6.5. La descolonización asiática y el conflicto de Oriente Medio
La expansión japonesa en Extremo Oriente había tenido efectos demoledores en las viejas estructuras coloniales de las potencias europeas en el continente asiático. Al desarrollo de un fuerte sentimiento nacionalista y antioccidental entre la población autóctono, estimulado por los japoneses, se añadieron las dificultades insalvables con las que se encontraban las antiguas metrópolis para hacer frente simultáneamente a su reconstrucción nacional y al restablecimiento de su soberanía en aquellas latitudes. La facilidad con que Japón había desplazado de la zona a las potencias europeas mostraba a las claras el declive histórico de estas últimas, que sólo gracias a la victoria norteamericana en la guerra pudieron recuperar, de forma precaria y efímera, sus antiguas posesiones coloniales. Por otra parte, los principios teóricos, proclamados por la Carta de San Francisco de 1945, sobre los que debía asentarse el nuevo orden mundial implicaban una deslegitimación sin paliativos del antiguo sistema colonial, condenado tanto por Estados Unidos como por la Unión Soviética por distintas razones ideológicas e históricas. A todo ello se sumaba el impacto que la Gran Depresión tuvo sobre la relación económica tradicional entre las viejas colonias y las metrópolis europeas, cuya posición de dominio se vio reforzada hasta extremos insostenibles por la caída de hasta un 70% de los precios de las materias primas con destino a los países occidentales y el mantenimiento del precio de los productos industriales que las colonias se veían obligadas a consumir. De ahí la llamada de Mahatma Gandhi a boicotear los productos manufacturados británicos, entre otras formas de resistencia y protesta que habrían de hacer de él uno de los símbolos de la lucha contra el colonialismo dentro y fuera de su país. Ahora bien, si, de un lado, la coyuntura económica de los años treinta hacía más desiguales e injustos que nunca los vínculos entre las colonias y sus metrópolis, la progresiva aparición de productos sintéticos, como el nailon o el plástico, sustitutivos de las materias primas tradicionales reducía la importancia estratégica que los imperios coloniales habían tenido para las economías industrializadas. Así pues, todo un conjunto de circunstancias heterogéneas, desde los grandes ideales de la posguerra que dieron origen a las Naciones Unidas, hasta la quiebra económica del antiguo orden colonial, pasando por la crisis de la vieja Europa, contribuyó a poner en marcha un proceso descolonizador que se desarrollaría intensamente primero en Asia y unos años después en África.
El primer país en advertir el carácter irreversible de los cambios operados durante la guerra fue Gran Bretaña, cuya dominación colonial sobre la India, considerada la joya de la Corona, se tambaleaba desde principios de siglo. En los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial, el intento británico de suavizar su dominación en la zona mediante la introducción de un sistema limitado de autogobierno («The Government of India Act», 1935) se vio contrarrestado por el crecimiento imparable de la voluntad de independencia, como demuestra el salto espectacular que experimentó el número de afiliados al Congreso Nacional liderado por Mahatma Gandhi, que pasó de sesenta mil miembros en 1935 a un millón y medio al final de la década sólo en la región del Ganges (Hobsbawm, 1995, 217). Durante la Segunda Guerra Mundial, la popularidad alcanzada por Gandhi, consagrado como líder y mártir de la causa por la persecución de que fue objeto, y las dificultades de la administración colonial inglesa para hacer frente al movimiento independentista y al ejército japonés, que en 1942 llegó a amenazar seriamente las fronteras de la India, precipitaron el curso de los acontecimientos hacia la independencia, que las propias autoridades británicas asumieron como inevitable. La consumación de este hecho mediante la firma del Acta de Independencia en 1947 puso fin a un problema, pero, como en otros procesos descolonizadores, creó uno nuevo por la partición del antiguo territorio colonial en dos estados soberanos: la India, con predominio de población hindú, y Pakistán que en 1971 sufrió, a su vez, la secesión de su parte oriental, convertida en el Estado de Bangladesh, con mayoría musulmana. Los dos nuevos estados del subcontinente no sólo mantendrían un largo contencioso por algunas regiones fronterizas, que en ocasiones llegó a la guerra abierta, sino que se colocaron frente a frente en el escenario de la Guerra Fría, en el que India se alineó generalmente con la URSS y Pakistán actuó a remolque de los intereses occidentales. La política interior se vio igualmente perturbada por un sinfín de conflictos. El asesinato de Mahatma Gandhi en enero de 1948 fue como la segunda muerte del padre de la independencia india, tras el amargo trance que supuso para él la partición territorial del año anterior. El crimen, perpetrado por un hindú extremista opuesto a la división del país, puede verse como un anticipo de las tremendas disensiones internas, sobre todo de carácter étnico y religioso, que han ensombrecido la historia de la India independiente. Testimonio de ello sería también el asesinato de Indira Gandhi, hija del primer ministro P. Nehru, y ella misma jefe del gobierno indio durante dos largas etapas (1966-1977 y 1979-1984) hasta su muerte en 1984 a manos de un miembro del movimiento separatista sikh. El mismo destino correría su hijo, Rajiv Gandhi, en 1991.
Los casos de Indonesia e Indochina presentan algunas similitudes entre sí. Por una parte, demuestran los efectos irreversibles que la dominación japonesa durante la Segunda Guerra Mundial tuvo en las antiguas colonias asiáticas y, por otra, la impotencia de las metrópolis europeas, Holanda y Francia en los casos citados, para restablecer su dominio sobre ellas tras la conclusión de la guerra. La posterior implicación norteamericana interfiriendo en los destinos de estas regiones se insertaría ya en la dinámica de la Guerra Fría y en la feroz lucha de posiciones que los dos bloques mantendrán en el continente asiático. La fuerte implantación del comunismo sería otro elemento común a los casos de Indonesia e Indochina, que se diferencian, sin embargo, en el distinto ritmo de sus procesos descolonizadores mucho más rápido en Indonesia, que consiguió la independencia en 1949 y en las especiales proporciones, sin parangón en todo el continente, que adquirió el conflicto de Indochina, un territorio que vivió en estado de guerra real o latente hasta la invasión de Camboya por el ejército vietnamita en 1979, cuatro años después de la unificación de Vietnam en 1975. La estrepitosa derrota del ejército francés en Dien Bien Phu en 1954 frente a la guerrilla del Viet-Minh, colofón de ocho años de guerra colonial, dio paso a una apresurada negociación sobre el futuro de Indochina, que quedó perfilado en los acuerdos suscritos en Ginebra en julio de ese mismo año: creación de tres estados independientes, Laos, Camboya y Vietnam, y partición provisional de este último a la altura del paralelo 17, a la espera de la celebración de elecciones libres en ambas zonas. Los obstáculos que encontró el proceso de unificación del país previsto en los acuerdos de Ginebra actuaron como desencadenante de la futura Guerra de Vietnam.
El recurso a la división de territorios naturales, empleado, como hemos visto, en procesos de descolonización especialmente delicados, tuvo también consecuencias dramáticas en Oriente Próximo, una región que, como los Balcanes, sufría las secuelas del vacío de poder creado por el hundimiento, a principios de siglo, del Imperio otomano. El holocausto judío en la Segunda Guerra Mundial dio un empuje decisivo a la vieja aspiración sionista de crear un Estado propio en Palestina, según los principios establecidos por el padre del sionismo, Theodor Herzl, a finales del siglo XIX («El Estado judío», 1896). Tanto la predisposición favorable de la comunidad internacional, horrorizada por la reciente tragedia del pueblo judío, como el fuerte incremento de la emigración a Palestina y la política de hechos consumados practicada por las organizaciones sionistas, que no dudaron tampoco en recurrir al terrorismo para imponer sus designios, decidieron a las grandes potencias a buscar una solución razonable a un doble problema moral, por la creencia de que el pueblo judío merecía una reparación histórica por sus recientes sufrimientos, y político, por la situación explosiva que se había apoderado de la región, situada provisionalmente bajo administración británica. La resistencia de la población árabe y de los Estados vecinos a aceptar la deriva hacia un Estado judío hacía prever un fuerte rechazo a cualquier decisión de la comunidad internacional. Iras muchas vacilaciones, el desenlace se produjo el 29 de noviembre de 1947, cuando la Asamblea General de Naciones Unidas aprobó la resolución por la que se creaban en Palestina dos Estados, uno judío, de 14 100 km2 y otro árabe, de 11 500 km2. La población judía representaba en este momento el 32% sobre el total de la zona y poseía tan sólo el 15% de la tierra cultivable. De todas formas, el aumento de la tensión, que incluyó ataques indiscriminados de las milicias judías contra los palestinos, hizo que, a lo largo de los meses siguientes, muchos árabes abandonaran el territorio controlado por los judíos, protagonizando el primero de los numerosos desplazamientos de población motivados por el enfrentamiento entre las dos comunidades.
El 14 de mayo de 1948, víspera de la finalización del mandato británico en Palestina, se produjo la proclamación del Estado de Israel, que fue inmediatamente rechazado por los países árabes vecinos, Transjordania, Líbano, Siria y Egipto, y reconocido, casi con la misma prontitud, por Estados Unidos y la Unión Soviética. Dio comienzo así la que se conocería como Primera Guerra árabe-israelí, en la que un improvisado ejército hebreo, que carecía de aviación y de material pesado, se enfrentó a las tropas árabes lanzadas contra él desde todos los frentes. Al cabo de diez días de lucha encarnizada, el 25 de mayo se produjo una primera estabilización de las líneas. Este hecho significaba ya una importante victoria del nuevo Estado judío, cuya capacidad de supervivencia había quedado demostrada en condiciones extremadamente difíciles. En julio, el ejército israelí pasaba al contraataque. Su avance fue detenido a duras penas por la mediación de Naciones Unidas, si bien una segunda ofensiva lanzada en el mes de octubre ponía ya claramente en ventaja a los judíos. Con los sucesivos armisticios firmados a principios de 1949 entre estos últimos y los Estados árabes, la guerra fue perdiendo intensidad, aunque hasta finales de 1949 no se alcanzó un alto el fuego definitivo. Para entonces, Israel había conseguido ampliar espectacularmente de 14 100 a 20 700 km2 la superficie que le había otorgado Naciones Unidas en su resolución de 1947. La victoria judía no hizo más que agravar, sin embargo, el problema de los refugiados palestinos, caldo de cultivo de futuros conflictos armados. Mientras tanto, Israel se consolidaba como Estado soberano, dentro y fuera de sus fronteras fue admitido en la ONU en 1949, y ponía en marcha un modelo político, económico y social relativamente original, en el que se entremezclaban los rasgos más retrógrados y teocráticos del judaísmo religioso con una democracia parlamentaria de corte occidental y una suerte de socialismo de guerra incorporado con notable éxito a la vida económica y a la organización social del país. El fracaso de los Estados árabes en la guerra de 1948 provocó a su vez un clima de grave inestabilidad política en estos países. La posterior implicación de las dos superpotencias, tomando partido por uno u otro bando, acabaría de dar al conflicto de Oriente Medio el carácter crónico y la dimensión planetario que ha tenido desde entonces, incluso después del final de la Guerra Fría.