1.4. Viejos y nuevos imperios

Al comenzar el siglo XX, las grandes potencias europeas ejercen una influencia preponderante sobre el resto del planeta. Es la época de la culminación del «reparto del mundo», materializado en la consolidación de los imperios formados a lo largo del siglo XIX, en especial durante sus últimos treinta años. En este proceso, los mayores beneficios corresponden al Reino Unido, que en 1914 domina sobre más de treinta millones de kilómetros cuadrados y unos cuatrocientos millones de personas, seguido a notable distancia por Francia (su imperio abarca en torno a once millones de kilómetros cuadrados y cincuenta millones de habitantes) y, más lejos aún, por las naciones europeas recién incorporadas a la aventura colonial (Bélgica, Alemania e Italia) y por las que mantienen su viejo imperio o los restos del mismo (España, Portugal y Holanda). El abrumador dominio de las grandes naciones europeas sobre el conjunto de la superficie terrestre no sólo es ejercido de forma directa sobre las colonias, sino también sobre amplios territorios, formalmente independientes, pero mediatizados en los asuntos fundamentales, como sucedía a muchos países de América Central y del Sur, China, Turquía y otros lugares asiáticos. El precipitado más patente de esta hegemonía europea, a juicio de la mayoría de los contemporáneos, fue el convencimiento de que el poder político y militar, el prestigio, el bienestar material y el progreso económico, así como cualquier posibilidad de avance en la ciencia y en las técnicas, sólo estaban al alcance de quienes adoptaran el sistema europeo. De esta forma se explicaba el éxito de Estados Unidos, un país cada vez más próximo a las grandes potencias europeas, aunque éstas todavía lo consideraban protagonista secundario para los grandes asuntos.

El expansionismo europeo no fue producto de una sola causa, sino, como indica la mayoría de los historiadores, resultado de la conjunción de múltiples factores que caracterizaron en la segunda mitad del siglo XIX a los países más desarrollados de Europa. No obstante, en este punto conviene diferenciar entre el conjunto y los casos particulares. Al examinar las razones por las que un determinado territorio adquiere la condición de colonia es preciso tener en cuenta motivos específicos, y unas veces resultan determinantes los económicos y otras los de carácter estratégico o los estrictamente políticos; aunque en general, el hecho decisivo que explica el dominio europeo sobre el mundo fue la transformación económica a que dio lugar la industrialización. A juicio de E. J. Hobsbawm (1989, 62), «el acontecimiento más importante en el siglo XIX es la creación de una economía global, que penetró de forma progresiva en los rincones más remotos del mundo, con un tejido cada vez más denso de transacciones económicas, comunicaciones y movimiento de productos, dinero y seres humanos que vinculaba a los países desarrollados entre sí y con el mundo subdesarrollado». Europa se impuso porque tuvo capacidad para comunicarse con todas las partes del mundo gracias a los avances en la navegación y al ferrocarril, porque el desarrollo tecnológico e industrial requirió productos y fuentes de energía escasos o inexistentes en Europa porque dispuso de un poder militar capaz de imponer el dominio político cuando se consideró necesario, porque su desarrollo demográfico y financiero le permitió destinar hombres y capital en los lugares convenientes. Sólo aquellos países con esta capacidad pudieron, a comienzos del siglo XX, consolidarse como potencias coloniales, mientras que los que carecieron de ella o no alcanzaron el nivel exigido por las circunstancias, perdieron en unos casos la mayor parte de su imperio histórico (como sucedió a España) y en otros lograron mantenerlo, mas no por su propia fuerza, sino amparados en las rivalidades entre los grandes (Portugal).

Con todo, a principio de siglo dio la impresión de que bastaba el simple hecho de ser europeo para disponer de la capacidad suficiente para acometer la aventura colonial. Ello se debió, por una parte, a que se asoció la posesión de colonias a la idea de grandeza, de competitividad, de prestigio y de enriquecimiento del carácter nacional (M. Howard y Wm. Roger Louis, 1998, 91) y, por otra, al «darwinismo» social dominante, que consideraba a los europeos, por el simple hecho de serlo, superiores a los demás y, en cuanto tales, imbuidos del deber de civilizar a «los pueblo indígenas»: Por estos motivos, ninguna nación europea con aspiraciones se consideraba satisfecha si no accedía al reparto colonial (fue el caso de Alemania e Italia), y también por esto los países con escaso potencial económico y militar, pero poseedores de un imperio histórico, convirtieron en asunto de primer orden nacional cualquier atentado a su dominio, como quedó bien patente en España a partir de 1898. El sentimiento común de la superioridad europea fue manifiesto, aunque las cosas se juzgaban de distinto modo según los lugares. En las grandes potencias, en particular el Reino Unido, Francia, Alemania y también Estados Unidos, a pesar del tardío acceso de estas últimas al reparto, arraigó la idea de que los imperios débiles serían paulatinamente absorbidos por los fuertes (esto explica el retraimiento general ante las apetencias de Estados Unidos sobre las colonias españolas) y las naciones decadentes, como China y Turquía, no tardarían en caer bajo la dependencia de las potentes. Esta forma de considerar la posición mundial de cada cual pronto provocó serias rivalidades entre las naciones poderosas, pero al iniciarse la centuria no se concedió excesiva importancia a este hecho. Todos se sentían llamados al deber de expandir la civilización y el progreso y los irnos decididos partidarios del imperialismo en cada país no suponían que el mundo llegara a dividirse entre imperios rivales, sino entre complementarlos, cada cual con su propia «misión civilizadora» (Briggs-Clavin, 1997, 148). Tal vez por esto, las naciones europeas menos potentes mantuvieron intactas sus apetencias coloniales. España emprendió la aventura marroquí nada más finalizar de forma catastrófica su enfrentamiento con Estados Unidos; Italia, a pasar de su fracaso en Etiopía al acabar el siglo XIX, no dudó en lanzarse a la conquista de Libia en cuanto comenzó la centuria siguiente; el zar Nicolás 11 se forjó la ilusión de convertirse en almirante del Pacífico, extendiendo su dominio en extremo oriente, sin importarle la miseria de la inmensa mayoría de sus súbditos y el escaso desarrollo de Rusia.

A comienzos del siglo, en suma, daba la impresión de que se iniciaba un nuevo tiempo en el que las sociedades no europeas, o al menos las que no se asemejaban a las europeas, se verían obligadas a paralizar su propia evolución y a adoptar las formas de Europa. A esas sociedades, además, se les exigía un cambio radical en todos los órdenes para instalarse en la única vía posible para acceder al progreso material y a la «civilización», conceptos ambos identificados con lo que sucedía en Europa (M. Howard y Wm. Roger Louis, 1998, 91-92). La irrupción de las apetencias imperialistas de Japón no fue obstáculo, de momento, para la generalización de esta idea. A pesar de los éxitos de ese país en Extremo Oriente, hasta 1914 persistió el convencimiento de que el desarrollo de las grandes naciones europeas abocaba a un reparto del mundo casi exclusivamente entre ellas. La novedad del tiempo consistía, precisamente, en la materialización de este reparto, del cual quedarían excluidas las naciones decadentes, por más gloriosa que resultara su historia. Desde la última década del siglo XIX la diplomacia mundial había sustituido el derecho del descubrimiento, vigente hasta entonces, por el de ocupación, de acuerdo con el principio asumido por todas las potencias occidentales en la Conferencia de Berlín de 1885. De este modo se cerraba una larga etapa y se entraba en una época nueva en la que los fuertes disponían de todos los elementos, incluso los doctrinales, para desarrollarse hasta el límite de sus posibilidades. En consecuencia, el imperialismo aparecía como la gran novedad del siglo, a pesar de que se tratara de un fenómeno con larga tradición histórica.

Con el objetivo principal de garantizar su actividad comercial y la rentabilidad del capital invertido, las naciones fuertes se repartieron zonas de influencia por todo el mundo, incluso invadiendo ámbitos, como el chino, casi vedados hasta el momento a los europeos. Esto, con todo, no fue causa suficiente para convertir un territorio en colonia. A esta situación se llegaba cuando se atribuía a ese lugar especial importancia estratégica para la metrópoli o cuando ésta estimaba que podía peligrar el logro del mencionado objetivo, fuera a causa de la inestabilidad interna de ese sitio, fuera por la concurrencia de las otras potencias coloniales (D. Fieldhouse, 1977, 539-540; T. Smith, 1984, 66). En este proceso, que alcanzó su culmen en los primeros decenios del siglo XX con el reparto de África y el incremento de la influencia occidental sobre Asia, no siempre se tuvieron en cuenta los derechos históricos de algunos países que habían descendido al segundo rango por su capacidad económica y militar. El protagonismo indiscutible correspondió al Reino Unido y a Francia, las dos potencias que habían creado los mayores imperios en el siglo XIX. Pero la novedad más relevante del nuevo siglo fue la necesidad, por parte de los países mencionados, de reconocer una amplia capacidad de expansión a Alemania, importante competidor a causa de su extraordinario desarrollo industrial, y a dos naciones extraeuropeas: Estados Unidos y Japón, igualmente pujantes en la industria y en poder militar.

La actuación imperialista de mayor envergadura tuvo lugar en África, donde únicamente dos territorios se mantuvieron formalmente independientes: el pequeño estado de Liberia, dotado desde la primera mitad del siglo XIX de una constitución al estilo norteamericano que garantizó su independencia política, aunque Estados Unidos controlaba su ejército y su economía estaba en manos de compañías alemanas y norteamericanas, y Etiopía, el «Imperio del Negus», que se libró del dominio colonial tras rechazar en Adua (1896) a las tropas invasoras italianas. El resto del continente quedó a partir de 1898 bajo el control político de las naciones europeas, entre las cuales el Reino Unido, Francia y Alemania, por ser las más poderosas, actuaron como auténticas dueñas. La permanente y conflictiva pugna entre ellas, a pesar de los frecuentes tratados y acuerdos, permitió la expansión de otras naciones europeas de segundo orden, aunque las apetencias coloniales de éstas siempre quedaron supeditadas a los intereses de las primeras. A comienzos del siglo, en 1908, Bélgica convirtió en colonia el territorio del Congo, hasta el momento pertenencia personal del rey Leopoldo II, Italia consiguió en su segundo intento, tras el fracaso en Etiopía, adquirir una colonia en Libia (1911) y España estableció en 1912 un protectorado en Marruecos junto con Francia, aunque en una situación de clara dependencia de los intereses de esta última. Portugal, la gran potencia colonial histórica en el continente, fracasó en su intento de unificar sus posesiones del Sur (el proyecto del «mapa rosa») a causa de la oposición de su tradicional aliada el Reino Unido, pero los conflictos entre las grandes potencias posibilitaron el mantenimiento de su dominio sobre Angola y Mozambique y los enclaves del golfo de Guinea.

En el reparto de África, empresa exclusivamente europea, comenzaron a disputarse la preeminencia el Reino Unido y Francia, empeñados cada uno por su parte en alcanzar una zona de influencia más extensa. En 1898 se llegó al momento de máxima tensión, al encontrarse en Fachoda (al Sur del Sudán) sendos destacamentos militares francés e inglés. La retirada de los franceses evitó la guerra y dejó expedito el camino para la preeminencia británica en África nororiental. A partir de ese momento se hizo efectivo el control del Reino Unido en el Valle del Nilo: en 1902 instaló una guarnición militar permanente en Jartum que sirvió para atajar la rebelión del movimiento mahdita, grupo indígena musulmán que protagonizó la principal resistencia contra el dominio colonial en esta época, y desde 1904, con la firma del acuerdo de la Triple Entente con Francia, cesó el enfrentamiento entre ambas potencias y el Reino Unido gozó de total libertad de acción en la zona. En 1901 completó su dominio en el golfo de Guinea, tras la conversión de Costa de Oro en colonia de la corona. Las dificultades derivadas de la concurrencia alemana en África oriental quedaron aparentemente superadas a favor del Reino Unido tras la incorporación como colonias de la corona británica de las islas Seychelles (1903) y la de Zanzíbar (1913). También en la zona más conflictiva, África del Sur, salió airosa, en principio, la metrópoli. Tras la difícil «Guerra de los Boers» (1899-1902), saldada con una dura represión de los rebeldes en campos de concentración en los que murieron varios millares de civiles, la paz de Vereeniging (mayo de 1902) confirmó el carácter de colonias del Transvaal y de Orange. En 1906 y 1907 ambas colonias adquirieron, respectivamente, un estatuto de autonomía, y en 1910 se consolidó el dominio británico mediante la creación de la Unión Sudafricana, agrupación de las colonias del Cono Sur del continente bajo la autoridad de un gobernador general nombrado por el rey de Inglaterra.

A principios de siglo también Francia adquirió la condición de gran potencia colonial en África. Ello fue posible gracias a la solución de las disputas con el Reino Unido, al recurso a la fuerza armada contra las numerosas rebeliones indígenas y al establecimiento de federaciones para administrar los territorios coloniales. El empleo del ejército resultó determinante para afirmar su dominio en África central y en el Sahel, donde a partir de 1898-1899 logró vencer la resistencia de sus habitantes, sobre todo la de algunos caudillos que operaban en torno al lago Chad, y en 1903 consiguió incorporar esta zona a su imperio con el nombre de colonia de Mali. Al mismo tiempo, las tropas francesas instalaron puntos de control en el Sur de Argelia con el objetivo, entre otros, de incrementar la influencia sobre el sultán de Marruecos, sometido por Francia a múltiples presiones. El incesante acoso sobre Marruecos estuvo acompañado de medidas legislativas en Argelia a favor de los colonos europeos (sobre todo franceses y españoles, estos últimos llegados en número considerable desde comienzos de siglo), quienes crearon en la colonia grandes condominios agrícolas amparados en las facilidades derivadas del presupuesto propio con que la dotó el parlamento francés a partir de 1900. En la Conferencia de Algeciras (enero-abril de 1906) las potencias europeas reconocieron la preponderancia francesa en Marruecos, y Francia aprovechó este éxito diplomático para afirmar su soberanía en el Magreb, considerado territorio vital desde el punto de vista estratégico y económico. El control militar efectivo de la frontera con Argelia y la incesante intromisión en los asuntos marroquíes, a veces incluso mediante actos de fuerza, como la ocupación de Casablanca, condujeron al sometimiento completo de Marruecos, convertido en protectorado franco-español en 1912. Francia completó su dominio colonial en África mediante la creación de federaciones. En 1904 constituyó definitivamente la de África Occidental Francesa (AOF), formada por Senegal, Guinea, Costa de Marfil, Dahomey, Níger y Mauritania, y en 1910 la de África Ecuatorial Francesa (AEF), que abarcaba un extenso territorio limitado al Norte por Libia y el Sahara argelino, al Este y el Sur por Sudán y el Congo y al Oeste por el Atlántico y el Camerún alemán.

La acción de Alemania, la tercera gran potencia colonial en África a comienzos del siglo, había comenzado poco tiempo antes, en la década de los ochenta del siglo anterior, pero desde 1898 se incrementó de forma considerable, en pugna permanente con las otras metrópolis europeas. El káiser Guillermo II se había propuesto integrar a Alemania en el grupo de las grandes potencias que participaban en el reparto colonial y logró convencer a la mayoría de los alemanes de la misión histórica, civilizadora y comercial, del «II Reich». Alemania debía desarrollar una «política mundial» (Weltpolitik) que le asegurase posiciones estratégicas, la obtención de materias primas, enclaves comerciales y zonas para la inversión de sus capitales. Este programa exigía la participación en primera línea en el reparto de África y Guillermo II puso en ello todo su empeño. Aseguró, por una parte, el control de sus zonas de influencia (en 1898 completó el África Oriental Alemana con la integración de Ruanda, y en 1907 dominó la rebelión de los hotentotes en África Sudoccidental, territorio de instalación, desde años atrás, de más de 3000 colonos alemanes) y pretendió extender su influencia en Marruecos, en concurrencia con Francia. Esta actuación, iniciada en 1898 con el envío al sultanato de un nuevo representante alemán al que acompañaban comerciantes, industriales y un grupo de militares, adquirió tintes preocupantes a partir de 1902. Ese año se constituyó en Berlín una Compañía marroquí que lanzó la idea del reparto de Marruecos entre Francia y Alemania, pretensión que el káiser intentó materializar mediante actos de presión que provocaron las llamadas «crisis marroquíes», elementos decisivos en la conflictividad internacional anterior a la Guerra Mundial. En enero de 1905, Guillermo II visitó al sultán de Marruecos y denunció el imperialismo francés en la zona, asunto convenientemente aireado por la prensa de ambos países y que provocó una seria crisis política en Francia, saldada con la dimisión del presidente del gobierno Delcassé. El apoyo del Reino Unido y de Rusia y el éxito conseguido por Francia al año siguiente en la Conferencia de Algeciras paralizaron de momento las apetencias germanas. Sin embargo, no abandonó Alemania su pretensión de introducirse en la zona y en julio de 1911, durante los preparativos franceses para convertir Marruecos en protectorado y en una coyuntura especialmente delicada en Europa, donde reinaba el militarismo y la escalada armamentística, Guillermo II envió al puerto de Agadir el cañonero Panther con el pretexto de defender los intereses comerciales alemanes, pero con el objetivo real de forzar a Francia a abandonar su intención de controlar Marruecos. La iniciativa alemana, conocida como «la segunda crisis marroquí», a punto estuvo de desencadenar la guerra, que pudo evitarse gracias a la mediación del Reino Unido y a la firma de un acuerdo entre Francia y Alemania que, en principio, era favorable a esta última: a cambio del cese de sus pretensiones sobre Marruecos, obtuvo territorios para ampliar Camerún, lo que constituía un paso decisivo para absorber, en un futuro inmediato, el Congo francés y el belga, objetivos del programa colonial alemán. El proyecto truncado por la Primera Guerra Mundial consistía en crear una amplia zona alemana en el centro de África (la Mittelafrika) completada, con el tiempo, con las colonias portuguesas de Angola y Mozambique.

El gran proyecto expansionista alemán de la Mittelaftika obedecía a los mismos principios utilizados con anterioridad por el Reino Unido en su intento de establecer el eje El Cairo-El Cabo, y por Francia en su propósito de unir Dakar, en la costa occidental, con Djibuti, en la oriental. Tales planes expresaban en toda su extensión el carácter del nuevo imperialismo del comienzo del siglo, cuyo rasgo fundamental consistía en no poner obstáculos a la expansión de las naciones fuertes, sin reparar en las peculiaridades de los territorios sometidos ni tampoco en los derechos históricos e intereses de otros países europeos de segundo rango. Idéntico esquema se intentó aplicar en Asia, el otro gran continente sometido al imperialismo, aunque el «reparto» resultó en este caso mucho más complejo debido a la existencia de unidades políticas de gran raigambre histórica (China, ante todo) y de sociedades con rasgos culturales y religiosos muy definidos, a la presencia histórica de Rusia y a la irrupción de Japón y Estados Unidos. La diversidad de concurrentes limitó las consecuencias de los acuerdos entre el Reino Unido y Francia (con participación esporádica de Alemania), como sucediera en África para resolver los conflictos y, por consiguiente, el imperialismo en Asia no fue un asunto específicamente europeo. Por otra parte, en este continente la lucha entre las potencias imperialistas adoptó ante todo un carácter económico, de ahí la relevancia de la «batalla de las concesiones» o break-up en China (librada entre 1896 y 1902 entre Francia, Reino Unido, Alemania y Rusia) y de las rivalidades entre estas naciones, Estados Unidos y Japón en busca de garantías para las inversiones de capital y el comercio. Todo ello favoreció el permanente estado de agitación de movimientos nacionalistas en distintos lugares (J. Chesneaux, 1969, 31). Tras el episodio popular, a veces magnificado, de la rebelión de los boxers en China (1900), no cesaron los movimientos de esta naturaleza en distintas provincias del Imperio, mientras en otras partes de Asia, sobre todo en la India e Indochina, surgieron partidos nacionalistas, muchas veces relacionados con el islamismo.

Al margen de las luchas por las concesiones en China, el Reino Unido y Francia llegaron a distintos acuerdos que les permitieron garantizar el control de sus territorios coloniales adquiridos con anterioridad o consolidar su influencia en zonas donde su dominio era precario, como en Nuevas Hébridas, archipiélago gobernado a partir del tratado franco-británico de 1906 por una autoridad común. Francia centró su atención en Indochina y no emprendió nuevas acciones de importancia, mientras el Reino Unido se vio comprometido en diversos frentes, aunque los dos núcleos básicos de su imperio oriental siguieron siendo la India y Australia. En 1901 creó la Commonwealth de Australia (incluía Nueva Zelanda, convertida en dominio en 1907), lo que le facilitó el control de las islas británicas del Pacífico, pero le resultó más compleja la protección de su imperio en la India por las disputas territoriales en el Norte con Rusia. Estas se resolvieron gracias al acuerdo de 1907 entre ambas naciones: Persia quedó dividida en tres zonas (la del norte bajo influencia rusa, el centro permaneció independiente y el sur bajo el dominio británico), el Reino Unido renunció al Tíbet, que había ocupado militarmente en 1903, y se anexionó Afganistán, reforzando así la frontera de la India. La incorporación de Ceilán completó la protección del imperio de la India, al que el Reino Unido dedicó una atención especial.

Desde la última década del siglo XIX creció el interés de las grandes metrópolis europeas por sus inversiones en Asia y, de manera especial, en su extremo oriental. No se trataba tan sólo de adquirir ventajosamente materias primas y de vender la producción de la industria europea, sino ante todo de invertir los capitales occidentales disponibles. Por tanto, más que las compañías comerciales, fueron los bancos ligados estrechamente a los grandes intereses industriales los más interesados en la expansión colonial. En consecuencia, resultaba vital garantizarse zonas de influencia y fortalecer, cuando se daba el caso, como sucedía a Francia y al Reino Unido, el imperio colonial disponible. Pero estas dos potencias se hallaron con más competencia de la esperada. Alemania, reciente metrópoli en la zona tras la compra a España de las islas Carolinas, no podía permitirse el lujo de estar ausente. Rusia, por su parte, mantuvo su empeño de expansión en la zona y, sobre todo, aparecieron dos nuevos competidores: Estados Unidos y Japón. Asia se convirtió en el núcleo de la «redistribución del mundo» en la que los participantes eran numerosos y, en consecuencia, la redistribución debía efectuarse mediante una compleja negociación a muchas bandas. Este giro en la actuación imperialista contribuyó a enmarañar las relaciones internacionales, sobre todo por la novedad de la presencia de dos países no europeos, cada uno de ellos empeñado, por distintas razones, en adquirir su parte.

Estados Unidos no permaneció aislado durante el siglo XIX, como se ha mantenido con cierta insistencia. Su intervención en América fue constante, avalada por la doctrina Monroe (1823) y desde 1845 por la teoría del destino manifiesto, según la cual la expansión de Estados Unidos debía realizarse por todo el continente americano. En la segunda mitad de la centuria había iniciado la penetración económica en Asia, pero el objetivo de su política exterior no consistió en adquirir colonias, sino en incrementar la influencia financiera y comercial exigida por su desarrollo industrial. Este sistema, sin embargo, se alteró al final de los años noventa y el gobierno norteamericano, no sin oposición interna, se decidió a tomar parte activa en el reparto colonias. El cambio de política se debió a la popularidad entre los dirigentes del partido republicano y en distintos sectores sociales de las teorías imperialistas y anexionistas difundidas en la última década del siglo XIX, una vez finalizó la «conquista del Oeste». E H. Turner aludió en 1893, en su célebre «teoría de la frontera», a la energía del pueblo norteamericano, capaz de imponerse en los mares y de extender su influencia a los países vecinos y a islas remotas. En el mismo sentido se pronunció un libro de gran éxito publicado pocos años antes, en 1890, por el contraalmirante Alfred Mahan, La influencia del poder marítimo en la historia, 1660-1783, donde se abogaba por la adquisición de bases navales en lugares estratégicos. A finales del siglo XIX el gobierno norteamericano incremento notablemente el poderío de su armada, convirtiéndola en una de las más potentes del mundo, y al mismo tiempo la prensa, sin rehusar el sensacionalismo, abundó en la exaltación de la vitalidad del país y en su misión civilizadora, consistente en la difusión de los grandes valores norteamericanos: la democracia, el espíritu pionero y la libertad. La guerra contra España deparó la ocasión esperada por la prensa amarilla y por los imperialistas más exaltados como Teodoro Roosevelt, y aunque muchos hombres de negocios se pronunciaron en contra de las anexiones coloniales, Estados Unidos se comprometió en ellas. La victoria frente a España consolidó entre los muchos norteamericanos imbuidos del ideario del «darwinismo» social un estado de ánimo sobre el futuro papel mundial de Norteamérica que se impuso a las consideraciones económicas y estratégicas. El gran país norteamericano tenía sobrada capacidad para superar a las caducas y viejas naciones europeas y, por consiguiente, no debía renunciar a su dominio en el mundo. Así se justificó, y aplaudió, la especie de protectorado ejercido sobre Cuba y Panamá y la anexión de Puerto Rico y de diversas islas en el Pacífico: Hawai, Wake, Guam, parte de Samoa y, sobre todo, Filipinas, por considerar que estaban situadas dentro de la «esfera de intereses» de Norteamérica.

La política anexionista, sin embargo, no tuvo continuidad, en gran parte debido a la oposición de los grupos de presión económicos, decepcionados por las dificultades en controlar los movimientos independentistas filipinos e interesados, ante todo, en garantizar las inversiones de capital sin riesgos añadidos. Ya a finales de 1899 Estados Unidos rechazó el anexionismo en Asia y se mostró firme partidario de evitar el desmembramiento territorial de China, sustituyéndolo por el sistema de puertas abiertas, es decir, por la apertura de China a las inversiones extranjeras. Norteamérica no incremento, por tanto, sus incorporaciones territoriales, pero no abandonó el control de lo que consideró su propia «zona de seguridad», sobre todo en América. A comienzos del siglo adquirió carta de naturaleza la reformulación de la doctrina Monroe realizada por el presidente Teodoro Roosevelt (1901-1908) y continuada por su sucesor William H. Taft (1909-1913), según la cual Estados Unidos tenía el derecho y el deber de intervenir en casos flagrantes de desorden o de impotencia en los países americanos y, asimismo, cuando hubiere necesidad de proteger los intereses de la nación norteamericana o de sus súbditos. En función de estos principios impuso, sobre todo en los pequeños Estados americanos, su influencia económica, mediante la alternancia del intervencionismo militar (la llamada política del big stick) y la «diplomacia del dólar», esto es, el recurso a la presión económica. De esta forma, la potencia norteamericana intervino durante el primer decenio del siglo en aquellos lugares donde estimó en peligro sus intereses, como sucedió en Nicaragua, Santo Domingo, Panamá, Honduras… y poco a poco fue eliminando la competencia europea en América.

Al contrario de lo sucedido en Estados Unidos, el expansionismo imperialista gozó en Japón de gran audiencia entre los grupos económicos dominantes y buena parte de la sociedad. Los más interesados fueron los grandes zaibatsu (carteles privados que contaron siempre con el apoyo del gobierno), los cuales no cejaron en su presión para adquirir territorios donde hallar las materias primas de que carecía el archipiélago y los mercados necesarios para garantizar su expansión industrial y financiera. A finales del siglo XIX este sector se impacientó al contemplar el avance en Asia de las potencias occidentales y logró entusiasmar a la sociedad japonesa en el proyecto de construcción de un Gran Japón, como potencia asiática frente a los colonialistas blancos. La idea, no exenta de cierta mística (no hay que olvidar la influencia del especial sentido del «honor» y el orgullo de pertenecer a una «nación elegida por la divinidad»), fue defendida por el ejército y por las poderosas castas tradicionales, y no tardó en extenderse entre las clases medias y el campesinado, convencidos de que la expansión territorial de Japón conllevaría una apreciable mejora en las condiciones de vida y proporcionaría el arroz necesario para alimentar a una numerosa población carente de tierras cultivables.

La expansión japonesa se inició en el último tercio del siglo XIX de forma discreta, limitada al control de los archipiélagos vecinos (Islas Kuriles, Ryukyu y Bonins). Japón, sin embargo, desde el primer momento consideró Corea, reino vasallo del emperador de China, como el lugar natural de expansión y objetivo básico para satisfacer las necesidades de su industria en constante crecimiento. En el último decenio del siglo, tras haber desarrollado un programa de modernización del ejército y la marina, se creyó llegado el momento de la acción. En 1894 una sociedad secreta japonesa provocó una serie de disturbios en Corca. China acudió en ayuda de su vasallo y envió algunas tropas para restablecer la calma, hecho que sirvió de pretexto a Japón para invadir el territorio con un nutrido ejército. Así comenzó la guerra entre China y Japón, saldada con un gran éxito de este último tras destrozar a la flota china. Japón ocupó militarmente Corea, una parte de la Manchuria china y diversos enclaves en las penínsulas de Sandong y de Liao-dong (donde estaba situada la base rusa de Port Arthur), que controlaban el acceso marítimo a Pekín. El éxito de Japón quedó confirmado en el tratado de paz firmado en 1895 con el Imperio chino, por el cual quedó consolidada la posesión de Japón de la isla de Formosa, la península de Liao-dong y otros lugares estratégicos.

La victoria sobre China constituyó un paso decisivo en las aspiraciones imperialistas de Japón, pero al mismo tiempo suscitó la rivalidad con Rusia, muy interesada por controlar Manchuria y Corca, entre otras razones para garantizar la seguridad del ferrocarril transiberiano. Rusia trató de frenar las anexiones japonesas y, con el apoyo diplomático de Francia y Alemania exigió la evacuación de la península de Liao-dong, por resultar insostenible la presencia japonesa en torno a la base de Port Arthur. Ante la eventualidad de un enfrentamiento con las potencias occidentales, el gobierno japonés accedió a estas exigencias. El hecho fue interpretado en el interior de Japón como una claudicación vergonzosa y el gobierno se vio obligado a dimitir.

A pesar de este incidente, la guerra contra China confirmó la capacidad de Japón para emprender en serio un proyecto imperialista de vasto alcance en extremo oriente. Quedó demostrado que la sociedad japonesa lo apoyaba sin fisuras y, por otra parte, convenció a las potencias occidentales de la necesidad de contar con Japón, aunque todavía no se acabó de reconocer a su ejército y armada capacidad para enfrentarse a los de occidente. En cualquier caso, Japón fue aceptado como partícipe en determinadas actuaciones, como la represión de los boxers y el subsiguiente reparto de concesiones en China. Pero lo que resultó más ventajoso para el futuro imperialista de Japón fue el tratado militar firmado con el Reino Unido en 1902, con el objetivo de contener las pretensiones rusas en Corea. Ambos países acordaron que China quedaría como zona de influencia británica y Corea lo sería de Japón. Este acuerdo resultará muy útil a este último poco después, cuando llegue el momento del enfrentamiento directo con Rusia, su principal competidor en la zona.

Confiado en los apoyos diplomáticos occidentales, el zar Nicolás II intentó la ocupación militar de Manchuria y la conversión de Corea en zona neutral. En 1904, Japón consideró amenazada Corea y, sin declaración formal de guerra, atacó Port Arthur. Al año siguiente, el ejército del zar fue derrotado en Manchuria y la potente flota rusa del Báltico, llegada a la zona tras una peripecia espectacular, fue destrozada frente a Corea. El acontecimiento resultó significativo, pues por primera vez una flota asiática vencía a otra europea. Las potencias occidentales quedaron convencidas de la capacidad militar de Japón, al que se le reconoció libertad de acción en Corea. Las aspiraciones de Japón comenzaban a cumplirse y si bien no destronó al monarca coreano, convirtió al reino en protectorado, gobernado con plenos poderes por un residente general japonés instalado en Seúl. El asesinato de éste en 1910 por un nacionalista coreano decidió a Japón a anexionarse Corea y convertirla en colonia. De esta forma, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, Japón se había convertido en una potencia colonial con un vasto imperio que abarcaba, además de los archipiélagos próximos, Corea, Formosa y la mitad meridional de la isla de Sajalín. Japón disponía, asimismo, del derecho de explotación y control del ferrocarril de Manchuria y de varias minas de hierro y carbón, así como diversas instalaciones industriales, donde sometió a duras condiciones laborales a una numerosa mano de obra indígena. La rentabilidad económica del imperio resultaba incuestionable, así como la afirmación de Japón como potencia imperialista, condición que incrementará de forma considerable a comienzos de los años treinta con la anexión de Manchuria.