3.3. Los comienzos de la Unión Soviética
No se ha explorado en grado satisfactorio la documentación existente en Rusia (parece ser que buena parte de ella ni siquiera está clasificada) y durante setenta años se han creado muchos mitos, de signo contrario, que han contribuido a oscurecer los acontecimientos más significativos. Mientras pervivió el régimen soviético, el acceso a la documentación más relevante (y, por supuesto, a la más comprometedora) estuvo sumamente restringido para los historiadores, tanto occidentales como soviéticos, y según muchos indicios resultó habitual la tergiversación de ciertos documentos, incluyendo fotografías y otros de carácter gráfico (de acuerdo con la conveniencia política de cada coyuntura se hicieron aparecer y desaparecer personajes en los momentos decisivos). Por otra parte, los estudios publicados estuvieron condicionados en exceso por prejuicios. En la Unión Soviética se atuvieron a la doctrina oficial del régimen y en Occidente se presentaron, unas veces, como alegatos más políticos que históricos contra el comunismo y, otras, como actos en su defensa. El resultado de todo ello ha sido la construcción de dos discursos contrarios, intencionadamente sesgados. Con la desaparición de la Unión Soviética no se han resuelto, ni mucho menos, los problemas aludidos, antes al contrario, parece que algunos se han incrementado. Una prueba palpable de ello es el éxito popular de ciertas publicaciones destinadas a poner de relieve el carácter intrínseco represivo y asesino del sistema soviético, manifestado desde sus primeros instantes y no sólo en la época de Stalin, como se hace en El libro negro del comunismo, obra colectiva de valor desigual ante la que hay que tomar no pocas precauciones. Por otra parte, se ha instalado la costumbre en ensayos y obras de síntesis de contemplar la revolución soviética como una variante del totalitarismo del siglo, identificándola casi de forma automática con los fascismos. Este procedimiento no es nuevo, pues ya en los años veinte recurrieron a él los liberales, los católicos y los socialdemócratas, interesados en situarse en el «justo medio» entre comunismo y fascismo (en 1926 el ex jefe del gobierno italiano Nitti inauguró la comparación en un libro titulado Bolchevismo, fascismo y democracia). La consideración del régimen soviético como una variante del totalitarismo se ha convertido en nuestros días en una especie de axioma en los medios autocalificados de liberales, de la misma forma que en los años de la Guerra Fría la Unión Soviética hizo todo lo contrario. La Gran Enciclopedia Soviética definió el «Estado totalitario» como un Estado burgués dotado de un régimen fascista pasando, por tanto, al campo de enfrente toda la carga peyorativa.
El 8 de noviembre de 1917 (26 de octubre en el calendario ruso), Trotski se presentó ante el Congreso de los Soviets de Rusia para anunciar la toma del palacio de Invierno y recabar, al menos formalmente, apoyo para la revolución. Los mencheviques y el ala derecha de los social-revolucionarios abandonaron la sesión como protesta por la forma como habían tomado el poder los bolcheviques, pero la alianza de éstos con el ala izquierda de los social-revolucionarios constituía la mayoría en el Congreso y todo salió de acuerdo con los propósitos de Trotski. El Congreso aprobó la constitución de un nuevo gobierno, que para dar a entender que era más «soviético» que «bolchevique» se denominó Consejo de los Comisarios del Pueblo. Presidido por Lenin, estuvo formado por bolcheviques y representantes de la izquierda social-revolucionaria, aunque los puestos decisivos fueron ocupados por los primeros (Trotski se hizo cargo de asuntos exteriores, Stalin de nacionalidades, Rykov del interior, Stepanov de finanzas, etc.). El Congreso dio su visto bueno, asimismo, a los dos primeros decretos presentados por Lenin, cuya finalidad principal consistía en ganarse la simpatía popular. Se trata del decreto de la paz, en el que se exponía el deseo de llegar a una paz equitativa y democrática sin anexiones ni reparaciones, y el de la tierra, por el cual se abolía de forma instantánea la gran propiedad, sin indemnización alguna. Unos días más tarde el nuevo gobierno añadió otras dos medidas encaminadas en idéntica dirección: el control obrero de las grandes empresas industriales y el reconocimiento de la igualdad y soberanía de todos los pueblos del imperio.
Estos primeros pasos proporcionaron al nuevo poder bolchevique el apoyo popular necesario para resistir durante los primeros días de confusión, pero en realidad no resolvieron los grandes problemas propios de una situación tan inusitada como la rusa y, por otra parte, suscitaron otros nuevos, pues el decreto de las nacionalidades favoreció de inmediato ciertas aspiraciones separatistas, materializándose varias secesiones, y el de la tierra alentó el espíritu pequeño burgués en muchos campesinos, esperanzados en lograr propiedades suficientes en el reparto (la realidad confirmó enseguida que, salvo en el caso de los campesinos más desfavorecidos, la ocupación de los latifundios no incrementó de modo apreciable la propiedad media del campesinado). La decisión fundamental debía ser de carácter eminentemente político y consistía en determinar la orientación del nuevo régimen, esto es, decidir si se optaba por la revolución socialista (lo cual suponía contar únicamente con las propias fuerzas del bolchevismo, pues las restantes opciones políticas eran contrarias a esta solución) o por la creación de un sistema democrático liberal que unificara esfuerzos para intentar poner algún orden en la economía rusa. Los partidarios de la primera opción albergaban la esperanza de la movilización mundial del proletariado y, en consecuencia, confiaban en la inmediata extensión de la revolución; los de la segunda, creyeron contar con el apoyo de sus aliados occidentales en la guerra. El debate en torno a esta cuestión capital fue intenso, incluso en el interior del grupo bolchevique, donde los siempre críticos Kamenev y Zinoviev se mostraron partidarios de dar entrada en el gobierno a social-revolucionarios y mencheviques. Al final se impuso la tesis de Lenin, apoyado por Trotski, de dejar el poder en manos exclusivamente de los bolcheviques. Sin embargo, en las elecciones a la Asamblea Constituyente celebradas en noviembre, los bolcheviques obtuvieron menos de la cuarta parte de los votos, lo que demostraba que, a pesar de su predominio en las grandes ciudades, no constituían la mayoría política del país; su punto más débil continuaba siendo el campesinado, proclive con toda claridad hacia el Partido Social Revolucionario. Pero Lenin, Trotski, Sverdlov y el ala más realista (o autoritaria, según algunos autores) del bolchevismo, obsesionados por salvar la revolución, no estuvieron dispuestos a abrir un debate político e impidieron por la fuerza la continuidad de la Asamblea Constituyente.
También impusieron su criterio en otro asunto fundamental: el fin de la guerra. El 15 de diciembre, Rusia firmó con Alemania el armisticio de Brest-Litovsk, formalizado el 3 de marzo del año siguiente en el tratado de paz del mismo nombre. Como hemos visto en el capítulo anterior, la repercusión Internacional del tratado fue considerable, pero no resultó menos importante su incidencia interior. Rusia perdió territorios, entre ellos Ucrania, vitales para el abastecimiento de trigo, y la masa de soldados-campesinos movilizados volvió a sus aldeas. Estos soldados, que, como escribe Trotski en su historia de la revolución, habían permanecido mudos en el frente, se convirtieron en grandes parlanchines al regresar a sus aldeas y defendieron con decidido empeño el reparto de tierras. De hecho actuaron como agitadores rurales en contra de los deseos del bolchevismo y, además, introdujeron la costumbre de perseguir con saña a cuantos consideraron un obstáculo para sus deseos de conseguir tierras, comenzando de esta forma una actividad de acoso al contrario pronto generalizada.
A pesar de los intentos del gobierno, al día siguiente de la Revolución de octubre el caos reinaba en toda Rusia. En muchas fábricas los obreros se apoderaron del dinero de las cajas y destruyeron máquinas; en el campo estallaron continuas revueltas provocadas por las desavenencias en el reparto de las tierras; la pérdida de territorios vitales para el abastecimiento de alimentos (a Ucrania se unió la defección de la región del Don, a causa de la sublevación de los cosacos) conllevó la carencia de carne y de pan en las ciudades; los escasos trenes cargados de alimentos sufrieron continuos asaltos; los «kulaks» almacenaron género para provocar el alza de precios y se extendió por todo el país una epidemia de tifus, al tiempo que no cesó la oposición política, convertida, a partir de la primavera de 1918, en sublevación armada contra el gobierno, que dio lugar a una auténtica guerra civil. Tal cúmulo de dificultades impidió a los bolcheviques el desarrollo de su propio programa político y, por el contrario, propició el recurso a las medidas de excepción pues, entre los gravísimos problemas del momento, el fundamental pasó a ser la pervivencia de la propia revolución, como sucediera en períodos revolucionarios pretéritos que el propio Lenin tuvo muy presentes en este instante (cuando constató que la Revolución de octubre había superado en duración a la Comuna de París, experimentó un confesado alivio). A juicio de Lenin, la salvación de la revolución pasaba, ante todo, por el reforzamiento de su principal sostén, el Partido bolchevique, por la creación de instrumentos capaces de controlar a la oposición y por la adopción de medidas económicas de carácter extraordinario, no siempre acordes por completo con la ortodoxia marxista ni con las intenciones iniciales de los propios bolcheviques. Ésta es la política que se desarrolla durante los años de la guerra civil (1918-1921) y que es conocida, de forma un tanto inapropiado, como «comunismo de guerra».
Las primeras medidas excepcionales estuvieron directamente encaminadas a controlar a la oposición. Se creó el Ejército Rojo sobre la base de la revolucionaria Guardia Roja para hacer frente a las tropas «blancas» levantadas por todo el país; en marzo de 1918 se cambió la denominación del Partido bolchevique por la de Partido Comunista, al que se dotó de una organización centralizada y de amplios recursos económicos; en junio fueron expulsados los social-revolucionarios y mencheviques de todos los soviets; meses antes se había creado una policía política (la Checa, cuya denominación oficial era «Comisión extraordinaria pan-rusa de lucha contra la contrarrevolución, la especulación y el sabotaje») destinada a perseguir toda oposición; se abolló la libertad de prensa, se restableció la pena de muerte, se habilitaron campos de trabajo para los disidentes políticos y, en una decisión discutida y oscura, se asesinó al último zar Nicolás II y a toda su familia. Todo ello sirvió de poco, por de pronto, para poner orden en la desastrosa situación del país, seriamente agravada en el verano de 1918. Los social-revolucionarios, en contacto con los cosacos rebeldes, formaron un gobierno propio en Samara y en julio intentaron un golpe de Estado en Moscú, convertido en capital de Rusia desde marzo; por todo el país renació la antigua práctica del terrorismo individual (en agosto Lenin sufrió graves heridas en un atentado y fueron asesinados algunos dirigentes bolcheviques), pero lo más relevante fue el agravamiento de la guerra civil a partir de noviembre, debido a la intervención de tropas de 14 países (británicas, francesas, rumanas, checas, norteamericanas, japonesas, etc.) en apoyo de los ejércitos de rusos «blancos». A finales de 1918 el gobierno de Lenin en realidad sólo controlaba la antigua provincia de Moscovia y el valle del Volga.
Tan manifiesto era el peligro que corría la revolución, como el hecho de que su continuidad dependía únicamente de los comunistas rusos, pues la posibilidad de un levantamiento del proletariado mundial aparecía cada día más remota. En 1919, Lenin intentó avivar la revolución mundial fundando la III Internacional, pero tampoco por este medio se logró nada positivo, sino más bien todo lo contrario: el movimiento obrero internacional se debilitó debido a la escisión en casi todos los partidos socialdemócratas del mundo de una facción comunista y a la exclusión de la nueva internacional de todos los partidos y grupos que no aceptaron la disciplina y los métodos leninistas. La mayoría de los partidos socialistas criticaron duramente la política seguida en Rusia e incluso revolucionarios nada sospechosos, como Rosa Luxemburgo, se negaron a seguir fielmente la vía soviética. El aislamiento internacional de Rusia se incrementó a causa de la negativa a reconocer la devolución de los créditos librados por las potencias occidentales durante la época zarista. La revolución, en suma, se concentró cada vez más en sí misma y fue adoptando un tono marcadamente autoritario que irritó al movimiento obrero internacional no encuadrado en las organizaciones comunistas. Con toda claridad expuso este punto de vista el dirigente del SFIO Léon Blum en un artículo publicado el 18 de abril de 1922 en el órgano del socialismo francés «Le Populaire», donde calificó la política de Lenin de «socialismo por decreto, impuesto desde las mesas de las oficinas de una docena de intelectuales», dando a entender su alejamiento de las masas y la ausencia completa de sentido democrático.
Dispuesto a ordenar la situación interna, Lenin mostró, desde el primer momento, una gran preocupación por sentar los principios del nuevo sistema político. En enero de 1918 él mismo redactó una «Declaración de derechos del pueblo trabajador y explotado», incluida como el primer título (o «División», según la terminología empleada) de la primera constitución del nuevo régimen, aprobada en julio siguiente por el V Congreso de los Soviets. La constitución establecía una república de carácter federal, «fundada sobre el principio de la libre unión de naciones libres» (art. 2), definida de esta forma: «Rusia es declarada República de Soviets de diputados obreros, soldados y campesinos. Todo el poder central y local corresponde a estos Soviets» (art. l). El fin de esta república consiste en «suprimir toda explotación del hombre por el hombre, abolir definitivamente la división de la sociedad en clases, suprimir sin piedad a todos los explotadores, lograr la organización socialista de la sociedad y hacer triunfar el socialismo en todos los países» (art. 3). Su gobierno se establece en función del principio del centralismo democrático y no se reconoce la división de poderes. El poder recae en una serie de consejos superpuestos que forman una pirámide cuya base son los soviets urbanos y provinciales. Los representantes de estos soviets constituyen el Congreso Panruso de Soviets, el cual elige al Comité Central ejecutivo, que es «el órgano supremo de legislación, de administración y de control» de la República (art. 31). Este último Comité nombra al gobierno o Consejo de Comisarios del Pueblo, cuyo número queda establecido en 18. Únicamente los soviets locales son constituidos mediante elección directa por los ciudadanos mayores de 18 años de ambos sexos. Sin embargo, el artículo 65 niega el derecho de elegir y de ser elegidos a quienes estén en los casos siguientes: los que emplean el trabajo ajeno en beneficio propio, los rentistas de todo tipo, los comerciantes privados, los intermediarios y los agentes de comercio, los eclesiásticos de cualquier culto, los agentes y empleados de los antiguos cuerpos de policía, así como los miembros de la antigua dinastía reinante, los enfermos mentales, las personas sometidas a tutela y, finalmente, quedan asimismo excluidos, aunque de forma temporal, todos los condenados por delitos infamantes o cometidos con afán de lucro.
La Constitución ha señalado E. H. Carr era la expresión de la dictadura del proletariado y respondía, ante todo, al clima de guerra civil, comenzando por el ámbito de su aplicación, reducido a Rusia, ya que las restantes naciones de la federación no estaban en ese momento bajo el control de los bolcheviques. A medida que el ejército rojo fue ganando territorios, estos fueron incorporados al modelo constitucional. Como consecuencia de este proceso, en 1922 fue proclamada la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y dos años más tarde se redactó una nueva constitución. No introdujo este texto novedades extraordinarias, salvo el incremento de los poderes del Comité Central, convertido en auténtico parlamento, y la creación, en la cúspide, de dos órganos supremos: el Consejo de Comisarios del Pueblo y el «Presídium» (este último, concebido como una especie de jefatura del Estado colectiva).
Las dificultades derivadas de la guerra y la resistencia social obligaron, en el ámbito económico, a la adopción de medidas excepcionales en una dirección no deseada por los bolcheviques. Lenin creyó prematuro implantar un programa socialista y formuló su tesis sobre el «capitalismo de Estado», consistente en establecer un régimen transitorio basado en el control estatal de la economía, pero siguiendo métodos capitalistas de producción y distribución, contando con la colaboración de los propietarios agrarios y los especialistas burgueses en la industria. Para llevar a cabo la planificación económica e impulsar, ante todo, la industrialización, se creó en diciembre de 1917 el Consejo Supremo de le Economía Nacional («Vesenka»). La realidad no correspondió en absoluto a las expectativas. Los obreros habían adquirido suficiente fuerza en las grandes industrias como para impedir cualquier decisión de los empresarios y técnicos; éstos, a su vez, apoyaron los movimientos antibolcheviques y descapitalizaron las empresas, lo cual retroalimentó la oposición obrera; los campesinos ocultaron su producción para venderla en el mercado negro y no efectuaron las entregas obligatorias de excedentes reglamentadas para asegurar el abastecimiento de las ciudades; la moneda se depreció de manera fulminante, el sistema de transportes casi dejó de existir y, de hecho, desapareció el mercado, sustituido por el trueque. Esta situación obligó al Estado a asumir paulatinamente las distintas funciones económicas, hasta convertirse en la única instancia de reglamentación del consumo y de la producción. Así fueron surgiendo las medidas del «comunismo de guerra»: nacionalización de todas las empresas con un mínimo de cinco trabajadores e implantación en ellas de la gestión obrera, establecimiento del monopolio estatal de cereales y requisa forzosa de cosechas, creación de «comités de campesinos pobres» encargados de confiscar las reservas de los ricos, organización de granjas agrícolas colectivas y nacionalización del comercio exterior y de la banca. El Estado, por otra parte, se convirtió en el suministrador de todo tipo de bienes y servicios: creó comedores públicos gratuitos (la población de las grandes ciudades recurrió masivamente a ellos) y proporcionó vivienda, transporte por ferrocarril y otros servicios, como el correo y el teléfono, también de forma gratuita. Al mismo tiempo, intentó que las relaciones entre las empresas estatales se efectuaran sobre una base no monetaria y se eliminaron los impuestos. De hecho, el uso del dinero resultó innecesario y se creó una «economía natural proletaria» que tuvo como efecto principal un acusadísimo descenso de la producción y la desarticulación de los sectores productivos.
Las medidas excepcionales coadyuvaron al triunfo en la guerra civil, pero suscitaron una viva reacción contraria entre la población, profundamente descontenta por el hambre, las requisas de alimentos, los abusos de la burocracia, la ausencia de libertades y los métodos expeditivos de la «Cheka». En 1921, cuando comienza a ser evidente la victoria del ejército rojo, surgen distintos movimientos de protesta por todo el país, entre los cuales destacan dos: el de campesinos, encabezado por Antonov, que moviliza a varios millares de hombres en el valle del Volga, los Urales y Siberia occidental, y el de los marinos de Kronstadt, quienes al grito de «Vivan los soviets. Abajo el comunismo» eligen un comité revolucionario en oposición al poder central. El pésimo resultado económico del «comunismo de guerra» y el temor a un recrudecimiento de la oposición, manifestada asimismo en el interior del Partido Comunista, donde surgen tendencias «desviacionistas» que preocupan notablemente a Lenin, determinaron un cambio de política. En marzo de 1921, Lenin anunció en el X Congreso del partido la adopción de una Nueva Política Económica (NEP).
La NEP estableció un sistema de economía mixta que conjugaba la existencia de empresas privadas en la agricultura y el comercio con la pervivencia de las empresas estatales en los sectores clave: la industria más potente, los medios de transporte, el comercio exterior y la banca. Estas industrias de carácter estatal debían agruparse en «trusts», los cuales fueron dotados de un alto grado de libertad: eran responsables de su propia gestión y debían asegurar su funcionamiento por sus propios medios. Estos «trusts», cuyo número creció rápidamente, se convirtieron en el núcleo organizativo de la industria del nuevo Estado soviético. Pero el propósito básico de la NEP fue recuperar el apoyo del campesinado y de la población obrera en general. En este sentido se introdujeron muchas novedades: las requisas obligatorias fueron sustituidas por un impuesto en especie (a partir de 1924 en metálico) que, una vez satisfecho, dejaba libertad al campesino para vender los excedentes en el mercado, se permitió el arriendo de parcelas y su transmisión por herencia, aunque continuó prohibida su venta, se dio libertad a los pequeños artesanos para vender en el mercado libre sus productos, se suprimió la limitación de poseer dinero, se derogaron los trueques directos obligatorios y se autorizó la contratación de asalariados.
A pesar de la importante crisis sufrida en 1923 (la «crisis de las tijeras»: el dispar crecimiento de los precios imposibilitó el intercambio de los productos industriales y los agrícolas), el efecto positivo del cambio fue inmediato en la agricultura, porque el campesinado, el más motivado por la nueva política, comenzó a trabajar la tierra y en 1926 la producción de trigo superó ampliamente la de 1913. Con mayor lentitud, también la producción industrial experimentó un crecimiento apreciable y en 1926 superó el nivel de producción de 1913. Esto fue resultado de la puesta en marcha de fábricas abandonadas, destruidas o insuficientemente explotadas y del efecto positivo de la constitución de «trusts». La estabilización monetaria (en 1924 un nuevo rublo, definido con relación al oro, Sustituyó al muy depreciado rublo-papel en circulación) y el restablecimiento de los intercambios comerciales crearon una situación monetaria normal.
Los efectos positivos no se limitaron al ámbito económico. En el diplomático se dejaron sentir de forma apreciable, y aunque en el exterior no se consiguió romper la imagen negativa de la Rusia revolucionaria, se avanzó mucho en este sentido. La URSS participó en conferencias y congresos internacionales, logró en el Tratado de Rapallo (1922) la ruptura del bloqueo diplomático al que venía siendo sometida, firmó acuerdos de carácter comercial con el Reino Unido y de neutralidad y amistad con los países vecinos, poniendo fin a litigios fronterizos causantes de recientes enfrentamientos armados, sobre todo con Polonia. También se apreció un cambio importante en la vida social interior. La represión política se dulcificó y en 1922 fue disuelta la «Cheka». En materia de costumbres sociales los avances fueron muy apreciables: pleno reconocimiento de la igualdad de derechos entre hombre y mujer, derecho al divorcio por la simple demanda de uno de los cónyuges, igualdad ante la ley de los hijos nacidos fuera del matrimonio, aborto terapéutico gratuito, reconocimiento de las uniones de hecho, etc. Y la vida cultural, en la que el comisario de Educación, Lunacharsi, jugó un papel esencial, alcanzó unos niveles extraordinarios, desarrollándose en las artes audaces tendencias innovadoras. Ésta es la época del desarrollo de la gran cinematografía soviética, con la obra de Serge Eisenstein, Truberg, Ermler, Poudovjine, del desarrollo de las artes plásticas (Kandinski) y de la música (Prokofiev), etc.
Pero la NEP tuvo, asimismo, efectos muy negativos a juicio del propio régimen soviético. Ante todo, propició el surgimiento de una «nueva» burguesía, Integrar por comerciantes, intermediarios y traficantes (los «nepmen»), cuya vida cotidiana, dada al despilfarro, a la frecuentación de los «nights-clubs» clandestinos y al abuso del alcohol constituía un intolerable escándalo en una sociedad como la soviética. Los «kulaks», por su parte, igualmente beneficiados por el mercado libre, abusaron del campesinado pobre realizando préstamos usurarios y se acentuó la división social en el campo. Por lo demás, no se lograron los éxitos esperados en el desarrollo industrial, pues el crecimiento del sector, realmente apreciable, se efectuó a costa de una progresiva diferenciación respecto al agrario y en detrimento del campesinado, que constató cómo los precios industriales estuvieron siempre por encima de los agrícolas. El objetivo básico perseguido por Lenin con la NEP, fortalecer la industrialización como base para la consolidación del socialismo, no sólo no se logró, sino que estaba siendo profundamente viciado por la progresiva diferenciación entre industria y agricultura, en clara desventaja para esta última. Todo ello aconsejó el abandono de esta política, anunciado por Stalin de forma expresiva en su artículo «Al diablo con la NEP», publicado el 27 de diciembre de 1929.
La NEP había sido objeto de debate permanente en el seno del Partido Comunista soviético. Trotski, seguido por lo que se denominó el sector «izquierdista» del Partido, siempre la había objetado por considerarla una capitulación frente al capitalismo. Stalin, sin embargo, fiel hasta el extremo a las directrices centrales (desde 1922 ejerció el cargo de secretario general del PCUS), la defendió disciplinadamente. En enero de 1924 murió Lenin, tras dos años aquejado de una grave enfermedad que le impidió durante mucho tiempo ejercer sus funciones adecuadamente. A partir de ese momento se desató una enconada lucha por el poder en la que estuvieron inmersos los principales dirigentes históricos bolcheviques, alineados de forma alternativa y en medio de una notable confusión de cambios de fidelidades en dos bandos principales, encabezados respectivamente por Stalin y por Trotski. Los elementos de controversia no se limitaron a los asuntos económicos, sino que afectaban asimismo a la concepción del propio Partido (Trotski se inclinó por la existencia de corrientes de opinión internas, para evitar el burocratismo y la esclerosis, mientras que Stalin defendió el monolitismo y la disciplina) y a la estrategia a seguir en el proceso revolucionario. Mientras Stalin se inclinó por limitar la construcción del socialismo a la URSS, tratando de llegar a una especie de «coexistencia» con el mundo occidental, Trotski abogaba por la extensión mundial de la revolución. El hecho de que Lenin no hubiera designado a su sucesor enconó la lucha entre ambos bandos. En 1926, Trotski, con el apoyo de Zinoviev y Kamenev, constituyó un importante bloque de oposición («la oposición unificada») que presentó un programa claramente izquierdista: abandono de la NEP, colectivización del campo, programa de industrialización de acuerdo con un plan quinquenal, depuración del Partido. Stalin utilizó contra este frente a la policía política (la GPU, sucesora de la «Cheka») y al año siguiente consiguió desbaratarlo en el transcurso del XV Congreso del PCUS: Trotski, Zinoviev y un centenar de militantes fueron expulsados del partido y Kamenev destituido del comité central. Un mes más tarde, Trotski es deportado a Alma-Ata, en Asia central, y buena parte de sus partidarios, a Siberia. Algunos de los más distinguidos dirigentes alineados con Trotski se suicidaron. Firmemente amparado en el aparato del Partido y con el apoyo directo de la policía, Stalin quedó como claro vencedor en la disputa.