7.5. Política y sociedad en Estados Unidos de Eisenhower a Kennedy
Los republicanos tardaron veinte años en volver a la Casa Blanca desde el histórico triunfo de Roosevelt en 1932. El nuevo presidente, el general Dwight Eisenhower (1890-1969), era uno de los principales símbolos de la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial —había sido comandante en jefe de las fuerzas aliadas—, y, como tal, un hombre de gran popularidad en su país. Carecía, sin embargo, de un perfil político definido, hasta el punto de que había recibido ofertas de colaboración tanto por parte de los republicanos como de los demócratas. Encarnaba el orgullo colectivo de una nación convertida en superpotencia y parecía una garantía de firmeza en las relaciones con la Unión Soviética. Por lo demás, el espíritu del momento, en lo más duro de la Guerra Fría —caza de brujas, guerra de Corea, rearme—, favorecía una vuelta al conservadurismo republicano, tras las reformas sociales y económicas introducidas en los años del «New Deal» y continuadas por Truman, como la nueva ley de seguridad social de 1950, que aumentó en diez millones el número de beneficiarios, o la ley de vivienda de 1949, que preveía la erradicación del chabolismo y la construcción de 810 000 viviendas. Así pues, si el anticomunismo galopante podía ayudar a los republicanos a volver al poder, el recuerdo del carisma progresista de Roosevelt y la interiorización por una parte de la sociedad norteamericana del igualitarismo social de las últimas décadas planteaban algunas dudas sobre el efecto que tendría en el electorado un programa conservador puro. De ahí la búsqueda de un candidato presidencial como Eisenhower, representante de un cierto consenso nacional —él mismo había presumido de no ser ni republicano ni demócrata y la formulación de un programa que, frente al tradicional conservadorismo republicano, resultara atractivo a amplios sectores del electorado. El llamado «new look» republicano de los años cincuenta tiene su origen en ese difícil equilibrio entre los irrenunciables principios conservadores de los republicanos y su necesidad de adoptar una imagen innovadora y dinámica. En palabras de André Kaspi, los republicanos querían otro director de orquesta para tocar la misma partitura (Kaspi, 1998, 417).
El éxito del «nuevo» partido republicano fue relativo. A la victoria de Eisenhower en 1952 le sucedió muy pronto el triunfo de los demócratas en las elecciones legislativas, lo que permitió a este partido imprimir a la política social de estos años un sesgo más progresista de lo que cabía esperar. En cambio, el ejecutivo formado en 1953 bajo la presidencia de Eisenhower mostraba a las claras las preferencias de la nueva administración republicana por el viejo «establishment» empresarial. Además del joven vicepresidente Richard Nixon, en el gobierno figuraban representantes tan cualificados del gran capital norteamericano como Charles E. Wilson, antiguo presidente de la «General Motors», que hizo célebre la afirmación de que aquello que es bueno para Estados Unidos es bueno para la «General Motors», y viceversa. Como dijo por aquel entonces la revista «The New Republic», el primer gobierno de Eisenhower estaba integrado por «ocho millonarios y un fontanero», en referencia al nuevo secretario de Trabajo, destacado dirigente del sindicato de fontaneros.
Pero, salvo los últimos, aunque brutales, coletazos de la caza de brujas, como la ejecución del matrimonio Rosenberg (1953), la política norteamericana durante el doble mandato republicano (1952-1960) se pareció poco a lo que muchos esperaban a principios de 1953, cuando el general Eisenhower tomó posesión de su cargo. Tanto el «macartismo» como la Guerra de Corea encaraban su última etapa, una doble circunstancia que, junto a la muerte de Stalin y el comienzo de la desestalinización, permitió estabilizar las relaciones entre las dos superpotencias, obligadas a cuestionar algunos de los análisis más radicales y simplistas del enfrentamiento Este/Oeste. De todas formas, la política exterior norteamericana se mantuvo vigilante frente a cualquier deslizamiento no deseado en las zonas consideradas sensibles, como Oriente Medio, Extremo Oriente o Centroamérica. Lo prueba el hecho de que en el verano de 1953 la CIA llevara a cabo en Irán su primera operación encubierta en el exterior. Su víctima en este caso fue el gobierno que presidía el doctor Mosaddeq, que amenazaba con recortar los privilegios de las compañías petrolíferas norteamericanas, al tiempo que prodigaba sus gestos amistosos hacia la vecina Unión Soviética. Un golpe de Estado promovido y financiado por la CIA concluyó con el derrocamiento de Mosaddeq y la formación de un gobierno pro norteamericano bajo el liderazgo del «Sha» Reza Pahlavi. A partir de entonces, las empresas estadounidenses se vieron beneficiadas por un escandaloso trato de favor por parte del nuevo régimen, que recibió, a su vez, una generosa ayuda económica y militar de Estados Unidos.
Poco después (1954), la CIA alentaba una revuelta militar en Guatemala en contra del gobierno democrático de Jacobo Arbenz, cuya ambiciosa reforma agraria había acarreado la expropiación de las grandes propiedades que la «United Fruit Company» tenía en el país. La actuación de la CIA por medio de mercenarios y militares golpistas provocó la caída del gobierno reformista de Arbenz y la formación de una junta militar que, además de instaurar un régimen de terror, se apresuró a devolver sus tierras a la «United Fruit Company». Lo mismo en Guatemala que en Irán salió a relucir, pues, la estrecha conexión entre la administración de Eisenhower y el gran capital norteamericano, patente en la relación profesional que la «United Fruit Company» había mantenido con el despacho de abogados del secretario de Estado, y, como tal, jefe de la diplomacia estadounidense, John Foster Dulles (Powaski, 2000, 135). En otros escenarios de la Guerra Fría, el deshielo posterior a la muerte de Stalin no impidió que Estados Unidos mantuviera una actitud cada vez más activa. Añadamos a la ya comentada doctrina Eisenhower en Oriente Próximo la teoría del dominó elaborada por la administración de Eisenhower para Extremo Oriente y, en particular, para la antigua Indochina francesa, en la que Estados Unidos dejó notar su presencia, mediante el envío de «consejeros» y ayuda económica a Vietnam del Sur -1200 millones de dólares entre 1954 y 1959, en cuanto Francia abandonó definitivamente la región tras su sonada derrota en Dien Bien Phu en 1954.
La disminución de la tensión internacional tras el fin de la Guerra de Corea otorgó mayor protagonismo a la política interior norteamericana. El programa electoral de los republicanos en 1952 —equilibrio presupuestario, reducción de la presión fiscal y desregulación de distintos sectores, como el petrolífero o la construcción— implicaba una revisión a fondo de los principios intervencionistas que habían guiado la política social y económica de los gobiernos federales en las últimas dos décadas. Pero, por diversas razones —una de ellas, la existencia de una mayoría demócrata en el Congreso—, la política económica de la administración de Eisenhower dejó en pie, e incluso actualizó, una buena parte de la anterior legislación demócrata. El propósito, anunciado a bombo y platillo, de recuperar el equilibrio del presupuesto federal y acabar con el déficit público no tardó en chocar con la cruda realidad de que el Estado de bienestar y, sobre todo, la Guerra Fría resultaban muy caros. Si en 1957 la administración de Eisenhower presentaba ante el Congreso el mayor presupuesto de la historia en tiempos de paz, dos años después tenía que reconocer el mayor déficit también en tiempos de paz. En 1960, los gastos en defensa representaban el 52,2% del presupuesto federal y el 10% del PNB (Veiga, Da Cal y Duarte, 1998, 146).
Aunque el Estado de bienestar no tuvo nunca en Estados Unidos las dimensiones que alcanzaría en Europa, en la política norteamericana se dio, sin embargo, un fenómeno característico del viejo continente en la llamada Edad dorada, una suerte de pacto no escrito en virtud del cual la izquierda del sistema —la socialdemocracia en Europa, los demócratas en Estados Unidos— asumía hasta sus últimas consecuencias el discurso atlantista y anticomunista de la Guerra Fría, mientras la derecha —los republicanos en Estados Unidos, la democracia cristiana o los conservadores en Europa— hacían suyos el Estado de bienestar y la política social y fiscal que de él se derivaba. Así lo indican algunas medidas sociales adoptadas durante el doble mandato de Eisenhower: nueva ampliación de la seguridad social, extensión del seguro de desempleo a cuatro millones de nuevos beneficiarios, aumento del salario mínimo, subvenciones a los agricultores, ayudas a la construcción de viviendas sociales, programa federal de construcción de carreteras, etc. La creación en 1953 de un departamento ministerial de sanidad, educación y bienestar, que sería dirigido por una mujer, daba ya la pauta de una política social activa que algunos miembros del partido republicano consideraron más propia de una administración demócrata que republicana.
No es de extrañar que la tendencia de los poderes públicos a generalizar y reforzar los derechos sociales, así como la creciente terciarización del aparato productivo y el consiguiente desarrollo de una clase media acomodada, se tradujeran en un estancamiento de la afiliación sindical y en una orientación cada vez más conservadora y corporativista de los grandes sindicatos norteamericanos. El hecho de que en 1956 el número de empleados y oficinistas superara por primera vez al de los trabajadores industriales indica la profundidad de los cambios sociales que se estaban produciendo en Estados Unidos y, en general, en el mundo occidental. No debe sorprendernos, por ello, dada la importancia electoral de esos sectores intermedios y acomodados de la sociedad, que las diferencias políticas y programáticas entre los dos grandes partidos se fueran reduciendo hasta el punto de que sus propuestas llegaran a ser equivalentes e intercambiables. Así, mientras en las elecciones presidenciales de 1956 el presidente Eisenhower consiguió su reelección con una cómoda victoria sobre el candidato demócrata 35 590 000 votos por 26 000 000, en las legislativas de ese mismo año los demócratas consolidaron su mayoría en el Congreso: 233 escaños por 200 de los republicanos en la Cámara de Representantes o cámara baja en el sistema parlamentario norteamericano, y 49 senadores demócratas por 47 republicanos en la cámara alta.
Mención aparte merecen tanto la política contra la segregación racial como los disturbios que, por tal motivo, se produjeron en Estados Unidos a lo largo de estos años en una escalada de movilizaciones y represión que llegaría a su apogeo en la década siguiente. La segregación estaba siendo sometida en los últimos años a una selectiva revisión por parte de los distintos poderes federales. Así, la abolición por Truman, en 1948, de la segregación en el ejército, y, por tanto, la integración de negros y blancos en las mismas unidades sin distinción de raza, supuso un avance de indudable trascendencia y de cierto riesgo, teniendo en cuenta la mentalidad conservadora de los mandos del ejército, muchos de ellos originarios de los estados del Sur. Pero el principal desencadenante de esta nueva fase en la vieja lucha contra la segregación fue la sentencia del Tribunal Supremo en 1954 en favor de la integración racial en las escuelas, pues, según la sentencia, la separación de blancos y negros en las escuelas públicas dejaba a estos últimos en inferioridad de condiciones. Tal como ocurriría en situaciones similares en los años sesenta, el problema se produjo por la resistencia de las autoridades de algunos estados del Sur a cumplir la sentencia. El caso más grave tuvo lugar en Arkansas en la apertura del curso 1957-1958, cuando el propio gobernador del Estado impidió que los alumnos negros pudieran entrar en las escuelas de Little Rock, la capital del Estado. El presidente Eisenhower tuvo que enviar tropas federales para restaurar el orden, proteger a los negros y hacer cumplir lo dispuesto por el Tribunal Supremo. El caso planteó un grave problema institucional al enfrentar abiertamente a la autoridad federal y al gobernador del Estado, que fue reelegido poco después de estos hechos con el apoyo mayoritario de la población blanca. Cuatro años más tarde, menos del 7% de los niños negros estaban escolarizados en escuelas integradas, y, todavía en 1963, la célebre sentencia contra la segregación en las escuelas seguía sin cumplirse en los principales estados sureños.
Pero el conflicto institucional era sólo una parte del problema. Amplios sectores de la población blanca se movilizaban violentamente para impedir el ejercicio por parte de los negros de los derechos que les reconocían los tribunales, como cuando en 1956 estudiantes y ciudadanos blancos se opusieron a la admisión en la Universidad de Tusca-Ioosa, Alabama, de una estudiante de color. La limitación objetiva de los derechos de los negros afectaba también a sus derechos electorales, que en los estados del Sur se veían frecuentemente conculcados por diversos procedimientos como, por ejemplo, por la exigencia del pago de un impuesto («poll tax») como requisito imprescindible para poder votar. Se entiende, así, que, a principios de los años sesenta, sólo el 6, 1% de los negros del Estado de Mississippi en edad electoral y el 13,7% de los de Alabama se inscribieran en el censo. En los otros estados sureños, los negros inscritos llegaban, como mucho, al 40% de los electores potenciales.
Todo ello contribuyó a desarrollar en la población negra una conciencia colectiva que iba tomando forma por impulsos de muy diversa índole —el reconocimiento por los tribunales de sus derechos civiles, pero también la persistencia de una fuerte discriminación cotidiana—, y que se fue traduciendo en gestos individuales de un enorme simbolismo, como el que en 1955 protagonizó en Montgomery, Alabama, una mujer negra que se negó a respetar la segregación racial en los autobuses públicos. La lucha contra el racismo avanzaba, pues, en un doble frente: de un lado, la batalla jurídica que se libraba en los tribunales contra los residuos legales de la discriminación y, de otro, la movilización pacífica —sentadas, boicots, manifestaciones— de sectores cada vez más numerosos de la población negra, muy influidos por la experiencia del Tercer Mundo y por algunos de sus líderes en su emancipación del secular dominio del hombre blanco. Conviene recordar que entre 1957 y 1965 treinta y seis antiguas colonias africanas alcanzaron la independencia y se convirtieron en estados soberanos. La presencia de representantes afroamericanos en la Conferencia de Bandung ilustra esa conexión entre ambos movimientos, lo mismo que el ejemplo que Gandhi y su no-violencia aportaron a los principales líderes negros norteamericanos, como el joven Martin Luther King. La lucha contra la segregación racial constituye, junto a la génesis de la guerra de Vietnam, una parte fundamental del legado que la era Eisenhower dejará para la década siguiente.
Un factor que, con los ya señalados, intervino decisivamente en la toma de conciencia de la población negra fue el aumento a lo largo de los años cincuenta de las desigualdades laborales y económicas entre blancos y negros. Estos últimos fueron las principales víctimas de las disfunciones del sistema económico, que sufrió varios amagos de recesión durante la posguerra, pese al buen tono general de la economía norteamericana. El paro de los trabajadores negros, empleados sobre todo en el sector industrial y en los oficios menos cualificados, llegó al 12,6% en 1958 y se estabilizó en torno al 10% en los años siguientes, lo que equivalía al doble de la tasa de desempleo de los trabajadores blancos y a más del doble del paro registrado entre los negros a principios de la década (Adams, 1985, 364). Su nivel de renta sufrió asimismo un paulatino deterioro, que resultaba más llamativo por contraste con el inusitado bienestar del que disfrutaban las clases medias blancas desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
Los años cincuenta marcaron el apogeo del «American way of life», antes de que los movimientos juveniles y contestatarios de los sesenta pusieran en crisis este modelo de vida, aunque el movimiento «beatnik» y algunos iconos de gran impacto popular, como los actores James Dean y Marlon Brando, encarnación de un temprano inconformismo juvenil, anticiparían la futura revuelta contra la sociedad de la opulencia. El bienestar material transformó radicalmente la vida cotidiana y el propio paisaje de las ciudades estadounidenses hasta crear un estereotipo del estilo de vida americano, profusamente divulgado por el cine, la televisión y la publicidad, que ha perdurado hasta nuestros días. Precisamente, la publicidad se convirtió en un fiel indicador del triunfo de la sociedad de consumo y de sus iconos más representativos. Entre los grandes clientes de las firmas publicitarias estaban, naturalmente, los fabricantes de automóviles, como la «General Motors», que gastó 162 millones de dólares en publicidad en 1955. Mucho más modesta, pero no menos significativa, es la inversión que, por el mismo concepto y en el mismo año, hizo la marca «Alka-setzer» —nueve millones de dólares—, todo un síntoma de uno de los males inherentes a la sociedad de la opulencia: el problema de digerir tanta abundancia (Adams, 1985, 367). El boom del sector publicitario resulta revelador, asimismo, del imparable crecimiento del sector terciario, en detrimento de las actividades económicas más tradicionales, y de la omnipresencia de los modernos medios de comunicación audiovisual, algunos de ellos incorporados al automóvil, como la radio y, en cierta forma, el cine, gracias a los grandes recintos al aire libre.
El protagonismo del automóvil en el estilo de vida americano se vio reforzado por el desarrollo de las zonas residenciales fuera de las ciudades, los llamados «levittowns», que toman su nombre del arquitecto William Levitt. Las creaciones de Levitt, como los barrios que diseñó en las afueras de Nueva York, en Filadelfia o en Nueva Jersey, eran barrios amplios de viviendas unifamiliares alejados del viejo centro urbano. Los «levittowns» tendieron a ser autosuficientes por la construcción de grandes zonas comerciales, iglesias, cines, colegios y equipamientos de todo tipo. De todas formas, los largos desplazamientos, incluso dentro de la urbanización, hacían del coche particular un bien insustituible, sobre todo para desplazarse al trabajo, por lo que el ideal de crear un hábitat autosuficiente se cumplía sólo a medias. Se ha señalado, asimismo, la paradoja que entraña esta concepción de la vida comunitaria tan emblemático del «American way of life», porque si, de un lado, representa la quintaesencia de la vida familiar, del individualismo y de la América «WASP» —protestante, blanca y anglosajona—, de otro, la uniformidad de los barrios, la falta de separación entre los jardines de las viviendas y la necesidad de compartir ciertos servicios conferían un carácter marcadamente gregario al estilo de vida creado por los «levittowns» (Kaspi, 1998, 459460). La incesante incorporación de la mujer al mercado laboral, y, en particular, de las mujeres casadas —en 1960 trabaja el 30% de ellas, el doble que en 1940—, trastocará también algunos patrones tradicionales de la vida americana.
Estados Unidos vivió la llamada Edad dorada —un fenómeno que, como hemos visto, afecta a todo el mundo desarrollado— como una época de extraordinario bienestar, ensombrecida por las tensiones raciales, por la existencia de grandes bolsas de paro y de pobreza, sobre todo entre los negros, y por los temores derivados de la Guerra Fría. En 1958, un discípulo de Keynes, llamado a ser también un clásico de la economía mundial, John Kenneth Galbraith, formuló un certero diagnóstico de la sociedad norteamericana en su libro La sociedad de la abundancia, un título que es una definición en sí mismo del estado de un país que aún no había probado los sinsabores de la Guerra de Vietnam y del cambio generacional de los sesenta y que disfrutaba de un liderazgo incontestable que iba más allá incluso de los límites del mundo occidental, como prueba el hecho de que en 1955, con un 6% de la población del planeta, Estados Unidos dispusiera del 50% de la riqueza mundial. Otros datos resultan igualmente elocuentes. La producción de energía eléctrica se incrementó en un 340% entre 1940 y 1959 como consecuencia del crecimiento económico, del espectacular aumento de la población del país, que pasó de 123 millones en 1940 a 179 en 1960, y de la irrupción de los electrodomésticos en la mayoría de los hogares norteamericanos: en 1956, el 81% de las familias disponía de televisor, el 96% de frigorífico, el 67% de aspiradora y el 89% de lavadora. En 1960, había en Estados Unidos un automóvil por cada 2,92 habitantes. No cabe duda de que la sociedad de la abundancia es, pese a la persistencia de graves desigualdades sociales y raciales, una expresión representativa de toda una realidad cotidiana.
El rey de los electrodomésticos era, sin duda, el televisor, que alcanza su primera madurez a finales de los cincuenta. Lo indica el crecimiento que experimentó el número de receptores -45 millones en 1960 y una estimación de cinco horas de consumo diario por familia—, pero también el papel estelar que se le atribuyó en las elecciones presidenciales de 1960 que dieron la victoria a John F. Kennedy. Ese protagonismo de la televisión es uno de los factores que hacen de las presidenciales de aquel año uno de los principales hitos de la historia electoral de Estados Unidos. Otras circunstancias que dieron especial relieve a aquellas elecciones fueron la personalidad legendaria del vencedor la vuelta de los demócratas al poder y el cambio de ciclo —cambio generacional, por lo pronto— que representó la victoria de Kennedy.
Resulta difícil valorar la importancia histórica de John Kennedy haciendo abstracción de la singularidad de su figura, mezcla, como en otros miembros de su célebre familia, de mito, fatalidad y glamour. Mientras historiadores como Bernard Droz, Anthony Rowley, Paul Johnson o Eric Hobsbawm se inclinan abiertamente por la desmitificación —Hobsbawm lo ha calificado como «el presidente norteamericano más sobrevalorado de este siglo» (1995, 246)—, no faltan tampoco quienes, admitiendo el efecto distorsionante que su carisma y su muerte ejercen sobre su figura, atribuyen un significado particular a su elección en 1960, como resultado de una sincera voluntad de cambio, tras el conformismo y el conservadurismo de la era Eisenhower, y como expresión de un fenómeno de gran trascendencia: la reconciliación de los intelectuales y los políticos (Kaspi, 1998, 439-440), plasmada en el apoyo que buena parte del mundo del espectáculo, tan castigado por el «macartismo», y de las élites académicas y culturales prestó al candidato demócrata.
John F. Kennedy (1917-1963) pertenecía a una adinerada familia bostoniana, católica, de origen irlandés, integrada por grandes triunfadores en la política y en los negocios, y que, sin embargo, en su vida particular, parecían perseguidos por alguna fatalidad y por la leyenda negra de su turbulenta vida sentimental. John Fitzgerald, hijo de un afamado político y diplomático, respondía cabalmente a la imagen pública de los Kennedy. Graduado en Harvard en 1940, sirvió en la marina durante la Segunda Guerra Mundial, en la que protagonizó algún gesto heroico, y poco después inició su fulgurante carrera política. Desde que en 1946, con veintinueve años, fue elegido miembro de la Cámara de Representantes ganó todas las elecciones a las que se presentó. Mientras tanto, su libro «Profiles in Courage» —un repertorio de edificantes biografías de políticos americanos, del que se vendieron 700 000 ejemplares— le valía el premio «Pulitzer» y su boda con Jacqueline Bouvier se convertía en un gran acontecimiento social y mediático. Era, lo que se dice, un ganador nato, y su candidatura a la presidencia en 1960 contaba con todo lo necesario para obtener un resultado triunfal. En primer lugar, la sensación de agotamiento del ciclo republicano podía ser un «handicap» insalvable para un candidato como Nixon, que, en su condición de vicepresidente de Eisenhower, encarnaba una opción aparentemente continuista. Kennedy, en cambio, a sus cuarenta y tres años —cuatro menos que su rival—, combinaba una acreditada experiencia política con un estilo dinámico y juvenil. El apoyo económico de su familia y la colaboración de un nutrido y cualificado grupo de asesores dieron una enorme consistencia a su campaña. Una imagen personal atractiva, de gran eficacia en la era de la televisión, y un discurso moderno y ambicioso, aunque sumamente vago en muchos aspectos, completaban las principales bazas electorales de Kennedy. Su exhortación al pueblo americano a asumir los retos de la nueva frontera sintonizaba con el afán de superación de distintos sectores sociales e ideológicos, que lo mismo podían sentirse atraídos por una promesa de igualdad racial —el voto negro podía resultar determinante—, que por un programa «neorooseveltiano» de lucha contra la pobreza o por el compromiso de plantarle cara al comunismo y de ganarles la carrera espacial a los rusos.
Queda por valorar la influencia de la televisión en el resultado electoral. Por primera vez en la historia, en la campaña de las presidenciales de 1960 se produjeron debates televisados —cuatro, concretamente— entre los dos candidatos, con una audiencia total de 115 millones de espectadores. Es muy posible que la televisión influyera en la altísima participación de aquellas elecciones -62,8% del censo: todo un récord en Estados Unidos—, y algunos sondeos indicarían también una notable capacidad para orientar el voto de los electores. Pero los datos de los estudios demoscópicos realizados entonces no muestran una tendencia definida, a pesar de que la victoria de Kennedy en sus debates televisivos con Nixon resultó aplastante, gracias a la mayor telegenia del candidato demócrata y a las pésimas condiciones —tras un largo viaje, cansado, sin maquillar— en que su rival compareció en algunos de los debates. El hecho incontrovertible es que, con una larga serie de factores jugando a su favor —desde la televisión hasta su imagen y su programa como candidato de la renovación—, el triunfo de Kennedy en las elecciones de 1960 fue el más apretado de la historia de Estados Unidos hasta las celebradas en noviembre de 2000: poco más de 100 000 votos separaron a Kennedy de un rival que parecía tenerlo todo en contra. Ante un resultado que hoy en día parece sorprendente, cabría formular una conclusión que, por tratarse de las inescrutables motivaciones del electorado, debe tomarse con suma cautela: que todos los factores que favorecían a Kennedy —su carisma, su telegenia, el apoyo de intelectuales y artistas, el voto de los negros, la voluntad de cambio— se vieron finalmente contrarrestados por el conformismo y el espíritu de conservación de la sociedad de la abundancia hasta dejar el resultado final casi en tablas. Hay otro posible ejercicio de sumas y restas para entender el resultado obtenido por Kennedy. Mientras su candidatura obtuvo el voto mayoritario de los negros (70%), de los judíos (80%) y, naturalmente, de los católicos (80%), se quedó lejos del 50% en la lucha por el voto protestante —entre el 38% y el 46%, según las diversas fuentes—. Estos datos han llevado a considerar a Kennedy como el candidato de las minorías (Miquel, 1999, 270), una circunstancia que podría percibiese como un cierto déficit de legitimidad y que explicaría, seguramente, algunos arriesgados golpes de efecto de su breve mandato. Tal vez con esos gestos audaces, como su actuación en la crisis de los misiles, pretendió congraciarse con aquellos sectores conservadores y mesocráticos de la sociedad americana que le habían dado la espalda en 1960.