11.5. El Tercer Mundo tras el fin de la Guerra Fría
Los años noventa fueron especialmente negativos para el Tercer Mundo, a pesar de algunos progresos en el establecimiento de regímenes civiles de carácter constitucional y parlamentario. La década empezó y acabó con un grave problema arrastrado desde principios de los años setenta y agravado en los ochenta: la deuda externa acumulada por los países pobres y su incapacidad para hacer frente a sus compromisos financieros. Dentro de la disparidad de situaciones que presentan estos países, el problema de la deuda es un factor compartido por todos ellos, en mayor o menor grado, y en tal sentido cabe considerarlo como un elemento definitorio de lo que es el Tercer Mundo tras la desaparición de los dos grandes bloques. En muchos casos, la deuda alcanzó magnitudes superiores a la riqueza de los países deudores y se convirtió, por tanto, en un obstáculo insalvable para el desarrollo de esas economías. En 1990, veinticuatro países, entre ellos todos los situados en el África subsahariana, tenían una deuda igual o superior a su PNB (Hobsbawm, 1995, 422). Economías tan prósperas en otro tiempo como la argentina o la brasileña habían multiplicado su deuda externa por cinco y por cuatro, respectivamente, entre 1980 y 1998 (Villares y Bahamonde, 2001, 487). Aunque entre las naciones industrializadas se abrió paso una tendencia a la condonación de la deuda, el saldo entre los pagos derivados de la deuda externa -40 billones de pesetas en 1997 y la ayuda recibida por parte de los países ricos -7,5 billones muestra a las claras un imparable proceso de empobrecimiento del Tercer Mundo.
Desde el punto de vista político, el cambio más positivo registrado durante la década de los noventa se produjo en Sudáfrica, la principal potencia económica y demográfica del África subsahariana, con un 44% del PNB de la zona a mediados de los noventa, un 52% de la producción industrial, un PNB «per cápita» que casi triplica la media y nueve veces más líneas telefónicas que el resto del subcontinente. Sudáfrica fue uno de los primeros países africanos en alcanzar la independencia, aunque la República no se proclamó hasta 1961. Desde 1948 vivió sometida a un estricto régimen de segregación racial o apartheid que garantizaba el monopolio del poder a la minoría blanca, lo cual explica que incluso después del apartheid sea uno de los países del mundo con mayor desigualdad en la distribución de la renta.
Además de privar del derecho a voto a la inmensa mayoría de la población sólo el 15% disfrutaba de tal privilegio, la segregación condenaba a negros, mestizos e hindúes a llevar una vida aparte en barrios degradados, con un acceso muy restringido a la educación, a la sanidad y a la propiedad y sometidos a una explotación laboral sin límites. La legislación impedía los matrimonios mixtos y establecía severas penas de cárcel para aquellos que mantuvieran relaciones sexuales con personas de otra raza. La hegemonía blanca, consagrada en un Parlamento sin verdadera oposición al sistema, se vio fuertemente contestada tanto dentro del país, por parte sobre todo de la comunidad negra, como en el exterior, por las distintas iniciativas internacionales para forzar mediante el bloqueo económico un cambio en la política interna sudafricana. Junto a la presión internacional, la larga lucha del Congreso Nacional Africano (CNA), con estallidos de violencia como los que sacudieron el gueto negro de Soweto en 1976, y la tenaz resistencia de su líder, Nelson Mandela, encarcelado en 1964, acabaron por convencer a los sectores más moderados de la comunidad blanca de la necesidad de una transición pactada que acabara con el apartheid. Tras la liberación de Mandela en 1990, el presidente F. W de Klerk inició negociaciones con el Congreso Nacional Africano, que conducirían cuatro años después a la celebración de las primeras elecciones democráticas de la historia del país, que dieron como resultado el triunfo del Congreso Nacional y la posterior elección de Nelson Mandela como presidente de la República. Cinco años después, Mandela dejó el cargo en manos de Thabo Mbeki, su sucesor también al frente del CNA, con un balance lleno de claroscuros, aunque globalmente positivo: si la estabilidad de la nueva democracia sudafricana es un logro histórico indiscutible para un país marcado durante décadas por profundas injusticias, la persistencia de graves desigualdades sociales y económicas heredadas de la etapa anterior puede hacer peligrar un modelo de convivencia todavía muy frágil, cuya principal base de sustentación ha sido el inmenso carisma de Nelson Mandela. De ahí los interrogantes que abrió su retirada de la vida política.
Salvo el caso de Sudáfrica y los tímidos signos de apertura democrática que se apreciaron en Marruecos tras la muerte del rey Hassan II, la evolución del continente africano en el cambio de siglo no da apenas motivos para la esperanza. África había sido desde los años sesenta uno de los grandes escenarios de confrontación entre los dos bloques de la Guerra Fría, lo que, añadido a los problemas fronterizos y étnicos heredados de la época colonial, se tradujo a lo largo de esos años, sólo en el África subsahariana, en treinta y cinco grandes guerras, que provocaron diez millones de muertos y el doble de refugiados (Velga, Da Cal y Duarte, 1997, 355). El fin del comunismo hizo que estos países perdieran la importancia relativa que, como peones de las grandes potencias, habían tenido en el gran tablero de la Guerra Fría. Pero las guerras civiles y los golpes de Estado se habían convertido en el «modus vivendi» de poderosas minorías armadas que continuaron actuando como en los tiempos de la Guerra Fría, aunque sin la coartada ideológica ni, generalmente, los apoyos internacionales de los que disfrutaron hasta 1990. La actuación de los llamados señores de la guerra en Somalia en 1991, artífices de la caída del régimen prosoviético de Siad Barre, es sintomático de un fenómeno que ha presidido la historia del continente desde la independencia y, especialmente, tras el fin de la Guerra Fría: la extrema fragilidad del poder del Estado-nación cuando no su patrimonialización por un clan, un grupo o una familia, la exacerbación de viejos enfrentamientos tribales y la guerra concebida como actividad lucrativa en países sometidos a una depauperación sistemática antes y después de la descolonización. Incluso un país que dispone todavía, gracias al petróleo, de grandes recursos naturales como Nigeria sufre un nivel de pobreza mayor que antes de la independencia como consecuencia de la acción depredadora del Estado y de las minorías que lo controlan tres de los 374 grupos étnicos del país. El altísimo impacto del sida en el África subsahariana, donde a mediados de los noventa se concentraba el 60% de los seropositivos de todo el mundo, completa el cuadro desolador que presentaba el continente a finales de siglo y es una consecuencia, entre otros muchos factores, del subdesarrollo del sistema sanitario de unos países que, a finales de los años ochenta, contaban con una media de un médico por cada 18 488 habitantes (uno por 344 en los países desarrollados).
La guerra, la enfermedad, el hambre y el genocidio han creado un círculo vicioso muy difícil de romper, ya sea desde dentro o desde fuera. La intervención en Somalia en 1992, primero norteamericana y luego de la ONU, evidenció las grandes dificultades de una operación de esta naturaleza, mitad militar, mitad humanitaria. La dudosa eficacia de la ayuda económica, que en buena parte acabó en poder de los señores de la guerra, más la hostilidad con que fueron recibidas las tropas occidentales y la omnipresencia de los medios de comunicación en la zona, con el consiguiente impacto en la opinión pública occidental, pusieron rápidamente en crisis la doctrina de la injerencia humanitaria que Occidente pretendía aplicar en los nuevos conflictos de la pos-Guerra Fría. El peligro de una vietnamización del problema la gran obsesión de las administraciones norteamericanas desde los años setenta decidió finalmente al presidente Clinton a ordenar la retirada de las tropas. El fiasco de la intervención en Somalia no fue ajeno a las divisiones que suscitaron en Occidente las matanzas desencadenadas en Ruanda y por extensión en los Grandes Lagos, en 1994, con un saldo de un millón de muertos, en su mayoría miembros de la etnia tutsi asesinados por hutsis radicales. Frente a los intentos de Francia de intervenir en la zona, se impuso el criterio norteamericano de evitar toda injerencia internacional en el conflicto, propagado rápidamente a los países vecinos. Estos episodios, relativamente frecuentes en el África poscolonial, contribuyen a afianzar la idea de que, superada la fase en que el continente era una pieza codiciada por su valor económico o estratégico, existe una fatalidad histórica que lo conduce inexorablemente a la marginación y la autodestrucción.
Podría decirse, pues, que el destino del África subsahariana pone seriamente en entredicho la naturaleza misma de la globalización, en la medida en que este proceso no sólo se muestra compatible con la marginación, sino que actúa como un poderoso factor de exclusión de aquellos países o grupos sociales considerados inaptos o innecesarios, como los subclase que habitan en los guetos de las grandes ciudades occidentales. Pero el impacto de la globalización en el Tercer Mundo presenta otras vertientes, entre las cuales, ciertas formas de hiperintegración en la economía global pueden llegar a ser tan dramáticas como la exclusión. Es el caso del narcotráfico y de sus efectos corrosivos sobre las estructuras económicas y políticas de algunos países del Tercer Mundo. Colombia representa tal vez el principal paradigma. La especialización de su economía en el narcotráfico desde los años ochenta sería fruto de una multitud de factores interrelacionados: la tradicional presencia en la zona de las mafias norteamericanas, la crisis industrial de los años setenta, que llevó a algunos empresarios a probar fortuna en la economía sumergida; la existencia de bandas terroristas y contraterroristas con un poder incontestable en determinadas regiones del país y la debilidad y corrupción del aparato del Estado. La alta rentabilidad conseguida mediante la producción de cocaína y su distribución en el mercado internacional, sobre todo en Estados Unidos, revirtió en la economía colombiana a través del blanqueo de dinero. Esta circunstancia otorgó un significativo respaldo social a las redes vinculadas al narcotráfico, tanto por la dependencia económica que generó en amplias capas de la población como por la capacidad que esas redes o carteles mostraron para transformar una parte de sus beneficios en bienes de uso comunitario, al estilo de las mafias tradicionales. El éxito de esta particular política redistributiva explica la inmensa popularidad de personajes como Pablo Escobar.
La llamada sociedad red abre, como se ve, oportunidades insospechadas para las organizaciones criminales de corte más tradicional, desde las viejas mafias dedicadas a la delincuencia común a gran escala, hasta las organizaciones paramilitares y terroristas con una ideología asimilable a la extrema derecha, al estilo de las milicias racistas y ultranacionalistas que proliferan en Estados Unidos, como la que lleva por nombre Angry White Male, o de la secta japonesa Aum Shinrikyo, en la que el milenarismo y el fanatismo religioso van de la mano de una alta sofisticación tecnológica al servicio de una estrategia terrorista sin una intencionalidad política clara. Pero, en algunos casos, la red sirve de cauce también a nuevas formas de protesta que surgen extramuros del sistema en defensa de los marginados. En este sentido, la globalización actúa al mismo tiempo como un mecanismo de exclusión y como un medio altamente eficaz de lucha contra ella. Así lo demuestra la importancia que ha adquirido Internet en el desarrollo del extenso, aunque heterogéneo, movimiento antiglobalización que ha protagonizado sonados actos de protesta en las cumbres de las principales instituciones económicas mundiales. Pero el paradigma de esa utilización de la red en la lucha contra los efectos perversos de la globalización lo constituye el proceso iniciado por los zapatistas mejicanos en enero de 1994. En esa fecha, 3000 guerrilleros del Ejército Zapatista de Liberación Nacional se alzaron en armas en el Estado de Chiapas, situado al Sur de México, en protesta por la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, cuyas condiciones supusieron un duro golpe para productos agrícolas, como el café y el maíz, de gran importancia para ciertas comunidades campesinas. Al grito de «Hoy decimos ¡basta!», la guerrilla zapatista, integrada por campesinos indígenas, dirigida por intelectuales urbanos y apoyada por la Iglesia Católica, inició un levantamiento armado que, tras la intervención del ejército, quedó localizado en algunas zonas poco accesibles del interior de la selva.
Lo que empezó como una lucha de guerrillas clásica derivó en seguida hacia una nueva forma de resistencia que conjugaba el aislamiento físico de los insurgentes con su acceso a los canales mundiales de comunicación a través de Internet. Conectados con grupos de simpatizantes repartidos por todo el mundo y con los grandes «mass media» internacionales, atraídos por el interés informativo del fenómeno, los zapatistas quedaron a cubierto de la acción represiva de su gobierno y llegaron a crear un verdadero contrapoder frente al Estado mejicano no sólo en la zona selvática bajo su control, sino en ese espacio virtual que una tecnología avanzada, pero asequible, ponía a su disposición. Su experiencia plantea algunos interrogantes sobre la compatibilidad entre el proyecto indigenista de las comunidades campesinas que nutren el zapatismo y la mentalidad de sus dirigentes, como el célebre subcomandante Marcos, más próximos a la izquierda clásica y a los movimientos insurgentes que tuvieron tanto predicamento en la juventud universitaria en los años sesenta y setenta. Pero es indudable que la rebelión zapatista la «primera guerrilla informacional», en palabras de M. Castells (1998a, 95) ha adquirido una gran notoriedad como paradigma de un nuevo tipo de revolución social en los tiempos de la sociedad red, en el que la globalización es causa y cauce de la protesta y una pequeña comunidad primitiva puede llegar a ser la avanzadilla de un movimiento de resistencia internacional al nuevo orden.