2.4. La Revolución Rusa

La declaración de guerra a Alemania suscitó en 1914 un gran entusiasmo en Rusia y facilitó la formación de una «unión sagrada» en torno al zar que paralizó, por de pronto, las protestas de los partidos políticos y de la Duma, las huelgas y las sublevaciones de campesinos. Confiados en la ayuda de las potencias occidentales aliadas, los rusos pensaron que podían ganar la guerra y de esta manera se pondría Fin a la agitación interior que venía caracterizando el reinado de Nicolás II. La victoria actuaría como aglutinante del descontento y abriría un nuevo rumbo de progreso: la rápida industrialización registrada desde los años noventa del siglo anterior daría por fin sus frutos y se modernizaría el país.

Transcurrido tan sólo el primer año de guerra, cambió radicalmente la situación y reaparecieron las manifestaciones de descontento, agravadas paulatinamente por el progreso de las fuerzas revolucionarias. Las derrotas en el frente y la incapacidad de la industria y del sistema de transportes para proporcionar las municiones, los víveres y la vestimenta precisados por los soldados en el frente pusieron de manifiesto las debilidades de Rusia para hacer frente a una guerra demasiado moderna para sus posibilidades (Pierre Milza, 1997a, 99). Nicolás II pretendió enderezar la situación asumiendo personalmente el mando de los ejércitos, pero con esta decisión incremento los problemas, pues revivió usos arcaicos denostados ya por casi todos los rusos. Sólo la zarina Alejandra, en el papel de auténtica directora dé la política interior rusa en estrecha colaboración con Rasputín, animaba a su esposo en su correspondencia diaria a que reforzara la autocracia. Tales consejos, bien acogidos por Nicolás II, no hicieron sino ampliar su alejamiento respecto al pueblo, incluyendo al sector de los más fieles. Entre el campesinado creció la más viva oposición a las levas masivas de soldados, se perdieron territorios (Polonia, Galicia) y la economía quedó casi completamente paralizada. Toda la producción industrial se puso al servicio del ejército, por lo cual los campesinos no recibieron los productos necesarios y, en contrapartida, se negaron a entregar sus cosechas. De esta forma las ciudades quedaron desabastecidas de los productos de primera necesidad, sin que la situación pudiera ser paliada con importaciones, pues de hecho el comercio internacional de Rusia estaba paralizado. En suma, la producción industrial y agraria descendió de forma acusada y se incrementó el paro, mientras los precios iban en aumento; el gobierno, por su parte, entró en bancarrota financiera a causa de los cuantiosos préstamos para mantener la guerra.

Frente a este cúmulo de problemas, Nicolás II sólo hallaba solución en la aplicación de la viejas fórmulas autocráticas: desprecio hacia la Duma, permanente crisis gubernamental (en los años de la guerra cambió cuatro veces de primer ministro) y represión (acentuada desde finales de 1916, con ocasión del asesinato de Rasputín). El resultado fue catastrófico: sin tomar consciencia de ello, los rusos fueron prescindiendo paulatinamente del gobierno y comenzaron a regirse por sí mismos (M. Ferro, 1991, 213). La administración sanitaria quedó de hecho en manos del Comité de la Cruz Roja, los «zemstva», constituidos en una asociación bajo la presidencia del príncipe Lvov, incrementaron sus funciones administrativas y se responsabilizaron de la acogida de refugiados y la repartición de prisioneros, se constituyó un Comité de Industrias de Guerra para racionalizar la producción militar y por todo el país se crearon cooperativas de consumo para garantizar la distribución de víveres. La revolución no había invadido aún, apunta Marc Ferro, los espíritus (todo lo anterior se hizo con aprobación de las autoridades y procurando no contrariar a la burocracia imperial, muy celosa de sus prerrogativas), pero comenzaba por la vía de los hechos.

No fue la Gran Guerra la única razón por la que finalmente Nicolás II se vio obligado a abdicar, pero proporcionó la ocasión para que los rusos se pusieran de acuerdo en contra de la pervivencia de la autarquía zarista. Entre el otoño de 1916 y el invierno del año siguiente toda la población coincidió en dos asuntos fundamentales: la imposibilidad de proseguir la guerra y la necesidad de un cambio de rumbo político. Esta doble convicción se vio corroborada por el agravamiento de los ya históricos conflictos de campesinos y obreros (en enero de 1917 estallan huelgas por todo el país y se celebran a diario manifestaciones de protesta en las principales ciudades) y la carencia casi completa de víveres (en febrero tuvieron lugar varios motines populares en Moscú y Petrogrado motivados por el racionamiento del pan). El sincronismo de la agitación por toda Rusia y la activa participación de las fuerzas políticas y sociales declaradas fuera de la ley (todos los grupos anarquistas y los partidos socialistas) hizo sospechar la posibilidad de una revolución social, aunque por de pronto nadie creía que fuera posible, sobre todo porque Rusia carecía de una clase obrera suficientemente desarrollada como para encabezar sin movimiento de esta naturaleza, una de las condiciones fundamentales establecidas por Marx.

A comienzos de 1917, las corrientes liberales formadas por burgueses e intelectuales pensaron que había llegado el momento de transformar la autocracia en una monarquía constitucional al estilo occidental y el partido cadete encabezó un Bloque Progresista, al que se unieron miembros de la aristocracia zarista y algunos ministros, con el objetivo de formar un gobierno que contara con la confianza del país y controlara el peligro de una revolución social. Frente a este sector político mantuvieron sus posiciones revolucionarias los dos partidos socialistas: el Social-Revolucionario y el Socialdemócrata. El primero prosiguió su método tradicional de agitación del campesinado, mientras en el segundo no cesó el debate interno sobre la táctica a seguir, aunque en 1916 el líder bolchevique Lenin resolvió las dudas sobre la posibilidad de la revolución en su libro El imperialismo, fase suprema del capitalismo, donde mantuvo que no era imprescindible un fuerte desarrollo del capitalismo para hacer la revolución, sino que ésta estallaría allí donde, a pesar del subdesarrollo capitalista, fuera imposible mantener los esfuerzos exigidos por la guerra.

A mediados de febrero de 1917, el descontento en el ejército era completo y en las cartas interceptadas a los soldados por la censura se hablaba, refiriéndose a los mandos y autoridades, de «arreglo de cuentas» en cuanto llegara la paz o incluso antes. Por su parte, el gobierno se mostraba completamente incapaz de controlar el país, y los partidos políticos, desbordados asimismo por la situación, no pudieron planear una acción conjunta, perdiéndose en vivas discusiones entre los partidarios de colocar como prioridad la defensa de la patria (los «defensistas») y los que deseaban provocar una acción internacional contra la guerra («internacionalistas»). Tampoco los partidos socialistas y los sindicatos llegaron a un acuerdo para preparar una manifestación, inicialmente pensada para el 23 de febrero, pero ese mismo día las mujeres asumieron la iniciativa: un grupo de obreras inició una marcha por Petrogrado para protestar contra el zarismo a la que se fueron uniendo obreros, oficinistas, empleados de comercio e incluso miembros de la pequeña burguesía. Por primera vez en la historia rusa, ha escrito Marc Ferro (1991, 23l), la clase obrera salía de su gueto y otros grupos sociales le testimoniaban su simpatía. La actividad laboral de Petrogrado quedó paralizada, los cosacos observaron con benevolencia la marcha y, ante la sorpresa general, la policía no intervino. Fue el primer día de La Revolución de Febrero (marzo, según el calendario gregoriano, que a la sazón precedía en 13 días al ruso), la que provocaría la desaparición del zarismo. Las manifestaciones prosiguieron durante los cuatro días siguientes, cada hora con nuevos integrantes: primero los soldados, desobedientes a las órdenes de sus oficiales de disparar contra la multitud, luego los revolucionarios prisioneros, liberados en estos instantes por los manifestantes. El día 27, más de 20 000 personas entraron en los jardines del Palacio de Invierno, sin que los centinelas ofrecieran resistencia alguna. Lentamente se bajó el pabellón imperial y fue sustituido por una bandera roja. Los diputados de la Duma quedaron estupefactos, pero uno de ellos, Kerenski, se presentó ante los manifestantes dándoles la bienvenida a la Duma. A continuación se formó un Soviet compuesto por delegados de los sindicatos, movimientos cooperativos, social-revolucionarios, mencheviques, bolcheviques y anarquistas. Producto de negociaciones entre el Soviet y la Duma fue el nombramiento al día siguiente de un Gobierno Provisional, presidido por Lvov. Por todo el país se formaron soviets y, al mismo tiempo, Nicolás II dio orden de reprimir la revuelta, pero ni el ejército ni la policía le obedecieron. El 2 de marzo, según el calendario ruso, Nicolás II abdicó en su hermano, el gran duque Miguel, pero éste, informado por la Duma de que el Soviet se oponía a la continuación de la dinastía Romanov, rehusó la corona. En ese momento la monarquía quedaba en suspenso.

A partir del 27 de febrero, únicamente en Petrogrado es reconocida la autoridad del Gobierno Provisional y la del Soviet. El primero está constituido por miembros de los partidos y grupos liberales (cadetes, octubristas, miembros de los «zemstva») y sólo Kerenski representa a la izquierda (a la sazón era el líder del Partido del Trabajo, defensor de los intereses de la pequeña burguesía, aunque sus integrantes se denominaban «socialistas populares» o «trudoviks»). El Soviet, por el contrario, surgido por iniciativa de intelectuales socialistas, se formó a base de los delegados enviados por las organizaciones y partidos obreros, a los que se unieron representantes de los soviets de soldados. Por esta razón cambió su inicial denominación de Soviet de los Diputados Obreros por la de Soviet de Obreros y Soldados. En estos días el Soviet goza de la máxima legitimidad popular y, aunque en el área de Petrogrado determina qué empresas deben trabajar y cuáles continuar en huelga, así como el funcionamiento de los servicios (tranvías, electricidad…), no asume funciones gubernativas, fundamentalmente porque los mencheviques, que son mayoría, mantienen su teoría de que la revolución socialista debía estar precedida por la creación de un sistema democrático liberal. Así pues, la idea dominante en estos momentos es que se inicia tina revolución de carácter democrático liberal.

La inhibición política del Soviet, con todo, fue relativa. Él mismo puso empeño en presentarse como el único poder legitimado por el pueblo y, de hecho, adoptó ciertas medidas de profundo calado político. El Soviet, como acabamos de ver, participó directamente en la constitución del Gobierno Provisional y reguló la actividad laboral de Petrogrado y pronto la de toda Rusia, estableciendo la jornada laboral de ocho horas y los comités de obreros en las empresas; el día 28 publicó una proclama en el primer número de su periódico, «Izvestia», apelando al mantenimiento del orden en todo el país y demandando la elección de una asamblea constituyente para determinar la forma de gobierno; y, sobre todo, acabó con el ejército zarista y disolvió el cuerpo de policía. La Orden número 1 del Soviet suprimía la autoridad de los oficiales sobre los soldados, sustituyéndola por soviets constituidos por los soldados-representantes de cada unidad militar. Estos soviets se convirtieron en la máxima autoridad militar y los oficiales pasaron a ser sus meros auxiliares técnicos. La Orden declaraba, además, una serie de «derechos del soldado», entre ellos el de no recibir castigo de sus oficiales, y permitía la completa libertad de expresión en los regimientos, circunstancia aprovechada por agitadores de distinto tipo que alteraron profundamente la disciplina militar. De esta forma, el Soviet de Petrogrado privó al Gobierno Provisional de todo poder coactivo, por lo que el Gobierno quedó a expensas del apoyo y aprobación del Soviet para hacer cumplir sus medidas.

De acuerdo con la concepción menchevique, tras la «revolución de febrero» existían dos poderes en Rusia: el Gobierno Provisional, heredero de la legalidad, y la oposición Obrera, representada por los soviets. Estos últimos sometieron al gobierno a una permanente presión, haciéndose eco de las peticiones populares, que no pasaban de ser exigencias reformistas condicionadas por la pésima situación económico-social del país: los campesinos estaban impacientes por ocupar los latifundios y las tierras libres, los obreros industriales por mejorar sus condiciones de vida y por ejercer un control efectivo en las empresas, los pueblos no rusos constitutivos del imperio zarista comenzaron a presentar demandas de autonomía y toda la sociedad, pero de manera especial los soldados, pidió el fin inmediato de la guerra y ayuda económica a las víctimas de los combates.

Frente a los deseos populares, el primer Gobierno Provisional (marzo-mayo) dio prioridad al reconocimiento de las libertades personales y políticas y decretó la amnistía de los presos por razones políticas, militares y religiosas, la libertad de prensa, el derecho de huelga y el de sindicación, pero no atendió las dos reivindicaciones fundamentales: el reparto de tierras y el cese de la guerra. El ministro Miliukov, del partido cadete y auténtico hombre fuerte en este gobierno, siempre se negó a esto último porque consideró que la alianza de Rusia con la Entente constituía una garantía para la reconstrucción económica del país y, ante todo, para evitar el estallido de una revolución social. De ese modo se fue incrementando la distancia entre el gobierno y la sociedad, circunstancia aprovechada magistralmente por Lenin a su regreso el 16 de abril del exilio suizo. En la estación de Finlandia de Petrogrado, Lenin lanzó ante la multitud que lo vitoreaba un significativo: «Viva la revolución socialista mundial» y acto seguido publicó en «Pravda» sus «tesis de abril» prometiendo la paz, el reparto de tierra y la entrega del poder a los soviets. En la segunda de las «tesis» expuso con toda claridad su plan político, el que inmediatamente será asumido por los bolcheviques: «La peculiaridad del momento actual en Rusia consiste en el paso de la primera etapa de la Revolución, que ha dado el poder a la burguesía […] a su segunda etapa, que debe poner el poder en manos del proletariado y de las capas pobres del campesinado». Contra la táctica menchevique, Lenin formulaba la necesidad de proceder a la revolución socialista. Su mensaje fue muy bien acogido entre los soviets, de forma que los bolcheviques, hasta ahora minoritarios en su composición, comenzaron a adquirir una gran influencia no sólo en los soviets, sino también en las fábricas de Petrogrado más importantes y entre los marinos de Kronstadt.

Al tiempo que se suscitó entre las élites una viva discusión acerca de la naturaleza del proceso político, prolongada, entre mencheviques, bolcheviques y social-revolucionarios, con un agrio debate sobre la conveniencia o no de forzar la revolución social, se incrementaron las protestas y manifestaciones populares, como consecuencia de las cuales se produjo un cambio en el gobierno. Miliukov se vio obligado a dimitir y en el nuevo gobierno, vigente hasta agosto, entraron ministros mencheviques y social-revolucionarios, quienes, de este modo, quedaron comprometidos con la continuidad de la guerra. Sólo los bolcheviques, los grupos anarquistas y el ala izquierda del Partido Social-Revolucionario estuvieron libres de ese compromiso y de toda relación con la política reformista de carácter burgués desarrollada por el gobierno. Esto incremento apreciablemente la popularidad del bolchevismo, y a principios del verano, a causa de las dificultades de abastecimiento y del fracaso de la ofensiva del general Brusilov en Galicia, multitud de obreros y campesinos protagonizan por toda Rusia, y sobre todo y una vez más en Petrogrado, manifestaciones, huelgas y motines, entre ellos los de los marinos de Kronstadt, bajo el eslogan de «Todo el poder para los soviets». El gobierno acusó a los bolcheviques de ser los instigadores de esta insurrección en connivencia con los alemanes (la acusación fue gratuita, pues Lenin no consideró la situación lo suficientemente madura como para emprender la acción revolucionaria decisiva) y lanzó contra ellos una dura represión que obligó a Lenin a exiliarse en Finlandia.

A comienzos de agosto se forma un nuevo gobierno, presidido por Kerenski e integrado por mayoría de ministros del ala moderada del socialismo. Inicialmente, el gran problema al que debe enfrentarse es el histórico de carácter económico-social: depreciación del rublo, evasión de capitales, especulación con los productos de primera necesidad, ocupación de tierras por parte del campesinado, proliferación de huelgas y ocupación de industrias. Pero el 3 de septiembre los alemanes toman Riga, amenazando seriamente Petrogrado, ante lo cual el general Kornilov, comandante en jefe del ejército ruso, intentó un golpe de fuerza para apoderarse del poder y restablecer la disciplina en el ejército. Esta tentativa contrarrevolucionaria movilizó a todos los partidos y grupos de izquierda, quienes enviaron a sus representantes a convencer a los soldados de Kornilov a que abandonaran la acción. En cuanto se les aseguró a estos campesinos-soldados que la victoria del general supondría la continuidad del sistema latifundista y el triunfo de los empresarios sobre los obreros, se produjeron deserciones en masa. Kornilov, por tanto, quedó sin ejército, mientras Kerenski se había visto obligado a recurrir a los bolchevique para restaurar el orden en Petrogrado. Todo ello incremento el descrédito de la derecha rusa y del ejército ante la población, pero asimismo el jefe del gobierno perdió lo que le restaba de credibilidad. Los más beneficiados, en suma, fueron los bolcheviques, cada vez mejor acogidos en los soviets. De ahí que cuando el 8 de octubre Kerenski forma un nuevo gobierno, recurriendo únicamente a los socialistas moderados, los soviets se nieguen a reconocerlo. La ruptura de los dos poderes salidos de la «revolución de febrero» es un hecho. Es más, la opinión general entre la élite política rusa en aquel momento era que el II Congreso General de los Soviets, convocado para noviembre, acabaría con Kerenski, convocaría una asamblea constituyente y formaría un nuevo poder dispuesto a repartir las tierras y a terminar la guerra. Esto suponía, de hecho, el triunfo de las tesis de abril de Lenin. Sin embargo, éste no aceptó esta vía y contra la opinión de algunos prohombres bolcheviques regresó clandestinamente de Finlandia el 15 de octubre dispuesto a encabezar la que será conocida como la «Revolución de octubre».

Durante su exilio en Finlandia, Lenin había escrito el libro El Estado y la Revolución, donde tras reafirmar su tesis de que el Estado es el instrumento de dominación de una clase social sobre otra, apuntaba, aludiendo a la situación concreta de Rusia, la necesidad de que los bolcheviques se prepararan para la toma inmediata del poder. A su regreso de Finlandia, Lenin halla a su partido en una posición favorable: ha conquistado la mayoría en los soviets de Petrogrado, de Moscú y de las principales ciudades y el número de afiliados al partido ha crecido de forma considerable, con adhesiones especialmente valiosas como la del antiguo menchevique Leon Trotski. Esto no supone el cese, en el seno del Partido, de las discusiones tácticas, a causa ante todo de la permanente actitud crítica de Kamenev y Zinoviev, pero también es verdad que los bolcheviques estaban apoyados por el ala izquierda de los social-revolucionarios y por los anarquistas, animados como aquellos por el deseo de establecer el control obrero en las fábricas. En función de estas circunstancias, Lenin consideró llegado el momento de lanzar la revolución y así lo expuso en la reunión secreta del comité central de su Partido celebrada el 23 de octubre, donde, tras una larga discusión, se acordó recurrir a la insurrección para hacerse con el poder político en Rusia. Trotski, a la sazón presidente del soviet de Petrogrado, se hizo cargo de los preparativos. Creó una organización militar que debía actuar como una especie de estado mayor de la insurrección. Se trata del Comité Militar Revolucionario de Petrogrado (PVRK), a cuyo frente colocó a un social-revolucionario de izquierda; organizó una milicia popular, la Guardia Roja, con la misión básica de garantizar el apoyo de la guarnición militar de la ciudad, y envió representantes del comité central del Partido bolchevique a toda Rusia, a Finlandia y al frente, para coordinar a los soviets. El inicio de la insurrección fue fijado en la noche del 6 al 7 de noviembre (24 al 25 de octubre, según el calendario ruso).

Desde el Instituto Smolny, sede del soviet de Petrogrado… Lenin y el PVRK dirigen toda la operación. Durante la noche se ocupan silenciosamente los lugares estratégicos de la ciudad (central telefónica, puentes, arsenales, imprentas, estaciones, depósitos de carbón, petróleo y trigo) y al amanecer del día 7 se pone cerco al palacio de Invierno, donde están reunidos Kerenski y los ministros. Los cañones del crucero Aurora, llegados de Kronstadt, apuntan al palacio, cuya escasa guarnición apenas ofrece resistencia. En la tarde del mismo día 7, sin bajas en ninguno de los bandos, los insurrectos toman el palacio, aunque no dan con Kerenski, que ha conseguido huir. El apoyo de la población obrera de Petrogrado ha resultado decisivo, pero sin duda la limpieza y eficacia de la operación se debe a su hábil preparación y a la ejecución impecable por parte de un grupo de revolucionarios perfectamente organizado. El triunfo en Moscú y en otros lugares no fue tan inmediato como en la capital. Por todas partes surgieron resistencias, encabezadas por mencheviques, social-revolucionarios, funcionarios y una parte del ejército, que el día 9, con Kerenski al frente, intentó tomar Petrogrado, pero la Guardia Roja y los marinos de Kronstadt lograron controlar la situación. A finales de noviembre podía afirmarse que la Revolución había triunfado en el centro neurálgico de Rusia, pero en el conjunto del imperio la situación continuaba siendo enormemente confusa.