado, y David Lloyd George, la personalidad más relevante del partido, hijo de un maestro de escuela. En el seno de este partido se formó un grupo de intelectuales que intentó crear «un nuevo liberalismo» fundado en la intervención del Estado en la economía y en el desarrollo de una amplia política social a favor de las clases obreras. Gracias al impulso de Lloyd George, quien gozaba de gran predicamento entre los mineros galeses, sus paisanos, durante el gobierno del Partido Liberal se llevó a cabo un importante conjunto de medidas sociales, entre las que destacan el establecimiento de pensiones para la vejez y la mejora de las condiciones laborales de los marineros.

Los cambios en el estilo de la vida política no fueron menos acusados en Francia, donde se consolidó la III República, régimen instaurado en 1875 y que pervivirá hasta la invasión nazi de 1940. Con el comienzo del siglo nacieron los auténticos partidos políticos y la ley de asociaciones de 1901 creó un movimiento muy favorable al asociacionismo, que acabó con la tendencia al individualismo predominante en el siglo XIX (J. M. Mayeur, 1984, 193). Este cambio fue el resultado de las transformaciones socioeconómicas propias de los países industrializados, pero también de un acontecimiento de especial incidencia: el «affaire Dreyfus». El capitán Dreyfus, perteneciente a una rica familia judía de manufactureros alsacianos, fue acusado de espionaje a favor de Alemania y en 1894 degradado y condenado a la deportación. Pronto se supo que Dreyfus era inocente y que había sido el comandante Esterhazy, de origen aristocrático, el que había prometido al agregado militar alemán en París el envío de secretos militares. La cúpula del ejército francés mantuvo, sin embargo, la condena a Dreyfus y no actuó contra Esterhazy. Esto provocó que el 13 de enero de 1898 el novelista Émile Zola publicara su famoso artículo «J'accuse« en el periódico «L’Aurore«. Zola tildó a los principales oficiales del ejército francés de cómplices de un mismo crimen, bien por antisemitismo, bien por espíritu de cuerpo, bien por solidaridad aristocrática hacia el noble Esterhazy y contra el burgués Dreyfus. El novelista fue encarcelado, pero su denuncia fraccionó a la opinión pública francesa entre «dreyfusards», organizados en la Liga de los Derechos del Hombre, constituida por radicales y antimilitaristas, y «antidreyfusards», quienes formaron la Liga de la Patria Francesa, en la que se incluyeron intelectuales, antisemitas y personalidades y medios de comunicación católicos, como el periódico «La Croix«. En suma, Francia quedó dividida en dos grandes bloques: uno de izquierdas, defensor de la libertad, los valores republicanos y el pacifismo, que proclamaba la inocencia de Dreyfus, y otro de derechas, partidario de su condena y dispuesto a mantener «los valores de la Francia eterna» (catolicismo, militarismo, oposición a la revolución).

Consecuencia inmediata del «affaire Dreyfus» fue la aparición de una nueva derecha republicana, de carácter urbano y no sólo rural como había sido hasta ahora la derecha conservadora de tradición monárquica, clerical, profundamente nacionalista y poco partidaria del parlamentarismo. Su marco organizativo se basó en las «Ligas» («Ligue de la Patrie Francaíse, Ligue des Patriotes, Ligue d’Action Francaise») y fueron sus teóricos Maurice Barres y Charles Maurras. Su influencia en la opinión pública fue notable, aunque su peso político resultó menor que el del partido «Action Libérale Populaire», creado en 1902, defensor de las libertades religiosas frente al anticlericalismo de la izquierda, y la «Féderation Républicaine», fundada en 1903, que agrupó a una derecha renovada, plenamente republicana y socialmente conservadora, pero abierta a ciertas reformas sociales. En 1901 se creó la «Allíance Républicaine Démocratique», situada en el centro del espectro político y que deseaba una política anticolectivista, pero preocupada por el progreso social, antinacionalista, pero sin renunciar al honor nacional, anticlerical, pero no antirreligioso. Frente a estos partidos conservadores se fortaleció, a la izquierda, el radicalismo, racionalista y anticlerical, a veces antirreligioso, muy relacionado con la masonería, cuyo apoyo más sólido lo halló en los notables locales. En su seno se distinguen distintas tendencias: la solidaria de Léon Bourgeois, la anticlerical de Combes, la tecnócrata financiera de Cailleaux, la jacobina de Clemenceau y la radical-socialista de Herriot. Estas tendencias se unificaron en 1901 formando el «Parti Républicain Radical et Radical-Socialiste», que pronto se convertirá en el partido dominante en la República y adoptó una organización nueva basada según el artículo primero de sus estatutos en comités, ligas, uniones, federaciones, sociedades de propaganda, grupos de librepensamiento, logias masónicas y diarios. Sin objetar la propiedad privada, este partido se declaró favorable a la intervención del Estado en la vida económica y en la regulación de las relaciones laborales. El espectro político queda completado con los socialistas, empeñados, bajo la dirección de Jean Jaurès, en compaginar la tradición republicana con el marxismo.

Tras las elecciones de 1902, la izquierda accedió al poder y desarrolló una política de acusado reformismo, comenzando por la disolución de las órdenes religiosas, el cierre de los establecimientos de enseñanza regentados por ellas y la secularización de sus bienes (ley de 7 de julio de 1904). Estas disposiciones crearon una viva polémica y convirtieron los asuntos religiosos en el centro de la vida política francesa, sobre todo tras la aprobación, en 1905, de la ley de separación de la Iglesia y el Estado, según la cual la República asegura la libertad de conciencia y garantiza los cultos, pero no subvenciona ninguno de ellos. A partir de 1906, con el ascenso de Clemenceau a la presidencia del gobierno, se intentó apaciguar la disputa religiosa mediante ciertas concesiones a la Iglesia católica, pero ello no fue obstáculo para que se consolidara el carácter laico de la república francesa. Superado en parte el problema religioso, los años inmediatos al comienzo de la Guerra Mundial estuvieron marcados por las preocupaciones de carácter social y económico, por el creciente militarismo y, como en todas partes, por las tensiones entre partidarios y contrarios a proseguir la democratización de la vida política.

La situación política de Italia fue muy distinta. A pesar de la culminación formal del proceso de unificación tras la entrada de las tropas italianas en Roma en 1870, quedaron varios asuntos capitales por resolver, entre ellos las relaciones con el papado, interrumpidas desde ese momento, la reacción de las regiones contra el predominio administrativo del Piamonte y la oposición tajante y amplia entre el Norte y el Sur. El gran problema político del momento consistió en fortalecer el sistema parlamentario y dotarlo de credibilidad, pero la empresa resultó difícil, a pesar de los intentos reformistas de los gobiernos del último tercio del siglo XIX, presididos sucesivamente por Depretis y Crispi. En su intento de hacer posibles determinadas reformas y de fortalecer el sentimiento nacional, no hubo inconveniente en crear mayorías parlamentarias o gobiernos de variada composición mediante acuerdos entre las fuerzas políticas, prescindiendo de cualquier planteamiento ideológico y de coherencia programática. Esta práctica, denominada «transformismo», fue en buena parte responsable del descrédito del parlamentarismo y alentó muchas actuaciones corruptas o, al menos, de dudosa legalidad convertidas, sin embargo, en algo usual en la política italiana. El «transformismo» era, en definitiva, producto de una profunda convicción de la élite, según la cual la razón de ser del gobierno consistía en satisfacer sus propias necesidades de clase. Así pues, los intereses de los industriales del Norte y los terratenientes del Sur prevalecieron sobre los del Estado italiano, cada vez más, por eso mismo, debilitado. Los gobiernos no pudieron hacer otra cosa que dedicar gran parte de sus esfuerzos a no perjudicar los intereses regionales y a defender a la clase dominante de sus dos principales enemigos: los católicos recalcitrantes seguidores de las consignas abstencionistas del papado (Pío IX había prohibido a los católicos la participación en política: «ne elettori, ne eletti») y los obreros organizados en sindicatos de inspiración anarquista o socialista.

A pesar de su habilidad y pragmatismo, Giovanni Giolitti, el hombre que dominó la vida política italiana de comienzos de siglo de forma directa, en calidad de ministro o presidente del gobierno, o indirectamente mediante sus lugartenientes Fortis y Luzzati, no consiguió cambiar sustancialmente la situación, si bien realizó una importante tarea reformista que propició, como ocurrió en las restantes democracias liberales, un avance en la democratización del país. Giolitti carecía de ideales y para lograr sus objetivos estaba dispuesto a la negociación con todos, incluyendo a los socialistas, de ahí que a esta época se la denomine «la era Giolitti» o «la dictadura de Giolitti». Según P. Guichonnet (1970, 16), representante en este punto de una tendencia historiográfica crítica hacia Giolitti, su «dictadura» fue flexible y la ejerció mediante el manejo magistral del compromiso, con lo que neutralizó o se atrajo a sus adversarios por medio de favores o apoyándose en la corrupción electoral para conseguir una mayoría. En una posición más favorable hacia Giolitti, C. Duggan (1996, 253-264) cree que su práctica del compromiso, incluso con fuerzas tan contrarias a él como el socialismo, estuvo determinada por su preocupación por dotar de estabilidad y fortaleza al Estado y por su visión política. En cualquier caso, Giolitti rompió con la costumbre de sus antecesores al frente del gobierno de emplear con dureza la fuerza contra las huelgas y se mostró partidario de la no intervención del Estado. Esto propició la proliferación de huelgas junto al espectacular aumento del sindicalismo y al mismo tiempo facilitó el desarrollo de una importante política social. Como en otros países, se estableció un sistema de pensiones para la vejez y enfermedad y se promulgaron leyes en defensa de los trabajadores, algunas con evidente retraso en comparación con los países más avanzados, como la prohibición, en 1902, del trabajo de los niños menores de 12 años, la limitación de la) jornada laboral de las mujeres a once horas diarias y la introducción en 1907 de un día de descanso semanal. La política de Giolitti favoreció la extensión del voto e incremento la intervención económica del Estado (en 1907 el gobierno gastó en obras públicas un 50% más que en 1900), ayudando considerablemente a la modernización económica del país. Sin embargo, en este punto se manifestaron con toda claridad las contradicciones y los vicios de fondo de la política italiana: Giolitti recibía su apoyo fundamental de las élites del Sur y se vio obligado a practicar una doble política económica, consistente en favorecer la modernización industrial del Norte y, al mismo tiempo, preservar la economía latifundista del Mezzogiorno, dando continuidad al absentismo de los terratenientes y a los vestigios feudales, así como a unas condiciones laborales muchas veces inhumanas.

Ante el fracaso en la «transformación» de los socialistas, es decir, en llegar a acuerdos con el Partido Socialista para disminuir la conflictividad social, Giolitti intentó el acercamiento a los católicos. Le favoreció el giro político del papa Pío X, quien para obstaculizar el ascenso electoral del Partido Socialista eliminó en 1904 el «non expedit» (la prohibición de participación en política ordenada por su antecesor). En 1909 entran en el parlamento algunos católicos y en 1913 Giolitti firmó con Dom Sturzo, el líder de la Unión Popular Católica, el partido confesional creado en 1906, el «pacto Gentiloni» contra los socialistas. Este acercamiento al Vaticano no supuso, sin embargo, la solución del conflicto entre la Iglesia y el Estado, sino que, como era habitual en Giolitti, respondió a un objetivo meramente pragmático: debilitar al socialismo y fortalecer al gobierno. Pero tampoco el resultado de todo ello fue plenamente satisfactorio. Giolitti consiguió un importante desarrollo económico y creó un ambiente de progreso en Italia, pero de él no se benefició el grueso de la población, sobre todo la del Sur. Por el contrario, concitó la oposición de los grupos nacionalistas, cada vez más radicalizados en su crítica al sistema liberal y partidarios de anteponer los intereses de la patria al de los particulares.

El desequilibrio regional producto del proceso de unificación influyó en la vida política de Alemania tanto como en Italia, aunque entre los distintos estados del «Reich» no fueron tan acusadas las diferencias económicas y sociales. La constitución del «II Reich» establecía una estructura federal del Estado, pero de hecho el peso de Prusia resultaba abrumador. El emperador era el rey de Prusia y gozaba de amplios poderes: dirigía la diplomacia y era el máximo jefe del ejército, nombraba al canciller o primer ministro y a los funcionarios federales y tenía capacidad para disolver el parlamento («Reichstag») si contaba con el acuerdo de la cámara alta o «Bundesrat». Esta última cámara estaba presidida por el canciller, presidente al mismo tiempo del consejo de ministros prusiano y jefe del gobierno del imperio. El «Bundesrat» estaba formado por representantes de los Estados nombrados por sus gobiernos de acuerdo con un sistema de representación ponderada, en el que Prusia disponía de la mayoría de votos. El «Reichstag», sin embargo, era elegido por sufragio universal entre los varones mayores de 25 años.

La colaboración entre las dos cámaras resultó uno de los mayores problemas políticos del «II Reich». Al contrario de lo que era habitual en las democracias liberales, en el Reich las leyes eran votadas primero en la cámara alta y sometidas después al «Reichstag». De esta forma se producía una contradicción entre las disposiciones constitucionales, que otorgaban el rango superior al «Bundesrat», y la práctica política, que sobre todo a partir de la dimisión de Bismarck (1890) reconoció de hecho la primacía al «Reichstag». Otro grave problema no resuelto por el texto constitucional fue la delimitación de atribuciones entre el poder federal o imperial y los gobiernos de cada Estado. Las competencias federales se limitaban a la defensa, las relaciones exteriores, el control aduanero y el servicio de correos (salvo en Baviera), pero no disponía de una fuente de recursos potente para hacer frente a estas funciones pues carecía de atribuciones en la percepción de los principales impuestos, competencia de los Estados. Prusia, como Estado más fuerte, mantuvo, en consecuencia, una situación de privilegio, lo cual introdujo muchas dudas sobre el auténtico carácter federal del Reich. Por otra parte, existió una importante contradicción entre el modo de elección del «Reichstag» y el seguido para el parlamento de Prusia («Landtag»). Este último era elegido mediante el sistema de clases: la población prusiana estaba dividida en tres categorías según el nivel de sus rentas y cada una elegía el mismo número de electores, los cuales votaban a los diputados. La primera clase, constituida por las fortunas más consolidadas, representaba aproximadamente al 3% del electorado, pero elegía el mismo número de electores que la tercera, en la que estaba incluido el 80% de los electores. Este sistema permitió la preponderancia en todos los Estados (pero acusadamente en Prusia) de la aristocracia territorial y de la alta burguesía y excluyó de la participación política a las clases medias y, en general, a las masas rurales y urbanas. Sin embargo, gracias al sufragio universal, todas las clases sociales estaban representadas en el «Reichstag». Como es de suponer, resultaba inevitable el enfrentamiento entre la tendencia de los diputados del «Reichstag» a establecer un auténtico régimen parlamentario y la fidelidad de los dirigentes imperiales a la tradición autoritaria. Este choque se acentuó a partir de los años noventa, cuando el emperador Guillermo II, celoso por intervenir en los asuntos políticos fundamentales y por mantener sus prerrogativas, puso al frente del gobierno a personas incapaces de guardar el delicado equilibrio entre instituciones que había caracterizado la época de Bismarck.

Al igual que sucediera en los restantes países con una economía pujante, desde finales del siglo XIX la población alemana incremento sus exigencias políticas y se produjeron importantes variaciones respecto a la época de dominio de Bismarck. A medida que nos acercamos a 1914, los partidos conservadores, cuya base social la constituían los aristócratas terratenientes («Junkers»), fueron perdiendo terreno y disminuyó notablemente su representación en el «Reichstag», aunque mantenían su hegemonía en el ejército y en los niveles superiores de la administración. También retrocedieron los partidos burgueses de corte liberal, entre los que destacaban el nacional-liberal y los progresistas, nutridos por la burguesía acomodada, amplios sectores de la mediana y pequeña burguesía y una parte importante del campesinado. Más firme se mantuvo el partido de «Zentrum», católico aunque no se declaraba confesional, gracias a la fidelidad de las masas católicas y de la organización de un potente sistema de propaganda. La fuerza política con mayor auge fue, sin duda, el Partido Socialdemócrata (SPD), reconstituido a partir de 1890 una vez suprimió el canciller Caprivi las leyes de excepción por las que había sido declarado fuera de la ley. El SPD, que combinó los principios revolucionarios marxistas con reivindicaciones inmediatas de carácter práctico (jornada laboral de ocho horas, extensión de la educación, supresión de impuestos indirectos, etc.), fue progresando en cada una de las elecciones al «Reichstag» y pasó de obtener el 18% de votos en 1890 al 34,8% en 1912, fecha en la que figuró como el grupo parlamentario más numeroso. Como ha señalado Pierre Guillén (1973, 193), este auge se debió a la capacidad de adaptación del SPD a la sociedad de masas, lo que le permitió ganarse el voto de buena parte del proletariado alemán (aunque no el de los obreros católicos, fieles al «Zentrum») y también el de un numeroso grupo de individuos de las clases medias.

La manifiesta transformación política de los partidos contrastó con el conservadurismo de ligas, sociedades (coloniales, agrarias, pangermanistas, de empresarios, etc.), asociaciones estudiantiles y otros grupos de presión caracterizados por un acusado nacionalismo y un espíritu militarista que actuó como contrapeso a cualquier intento de democratización. A su vez, el káiser Guillermo II no estuvo dispuesto, salvo en los momentos iniciales de su reinado, a concesión alguna de carácter democrático. Con escasa habilidad para coordinar la compleja estructura del Imperio, el emperador escogió para el cargo de canciller a hombres de segunda categoría, distinguidos por la fidelidad a su persona, a los que, sin embargo, destituía de forma sorprendente en cuanto surgía cualquier divergencia. Ninguno de los sucesores de Bismarck en la cancillería (Caprivi y Hohenlohe en los años noventa, von Bülow de 1900 a 1909 y Bethmann-Holweg entre 1909 y 1917) afrontó con solvencia los grandes problemas de fondo ni intentó seriamente la democratización del Imperio. La política interior de esta época estuvo determinada por la presión de las huelgas obreras y la de los propietarios agrarios, preocupados ante la posibilidad de pérdida de sus privilegios, y la actuación exterior encaminada al cumplimiento del programa de Weltpolitik del káiser. Alemania llegó a la Guerra Mundial con un régimen político que no era realmente parlamentario, sino «casi constitucional» y con numerosos e importantes rasgos del autoritarismo tradicional.

Las dificultades para extender el sistema democrático no fueron menores en el Imperio Austro-Húngaro, formado a partir de 1867 por dos estados soberanos con instituciones políticas propias: Cisleitania (Austria, Bohemia y Moravia, Galicia, Bukovina) y Transleitania (Hungría, Transilvania, Croacia y Eslovaquia).

En Cisleitania se reconocían desde 1867 las libertades formales, el gobierno era responsable ante un parlamento bicameral y, aunque con limitaciones, existía el derecho de huelga y de sindicación. Con todo, los desequilibrios y las pervivencias autoritarias eran notables. Como en Alemania, las exigencias democratizadoras de las clases beneficiadas por el progreso industrializador chocaron con la resistencia de la aristocracia y del emperador, Francisco José, dispuestos a determinadas concesiones, pero no a transformar completamente las estructuras autoritarias. Además, nunca se resolvió la relación con los pueblos y naciones integrantes del Estado. Aunque se reconocieron ciertos derechos y el uso de la lengua propia, no se permitió que las entidades nacionales constituyeran un único distrito electoral. Como, por otra parte, el sistema electoral favorecía a nobles y burgueses austriacos, no cesó el descontento de las otras minorías ni las tensiones con Viena. Por lo demás, existió un acusado enfrentamiento entre los dos bloques en que se dividían las fuerzas políticas. Por una parte estaban los liberales, fragmentados entre los burócratas de tradición josefina, aristócratas opuestos a sus homólogos de la corte, y los burgueses, partidarios de la ampliación de libertades y de una legislación social similar a la imperante en el resto de Europa. Por otra, los conservadores, firmes sustentadores del orden tradicional, cuyo apoyo se encontraba entre la nobleza cortesana, el ejército, el alto clero, la aristocracia de origen alemán y los propietarios rurales. Nunca se consiguió articular una mayoría parlamentaria, por lo que fue permanente la inestabilidad ministerial y muy frecuente la disolución del parlamento. Ello obligó al emperador a nombrar por decreto a los gobiernos.

A principios del siglo se agudizaron las reivindicaciones nacionales, en las que estaban firmemente comprometidas las respectivas burguesías y clases nobles. Para debilitar este movimiento se decretó el sufragio universal (1906), con la esperanza de que la acción de las masas actuara de contrapunto a los planteamientos de las élites nacionales. También se facilitó la creación de dos nuevos partidos: el Cristiano-Social y el Socialdemócrata, pues ambos situaban el problema nacional en un segundo plano y se preocupaban ante todo de los asuntos relativos a todo el Imperio. Este procedimiento, sin embargo, no dio los resultados apetecidos. En el seno del Partido Socialdemócrata pronto surgieron tendencias nacionalistas y el Cristiano-Social adoptó un carácter agrarista y se aproximó al conservadurismo, con lo que ganó influencia sobre las masas rurales, pero la perdió entre la burguesía. El campesinado, por lo demás, era profundamente contrario a la industrialización y sumamente crítico con la burguesía judía instalada en la Ringstrasse de Viena, a la que calificaba de demoníaca. No sólo, por tanto, se acentuó la división política, sino que surgieron preocupantes signos claramente antidemocráticos.

En Transleitania dominaban los húngaros, en minoría demográfica en relación con los demás pueblos, pero los únicos que formaban un bloque, dirigido por la aristocracia, con gran influencia en el campesinado. La estructura económica del Estado, fundada en el amplio predominio de la agricultura, no permitió el desarrollo de la burguesía. El parlamento, en consecuencia, estuvo siempre dominado por la nobleza, y aunque surgieron distintos partidos, no resultaron especialmente combativos porque continuamente precisaron de la ayuda de Viena para impedir la completa magiarización del Estado. Así pues, la ausencia de oposición permitió que la nobleza húngara dominara con cierta tranquilidad la vida parlamentaria y, debido a la escasa capacidad reivindicativa de las masas campesinas, los problemas con las minorías resultaron menos acusados que en Cisleitania. Sólo al final del período, con el incremento del desarrollo económico, crecieron las reivindicaciones autonomistas, con visos independentistas en algunos casos.

El progreso en la industrialización, mucho más acusado en Cisleitania que en el resto de territorios, modernizó, en general, la sociedad del Imperio y convirtió a Viena en una de las ciudades más florecientes del mundo por la brillantez de su actividad cultural y su desarrollo urbano. Esto acentuó el contraste entre una burguesía en ascenso, con pretensiones de convertirse en la clase dominante, y una aristocracia decadente, cuya crisis era más que patente a comienzos del siglo. El Imperio Dual, fundado sobre la preeminencia de esta última clase, quedaba como algo anacrónico. La modernización demostró, además, la imposibilidad de mantener el dominio de alemanes y magiares sobre los demás pueblos. Esto dio pie a ciertos planes reformistas que proponían la constitución de una federación de territorios autónomos, para lo cual se confió en el heredero Francisco Fernando, aunque en realidad éste pensaba de forma diferente y, fiel a la tradición imperial, creyó que la solución a la crisis del Imperio pasaba por el ejército, el catolicismo y la lealtad a la monarquía. La construcción, por tanto, de un sistema realmente democrático era empresa difícil de lograr mientras se mantuvieran los elementos básicos del Imperio.

El arcaísmo resultaba aún más acusado en el Imperio ruso, donde tras la relativa actividad reformista del zar Alejandro 11 (1855-1881), en cuyo reinado se había decretado la abolición de la servidumbre (1861), se acentuó el carácter autocrático del régimen. Alejandro III (1881-1894) y su sucesor y último zar, Nicolás II, siguieron fielmente los consejos de Konstantin Pobiedonostzev, preceptor de ambos, cuyas ideas eran tan anacrónicas como adaptadas a la tradición rusa: rechazo de cualquier innovación política y de las ideas occidentales, imposición de la ortodoxia religiosa, antisemitismo y rusificación de las minorías integrantes del Imperio. La autocracia zarista, en pleno vigor al comienzo del siglo XX, se basaba en el poder absoluto del zar, quien gobernaba con la ayuda de una estructura burocrática y militar en manos de la nobleza y con el decidido apoyo de la Iglesia Ortodoxa. La autoridad del zar carecía de límites y, aunque existía un senado y un consejo de Estado, ambas instituciones se limitaban a cumplir el papel de meros órganos de asistencia, sin autonomía ni capacidad de decisión. El zar transmitía sus órdenes mediante «ukases», contra los cuales no era posible contestación alguna, pues en virtud del concepto del «Zar-Batiuschka», el zar era el padre protector y amado de todos los rusos. En los casos de disidencia la policía («okrana») actuaba con contundencia y con frecuencia recurría a la tortura y al castigo físico.

Desde la última década del siglo XIX, el Estado ruso cambió su tradicional política económica de signo agrario y dedicó sus esfuerzos al impulso de la industrialización. Mediante la concesión de amplias facilidades a la inversión de capital extranjero y la masiva importación de tecnología, el Estado creó grandes fábricas dedicadas a la industria siderometalúrgica y militar y desarrolló el ferrocarril. A finales del siglo XIX el crecimiento industrial fue espectacular, alcanzando una tasa media del 8% anual, y aunque al comienzo del siglo XX esta tasa descendió al 6%, era palpable el progreso de la industria en el país. Este cambio económico propició el nacimiento de nuevos grupos sociales (burgueses, clases medias y obreros), que no llegaron a alcanzar un peso apreciable, pero a pesar de ello pronto comenzaron a exigir cambios políticos. En esta dirección se expresó, asimismo, una buena parte del campesinado, muy descontento por el abandono de la agricultura por parte del Estado y por la fuerte presión fiscal. Ello provocó continuas acciones de protesta, rebeliones y huelgas, duramente reprimidas por la policía y el ejército, dirigidas no tanto contra el zar (la pervivencia de la idea del «Zar-Batiuschka» lo impedía), sino contra la burocracia local y territorial y contra la dirección, asimismo burocratizado, de las empresas industriales.

El descontento general ocasionado por la guerra contra Japón en 1904 provocó en todo el país una aleada de protestas y manifestaciones, aprovechadas por los sectores liberales urbanos para reclamar la democratización del régimen. Las masas de campesinos y obreros industriales, por su parte, expresaron sus quejas por todos los medios a su alcance, en realidad muy escasos, pues no disponían de ningún órgano de representación política, dado que los «zemtva», único sistema de representación existente, carecían de capacidad política y se limitaban a cumplir funciones administrativas. El llamado «domingo rojo» de 1905 (9 de enero según el calendario ruso, 22 de enero según el gregoriano) tuvo lugar en San Petersburgo una gran manifestación encabezada por el pope Gapón, cuyas relaciones con la policía eran sospechosas. Con todo respeto se pedía al «Zar-Batiuschka» algunas reformas constitucionales y el fin de los abusos de que eran objeto los trabajadores, pero el ejército disparó indiscriminadamente contra los manifestantes causando una auténtica carnicería. A partir de ese momento buena parte del pueblo ruso cambió su idea sobre el zar y comenzó a responsabilizarlo directamente de los males de la patria, en lugar de atribuirlos en exclusiva a la nobleza cortesana. Esto resultó determinante para acabar con el mito del «Zar-Batiuschka», es decir, para romper el «vínculo sagrado» que unía al zar con su pueblo, sobre el que Nicolás II basaba su fe y la legitimidad de su poder (M. Ferro, 1991, 113). A partir de entonces se levantaron muchas voces pidiendo una constitución y las masas, sobre todo los obreros, irrumpieron con fuerza en la política rusa e incrementaron sus exigencias, siempre encaminadas a la democratización y a la solución de los graves problemas sociales.

Para contener el descontento general, Nicolás II se comprometió en el Manifiesto del 17 de octubre a reconocer las libertades cívicas, convocar elecciones para la Duma del imperio o asamblea constitutiva dotada de ciertos poderes legislativos y a que ninguna ley entrara en vigor sin la previa aprobación de la Duma. La burguesía industrial, en proceso de crecimiento, y buena parte de la aristocracia terrateniente acogieron de buen grado estas promesas e incluso afirmaron que en Rusia comenzaba un nuevo orden político: el de la monarquía constitucional. Los que así pensaron (conocidos como los octubristas) pronto quedaron defraudados, pues en realidad Nicolás II estaba muy lejos de admitir cualquier límite al principio de la autocracia. Esta actitud del zar fue claramente comprendida por la burguesía más radical y buena parte de los intelectuales, quienes unas días antes del citado manifiesto de octubre habían creado el Partido Constitucional Democrático (a causa de sus iniciales, K-D, conocido como el partido cadete), cuyo objetivo consistía en establecer un régimen constitucional al estilo Occidental, para lo cual creyeron que la Duma podría ser una vía adecuada.

Octubristas y cadetes formaron el núcleo de un liberalismo nunca bien definido y cuyas relaciones con el régimen resultaron sumamente conflictivas. En abierta oposición a todo lo que representaba el orden vigente existían numerosos grupos de inspiración anarquista y dos partidos socialistas: el Partido Socialdemócrata de los Trabajadores Rusos y el Partido Social-Revolucionario (los «eseritas»), ambos en constante auge entre las masas. Este íntimo era el resultado de la agrupación de varias tendencias (marxistas, populistas nombre dado al movimiento revolucionario ruso en el último tercio del siglo XIX y partidarios de las acciones terroristas) y se mostró muy activo en revueltas campesinas y atentados, por lo que adquirió gran predicamento entre las masas rurales más desesperadas. Por su parte, los socialdemócratas, fieles al marxismo, habían sufrido una dura represión desde la constitución del partido en 1898 y muchos de sus dirigentes (entre ellos, Plejánov y Lenin) se habían exiliado. En 1903 se refundó el partido en Londres, a costa de la división interna provocada por razones de táctica política. Un grupo, el menchevique, en el que estaba el sector más europeizado del partido y los mejores intelectuales (Plejánov, Martov, Trotski) era partidario de construir un régimen democrático-burgués y, confiado en la ortodoxia marxista, esperaba que por su propia evolución se llegara a la destrucción del capitalismo. El otro grupo, el bolchevique, cuyo líder era Lenin, deseaba la revolución por encima de todo y concebía la acción política como medio para forzar las estructuras económicas y destruir de inmediato el capitalismo y la sociedad burguesa.

La Revolución de 1905, que fue al mismo tiempo una acción de los liberales y de los constitucionalistas contra la autocracia, una revuelta obrera (tras el domingo sangriento se constituyó el primer soviet) y un conjunto de rebeliones campesinas (E. H. Carr, 1979, 12) supuso un extraordinario revulsivo político, y aunque las fuerzas opuestas al sistema autócrata perdieron toda posibilidad de forzar un cambio real al no conseguir unificar sus actividades, Nicolás II y sus más fieles partidarios se percataron del peligro del cambio producido en Rusia. La preocupación de estos últimos se acrecentó tras las elecciones a la primera Duma (reunida en 1906), ganadas por el partido cadete. La Duma, como cualquier otra concesión política, constituía otros tantos peligros para la supervivencia del sistema autocrático, pero resultaba necesario introducir algunas reformas para evitar el incremento de la incesante agitación social. En función de esta doble consideración, la política rusa se desarrolló hasta 1914 combinando la represión con los intentos reformistas. El régimen, ayudado eficazmente por la Iglesia Ortodoxa, empleó contra sus enemigos los medios represivos más duros, mientras los primeros ministros Witte (1905-1906) y Stolypin (1906-191l), cada uno de forma diferente, ensayaron algunas reformas económicas y sociales encaminadas a crear capas medias entre el campesinado («kulaks») y la población urbana alejadas de los agitadores revolucionarios y adictas al zar. La oposición de los sectores más conservadores y de los revolucionarios, junto con el escaso apoyo recibido del zar, siempre receloso ante sus ministros, hicieron fracasar tales intentos. A medida que nos acercamos a 1914 la vida política rusa se resolvió en una espiral de agitación y represión cada vez más radical que ocasionó el progresivo descrédito ante el pueblo del zar Nicolás II, a quien no favoreció el carácter de su esposa y la influencia ejercida en la corte por Rasputín, un curioso personaje que se impuso al zar y a la zarina por sus pretendidas dotes taumaturgias para con el heredero Alexis, aquejado de hemofilia.