3.6. La gran depresión
A finales de los años veinte, la bolsa de Nueva York no cesaba de subir y atraía en masa capitales norteamericanos y foráneos. «Parecía» escribe Groucho Marx en sus memorias «que casi todos mis conocidos se interesaran por el mercado de valores. La mayoría de las conversaciones se limitaba a la cantidad que tal y tal valor había subido la semana pasada, o cosas similares. El fontanero, el carnicero, el panadero, el hombre del hielo, todos anhelantes de hacerse ricos, arrojaban sus mezquinos salarios y en muchos casos, sus ahorros de toda la vida en Wall Street. Ocasionalmente el mercado flaqueaba, pero muy pronto se liberaba la resistencia que ofrecían los prudentes y sensatos y proseguía su continua ascensión». La confianza en la solidez de la economía norteamericana era tal que, aunque nadie recogía beneficios, se consideraba un grave error vender títulos, pues parecía absurdo desprenderse de acciones por treinta cuando al día siguiente duplicaban o triplicaban su valor.
En la primavera de 1929, la economía norteamericana comenzó a registrar los primeros síntomas de un cambio de tendencia: el producto interior bruto inició una ligera inflexión a la baja y en sectores tan significativos como el del automóvil descendió la producción. Idénticos signos negativos aparecían en Europa, principalmente porque desde el año anterior se habían retirado muchos capitales norteamericanos para invertirlos en la bolsa neoyorquina. En septiembre de ese año, algunos norteamericanos advirtieron sobre la posible variación de la tendencia alcista y se pusieron a la venta varios millones de acciones, pero las autoridades económicas se apresuraron a llamar a la tranquilidad y por el momento todo prosiguió igual. El 22 de octubre, sin embargo, se inició un movimiento a la baja, que continuó al día siguiente y se agravó el día 24 («jueves negro») cuando se vendieron 13 millones de acciones. El pánico comenzó a apoderarse de Wall Street y el día 29 («martes negro») alcanzó su punto álgido: a pesar de la intervención del sindicato de banqueros de Nueva York, se pusieron a la venta más de 16 millones y medio de títulos. A finales de 1929 el precio de las acciones había caído, de forma global, un 50% y continuó bajando los años sucesivos hasta alcanzar su peor momento en 1932, en que se depreciaron otro 30%. En tres años se esfumaron 74 billones de dólares, el paro alcanzó al 25% de la población, desaparecieron las ganancias acumuladas durante la década de la prosperidad y muchos norteamericanos quedaron arruinados.
Lo ocurrido no era más que una crisis típicamente bursátil, pero pronto se convirtió en algo mucho más amplio y afectó al conjunto del aparato económico norteamericano. En realidad, sólo una pequeña parte de la población disponía de acciones en bolsa (se calcula que aproximadamente un millón y medio de personas, de los 122 millones de habitantes de Estados Unidos), pero cuando un determinado número de los propietarios de acciones acudió a los bancos en busca de dinero en metálico para pagar las deudas contraídas, los propios bancos desencadenaron el pánico porque no disponían de liquidez, ya que la mayor parte de sus fondos la tenían invertida a medio y largo plazo. Para hacer frente a estas solicitudes de reembolso y a las pérdidas registradas en sus propias carteras de valores, los bancos exigieron a sus acreedores el pago de los préstamos vencidos y dejaron de conceder créditos. Esta decisión tuvo una repercusión inmediata en las empresas industriales, pues de pronto muchas de ellas quedaron descapitalizadas y reaccionaron poniendo a la venta sus acciones, con lo cual contribuyeron al descenso de la bolsa. El clima de inseguridad provocado de súbito hizo disminuir el consumo interior y se acumularon los géneros sin vender. Casi al mismo tiempo, se fueron difundiendo noticias de quiebras de bancos y de empresas. En 1929 quebraron 642 casas de banca en Estados Unidos, pero en 1931 fueron 2298; por otra parte, la producción industrial bajó de forma espectacular, acompañada por un acusado descenso en los precios de los productos industriales y de los agrarios (estos últimos se hundieron hasta sufrir una pérdida del 70% en 1932).
La crisis bursátil se convirtió en poco tiempo en crisis general en Estados Unidos, pero debido a la parte considerable de su economía en el conjunto mundial (Estados Unidos era el primer exportador mundial, su producción industrial representaba el 45% del total internacional y sus inversiones, el 12,4% del mundo), pronto se extendió por todas partes. Los mecanismos que hicieron posible este hecho fueron diversos. Por una parte, las medidas proteccionistas impuestas por el gobierno norteamericano, entre las que destaca el arancel Smoot-Hawley de 1930, que elevó las tarifas aduaneras un 50%, hundieron las exportaciones de otros países. La caída de los precios americanos, además, se extendió al resto, pues para mantener la competitividad en el mercado internacional todos los países se vieron obligados a bajar los precios de sus productos de exportación y, finalmente, Estados Unidos repatrió sus capitales y cerró la concesión de préstamos, lo cual afectó de forma especial a Alemania y Austria, cuyas economías dependían en alto grado de las inversiones y créditos norteamericanos. En estos últimos países la situación se complicó de forma particular ante el anuncio en 1930 de una posible unión aduanera, que fue interpretada en los medios financieros como el primer paso hacia una indeseable unión política. Ello aceleró la retirada del capital internacional, sobre todo el británico, y enseguida comenzaron las quiebras bancarias, que arrastraron en su caída a empresas de distintos sectores, con el consiguiente incremento de los despidos laborales. El desfondamiento económico afectó enseguida al Reino Unido. El comercio exterior británico cayó en picado y, como en el resto de los países industrializados, la producción descendió estrepitosamente y se incrementó el paro. A su vez, entre los inversores internacionales surgió la desconfianza hacia la fortaleza de la libra e intentaron convertir sus activos en oro, lo cual provocó un acusado drenaje de las reservas de ese metal del Banco de Londres. El gobierno intentó frenar el desastre recurriendo al abandono del patrón oro, lo que ocasionó una inmediata y acusada devaluación de la libra (llegó a depreciarse un 40%) dejando al franco como la moneda fuerte europea, y de esta manera se redujo la competitividad de los precios de los productos franceses. Francia, que se había mantenido en los primeros momentos un tanto al margen de la crisis, se vio de esta forma directamente afectada y comenzó a sufrir los mismos efectos que el resto de las naciones industrializadas. Por su parte, las naciones que basaban su economía en la exportación de productos agrarios y materias primas (en especial Canadá, Argentina, Australia y Brasil) quedaron de pronto privadas de la entrada de dinero como consecuencia del hundimiento del comercio internacional. Aquellos Estados con economías poco desarrolladas y con un nivel escaso de integración internacional, como era el caso de España, sufrieron en menor medida y con mayor retraso los efectos de la depresión, pero nadie se libró, ni siquiera contra lo que habitualmente se mantiene la Unión Soviética, pues el descenso mundial del precio del trigo desbarató los planes de Stalin para financiar la industrialización.
A diferencia de lo ocurrido durante las crisis precedentes, la desatada en 1929 adquirió inmediatamente, como acabamos de constatar, un carácter universal, afectó a todos los sectores económicos y tuvo serias repercusiones sociales y culturales. Especialmente espectacular resultó la quiebra de entidades bancarias, incluso la de algunas reputadas muy sólidas en vísperas del hundimiento de la bolsa neoyorquina, como es el caso del «Kredit Anstalt» austríaco o el «Danat Bank» alemán. En junio de 1931, en un intento de controlar el desastre, el presidente norteamericano Hoover ordenó la paralización durante un año del pago de las deudas de guerra y de las reparaciones que debía satisfacer Alemania («moratoria Hoover»). Esto no aportó solución alguna al problema general, pero tuvo el efecto de paralizar los pagos internacionales. Como, además, en todas partes se abandonaron las inversiones a largo plazo y casi desaparecieron los créditos, se acentuó la desorganización en el sistema internacional de pagos y quedaron devaluadas las monedas. En los países más avanzados la actividad industrial sufrió una contracción sin precedentes, de modo que en julio de 1932 la producción mundial había descendido, en términos globales, un 38% respecto a la de 1929. En la agricultura la incidencia fue menos general y uniforme, pero el sector sufría desde tiempo atrás un evidente estancamiento y la crisis acentuó la bajada de precios en los países industrializados, mientras que en los especializados en la exportación a gran escala de productos agrícolas provocó una auténtica catástrofe, pues casi de forma súbita quedaron descapitalizados. Los agricultores de todo el mundo perdieron capacidad adquisitiva, lo cual acentuó el descenso del consumo y agravó la tendencia al desempleo. Esta situación, acompañada de la disminución de salarlos y el crecimiento del paro agrario, paralizó el éxodo rural y provocó un clima de angustia en el campo. Los intercambios comerciales internacionales, por su parte, quedaron paralizados y todos los países reforzaron las medidas proteccionistas para defender su propia actividad productiva.
Existe coincidencia entre los estudiosos en atribuir al hundimiento de la bolsa de Nueva York la principal responsabilidad en la amplitud y agravamiento de la crisis, pero este factor no explica su origen. Desde los años cuarenta, los estudios basados en datos estadísticos constatan que, antes de la crisis bursátil de octubre de 1929, la economía mundial mostraba síntomas claros de recesión. El crecimiento de la economía alemana alcanzó su punto álgido antes del pánico norteamericano de octubre, concretamente en abril de 1929 y unos meses más tarde sucede lo mismo en el Reino Unido y en Estados Unidos. Desde la primavera de 1929 se había iniciado el descenso de los precios al por mayor en el mercado mundial y al menos desde 1924-1925 se estaban produciendo serias fluctuaciones en el comercio a gran escala de las materias primas, registrándose una baja generalizada en los precios de los productos básicos de la economía de los llamados «nuevos países»: lana, café, algodón, etc. Por otra parte, la agricultura pasaba por una situación crítica en todo el mundo y las diferencias entre los precios agrícolas e industriales provocaban serios desequilibraos en todas las economías, incluyendo la de la Unión Soviética. La desigual distribución de la riqueza, incluso en los países más desarrollados como Estados Unidos, constituía, asimismo, un freno real al incremento del consumo interior, cuyo crecimiento progresivo era condición indispensable para mantener e ritmo ascendente de la producción industrial. A escala internacional, los desequilibraos se acentúan si se tiene en cuenta la reducción de la capacidad competitiva de los grandes países europeos (Alemania y el Reino Unido, sobre todo) en relación con Estados Unidos e incluso con Japón. Antes de 1929 era palpable el anquilosamiento tecnológico de la vieja industria británica y, por otra parte, era evidente que el crecimiento de la economía alemana y el de otros países centroeuropeos dependía en alto grado del capital norteamericano. Sin embargo, el propio éxito del capitalismo norteamericano fue el causante del descenso de las inversiones en Europa. A mediados de los años veinte era rentable invertir en Europa, pero al final de la década resultaba mucho más ventajoso comprar acciones en Wall Street y comenzó la repatriación masiva de capital norteamericano.
La crisis bursátil, por tanto, llegó en un momento en que la economía mundial estaba condicionada por la acumulación de excedentes, la crisis de liquidez, la depreciación generalizada y el colapso monetario (Ch. Kindleberger, 1985). En tal circunstancia, el desmoronamiento del sistema especulativo creado en Estados Unidos en torno a la bolsa y la torpe reacción de los políticos norteamericanos causaron un movimiento de pánico que aceleró los efectos negativos y puso de relieve, de forma brusca, los profundos desequilibraos del orden económico internacional. La incapacidad de los bancos centrales de los principales países industriales para establecer un sistema de coordinación] internacional creó una situación de caos en la concesión de créditos y de confusión en los pagos externos, que acabó por convertir la crisis bursátil en una auténtica depresión (B. Eichengreen, 1988, 113-114).
El auge de la bolsa de Nueva York había sido producto de prácticas especulativas y de una falsa idea sobre el progreso económico (se confiaba en la prosperidad duradera de una economía basada en la industria y la tecnología). Los precios de las acciones habían crecido de forma artificial por la continua presión del ansia compradora, pero no existió correlación entre la valoración en bolsa y el valor real de tales acciones, ni menos aún hubo respaldo alguno por parte de las empresas. La cotización bursátil fue producto, por una parte, de la decisión de grupos de expertos, que provocaban con movimientos de compra-venta la revalorización de determinadas acciones y, por otra, de la práctica del «apalancamiento». En su forma más simple, la utilizada por los particulares, este último sistema consistía, de acuerdo con Galbraith (1976, 56 y 1998, 69-70), en adquirir acciones desembolsando sólo una parte de su valor, cubriendo el resto con un préstamo concedido por el agente de bolsa, quien solía aceptar otras acciones como garantía y quien, a su vez, solicitaba préstamos a los bancos. También se crearon sociedades de inversiones dedicadas a comprar y conservar acciones, las cuales emitían sus propias acciones y bonos que se revalorizaban en función del precio de los títulos comprados en bolsa y cuyos beneficios se empleaban en nuevas compras. Cuando los bancos redujeron drásticamente los créditos al comenzar el descenso de la bolsa en octubre de 1929, el sistema se derrumbó.
Todas las clases sociales se vieron afectadas por la crisis, pero de forma muy desigual. Los norteamericanos propietarios de pequeñas y medianas empresas fueron, inicialmente, los más perjudicados, pues la paralización de créditos dejó descapitalizados sus negocios y se vieron obligados al cierre, de modo que muchos de ellos quedaron arruinados. La imagen del millonario obligado a vender fruta o cualquier cosa en la calle ha pasado a ser característica de la sociedad norteamericana del momento, así como la del burgués que pasea por la calle con un cartel a la espalda pidiendo un empleo. La contracción del mercado obligó a las grandes empresas capaces de hacer frente a la situación a disminuir el horario laboral, de modo que en 1931 «Ford», por ejemplo, sólo abrió sus factorías tres días a la semana y en Alemania los trabajadores se acostumbraron a trabajar sólo en horario matinal y no todos los días laborables. La consecuencia inmediata fue el incremento espectacular del paro. En 1931, el 16% de la población activa, es decir, 8 millones de personas, carece en Estados Unidos de trabajo, pero dos años más tarde se llega a la cifra de 13 millones, es decir, un parado por cada cuatro personas en edad de trabajar. En los países europeos se alcanzan cifras similares e incluso se sobrepasan. De acuerdo con los datos proporcionados por B. Gazier (1985), el índice de paro en Alemania llegó al 44% (8 millones de personas), en Dinamarca y Noruega sobrepasó el 30% y en el Reino Unido, Bélgica y Austria, el 20%. Los más afectados inicialmente por la pérdida de empleo fueron los obreros jóvenes, pero enseguida se sumaron a ellos los «trabajadores de cuello blanco» (oficinistas, cuadros intermedios) y los dedicados a profesiones liberales. El paro resultó desesperante y aunque algunos países pusieron en práctica medidas de subsidio, éstas sólo llegaron a una pequeña parte de los afectados y nunca fueron suficientes para garantizar las necesidades primarias. De ahí que abunde la mendicidad en las calles de las grandes ciudades, las colas de vagabundos en instituciones caritativas en busca de alimento y que no sean raros los suicidios. Pero el incremento del paro no fue el único problema. Hay que añadir la generalizada baja salarial y el descenso de las ganancias de los artesanos y comerciantes al por menor, así como la ruina de muchos pequeños rentistas. Todos los sectores integrantes de las masas urbanas, sin excepción, se vieron seriamente afectados por la crisis y en el ámbito rural, además, muchos agricultores incrementaron sus hipotecas o perdieron sus tierras al ser expropiadas por los bancos. Sin embargo, también los precios cayeron en picado y ello constituyó un cierto alivio para quienes mantuvieron su trabajo, a pesar de las bajas salariares, y sobre todo para los capitalistas que resistieron la crisis, los cuales mejoraron notablemente su nivel de vida. Con todo, la sensación general era la del desastre, pues el espectáculo de la miseria dominaba en la calle.
La percepción del desastre fue universal y se manifestó de múltiples formas. A comienzos de los años treinta proliferan las novelas y las obras de teatro y de cine que abordan los problemas sociales y denuncian la situación de los pobres. Aunque la tendencia predominante en Hollywood se orienta hacia el cine comercial, buscando una válvula de escape (ésta es una época dorada para las películas musicales, el western o el género fantástico del estilo de King Kong, producida en 1933), en muchas películas está presente la sensación general de desesperación de la sociedad. Como apunta Marc Ferro (1995, 204), el cine norteamericano de estos años no critica en profundidad a la sociedad americana, aunque en muchas ocasiones, como en las películas de Charles Chaplin y de los Hermanos Marx o en algunas comedias de Preston Sturges, se la ataca de forma oblicua, pero irónica y perversa. El cine negro aborda con toda crudeza la situación social creada por la crisis (obras de William Hellman, Mervin le Roy, Howard Hawks) y en muchos filmes se muestra la miseria de los barrios pobres, los tipos desesperados, las mujeres dadas a la prostitución. Más duro fue el teatro, donde la denuncia social (sin excluir las huelgas) se incorpora decididamente al repertorio; y no quedó a la zaga la novela, abundante en la misma temática, con algunas obras maestras como las de género policíaco de Dashiel Hammett o «Las uvas de la ira» (1939) de J. Steinbeck, quizá el relato más representativo de cuanto venimos diciendo.
Las consecuencias sociales de la depresión tuvieron un correlato político de gran envergadura. El descontento provocado por la crisis se canalizó en todos los países primeramente contra el gobierno, cualquiera que fuera su color político y su modo de actuar, provocando una auténtica oleada de cambios políticos. Allí donde el sistema democrático estaba más asentado, los partidos que estaban en el poder en 1929 perdieron las siguientes elecciones. Así les ocurre a los liberales en Canadá en 1930 o a Hoover en Estados Unidos, que fue derrotado con toda claridad en las presidenciales de 1932 por el demócrata E D. Roosevelt. En Francia se forma en 1932 un nuevo gobierno integrado por radicales y socialistas, y en el Reino Unido los conservadores arrebatan el poder al laborista Ramsay MacDonald. Las medidas deflacionistas adoptadas inicialmente por los gobiernos democráticos occidentales (restricciones de créditos, reducción del gasto público con el propósito de conseguir el equilibrio presupuestarlo, disminución de salarios y de gastos sociales…) provocaron la protesta de los sindicatos y, lejos de resolver los problemas, contribuyeron a agravarlos. El descontento social, en consecuencia, no hizo sitio incrementarse, pero los partidos políticos tradicionales lograron sustentar el sistema. Esto no evitó que el prestigio del capitalismo cayera por los suelos y desde posiciones encontradas arreciaron las críticas, con la consiguiente radicalización del clima político. Unos sectores se decantaron a favor de los partidos comunistas, los cuales hicieron notables progresos en Alemania, Francia y, en general, en Europa occidental, mientras que otros, y no sólo las clases medias, dirigieron su descontento conjuntamente contra el capitalismo y el comunismo y alentaron los movimientos fascistas, incluso en países, como el Reino Unido y Holanda, donde tales movimientos no alcanzaron nunca apoyo popular. Más acusada fue la inestabilidad política en los países del Este y del Sur de Europa donde se habían establecido regímenes autoritarios en los años veinte. Por regla general, en esos lugares la crisis acentuó la derechización de los gobiernos y el surgimiento de partidos fascistas a imitación del nazi, salvo en España, donde en 1931 se instauró un régimen democrático muy avanzado (la II República), aunque no se libró del correspondiente partido fascista.
Sería aventurado señalar la depresión económica como la única (y a veces ni siquiera la principal) causa de esta extraordinaria agitación política, pues en los casos señalados y en otros intervienen factores de muy distinta naturaleza. Sin embargo, es indudable que en Alemania el descontento económico jugó un papel determinante. Las medidas gubernamentales para controlar la crisis incrementaron las quejas de amplias capas sociales que apoyaron, como medida de protesta, al partido nazi. En 1930-1932 el canciller Brüning no fue capaz de ofrecer soluciones a los problemas económicos, antes al contrario, los numerosos decretos-leyes emanados del gobierno socavaron el escaso apoyo popular de que gozaba la república de Weimar porque no satisficieron a nadie. Al mismo tiempo que se decretó el descenso de salarios y de precios en torno al 1 0% (el sueldo de los funcionarios bajó un 23% en 1931), disminuyó la cobertura social de los parados: en 1931 se incrementó la edad para recibir ayuda por el paro de 16 a 21 años, se excluyó a las mujeres del derecho a percibir indemnización por despido y se aumentaron los impuestos de un 4 a un 5%. Estas medidas hicieron reaccionar a la masa de asalariados e igualmente a los pequeños comerciantes y a los agricultores, estos últimos muy afectados por la bajada de precios. Es significativo que la base del electorado de Hitler (un tercio del total) la constituyeran precisamente los agricultores, y que el resto de sus votantes estuviera integrado mayoritariamente por rentistas, pensionistas, estudiantes y por obreros de pequeñas empresas, que anteriormente solían dar su voto a los partidos burgueses. En las elecciones de 1930, el 31% de los votos nazis provenía de antiguos electores de partidos burgueses de centro, el 21% de los partidos nacionalistas y el 10% del SPD (A. Wahl, 1999, 82).
No menos estrecha fue la relación entre crisis económica y cambios políticos en América central y del Sur. A comienzos de los años treinta, la estabilidad constitucional únicamente se mantuvo en México, Colombia y Costa Rica; el resto de los países de este continente se vio afectado por profundas mutaciones. La causa determinante fue el hundimiento de los precios de los productos de exportación y la generalización de la miseria, que alimentaron las protestas del campesinado y de las capas urbanas menos favorecidas. Estos sectores exigieron el reparto de la riqueza, medidas sociales y, en muchas ocasiones, el fin de los privilegios de las grandes empresas norteamericanas o las nacionales apoyadas por capital norteamericano. La oligarquía reaccionó alterando el orden constitucional mediante fórmulas distintas, entre ellas el golpe de Estado militar. Así se establecieron gobiernos profundamente conservadores y represivos, orientados a favorecer los intereses de los terratenientes y a conceder todo tipo de facilidades a las empresas norteamericanas, algunas como la «United Fruits» de una enorme influencia en Centroamérica. De este tipo fue la larga dictadura de Rafael Leónidas Trujillo en la República Dominicana, iniciada en 1930, el gobierno de Jorge Ubico en Guatemala o el de Tiburcio Arias Andino en Honduras. En otros países, como El Salvador y Nicaragua, la persistencia de la rebelión social, encabezada en el primero por Farabundo Martí y en el segundo por Augusto César Sandino, dieron lugar a auténticas guerras civiles, pero no pudieron evitar dictaduras sanguinarias. En América del Sur, la agitación política fue igualmente intensa. En Argentina, tras el golpe de Estado del general José Félix Uriburu (1930), se inició un proceso en el que se intentó acabar desde el poder con los partidos políticos de base civil. En Uruguay, Gabriel Terra gobernó de forma dictatorial en medio de una profunda crisis de los partidos políticos. En Chile, el hundimiento económico coincidió con un período de agitación política y golpes militares iniciado años antes, del que se saldrá en 1932 con la victoria de Arturo Alessandri y el restablecimiento del sistema democrático. También en Cuba se dio un giro hacia la democracia: el gobierno dictatorial del general Gerardo Machado, presidente desde 1925, fue derrocado tras la insurrección popular de 1933, y durante un breve tiempo, con Gran San Martín como presidente, se restableció la democracia, hasta que en 1934 y con el apoyo de Estados Unidos accedió al poder Fulgencio Batista, quien en su primera etapa en el poder usó métodos populistas. De este último cariz fueron los regímenes implantados en Brasil y en Ecuador. Getulio Vargas gobernó Brasil desde 1930 desarrollando una política represiva y muy autoritaria, pero ampliamente reformista, y de igual forma gobernó Ecuador José María Velasco Ibarra a partir de 1934.
En el mundo sometido al colonialismo la depresión económica alentó movimientos de protesta, pronto convertidos en lucha por la independencia. La oposición al dominio de las metrópolis fue tomando cuerpo en los años veinte debido a la influencia de la Revolución Soviética y a la acción de la III Internacional, y se incrementó durante la época de la depresión a causa del impacto del hundimiento de los productos agrarios, especialmente sentido en territorios que basaban su economía en la exportación de un solo producto, cuyos mercados interiores estaban desprotegidos a causa de los acuerdos internacionales y, en algunos casos, como la india, iniciaban la industrialización y por tanto se hallaron completamente inermes ante la crisis mundial. Desde opciones muy diversas se lucha por la independencia y la recuperación de la identidad nacional, y son las clases ilustradas acomodadas las que inician el proceso. En la primavera de 1930, Gandhi encabeza acciones de protesta contra la tasa sobre la sal y otras medidas del gobierno colonial; protestas saldadas con la muerte de manifestantes por los disparos del ejército y el arresto del propio Gandhi. En Indonesia se refuerza el movimiento independentista a pesar de la deportación de Sukarno, el líder del partido nacionalista indonesio. En los países del Magreb se alzan contra las metrópolis partidos y movimientos independentistas, especialmente activos en Marruecos (rebelión de Ald-el-Krim). En Egipto, la asociación de los «Hermanos Musulmanes» se transforma en una auténtica organización independentista partidaria de un Estado teocrático. En Asia progresa el comunismo en China (en 1934 se inició la «larga marcha») y en Indochina (Ho-Chi-Min), mientras que en Palestina se agrava la disputa por la tierra entre colonos judíos y palestinos.
Es indudable que la crisis económica actuó como elemento decisivo del cambio político operado en todo el mundo durante los años treinta, pero más que una transformación política en términos estrictos, propició una profunda mutación en el capitalismo, pues incremento la intervención del Estado en la economía, produjo un cambio sustancial en la forma de entender el sistema económico (teorías de J. M. Keynes), acentuó la competencia entre los Estados y alentó los movimientos anticolonialistas. De lo que no hubo duda es de que el capitalismo liberal decimonónico había quedado profundamente afectado y en particular, como demostró Keynes, la fe en la capacidad reguladora del mercado.