3.2. La aparente prosperidad de los años veinte
Finalizada la Gran Guerra fueron tan acusadas las dificultades económicas que, como hemos visto en el capítulo anterior, surgieron protestas sociales por doquier. La vuelta a la normalidad resultó difícil debido al enorme esfuerzo material y humano exigido por el conflicto, al endeudamiento de los Estados europeos, a la necesidad de reconvertir nuevamente la industria abandonando la producción bélica y al crecimiento de la demanda, sobre todo en los países europeos más afectados. Con todo, el mayor problema fue de carácter monetario. Europa, hasta ahora la gran acreedora del mundo, se convirtió en la gran deudora. Durante los años de guerra los Estados beligerantes habían tenido que solicitar préstamos y emitieron moneda sin respaldo alguno imponiendo su curso forzoso, es decir, sin permitir su convertibilidad en oro. Al llegar la paz, esos Estados precisan para su reconstrucción de todo tipo de productos, que han de importar de fuera de Europa, pues el mercado continental ha quedado en buena parte destruido. Estas importaciones se pagan en oro, dada la escasa confianza en las devaluadas monedas europeas, y también con ese metal se va enjugando el déficit acumulado en la balanza de pagos. De esta manera disminuyeron apreciablemente las reservas de oro en los países beligerantes, hecho agravado por el comportamiento de los capitalistas: quienes poseen dinero tratan de desprenderse de las monedas europeas comprando tierras, joyas u oro que colocan en la banca internacional (Suiza fue la gran beneficiaria, aunque también algunos otros países neutrales, como España, recibieron una parte). Tales actuaciones hundieron más aún las monedas europeas y provocaron una enorme inseguridad en los pagos internacionales. Los países que habían iniciado un apreciable incremento productivo nada más comenzar la paz (Estados Unidos, Japón y los «países nuevos» exportadores de productos alimenticios y de materias primas, como Argentina, Brasil, Canadá…) encontraron todo tipo de dificultades para la venta de sus productos y bajaron los precios, al tiempo que la banca internacional, inquieta por el desorden monetario europeo, redujo sus préstamos. De esta manera se retroalimentó la crisis: los precios bajaron, se redujo la producción (en Estados Unidos disminuyó a la mitad la de acero y otros sectores experimentaron asimismo descensos apreciables, y en Europa la producción agraria descendió un 30% respecto a la de 1913 y la industrial, un 40%) y se desató un proceso inflacionista, que adquirió dimensiones increíbles en Alemania debido a sus circunstancias peculiares. En 1914 un dólar valía 4,2 marcos, pero en enero de 1923 se cambiaba por 18 000 y en septiembre, por la inusitada cifra de 99 millones de marcos. Sin llegar a esta dramática situación, el franco se depreció un 50% y la libra esterlina, un 10%. La disminución de la actividad productiva y la inflación provocaron una fuerte alza de precios, no acompañada por la misma tendencia en los salarlos, de modo que la carestía de la vida se incrementó 2,5 puntos en el Reino Unido, 3,5 en Francia y 12,5 en Alemania.
Por muchas razones, la Gran Guerra había desbaratado el orden económico vigente durante el siglo XIX y, sobre todo, el monetario, basado en la convertibilidad de las monedas en oro (el «Gold Standard»). Con el objetivo de reconstruir el sistema, la Sociedad de Naciones convocó una conferencia internacional en Ginebra en 1922, donde se acordó un doble procedimiento para garantizar la relación de las monedas con el oro: de forma directa, mediante la convertibilidad de los billetes en lingotes de oro («Gold Bullion Standard»), y de modo indirecto, a través del cambio en divisas, como el dólar, convertibles en oro («Gold Exchange Standard»). Aunque no hubo ratificación formal de estos acuerdos, la mayoría de los países los pusieron en práctica y poco a poco se fue recuperando el valor de las monedas y el sistema internacional de pagos. A partir de 1923, no de modo uniforme, sino con apreciables disparidades regionales, la economía mundial comenzó una etapa de expansión y se recuperó buena parte de la confianza en el sistema liberal perdida durante la guerra y los primeros años de la paz. De esta forma tiene lugar el período conocido como el de la «prosperidad» de los años veinte, en realidad limitado cronológicamente a la segunda mitad de la década y no exento de múltiples desequilibraos, como quedó de manifiesto en 1929. De ahí que actualmente los historiadores califiquen la época como un momento de «estabilidad engañosa» o «aparente», de «prosperidad frágil» o de «incertidumbre económica», aunque para una parte de los contemporáneos fuera tiempo de euforia, de confianza en el progreso de la economía y, en general, en los valores culturales y sociales de Occidente.
Es evidente que la llegada de la paz desató una especie de alegría de vivir el momento presente, aunque sólo fuera por desquitarse de los sufrimientos del tiempo de guerra. Las sociedades más castigadas (Europa occidental, ante todo) se lanzaron a la reconstrucción de hogares y ciudades, muchas personas volvieron a trabajar en sus ocupaciones habituales y se incrementó el consumo de todo tipo de productos, incluidos los de lujo. Las grandes ciudades de Europa (Berlín, París, Viena, Londres, Barcelona) ofrecieron todo tipo de diversiones. Se importaron nuevos bailes de América («el tango, el charlestón, el fox-trot»), se abrieron lujosos restaurantes y salas de fiesta, se ofrecieron esplendorosos espectáculos musicales y, aunque con menos capacidad innovadora que en decenios anteriores, continuaron en alza los artistas de vanguardia. En este tiempo, las «grandes líneas» ferroviarias, dotadas de coches-cama, atraviesan los continentes con viajeros decididos a gozar del turismo; en 1927 Lindbergh realiza en solitario la proeza de un viaje intercontinental en avión desde Nueva York a París sin escalas, 5800 kilómetros recorridos en 33 horas y media; los automóviles abundan en las carreteras; el cine se desarrolla de manera prodigiosa ofreciendo mundos y ambientes de ensueño (es la época del nacimiento de Mickey Mouse de Disney, 1926), de espectaculares películas de aventuras e históricas, de las grandes obras de Chaplin, en las ciudades más pobladas se mezclan por las calles y en los cafés individuos de las más diversas clases sociales en ambientes acogedores donde no se escatima el dinero.
La imagen desenfadada y amable de los «locos años veinte», una especie de vuelta a la «belle époque» del cambio de siglo, en la que parece imponerse la liberación de costumbres (nuevos hábitos cotidianos, cambios en la estética femenina y masculina, cierta liberación sexual, hedonismo…) no fue, con todo, una realidad para el conjunto de la sociedad de la época, ni tan siquiera en los países más avanzados. Este contraste se aprecia perfectamente en la moda femenina y en el papel de la mujer. Los diseñadores más innovadores, pensando en un nuevo tipo de mujer, crean prendas destinadas a una vida activa, diferente a la acostumbrada, a desempeñar cualquier trabajo, viajar en coche, hacer deporte y turismo, disfrutar del aire libre. Los vestidos, en tejidos suaves, con colores intensos a base de cuadros y rayas, se combinan con el pelo corto «á la garcon» y la falda no cubre por completo la longitud de la pierna. Pero esto no pasa de ser algo circunscrito a una minoría. Basta observar las fotos de la época para corroborar la monotonía en la vestimenta de la inmensa mayoría de las mujeres, el predominio del negro y el mantenimiento de una estética tradicional. Lo más importante es que la vida real de las mujeres dista mucho de la actividad pretendida. La mujer, una vez vueltos los hombres de la guerra, deja de ser necesaria en el trabajo de las fábricas y torna a sus quehaceres domésticos y, aunque en algunos lugares se le reconoce el derecho al voto, sigue sometida legalmente al varón.
Completamente ajenos a la pretendida imagen representativa de los «felices años veinte» se mantuvieron los habitantes del mundo sometido al dominio colonial, que continuaba ocupando la mayor parte del planeta, y el grueso de los trabajadores agrícolas (con mucho, el sector social más importante) de América Latina, de Europa oriental y de Asia. Tampoco en Estados Unidos y en el resto de los países industrializados corresponde esa imagen al conjunto social. Los años veinte son «felices» para una minoría de habitantes de las grandes ciudades (los «happy fews») y ni siquiera participan de ella todos los componentes de las clases acomodadas. Los antiguos notables, los burgueses de las ciudades de provincias y los representantes de las clases medias siguen vinculados a la idea decimonónica de austeridad y luchan pacientemente por ascender en un orden social que consideran inmutable. Convencidos o no, ajustan su forma de vida a los imperativos religiosos, tan alejados del hedonismo como de toda innovación en las costumbres, y rechazan con tanto ahínco la vanguardia artística como todo planteamiento social renovador. Estos sectores acomodados se benefician de los adelantos técnicos y mejoran el confort de sus viviendas (electricidad, instalación de ascensores, conducción de agua, automóvil, aparato de radio, teléfono, etc.), pero están embargados por un profundo temor a cualquier alteración política y social, sobre todo les amedrenta «la revolución roja», la gran espada de Damocles que pende sobre sus cabezas. Por todo ello, exaltan el sentido del ahorro, la integridad de la familia, el orden en las costumbres, las apariencias en el trato social, la pretendida honradez en los negocios y, ante todo, la «normalidad», extremo éste perfectamente personificado por los presidentes republicanos de Estados Unidos durante estos años (Harding, Coolidge, Hoover).
Lejos de resolver los desequilibraos sociales provocados por la segunda revolución industrial, sobre los cuales tratamos en el primer capítulo, la guerra los acentuó. La mayoría de los habitantes del campo sufrió la descomposición de sus formas tradicionales de vida y las dificultades crecientes de la agricultura incrementaron sus problemas cotidianos. Muchos de ellos emigraron a las ciudades en busca de trabajo y contribuyeron al crecimiento de barrios periféricos surgidos sin ningún tipo de planificación urbana y donde no se instalaron los adelantos técnicos ni los servicios sociales existentes en el sector burgués de la ciudad (el «ensanche»). La recuperación económica alivió el paro entre los obreros industriales (muy elevado durante los años de crisis de comienzos del decenio), pero la generalización de nuevos sistemas laborales (la producción en cadena y el «taylorismo») creó un nuevo tipo de trabajador, numeroso en las industrias más avanzadas, como la del automóvil, sometido a una alienante rutina laboral. De estos obreros, desilusionados por completo con su forma de vida, se nutrieron fundamentalmente los partidos comunistas, cada vez más combativos en este período. Entre las clases medias menos favorecidas es manifiesto el proceso de proletarización, a pesar de lo cual mantienen el deseo de separación social. Las devaluaciones monetarias dañaron profundamente los patrimonios tradicionales (los basados en la percepción de alquileres, préstamos, obligaciones) y descendió la capacidad adquisitiva de grupos sociales acomodados antes de la guerra.
Para la mayor parte de la población de los países industrializados la desconfianza hacia el futuro fue un sentimiento más acusado que el optimismo. La civilización occidental y, en definitiva, el liberalismo no acababan de convencer porque no eran capaces de superar los vicios adquiridos. Tampoco la ciencia, contra lo que se venía pensado decenios atrás, ofrecía seguridad. Así pues, se acentuaron las actitudes de carácter irracional y muchos dejaron de creer en el progreso, la gran idea de la sociedad satisfecha del siglo XIX. Interesaron mucho las civilizaciones no occidentales (sobre todo entre escritores y artistas) y, ante todo, se volvió a la religión. Los teólogos protestantes, entre ellos Karl Barth, un destacado pensador, reflejaron de forma especial la crisis de conciencia de la posguerra y se convirtieron en adalides de la desconfianza hacia la razón. No se llega a Dios mediante el raciocinio, afirmó Barth, sino desde una actitud humilde de escucha de la palabra divina (la Biblia) que alimenta la fe ciega. La confianza en las enseñanzas de la Biblia frente a las teorías científicas, en particular el evolucionismo, adquirió dimensiones populares y, en consecuencia, esperpénticas en Estados Unidos, donde, por lo demás, el puritanismo se apoderó de la mayor parte de la sociedad y marcó los usos cotidianos dominantes. La Iglesia Católica, gobernada por el papa Pío XI, puso todo su esfuerzo en la lucha contra la secularización y sus raíces, el racionalismo y el individualismo, objeto de ataques continuos. En los países católicos se potencian las misiones, donde se predica el temor a la pena eterna, y las peregrinaciones a los lugares sacros en busca de un milagro para los enfermos o los desesperados; se fundan partidos políticos católicos (el más relevante, el Partido Popular Italiano) y se crea la Acción Católica de laicos, con el objetivo de influir en todos los ámbitos de la actividad social. En Europa oriental, la Iglesia Ortodoxa acentúa su tradicionalismo y, a diferencia de la católica, se compromete con los movimientos nacionalistas, con los cuales muchas veces se confunde, dando lugar a «un populismo religioso que encuentra en el clero parroquias, una de sus canteras de dirigentes preferentes. Muchas veces se verá actuar a estos jefes simultáneamente en sus tareas parroquiales y en sus actividades políticas» (A. Yetano, 1996, 72).
No son ajenos los intelectuales y artistas a este sentimiento de rechazo del racionalismo, antes al contrario, la valoración de lo irracional y la crítica inmisericorde a la civilización occidental alimentó buena parte de la creación artística y del ensayismo de la década. André Breton lanzó la ofensiva más directa en el Manifiesto surrealista (1924), acta de nacimiento de un movimiento de gran alcance que inspiró muchas creaciones literarias (F. Aragon, Paul Eluard, René Char), plásticas (Joan Miró, Dalí, F. Masson) y cinematográficas (Luis Buñuel). El surrealismo, se decía en su primer manifiesto, «es un medio de liberación del espíritu», antirracionalista y antimaterialista, que recurre al «puro automatismo psíquico para expresar […] la verdadera función del pensamiento, en ausencia de cualquier control ejercido por la razón, sin someterse a preocupación estética y moral alguna». Joan Miró, en uno de los primeros cuadros surrealistas, El carnaval de Arlequín (1924-1925), presentó una multitud de objetos flotando en el espacio, mezclando en aparente desorden formas geométricas y realistas. Años más tarde explicó que en ese cuadro intentó «plasmar las alucinaciones que me producía el hambre que pasaba. No es que pintara lo que veía en sueños, sino que el hambre me provocaba una especie de trance parecido al que experimentan los orientales» (J. A. Ramírez, 1997, 253).
El hambre, el hastío frente a un tipo de sociedad, el ansia de cambio o cualquier otro sentimiento, poco importa el dominante, impulsaron a la búsqueda de nuevos valores, no sin dejar de criticar la sociedad de la época, sin que nada quedara a salvo, pues el sentimiento pesimista fue muy profundo. En 1918 lo expuso con gran éxito editorial Oswald Spengler en el primer volumen de su obra intencionadamente titulada La decadencia de Occidente. Mediante una mezcla de ideas nietzscheanas y de lenguaje tomado de la biología, Spengler presentó una tesis sugestiva basada en la distinción entre civilización y cultura: la cultura es un organismo vivo en crecimiento según un impulso metafísico y la civilización, la etapa decadente de esa cultura. Tras individualizar ocho culturas en la historia universal, cada una de ellas sometidas a su ciclo vital, terminaba afirmando que la occidental llegaba a su fin empujada por el materialismo y el racionalismo. Desde posiciones ideológicas y personales muy distintas a las de Spengler, Franz Kafka reflejó el ambiente opresivo de su tiempo como una situación sin salida: el protagonista de El proceso (1925) nunca supo la razón de su arresto y condena a muerte, y el agrimensor de El castillo (1926) se agotó sin averiguar quién era el monstruo burocrático que debía concederle permiso para establecerse en el pueblo. El predominio del escepticismo entre los creadores no fue obstáculo, con todo, para que algunos, como los surrealistas, los componentes de la Bauhaus o escritores y cineastas rusos como Gorki y Eisenstein, adquirieran compromisos políticos e incluso llegaran a participar activamente en la acción política.
A pesar de todo, una vez finalizada la Guerra Mundial dio la sensación de que el sistema político liberal había salido fortalecido del conflicto. Por de pronto, había sido vencido el autoritarismo decimonónico vigente en los imperios centrales y, al menos formalmente, en toda Europa la URSS fue un caso particular se establecieron regímenes constitucionales, con parlamentos, sistema multipartidista y elecciones teóricamente libres mediante sufragio universal. Los nuevos países surgidos de la descomposición de los antiguos imperios se dotaron de una constitución inspirada en la de la III República francesa (es el caso de Austria, Polonia, Estonia, Letonia, Lituania), y en aquellos en los que la corona mantuvo la preeminencia política (Grecia, Yugoslavia, Rumanía, Bulgaria) se atribuyeron amplias competencias a los parlamentos. Pero en realidad, también la impresión de normalidad democrática resultó un espejismo o, en todo caso, no pudo consolidarse. Como veremos más adelante, en los países mediterráneos y en los del Este no tardaron en surgir gobiernos autoritarios y en Italia los fascistas alcanzaron el poder en octubre de 1922.
La política de la década quedó condicionada por dos grandes preocupaciones: el temor al contagio revolucionario bolchevique y el control de las exigencias reivindicativas de las masas. El miedo a la revolución se alimentó no sólo de los acontecimientos ocurridos en Rusia, sino también de las revueltas políticas de 1918-1919 en Alemania y Hungría, de la actividad de la III Internacional y del movimiento huelguístico surgido en los primeros años de la paz y fue utilizado por las clases dirigentes para justificar medidas represivas o para limitar las libertades democráticas. El otro problema exigió respuestas mucho más matizadas, diferentes según los países: donde la democracia estaba bien asentada, los sectores políticos dominantes asumieron, en parte, las reivindicaciones de las masas y lograron mantener la vigencia del sistema, pero allí donde no existía una tradición democrática consolidada o las dificultades de posguerra fueron especialmente acusadas, nacieron nuevos partidos (los fascistas) sustentados en el descontento de esas masas. El resultado de este proceso fue una enorme diferenciación política entre los países que mantuvieron la democracia (siempre el Reino Unido y Francia actuaron como guías) y los que antes o después cambiaron hacia un sistema dictatorial (por el extremismo de sus regímenes y por el peso de ambas naciones, Italia y Alemania fueron los referentes en este caso).
El régimen político vigente en Alemania desde 1919 a 1933, conocido como la República de Weimar, ha sido considerado por los historiadores, hasta los años sesenta, como un período de escaso significado en sí mismo y, por tanto, de mera transición entre el autoritarismo de Guillermo II y la dictadura nazi. Los estudios de las últimas décadas, por el contrario, tienden a valorarlo como un intento democrático peculiar, debido a las circunstancias históricas de Alemania, que fue capaz de superar múltiples peligros en sus años iniciales y que alcanzó en el período central (1924-1928) un desarrollo importante en todos los órdenes. La República de Weimar se fundamentó en una constitución que reconocía amplios derechos políticos y sociales, pero, a la vez, otorgaba grandes poderes al presidente (éste elegía al canciller, podía someter a referéndum los textos votados en el parlamento o «Reichstag», era el jefe supremo del ejército, disponía de capacidad para disolver el parlamento, etc.). Desde sus inicios, el nuevo régimen contó con el apoyo de los socialistas (el SPD era el partido alemán más potente) y del centro-izquierda (demócratas y partido católico de «Zentrum») y fue rechazado por el nacionalismo (organizado políticamente, entre otros, en el Partido Nacional del Pueblo Alemán (DNVP, monárquico y pangermanista), las iglesias (tanto las protestantes como la católica, a pesar de la posición favorable del partido de «Zentrum»), el Partido Comunista (KPD) y los grupos ultranacionalistas de carácter «völkisch», entre ellos el naciente partido nazi. El régimen, como es manifiesto por el amplio rechazo hacia él, no suscitó el entusiasmo de la sociedad alemana, antes al contrario, hasta 1924 tuvo que superar una compleja situación marcada por la agitación política: intentos de golpes de fuerza (golpe de Knapp, «putsch» de Munich), atentados a cargo de los cuerpos francos (los «freikorps») y de la SA nazi, movimientos separatistas de los «Länder» y agitación social promovida por la extrema izquierda. La recuperación económica iniciada en 1924 dio paso a una fase de prosperidad en la que la derecha ocupó ininterrumpidamente el poder y se mantuvo el funcionamiento de las instituciones democráticas, a pesar de la inestabilidad gubernamental, de la actividad terrorista de los grupos de extrema derecha y de la actuación del presidente de la república, el viejo mariscal Hindenburg, elegido en 1925 y siempre decidido a frustrar cualquier avance democrático. Es la época en que Alemania se convierte en el faro de las artes, las letras y las ciencias, campos en los que resulta interminable la relación de grandes nombres: Thomas Mann, Bertolt Brecht, el grupo de arquitectos de la Bauhaus, los expresionistas plásticos (Gropius, Dix) y cinematográficos (Murnau, Fritz Lang, R. Wiener), los renovadores del psicoanálisis (Erich Fromm, Wilhelm Reich), Albert Einstein, Heidegger, Husserl, etc.
En Francia y el Reino Unido se produjeron en la década importantes alteraciones gubernamentales, pero no sufrió cambios apreciables el funcionamiento del sistema político, en el cual se integraron las nuevas fuerzas políticas (socialismo, laborismo, radicalismo) que canalizaban al menos una parte de las reivindicaciones de las masas. En las primeras elecciones celebradas en Francia una vez terminada la guerra venció el «Bloque nacional», formado por una coalición de partidos de derecha y de centro, porque supo manejar, frente a los partidos de izquierda, el temor a la revolución y el sentimiento de orgullo nacional subsiguiente a la victoria. El «Bloque» practicó una política favorable a la Iglesia Católica (vuelta de las órdenes religiosas, establecimiento de relaciones diplomáticas con la Santa Sede…) y a los intereses de la gran industria y de los propietarios agrarios. Frente al movimiento huelguístico no dudó en recurrir a la represión y se benefició, sin duda, de la escisión del socialismo y del sindicalismo, a causa del surgimiento en ambos de las tendencias bolcheviques amparadas por la III Internacional. Sin embargo, su fracaso en la política económica (no fue capaz de controlar la elevación de precios y la devaluación del franco y se ganó la animadversión popular al decidir, en vísperas de las elecciones de 1924, elevar un 20% los impuestos directos) y su errónea política respecto a Alemania, a causa de las reparaciones de guerra, le hicieron perder las elecciones. De 1924 a 1926 gobernó el «Cartel de Izquierdas», formado por socialistas, radicales y otros grupos de izquierdas, excluidos los comunistas. El «Cartel» vuelve a la política anticlerical y adopta algunas medidas favorables a las clases menos favorecidas, pero no logra contener la crisis económica, agravada por el creciente déficit presupuestario y la oposición tajante practicada desde el comienzo por el gran capital. En 1926 se forma un nuevo gobierno constituido por la derecha y apoyado por el partido radical, que consigue la confianza del capitalismo y el equilibrio presupuestario. Es la época de recuperación de la economía internacional, lo que favoreció la acción gubernamental. A pesar de los cambios en el ejercicio del poder y la relativa inestabilidad gubernamental, la Francia de estos años registra un notable equilibrio electoral: los resultados numéricos para el conjunto de fuerzas políticas de derecha y de izquierda en las sucesivas elecciones fueron bastante equilibrados, aunque debido al sistema proporcional las diferencias en la distribución de escaños parlamentarios resultaran apreciables. En 1919 el bloque de derechas obtuvo 300 000 votos más que los socialistas, en 1924 el «Cartel de Izquierdas» ganó a la derecha por el mismo número de sufragios, y en las elecciones de 1928 la diferencia entre el conjunto de los partidos de derecha y de centro y los de izquierdas no fue superior a los 400 000 votos. Por otra parte, todas las fuerzas políticas, salvo los comunistas, formaron parte de los gobiernos y del parlamento.
En el Reino Unido no son menores los cambios gubernamentales y, al igual que en Francia, se integran en el sistema las tendencias políticas de derechas e izquierdas. En 1922 el liberal Lloyd George, que venía gobernando desde la época de la guerra con el apoyo del Partido Conservador, se ve obligado a abandonar el poder al perder la confianza de los «tories». En las elecciones del año siguiente obtienen la victoria los conservadores, pero el Partido Laborista, que consigue el 30,5% de los votos, desplaza del segundo lugar al Liberal. Este cambio sustancial en el espectro político británico queda corroborado al año siguiente cuando el rey encarga formar gobierno al laborista Ramsay MacDonald. Aunque este mandato dura sólo diez meses, pues no logra el apoyo sólido de otros partidos y tampoco el de las propias bases laboristas, descontentas porque MacDonald no lleva a cabo una política acorde con sus planteamientos, constituye por sí mismo una importante novedad: por primera vez el partido de los sindicatos aparece como la alternativa más sólida frente a las élites tradicionales representadas en el Partido Conservador (Fusi, 1997, 346). En efecto, el laborismo queda a partir de ahora como segunda fuerza política nacional, con marcada distancia respecto a los liberales, como se mostró en las elecciones de 1924: el 48,3% de los votos fue para los «tories», el 33% para el laborismo y sólo 17,6%, para los liberales. En el Partido Conservador, a su vez, se operó un cambio no menos apreciable. En la lucha por su liderazgo se enfrentaron lord Curzon, representante de la aristocracia tradicional, y Stanley Baldwin, típico burgués de la nueva época, tranquilo y de costumbres tradicionales (se hizo famosa su imagen fumando en pipa frente a la chimenea), partidario del trabajo honrado y del mantenimiento del orden social. Baldwin desarrolló una política reformista, intentando responder a las exigencias sociales de la mayoría del país: rebaja de la edad de jubilación de 70 a 65 años, incremento de la cobertura de desempleo, concesión de voto a las mujeres mayores de 21 años, nacionalización de la electricidad y de las emisoras de radio, etc.
En otros países europeos en los que la democracia pervivió sin alteraciones también entraron en el gobierno las fuerzas de izquierda. En Suecia se constituyó en 1920 un gobierno formado únicamente por socialdemócratas, en Dinamarca el partido socialista gobernó de 1924 a 1942 y en Noruega, con mayor retraso y de forma efímera, los socialistas participaron en el poder en 1928. En Bélgica y Holanda, por el contrario, predominaron los gobiernos de coalición, pero en ellos participó el conjunto de las fuerzas políticas. En Bélgica, los católicos, mayoritarios, se aliaron unas veces con los liberales y otras con los socialistas y en Holanda los gobiernos estuvieron constituidos por los partidos de tendencia cristiana y los liberales. En todos estos países no se descuidó la política reformista, destacando el establecimiento de la jornada laboral de ocho horas, el reconocimiento del sufragio universal a hombres y mujeres, el establecimiento de pensiones de jubilación y de un amplio sistema de seguridad social.
La actividad política transcurrió por cauces muy distintos en Europa oriental, territorio neurálgico en esta época como quedará demostrado poco después. Aquí continuaba siendo muy acusada la diferenciación social entre el bloque formado por la antigua aristocracia y los campesinos terratenientes y el conjunto mayoritario de la población, integrado por un campesinado condenado con frecuencia a la mera subsistencia. Esta polarización social era propicia para el surgimiento de cualquier opción de signo populista, como ocurrió en muchos países, y a su vez se vio enmarañada por el hecho de que la actividad comercial y la mayor parte de los negocios estaban en manos de sectores minoritarios, en especial los judíos y los grupos de procedencia alemana. De esta forma la defensa de los intereses económicos sectoriales se mezcló con las divisiones étnicas, lingüísticas y religiosas, dando lugar a un espectro político particular en el que se combinaron tres grandes tendencias: la lucha por las reivindicaciones campesinas (desarrollada por los partidos agrarios, muchas veces alentados desde opciones religiosas), el nacionalismo de viejo cuño, defendido por los grupos conservadores, y un nuevo nacionalismo de carácter extremista y excluyente, propio de grupos marginales y de sectores urbanos de clase media. La división étnica y el distinto concepto de nacionalismo impidió la formación de mayorías parlamentarias que aseguraran algún tipo de estabilidad gubernamental, lo cual fue un serio obstáculo para la consolidación de unos sistemas democráticos de reciente creación. En este punto constituyó una excepción Checoslovaquia, a pesar de la artificiosa unión de Bohemia y Moravia con Eslovaquia, territorios con una estructura económica muy diferente. En los demás casos, la violencia política, en sus diversas formas (golpes de Estado, represión dictatorial, persecución de minorías), constituyó una especie de rasgo permanente, convirtiendo esta zona en un auténtico foco de desestabilización. Los cuantiosos intereses de las potencias occidentales (primeramente predominaron los de Francia y, al final de la década, los de Alemania) contribuyeron a la confusión.