7.6. Altibajos de la Guerra Fría: del deshielo a la crisis de los misiles
La formulación en 1957 de la doctrina Eisenhower en Oriente Próximo es sólo un síntoma del pesimismo que se había apoderado de la política exterior norteamericana en los últimos tiempos y de la voluntad de oponer una resistencia más eficaz a los progresos realizados, en todos los órdenes, por la Unión Soviética. En 1958, Nikita Kruschef es un líder sólidamente consolidado en la URSS gracias a sus últimos movimientos en la política interior soviética. La desestalinización en su vertiente internacional, con sus ofrecimientos de coexistencia pacífica, su énfasis en un socialismo plural y sus continuas apelaciones a una paz justa y global, había merecido a la URSS la simpatía de una parte de la opinión pública internacional y, sobre todo, de algunos países del Tercer Mundo. Sólo la intervención soviética en Polonia y Hungría en 1956 empañó la imagen del comunismo postestalinista como paladín de la paz y del progreso.
La economía soviética atravesaba una de las etapas más boyantes de su historia, con tasas de crecimiento del 8,3% anual, superiores a las de muchos países occidentales, lo que permitía pensar en un progresivo acortamiento de la distancia, todavía enorme, que la separaba de la economía norteamericana. La ciencia soviética era el mejor escaparate de la «nueva» URSS, que se mostraba dinámica, moderna, volcada en la realización de algunos de los grandes ideales de la humanidad, desde la conquista del espacio hasta la lucha por la paz mundial. No olvidemos tampoco el deporte, otra manifestación incruenta de la disputada carrera que las dos superpotencias mantenían por la supremacía mundial. La prioridad que los países del socialismo real concedieron a la práctica deportiva representa un aspecto clave de la construcción del llamado hombre nuevo —sano, fuerte, disciplinado— y una vertiente sumamente eficaz de la propaganda socialista ante el mundo. No es extraño que los Juegos Olímpicos llegaran a ser un puro reflejo de la bipolaridad. El reparto final de medallas, como los misiles, los satélites artificiales o el índice de producción industrial, era una variable de gran valor para cuantificar el poderío de los dos mundos a diversas escalas: Estados Unidos contra la Unión Soviética, países capitalistas contra países comunistas, Alemania Federal contra Alemania Democrática. Nada en el mundo quedaba al margen de la Guerra Fría.
Entre los acontecimientos que simbolizan el auge de la URSS en la era Kruschef figuran, de forma muy destacada, los grandes logros del programa espacial soviético: el lanzamiento en octubre de 1957 de su primer satélite artificial —el «Sputnik I»—, el lanzamiento, un año después, del «Sputnik II», ocho veces mayor que el primero y con un perro a bordo, y la puesta en órbita, en 1961, del astronauta soviético Yuri Gagarin, convertido en héroe colectivo del mundo socialista y en símbolo de todo aquello que la URSS pretendía encarnar, ya fuera el progreso científico, la realización de viejas utopías o la utilización de la técnica para empresas de paz. En comparación con todo ello, el fracaso de Estados Unidos en esta primera etapa de la carrera espacial resultó espectacular, por ejemplo, el fiasco del pequeño satélite «Vanguard», e hizo temer que la ciencia soviética pudiera ganar también la carrera de armamentos. El miedo de la opinión pública y las presiones de políticos, militares y grandes empresas del sector —eso que el propio Eisenhower llamó el «complejo militar-industrial»— llevaron a la administración a realizar un nuevo esfuerzo presupuestario para incrementar la ventaja norteamericana en misiles de largo y medio alcance. Lo cierto era que, a pesar de lo anunciado por Kruschef y de lo que temían algunos mandos norteamericanos, la Unión Soviética no estaba todavía en condiciones de fabricar misiles intercontinentales que pusieran seriamente en peligro la seguridad de Estados Unidos. Ese desequilibrio en la carrera de armamentos en favor de Estados Unidos parece haber influido poderosamente en la decisión de Kruschef, en 1962, de instalar en Cuba misiles de corto alcance como forma de compensar el retraso nuclear de la Unión Soviética (Powaski, 2000, 155-156).
Pero, hasta llegar a la crisis de los misiles, las relaciones entre las dos superpotencias pasaron por todo tipo de avatares, con momentos de tensión y otros en que se produjeron significativas aproximaciones. Es el caso del tratado, firmado en Viena en mayo de 1955, por el que la URSS aceptaba retirar de Austria sus tropas de ocupación, a la vez que reconocía el nacimiento del nuevo Estado austríaco. Este último se comprometía a permanecer fuera de la OTAN y renunciaba a formar un único Estado con Alemania. Dos meses después (julio de 1955), se celebraba en Ginebra una conferencia entre los antiguos aliados para determinar, entre otras cuestiones, el futuro de Alemania. Aunque ni en esta espinosa cuestión ni en las diversas propuestas sobre reducción de armamentos fue posible el entendimiento entre la URSS y las potencias occidentales, algunos acuerdos en asuntos menores, como el establecimiento de un sistema de intercambio cultural entre Estados Unidos y la URSS, permitieron hablar durante algún tiempo del Espíritu de Ginebra como punto de arranque de un nuevo clima de «conciliación y cooperación» —así lo calificó Eisenhower— en las relaciones Este/Oeste. La valoración que ha hecho después la historiografía del llamado espíritu de Ginebra se mueve entre dos posiciones no necesariamente antagónicas: la primera, que la conferencia de Ginebra resultó un completo fracaso en todas las grandes cuestiones que estaban sobre el tapete, por lo que el clima de concordia que presidió la conferencia carecería de verdadero significado político; según otra interpretación, Ginebra, a falta de acuerdos concretos, supuso un hito importante en la mentalización de los dirigentes mundiales, que empezaron a convencerse de que la Guerra Fría sería forzosamente —como la propia conferencia de Ginebra— un conflicto sin vencedores ni vencidos (Fontaine, 1967, II, 129 y ss; Powaski, 2000, 146; Droz y Rowley, 1987, 210).
En los años siguientes, las relaciones entre las dos superpotencias estuvieron llenas de encuentros y desencuentros. Lo uno y lo otro se dio, en cierta forma, en la ya comentada crisis de Suez de 1956. Al acuerdo entre Estados Unidos y la Unión Soviética sobre el carácter inadmisible de la agresión anglo-francesa, le sucedió una clara determinación de la administración Eisenhower de actuar en Oriente Próximo al precio que fuera, aun a riesgo de provocar un enfrentamiento con la URSS o sus aliados en la región. El viaje de Kruschef a Estados Unidos en septiembre de 1959 presentó también dos vertientes opuestas. Como primera visita de un líder soviético a la patria del capitalismo, el hecho representaba en sí mismo un cambio en las relaciones entre las dos potencias, en línea con la «coexistencia pacífica» pregonada por Kruschef y con el célebre «espíritu de Ginebra». La simpatía con la que el dirigente soviético se mostró ante los medios de comunicación en algunos actos celebrados durante su estancia contribuyó a desdramatizar las relaciones entre los dos países y a romper ciertos prejuicios de la opinión pública norteamericana. Pero la falta de resultados concretos, tanto de esta visita como de la que realizó un año después, ponía de relieve los límites del deshielo y la situación de «impasse» en la que se encontraba la Guerra Fría en la fase final de la presidencia de Eisenhower. La tensión subiría muy pronto hasta cotas desconocidas en los últimos tiempos por el estallido de una nueva crisis en Berlín y, sobre todo, por la evolución del régimen revolucionario instaurado en Cuba en 1959.
Berlín fue, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, un foco permanente de discordias entre los antiguos aliados, convertidos en 1945 en administradores de una ciudad que era la expresión más visible de la Guerra Fría. En su primer encuentro con Kennedy, celebrado en Viena en junio de 1961, Kruschef reiteró su conocida propuesta de firmar un acuerdo de paz definitivo con Alemania que permitiera normalizar la situación de Berlín. En el fondo de este contencioso estaba el problema de la fuga masiva de ciudadanos de Alemania del Este hacia la otra Alemania a través de los pasos establecidos en la antigua capital del «Reich», los únicos que quedaban abiertos tras el cierre de fronteras en 1952. Se calcula que desde 1950 hasta la construcción del muro en 1961, 3 500 000 de alemanes orientales habían abandonado el país, en una sangría humana y económica que equivalía a una suerte de plebiscito espontáneo sobre los sentimientos que el socialismo real despertaba entre la población. Sólo en 1960, cerca de 200 000 personas incrementaron el número de quienes habían iniciado una nueva vida en Alemania occidental, una cifra que seguía creciendo en los primeros meses de 1961 a un ritmo de mil personas diarias. Las autoridades soviéticas —y más aún los dirigentes germano-orientales— estaban dispuestas a poner fin de una vez por todas al daño económico y al mal ejemplo que representaba la fuga masiva de súbditos de la RDA.
Como hiciera Eisenhower tres años antes, el presidente Kennedy rechazó un plan que, a su juicio, suponía dejar la antigua capital alemana a merced de los rusos. El desacuerdo condujo a un cruce de amenazas entre los dos dirigentes, que no tardó en producir una nueva escalada de la tensión en Berlín. La crispación que se había apoderado de la ciudad aceleró el éxodo a la zona occidental, que el 12 de agosto de 1961 alcanzó la cifra récord de cuatro mil personas en sólo veinticuatro horas. Al día siguiente, ante el estupor general y en medio de un impresionante despliegue de soldados y policías del Este, empezaba la construcción del famoso muro berlinés, que estuvo terminado en apenas cuarenta y ocho horas y que se convirtió, hasta su simbólica caída en 1989, en la más burda expresión del célebre «Telón de Acero».
El otro episodio que marcó el recrudecimiento del conflicto entre las dos grandes potencias fue la crisis de los misiles de 1962. El triunfo de la Revolución Cubana en 1959 había puesto fin a una de tantas dictaduras latinoamericanas satelizadas por Estados Unidos. El desprestigio acumulado por Fulgencio Batista durante veinticinco años de ejercicio de un poder absoluto y la mezcla explosiva de injusticia social y sometimiento neocolonial que sufría la isla dieron una enorme popularidad a los jóvenes guerrilleros —los llamados barbudos— que derrocaron la dictadura e hicieron su entrada triunfal en La Habana el 1 de enero de 1959. Si la singular Revolución Cubana tenía en su origen un conjunto heterogéneo de motivaciones y apoyos, la política inicial del nuevo gobierno recogía igualmente aspiraciones muy diversas, que iban desde la restauración de la dignidad y la independencia nacional hasta la realización de un avanzado programa de reformas sociales, que, como la reforma agraria aprobada en mayo de 1959, afectaba directamente a los cuantiosos intereses norteamericanos en el país. En realidad, el movimiento guerrillero 26 de Julio, principal protagonista de la lucha contra Batista, se había identificado mucho más con José Martí, artífice de la independencia cubana frente a España, que con el ideario de Marx y Lenin. Pero tras alcanzar el poder, y sin abandonar nunca una cierta mística romántica y nacionalista, los barbudos, liderados por Fidel Castro y Ernesto Che Guevara, se fueron orientando hacia postulados revolucionarios y antiimperialistas.
A lo largo de 1960, el gobierno norteamericano fue endureciendo su política respecto al nuevo régimen cubano. A principios de ese año, Eisenhower, que afrontaba los últimos meses de su presidencia, autorizaba a la CIA a dar entrenamiento militar a exiliados de aquel país. Al mismo tiempo, se suspendía la compra de azúcar cubano a un precio político, como se venía haciendo hasta entonces, una medida a la que las autoridades de la isla respondieron intensificando sus relaciones comerciales con la Unión Soviética. Era evidente que Cuba se estaba colocando en el centro mismo del tablero de la Guerra Fría y que el gobierno cubano no estaba dispuesto a que aquello acabara como Guatemala unos años antes. Por si las implicaciones internacionales no estuvieran suficientemente claras, en enero de 1961 Kruschef se congratulaba de la apertura en América Latina «de un nuevo frente contra el imperialismo de Estados Unidos». Aquel mismo mes, John F. Kennedy tomaba posesión de la presidencia de Estados Unidos. En su actitud hacia Cuba, lo mismo que en otros aspectos de su gestión, se pudo ver muy pronto cómo la rotundidad de sus declaraciones contrastaba con una política a menudo errática y dubitativo.
En abril de 1961, sintiéndose muy presionado por el poderoso «lobby» del exilio cubano en Estados Unidos y por la CIA, que temía el contagio revolucionario en Centroamérica, el presidente Kennedy daba vía libre a una operación militar en la isla realizada por cubanos anticastristas apoyados por la CIA. El estrepitoso fracaso del desembarco en Bahía Cochinos tuvo consecuencias nefastas para Kennedy, que quedó profundamente marcado por esa experiencia. Si por un lado, reforzó y radicalizó la Revolución Cubana, reafirmada en su carácter antinorteamericano, por otro, las cortapisas que la administración Kennedy había puesto a la operación sirvieron para que el exilio cubano y la extrema derecha norteamericana acusaran al presidente del desastre de Bahía Cochinos y del afianzamiento del régimen castrista. El fracaso de la política de medias tintas en aquel episodio tuvo su reflejo en la actitud intransigente que Kennedy adoptó en la crisis de los misiles.
Los hechos son bien conocidos. A principios de 1962, Kruschef había ordenado la instalación en Cuba de treinta y seis misiles balísticas de alcance medio y veinticuatro de alcance intermedio, en disposición, por tanto, de atacar objetivos norteamericanos. Con esta iniciativa, mantenida en secreto, la URSS compensaba en parte su desventaja en misiles intercontinentales —el «missile gap» sobre el que tanto se especulaba en medios norteamericanos— y contrarrestaba los misiles que Estados Unidos tenía desplegados en Turquía amenazando a la Unión Soviética. El 14 de octubre de 1962, un avión de reconocimiento norteamericano fotografiaba diversas instalaciones soviéticas en Cuba con rampas de lanzamiento de misiles. Quedaba así al descubierto la arriesgada operación puesta en marcha por los soviéticos unos meses antes. El 16 de octubre, a las nueve de la mañana, el presidente Kennedy era informado sobre las imágenes captadas por el avión espía. En los siguientes días, se sucedieron las reuniones al más alto nivel para calibrar la respuesta que debía tomarse ante un hecho de tal envergadura. En medio de una enorme expectación, el 22 de octubre Kennedy se dirigía a la opinión pública en una alocución televisada para informar de su decisión de imponer un bloqueo total a Cuba que impidiera la llegada de nuevo material soviético, a la vez que lanzaba una velada amenaza a la URSS de desencadenar una guerra nuclear. Era una respuesta enérgica, pero no irreversible, que el presidente tomó personalmente en contra de las posiciones que defendían sus principales consejeros, unos, como el secretario de Defensa McNamara, partidarios de mantenerse a la expectativa, y otros favorables a un bombardeo inmediato de las bases soviéticas. El propio hermano del presidente, Robert Kennedy, ministro de Justicia, tuvo que rebatir enérgicamente a quienes proponían lanzar un ataque fulminante: «Sería un Pearl Harbour al revés». El 28 de octubre, es decir, catorce días después del descubrimiento de las bases y seis días después de la intervención televisada de Kennedy, Kruschef daba orden de retirar los misiles de la isla. De esta forma, se conjuraba el peligro de una guerra total, que había tenido en vilo a todo el planeta, y terminaban lo que un historiador ha llamado «las dos semanas más peligrosas de la historia de la humanidad» (Kort, 1998, 50).
Aunque el líder soviético obtuvo algunas concesiones que le evitaron la humillación de una rendición incondicional, como la retirada de los obsoletos misiles norteamericanos de Turquía, existe un amplio acuerdo en que la solución de la crisis cubana de 1962 tuvo mucho que ver con su destitución dos años después por un sector de la «nomenklatura» soviética que no le habría perdonado su claudicación ante Kennedy. La verdad es que la misma acusación ha recaído en el presidente norteamericano, al que, desde posiciones ultraconservadoras, se ha reprochado no haber llevado su victoria hasta el final, por ejemplo, forzando la caída del régimen cubano en un momento que parecía propicio (Johnson, 1985, 226). Muchas fueron las consecuencias, a corto y medio plazo, de la crisis de los misiles, más allá de la huella que dejó en la biografía de sus dos protagonistas. La principal, sin duda, fue el giro trascendental que imprimió a las relaciones Este/Oeste con el comienzo de la distensión. En el legado histórico de aquel episodio, verdadero punto de inflexión, como veremos en el capítulo siguiente, en el desarrollo de la Guerra Fría, algunos autores incluyen también la «arrogancia de poder» en que cayó a partir de entonces la administración norteamericana. Su fácil victoria en la crisis cubana llevó a Estados Unidos, según esta interpretación, a embarcarse en el conflicto de Vietnam sin calcular debidamente los riesgos de una intervención militar en aquellas latitudes (Powaski, 2000, 182).