8.6. El conflicto de Oriente Medio: de la Guerra de los Seis Días al «Yom Kippur»

Oriente Medio se había convertido en uno de los espacios más calientes de la Guerra Fría. Razones económicas, políticas y, sobre todo, geoestratégicas habían llevado a los dos bloques a tomar partido por uno de los dos bandos. Después de algunas vacilaciones iniciales, en 1967 las posiciones estaban ya decantadas con arreglo al esquema bipolar propio de la Guerra Fría: Occidente apoyaba a Israel, en tanto que el bloque soviético y los países no alineados respaldaban a los Estados árabes, solidarios a su vez con el pueblo palestino en su contencioso con el Estado de Israel. Este reparto de papeles se traducía en una generosa ayuda militar a los países de la zona. Mientras los ejércitos árabes contaban con abundante material de guerra soviético, Israel era abastecida por Occidente, sobre todo por Francia, que fue hasta 1967 su principal proveedor. La ayuda militar norteamericana, por el contrario, fue muy modesta hasta los años sesenta, aunque aumentó a lo largo de la década gracias a sendos acuerdos firmados con Israel en 1962 y 1966, y se incrementó espectacularmente a partir de 1971 (Derriennic, 1980, 182-183). De todas formas, como se recordará, en el conjunto de la Guerra Fría, el mayor cliente de la industria militar norteamericana será Arabia Saudí.

En 1964, la creación, por iniciativa del gobierno egipcio, de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) había permitido unificar bajo unas siglas comunes a grupos palestinos de muy diversas tendencias, unidos en la lucha por un «Estado democrático palestino» y por la «eliminación de Israel», tal como proclama su carta fundacional. La subida al poder en Siria en 1966 del ala izquierda del partido Baas contribuiría a deteriorar sensiblemente las relaciones con sus vecinos judíos. A las acciones de los comandos palestinos, apoyados por Siria y Jordania, respondió Israel con «acciones preventivas» de carácter militar.

La tensión aumentó también en la zona del Canal de Suez cuando en mayo de 1967 el gobierno egipcio de Nasser exigió la retirada de la fuerza militar de interposición que la ONU mantenía en Gaza y en el Sinaí desde 1956, además de ordenar el cierre del golfo de Áqaba y bloquear así el puerto israelí de Eilath, única salida al mar que Israel tenía en el Sur. El 14 de mayo, Nasser decretó la movilización general y el envío de tropas al Sinaí. Mientras tanto, Siria ponía a su ejército en estado de alerta. Ante la inminencia de una nueva guerra, entre finales de mayo y principios de junio Egipto se apresuró a firmar acuerdos de ayuda mutua con Jordania e Irak. Las palabras pronunciadas por el presidente Nasser el 28 de mayo, —«Esta batalla demostrará quiénes son los árabes y quién es Israel»— no pudieron ser más inoportunas.

Pese a las continuas declaraciones belicistas y a los preparativos para la guerra, que respondían a una sensación ampliamente compartida de un próximo estallido bélico, el ataque israelí desencadenado en la mañana del 5 de junio de 1967 constituyó una completa sorpresa, sobre todo por dirigirse simultáneamente contra sus tres principales enemigos: Egipto, Siria y Jordania. La sorpresa y la audacia fueron, sin duda, la clave de que la Tercera Guerra árabe-israelí se saldara con un triunfo rápido y espectacular de Israel, que se aprovechó además de los graves errores tácticos cometidos por Egipto en las semanas previas a la guerra, en las que llegó a cambiar hasta cuatro veces su primitivo plan de defensa del Sinaí, el llamado plan Qahir (Gawrich, 1991). Siguiendo los principios clásicos de la guerra relámpago, en tres horas la aviación israelí puso fuera de combate al 85% de la fuerza aérea egipcia, destruida antes de que pudiera despegar. El avance de sus unidades blindadas por el Sinaí fue incontenible, y el día 8 alcanzaban la orilla oriental del Canal de Suez. En el frente jordano, la lucha duró cuarenta y ocho horas, que fue el tiempo que el rey Husein tardó en aceptar el alto el fuego propuesto por el Consejo de Seguridad de la ONU. Por entonces, Israel ocupaba ya la parte oriental de Jerusalén y toda Cisjordania. A continuación se iniciaron las hostilidades en los Altos del Golán, que el ejército israelí arrebató a Siria en apenas veinticuatro horas. Así pues, entre los días 5 y 10 de junio, Israel había ocupado Gaza, el Sinaí, Jerusalén oriental, Cisjordania y los Altos del Golán, lo que suponía multiplicar por más de cuatro su superficie anterior al conflicto (de 20 700 km2 a 89 359).

La Guerra de los Seis días destruyó la capacidad militar de los enemigos de Israel, pero tuvo como contrapartida el agravamiento del problema palestino con el éxodo de 300 000 habitantes de Cisjordania y la permanencia de cerca de un millón de árabes en los territorios de Gaza y Cisjordania, sometidos a un estricto control militar. La condena de la comunidad internacional fue unánime, con algunos matices y salvedades en el caso de los principales países occidentales. La URSS y los Estados del Este de Europa, con excepción de Rumanía, retiraron a sus embajadores. De Gaulle se apartó una vez más de la línea predominante en el bloque occidental con una crítica sin paliativos a la «agresión» israelí. Las negociaciones entre Estados Unidos y la URSS llevaron a un relativo acercamiento de posiciones ante el problema de Oriente Próximo, lo que facilitó la labor mediadora de las Naciones Unidas. Finalmente, tras haberse rechazado diversos planes de paz, el 22 de noviembre de 1967 la ONU votaba por unanimidad un texto basado en una propuesta británica que ordenaba la retirada de las tropas israelíes de los territorios ocupados, aunque la redacción del texto, deliberadamente ambigua, no precisaba si se trataba de todos o de una parte de ellos. Como contrapartida, se proclamaba el «reconocimiento de la soberanía, integridad territorial e independencia política de todos los Estados de la zona», incluido, lógicamente, Israel.

La resolución 242 era la primera que la ONU adoptaba por unanimidad en relación con Oriente Medio desde 1947. La fuerza que le daba ese respaldo de la comunidad internacional se estrellaba, sin embargo, con la negativa de Israel a llevar a cabo la retirada. La disposición de los países árabes hacia la resolución era más favorable, por el hecho mismo de que su derrota había debilitado notablemente su capacidad de presión. Pero la actitud de los dirigentes árabes distaba mucho de ser uniforme, y fluctuaba entre el radicalismo verbal de Nasser y el pragmatismo de Husein de Jordania, que negociaba secretamente con Israel, mientras el líder de la OLP, Yassir Arafat, clamaba por hacer de la capital jordana «el Hanoi de los árabes». En esas condiciones, la resolución 242 era papel mojado, tal como pudo constatar el secretario general de la ONU, U Thant, que en abril de 1969 habló de un «estado de guerra latente» en la zona del Canal de Suez. De las intenciones de Israel y Egipto hablan elocuentemente sus presupuestos de defensa del año 1970: un 19% del PNB en el caso de Egipto y un 25% —frente al 10% cuatro años antes— en el de Israel (Derriennic, 1980, 192-194).

Pero el conflicto no estaba circunscrito al Canal de Suez. En septiembre de 1970, la tensión entre el gobierno jordano y las organizaciones palestinas, descontentas con la supuesta tibieza de Jordania ante Israel, desembocó durante varios días en graves enfrentamientos armados con visos de guerra civil —«Septiembre Negro»—. Su reanudación en julio del año siguiente dio como resultado la expulsión de la OLP del territorio jordano. Poco antes (septiembre de 1970) fallecía el presidente egipcio Gamal Abder Nasser, principal abanderado del panarabismo, que fue sucedido en el cargo por Anuar al-Sadat. Menos carismático que Nasser, el nuevo presidente egipcio no tardó en revisar las estrechas relaciones que el país mantenía con la URSS en tiempos de Nasser. La expulsión en 1972 de 18 000 consejeros soviéticos instalados en Egipto fue una de las consecuencias del giro que Sadat imprimió a la política exterior egipcia. Mientras tanto, la derrota de 1967 y el progresivo distanciamiento de algunos dirigentes árabes respecto a la causa palestina llevaron a la aparición de grupos palestinos radicales, resueltamente partidarios de la violencia, como el llamado «Septiembre Negro», responsable, entre otros actos terroristas, del secuestro y asesinato de varios atletas israelíes que participaban en los Juegos Olímpicos de Múnich de 1972. El terrorismo palestino llevó a Israel a adoptar una activa política de represalias más allá de sus propias fronteras, como los ataques dirigidos contra miembros de la OLP en el Líbano.

El deterioro de la situación, que los egipcios definían como de «ni guerra ni paz», recordaba mucho las vísperas de la Guerra de los Seis días, sólo que en este caso fue Egipto el país que tomó la delantera con un ataque sorpresa. A lo largo de 1973, Anuar al-Sadat había mantenido varias entrevistas con dirigentes árabes para coordinar una acción militar contra Israel con mayores posibilidades de éxito que en 1967. Recuperado del desastre militar de entonces, Egipto contaba, además, con la audacia de la operación y con el apoyo activo de los países árabes. Fue como el ataque israelí de 1967, pero a la inversa: el 6 de octubre de 1973, coincidiendo con la festividad judía del «Yom Kippur», el ejército egipcio, reforzado con tropas árabes de diversa procedencia, cruzaba el Canal de Suez y penetraba con éxito en el Sinaí, al tiempo que los sitios avanzaban en los Altos del Golán con el apoyo de Jordania, cuya frontera con Israel, sin embargo, permaneció inactiva.

Fue también, como la de 1973, una guerra corta, aunque a diferencia de aquélla se dieron bruscas alternativas. A las cuarenta y ocho horas del ataque árabe, Israel conseguía contraatacar en el frente sitio, donde no sólo recuperó el terreno perdido los dos primeros días en el Golán, sino que se adentró en Siria hasta llegar a amenazar su capital, Damasco. En el Sinaí, el contraataque israelí, iniciado el 15 de octubre, llevó a las tropas judías a cruzar el Canal de Suez por el Sur y establecer una cabeza de puente en territorio egipcio. El 22 de octubre, en plena ofensiva israelí, el Consejo de Seguridad de la ONU, previo acuerdo entre Estados Unidos y la URSS, ordenó un alto el fuego inmediato, que fue aceptado por todas las partes, incluido Israel, aunque a regañadientes y bajo una fuerte presión norteamericana. La aceptación del alto el fuego por el gobierno israelí, cuando todo apuntaba a una victoria aplastante, desencadenó en aquel país una feroz campaña de acusaciones contra la primera ministra, Golda Meir, por parte de los sectores más intransigentes. Curiosamente, sería el líder del partido nacionalista Likud, Menahem Begin, quien firmaría cinco años después con el presidente egipcio Sadat los acuerdos de Camp David que pusieron fin al contencioso entre Egipto e Israel.

La guerra del «Yom Kippur» tuvo una dimensión novedosa en el viejo conflicto de Oriente Próximo, que contribuyó decisivamente a la globalización del problema, y fue la utilización del petróleo como un medio de presión económica sobre los países occidentales, aliados, en su mayor parte, del Estado de Israel, al que se sometió a un severo embargo petrolífero. La subida del precio del petróleo a partir de finales de 1973 tuvo tal impacto en el mercado mundial, que los países industrializados, acostumbrados durante décadas a tener petróleo abundante y barato, se vieron sumidos de repente en la peor crisis económica desde la recesión de los años treinta. De todas formas, como se verá más adelante, el encarecimiento del petróleo no fue la única causa que provocó el brusco cambio de ciclo sufrido por el capitalismo mundial en los años setenta.