2.3. La intervención norteamericana y el final de la guerra

En el primer trimestre de 1917, en tan sólo dieciséis días, la guerra experimentó un cambio sustancial como consecuencia de dos acontecimientos independientes entre sí: la abdicación el 15 de marzo del zar Nicolás II, inicio de una transformación radical en Rusia, y la declaración de guerra de Estados Unidos a Alemania el 2 de abril. Ambos acontecimientos marcaron de acuerdo con la denominación de Pierre Renouvin «el momento crucial de la guerra» y pasaron a ser dos hechos decisivos del siglo XX.

La caída del zar suscitó inicialmente esperanzas en los países aliados. Por de pronto sirvió para disipar el temor de que para salvar su corona Nicolás II acabara accediendo a los ofrecimientos de una paz unilateral lanzados por Guillermo II en 1915 y 1916. También se pensó que el gobierno provisional conseguiría reavivar el patriotismo ruso y recomponer la capacidad militar de su ejército. Alimentó esta confianza la nota enviada a los aliados el 17 de marzo por Miliukov, nuevo ministro de Asuntos Exteriores, en la que prometía mantener con toda firmeza los compromisos derivados de la alianza. Pero Miliukov no recibió el apoyo unánime del Gobierno Provisional y mucho menos el del Soviet de Petrogrado, representante en este punto del sentimiento del pueblo ruso, el cual estaba completamente decidido a abandonar la guerra, tanto por el hastío producido por años de desastres militares y humanos, como por la activa propaganda pacifista de los socialdemócratas y de los «soviets». Es más, el nuevo gobierno constituido en mayo, sin la presencia de Miliukov declaró su deseo de llegar a una paz general «sin anexiones ni indemnizaciones, sobre la base del derecho de los pueblos a disponer de sí mismos». Por otra parte, nada cabía esperar ya del ejército, incapaz de cualquier acción de importancia a causa de la defección de muchos de sus mandos fieles al zar y de la constitución de «soviets» que establecieron una nueva forma de entender la relación entre los soldados y los oficiales.

Los primeros movimientos revolucionarios en Rusia resultaron, por tanto, un serio contratiempo para los planes militares de los aliados, convencidos enseguida de la imposibilidad de contar en lo sucesivo con el concurso de este país. Alemania, sin embargo, entendió de inmediato las ventajas de la nueva situación y las aprovechó para lograr la ansiada paz unilateral intentada durante los dos años anteriores. Consciente de que los socialdemócratas facilitarían este paso, los alemanes ofrecieron facilidades para el traslado de Lenin a Rusia desde su exilio de Suiza. Llegado a Petrogrado, el 16 de abril Lenin anunció su deseo de conseguir la paz inmediatamente y el gobierno alemán contestó una semana después ofreciendo un armisticio provisional, ayuda financiera para la reconstrucción de Rusia, la autonomía de Polonia y utilizando una fórmula vaga, la rectificación de fronteras en Lituania y Curlandia. Mientras en el seno del Gobierno Provisional ruso se discute la posibilidad de un acuerdo con Alemania, los bolcheviques no dudan de la necesidad de conseguir la paz y, una vez en el poder, firman con Alemania en Brest-Litovsk un armisticio (15 de diciembre de 1917), convertido unos meses más tarde en el tratado de Brest-Litovsk (3 de marzo de 1918), por el cual Rusia reconoce la independencia de sus antiguas «provincias» de Polonia, Finlandia, Curlandia, Estonia, Letonia, Lituania y Ucrania, cede a Turquía territorios del Cáucaso, se compromete a pagar una indemnización de guerra de 300 millones de rublos oro y reconoce el derechos de las tropas alemanas a ocupar provisionalmente la Rusia blanca como garantía de ejecución del tratado. El acuerdo ha sido oneroso para Rusia, que pierde más de sesenta millones de habitantes, el 25% del territorio del imperio zarista y más de la mitad de su potencial industrial, pero Lenin, decidido a conceder toda la prioridad a la revolución, lo considera una «retirada heroica», aunque ante el Congreso de los Soviets no ocultó su lado oscuro: «Sí, esta paz es una humillación inaudita para el poder soviético, pero no estamos en condiciones de forzar la historia».

No fue necesario esperar al tratado de Brest-Litovsk para que los acontecimientos políticos de Rusia alcanzaran gran repercusión entre la población europea occidental, cada vez más cansada de la guerra y con menos esperanzas en la victoria. El ejemplo de los bolcheviques impulsó manifestaciones en las principales capitales occidentales y dio bríos a la protesta de los socialistas, muy críticos hacia sus gobiernos. Las «uniones sagradas», que habían logrado sobrevivir a las conferencias de la II Internacional en 1915-1916, quedan ahora profundamente afectadas por la oleada pacifista y en todos los países contendientes comienza a acusarse la desmoralización. La campaña de 1916 había sido desastrosa para estos últimos, sobre todo por las pérdidas humanas: en el frente occidental habían sido superiores a las de Alemania y en el oriental habían muerto más de dos millones y medio de soldados. La población alemana, también afectada por la carnicería del frente, sufría como nunca la carencia de alimentos y de carbón, vital en aquel invierno especialmente frío, pero empleado por entero en la industria de guerra. Por su parte, a finales de 1916, los responsables militares de ambos bandos habían decidido poner en práctica una nueva estrategia ofensiva, una vez demostrado el fracaso de la «guerra de desgaste». Los aliados planearon un ataque de conjunto en el frente occidental, que tendría lugar en cuanto el tiempo invernal lo permitiera y Alemania renunció a la guerra por tierra, en la que desconfiaba, y se decidió por recrudecer la guerra submarina. Al iniciarse 1917, Alemania puso en práctica su plan, anunciando que todos los navíos mercantes, neutrales o no, que navegaran por las costas francesa y británica, por el Mediterráneo o por el Ártico quedaban expuestos a ser destruidos. La nueva táctica alemana provocó la intervención de Estados Unidos. 1917 resultó un año repleto de novedades espectaculares.

Las razones que impulsaron a Estados Unidos a abandonar la «estricta neutralidad» anunciada por Wilson en su Llamamiento al pueblo americano del 19 de agosto de 1914 han sido valoradas de distinta forma por los historiadores, aunque existe acuerdo en considerar como detonantes inmediatos la guerra submarina y el «telegrama Zimmermann». Hasta 1917, Wilson mantuvo formalmente la neutralidad, a pesar de su inclinación personal hacia las potencias de la Entente, actitud en la que coincidió con la mayoría del pueblo norteamericano. Como en todos los países neutrales, en Estados Unidos existió desde el comienzo de la guerra división de opiniones, tal vez más acentuada que en otros lugares dada la variada procedencia europea de su población, pero prevaleció la simpatía hacia la Entente debido a la unidad cultural con el Reino Unido y a la admiración general hacia Francia, de cuya ayuda a la causa independentista americana permanecía vivo el recuerdo. La neutralidad resultó muy positiva para la economía norteamericana, sumida en 1914 en un proceso de recesión del que salió en los años sucesivos gracias a la creciente demanda de municiones, alimentos y materias primas por parte de las potencias beligerantes. A causa del bloqueo británico, esta relación comercial fue especialmente intensa con las potencias de la Entente, que pagaron las compras con préstamos concedidos por la banca norteamericana. En el transcurso de la guerra, por tanto, la relación económica de Estados Unidos con Francia y el Reino Unido se fue fortaleciendo. Por otra parte, la información sobre el curso de la guerra llegaba a Norteamérica a través de los órganos de comunicación de la Entente, pues los periódicos de Estados Unidos carecían de corresponsales en los frentes y el Reino Unido consiguió cortar la comunicación con radio entre Estados Unidos y Alemania. La impresión dominante entre los ciudadanos norteamericanos, incluso a comienzos de 1917, cuando la Entente pasó por una situación muy delicada, fue siempre que la guerra estaba siendo desfavorable para los imperios centrales. Esta imagen fue fortalecida por la propaganda británica, realizada de forma eficaz a través de una Oficina de Propaganda Bélica en la que colaboraron notorios escritores como Joseph Conrad, R. Kipling o A. Conan Doyle. Las beneficiosas consecuencias económicas de la guerra confirmaron la conveniencia de mantener la neutralidad y por eso todos los candidatos a la presidencia se acogieron a este principio en la campaña electoral de 1916, en que fue reelegido Wilson por un estrecho margen.

En 1916 nada aconsejaba la intervención de Estados Unidos en la guerra, a pesar de los serios percances diplomáticos provocados por las acciones de los submarinos alemanes. Los ataques perpetrados en 1915 a los buques «Lusitania» y «Arabic», saldados con la muerte de varios ciudadanos norteamericanos, empeoraron las relaciones con Alemania, pero Wilson consiguió evitar el enfrentamiento arrancando al «Reich» la promesa del cese de estas operaciones. En realidad, las promesas no se cumplieron y cada vez se incrementaron las dificultades para la marina mercante norteamericana. La tensión alcanzó nueva intensidad el 24 de marzo de 1916, al resultar heridos algunos ciudadanos americanos del vapor de pasajeros francés «Sussex», hundido por un submarino alemán (luego se demostró que a causa de un error). Por razones de prestigio y bajo presión de la opinión pública interior, Wilson envió a Alemania una especie de ultimátum, anunciando la ruptura de relaciones diplomáticas si no cesaba la guerra submarina. Una vez más, Alemania hizo promesas tranquilizadoras, pero todo quedó sin efecto a partir del 31 de enero del año siguiente, tras el anuncio oficial del recrudecimiento de la guerra submarina. Todavía intentó Wilson mantener la neutralidad e instó a Alemania a reconsiderar su postura, pero resultó inútil: el 26 de febrero el Laconia fue torpedeado y murieron dos mujeres norteamericanas. Tres días después, el gobierno de Estados Unidos publicó un telegrama del ministro alemán de Asuntos Exteriores, Zimmermann, a su representante en México, en el que se prometía a este país determinadas compensaciones territoriales (Texas, Arizona y Nuevo México) si se situaba al lado de los Imperios centrales en caso de que Estados Unidos entrara en la guerra. La noticia afectó profundamente a la opinión pública norteamericana, pues coincidió con un momento de descontento general provocado por la acumulación de mercancías en los puertos norteamericanos debido al temor de los armadores a sacar sus barcos. Crecieron, por tanto, los partidarios de la guerra contra Alemania y como en días sucesivos fueron hundidos varios buques norteamericanos, Wilson se decidió a presentar al Congreso la declaración de guerra (2 de abril), la cual fue aprobada por mayoría cuatro días después.

La historiografía actual considera que la tensión provocada por la guerra submarina fue el factor determinante y la causa inmediata de la intervención norteamericana, y reduce la incidencia de otros factores aducidos por los enemigos políticos de Wilson (la guerra submarina, según éstos, fue una simple excusa, pero no la razón para declarar la guerra a Alemania) y difundidos en los años sesenta por los historiadores de la «nueva izquierda». Basados éstos en la necesidad expansiva de Estados Unidos tras la finalización de la conquista del Oeste (la «teoría de la frontera») explicaron el intervencionismo exterior, antes y durante la Guerra Mundial, por el deseo de conseguir nuevos mercados y de asegurar el control financiero sobre las potencias europeas. De acuerdo con este argumento, en 1917 lo que realmente movió a los norteamericanos a abandonar la neutralidad fue el deseo de garantizar la devolución de los préstamos efectuados a los países de la Entente, a los que se creía al borde de la derrota (Williams, 1962). No existen, sin embargo, pruebas de que la opinión norteamericana pensara de tal forma, debido a que sus canales de información eran favorables a la Entente. Tampoco se ha podido demostrar que los banqueros de Wall Street o los empresarios presionaran a Wilson a declarar la guerra, y, por otra parte, la devolución de los préstamos estaba asegurada incluso aunque los aliados hubieran perdido la guerra, pues se concertaron con garantías suficientes (Jones, 1996, 389).

La intervención norteamericana resultó decisiva para la Entente, pues tuvo lugar en un momento especialmente desfavorable para sus integrantes. La defección de Rusia y la parálisis en que se hallaban las tropas rumanas, cercadas por los alemanes, habían dejado inoperante el frente oriental y desbaratado el plan de lanzar grandes ofensivas simultáneas forjado por el mando aliado, dirigido ahora por el general francés Nivelle, sustituto de Joffre. Alemania, sin embargo, pudo desplazar un importante contingente de tropas al frente occidental, al tiempo que la guerra submarina comenzó a reportarle resultados satisfactorios. La situación, por tanto, se inclinaba a favor de los imperios centrales, pero la presencia de Estados Unidos ocasionó un cambio sustancial. La intervención norteamericana reportó a los países de la Entente cuatro importantes ventajas, de acuerdo con la sistematización ofrecida por Pierre Renouvin (1972, 75-76): ventaja naval, pues incremento considerablemente los medios de lucha contra la guerra submarina; ventaja económica, porque reforzó el bloqueo a los imperios centrales, facilitó el abastecimiento de los países de la Entente por buques de los neutrales y puso a disposición de la Entente el potencial marítimo de los países centro y sudamericanos que se unieron a la alianza; ventaja financiera, ya que el gobierno americano proporcionó a Francia y al Reino Unido los préstamos que anteriormente debían buscar en la banca privada; y ventaja moral, pues la opinión pública de los países aliados se sintió en una situación de superioridad tina vez que declaró el presidente Wilson que la intervención de Estados Unidos se realizaba sin intenciones de obtener compensaciones, sino con el deseo de defender los derechos de los neutrales y de combatir la voluntad alemana de dominio del mundo.

En el primer semestre de 1917, sin embargo, el concurso norteamericano sólo reportó beneficios morales. Su ejército no se incorporó al frente europeo hasta el comienzo del verano y todo siguió siendo desfavorable para los aliados, incluso se agravó la situación a causa de las pérdidas sufridas por la marina británica en la guerra submarina y del fracaso de la ofensiva terrestre lanzada en primavera por el mando unificado. Los ataques del ejército francés en Artois y en la zona del Aisne, los del británico en Flandes y los del italiano en el Carso no lograron romper las posiciones alemanas, a pesar de utilizar una nueva arma: los tanques, pero una vez más resultaron espectaculares las pérdidas humanas (sólo en la ofensiva del Chemin des Dames, en el Aisne, murieron 135 000 soldados aliados). Las consecuencias fueron inmediatas: Nivelle fue sustituido por Pétain como jefe del mando aliado, pero lo más sobresaliente fue el ambiente derrotista en el ejército francés, donde a las deserciones se unieron intentos de motines y un agravamiento espectacular de la indisciplina. La agitación de los soldados contra sus mandos contaba con el antecedente de lo sucedido en Rusia, pero en el transcurso de 1917 se generalizó a casi todos los ejércitos (en el verano, los marineros de los submarinos alemanes, hartos del trato vejatorio de que eran objeto y de la pésima alimentación, protagonizaron diversos actos de rebeldía contra sus oficiales, y en el otoño se produjeron deserciones masivas en el ejército italiano tras el desastre militar de Caporetto).

La agitación de los soldados tuvo su correlato en la retaguardia. En todas partes se suceden huelgas y manifestaciones. En Francia y el Reino Unido arrecian las protestas de los sindicatos por la contratación de mujeres y de personal no cualificado en sustitución de los obreros industriales asignados en años anteriores a las fábricas para incrementar la producción de material bélico destinado ahora masivamente al frente. En los imperios centrales son frecuentes las demandas de una paz inmediata y, en julio, tras varias revueltas provocadas por «Los Espartaquistas» en las ciudades y en la flota amarrada en Kiel, se aprueba en el «Reichstag» una moción reclamando la paz sin anexiones ni indemnizaciones. En el Reino Unido un grupo de significados conservadores se pronuncia a favor de la negociación con Alemania, y en Francia el radical Joseph Cailleux organiza un grupo de presión a favor de la paz. También la Iglesia Católica se une a la corriente pacifista y en agosto el papa Benedicto XV propone las bases para una paz sin vencedores ni vencidos. El propósito del papa es sincero y está motivado por el deseo de romper el aislamiento internacional del Vaticano durante el pontificado de Pío X (1903-1914), pero pesa también el propósito de tomar la delantera a los socialistas en la iniciativa de pacificación, pues han sido los miembros de la II Internacional quienes más han clamado por la paz desde el comienzo del conflicto (A. Yetano, 1993, 116).

La ofensiva pacifista de 1917 estuvo acompañada en todas partes por la negativa a apoyar al gobierno por parte de los socialistas y de las fuerzas políticas progresistas, a las que se unieron a veces corrientes de carácter conservador. En todos los países se produjeron crisis gubernamentales, resueltas mediante la formación de nuevos gabinetes dotados de amplios poderes para dirigir todo el esfuerzo nacional hacia el único objetivo de ganar la guerra, sin preocuparse en exceso de la garantía de los derechos democráticos. El cambio resultó especialmente apreciable en Alemania. El SPD, el Partido Progresista y el «Zentrum», que constituían la mayoría en el «Reichstag», formaron en julio un comité permanente que reclamó una paz de compromiso y negó su apoyo al canciller Bethmann-Holweg, al cual, a su vez, los conservadores prusianos y los militares acusaron de derrotista. De esta forma se rompió la unión de todas las fuerzas políticas en torno al emperador y al gobierno surgida en 1914. La crisis fue aprovechada por los militares, los propietarios agrícolas, los industriales proveedores de armamento y los burócratas, es decir, los más beneficiados por la guerra, para imponer plenamente su poder. Aunque el emperador nombró canciller primero al dócil funcionario Michaelis y tres meses después al anciano Hertling, quienes realmente dirigieron Alemania con plenos poderes fueron los jefes del Gran Cuartel General del ejército: Hindenburg y Ludendorff, dando lugar a una situación política que ha sido calificada como «la dictadura del estado mayor».

También en Francia el gobierno fue objetado por parte de las fuerzas de izquierdas y por los nacionalistas de extrema derecha de «Action Francaise». A la dimisión del gabinete presidido desde 1915 por el socialista independiente Aristide Briand siguió una confusa situación política, con varias crisis gubernamentales, que puso fin a la union sacrée. En noviembre accedió al poder Georges Clemenceau, dispuesto a llevar a Francia a la victoria. Clemenceau gobernó por decreto con una autoridad excepcional y aunque, como ha puntualizado J. M. Mayeur (1984, 248), nunca pensó en solicitar «plenos poderes», controló perfectamente, a veces mediante la fuerza, la oposición de los partidos más críticos y la vida parlamentaria decayó notablemente. Sin embargo, contó con el apoyo de la opinión pública, convencida de que la única salida a la guerra era la victoria. La crisis institucional fue más acusada en Italia, debido a la humillante derrota de Caporetto (octubre de 1917), donde a las cuantiosas pérdidas humanas y materiales se añadió un retroceso de las posiciones italianas de más de doscientos kilómetros. Esto acentuó el enfrentamiento entre el gobierno y los militares, quienes lo acusaron de debilidad frente a los «derrotistas» (el Partido Socialista) y al Vaticano (los generales acogieron con especial disgusto la proclama de Benedicto XV a favor de la paz y algunos hablaron de «colgar al papa»). Aunque Orlando, el nuevo presidente del ejecutivo, intentó imponer su autoridad, no consiguió restablecer la reputación de la clase dirigente y de las instituciones liberales. En el Reino Unido, la principal oposición al «premier» Lloyd George provino de los sindicatos, a causa de la movilización de obreros, pero tras varias negociaciones y cesiones por parte del gobierno (entre otras, el reconocimiento en enero de 1918 del voto a las mujeres), se solventó la situación sin grandes problemas políticos.

En diciembre de 1917 cesaron los problemas para los imperios centrales en el frente oriental tras la firma de los armisticios de Foczani con Rumanía (día 9) y de Brest-Litovsk con Rusia (día 15). Alemania creyó llegado el momento de hacer realidad su viejo proyecto de crear un amplio espacio económico en el centro de Europa que comprendiera a todos los países germánicos (Mitteleuropa). Esto confirmaría el dominio del «Reich» sobre Europa oriental, incluyendo al decadente Imperio austro-húngaro, profundamente debilitado a la sazón a causa de la disgregación de los pueblos que lo integraban, y resultaba de gran utilidad en aquella coyuntura, pues solventaría los problemas económicos causados por el bloqueo británico y permitiría concentrar el grueso del ejército en el frente occidental. El apoyo entusiasta de los industriales germanos y de los propietarios agrarios prusianos a estos planteamientos reforzó políticamente al alto mando militar, aunque ello no evitó que en el mes de febrero se produjera por toda Alemania una importante oleada de huelgas provocadas por las dificultades en la vida cotidiana, signo manifiesto de que la fortaleza del «Reich» era relativa. Consciente de ello, el estado mayor concentró el grueso de sus tropas en el frente occidental, pero no planeó una gran ofensiva inmediata, sino varias operaciones destinadas a romper la resistencia aliada. Entre marzo y junio de 1918, Ludendorff lanzó con éxito varios ataques a los aliados en Picardía, Flandes y Lorena, situando a sus tropas a menos de cien kilómetros de París. Aunque el ejército austríaco no fue capaz de romper la resistencia ofrecida por el general Armando Díaz en el Piave, al Norte de Venecia, a principios de julio los alemanes creen posible la victoria militar y preparan un ataque en Champaña que se piensa será el preludio de la gran operación final.

Los cálculos optimistas de los alemanes quedaron desbaratados por el cambio táctico que tiene lugar, por estas fechas, en el ejército aliado. Desde el comienzo de la guerra había reinado la descoordinación entre las fuerzas británicas y francesas, a causa de los diferentes intereses políticos, las distintas ideas sobre sus respectivos cometidos militares y el choque entre sus mandos. Mientras los comandantes supremos de la fuerza aliada, siempre generales franceses (Joseph Joffre, Robert Nivelle y Philippe Pétain, sucesivamente) consideraron la defensa de París como el objetivo militar fundamental, los mandos del ejército británico (John French y Douglas Haig) dirigieron sus esfuerzos a la defensa de los puertos del Canal de la Mancha. Tales divergencias habían restado operatividad y causado un considerable desorden militar (W Philpott, 1995). Esta situación cambió radicalmente a partir del nombramiento, en marzo de 1918, del mariscal Ferdinand Foch como comandante supremo de las fuerzas aliadas. Foch logró la plena coordinación de ambos ejércitos y, tras contener el ataque alemán, el 15 de julio lanzó una contraofensiva al Sur del Marne, de la que salió victorioso. Esta «Segunda Batalla del Marne» alteró el signo de las operaciones militares de 1918. Desde ese momento, el ejército aliado cambió la actitud defensiva mantenida hasta ahora por otra de signo contrario y a partir de septiembre, contando con la participación activa del norteamericano, que por primera vez asume por su cuenta determinadas operaciones, va rompiendo paulatinamente el frente alemán y avanza victorioso hacia el Mosela. A finales de octubre el ejército alemán está virtualmente batido en el frente occidental y los italianos se imponen a los austríacos en Vittorio Veneto. La victoria de los aliados es un hecho, como también lo es que en este último momento de la guerra ha sido patente la diferencia de fuerzas: los alemanes enfrentaron 181 divisiones de soldados mal alimentados a las 212 de los aliados, de las cuales 102 eran francesas, 60 británicas, 31 norteamericanas y varias otras de distintas nacionalidades (belgas, polacas, portuguesas, italianas y checas).

En contraste con las grandes expectativas abiertas durante el verano, el otoño de 1918 resulta desastroso para los imperios centrales. El 29 de septiembre, Bulgaria había pedido el armisticio, en octubre se desmorona el Imperio austro-húngaro (el 14 se declaran independientes los checos, el 29 los croatas y los eslovacos, y previamente, el día 17, el emperador Carlos I había anunciado la transformación de la Monarquía Dual en una Confederación de Estados) y el Imperio otomano capitula el día 30 ante los británicos. En noviembre llega la hora de los armisticios definitivos: el día 3 entre Austria e Italia en Villa Giusti (queda disuelto el ejército austríaco y es obligado a entregar la mitad de su armamento) y el día 11 el franco-alemán en Rethondes. Varias semanas antes el estado mayor alemán se había convencido de la imposibilidad de continuar la guerra. Por este motivo y con el fin de salvarse de una derrota militar y evitar que los soldados aliados pisaran suelo alemán, Hindenburg y Ludendorff pidieron al gobierno y al káiser a veces con vehemente insistencia, según Renouvin que solicitaran un armisticio. Guillermo II trató de abrir negociaciones con el presidente de Estados Unidos, pero en contra de lo esperado por Alemania, Wilson contestó que el armisticio debía establecerse de tal forma que fuera imposible la reanudación de hostilidades por parte de Alemania y que únicamente negociaría la paz con «representantes del pueblo alemán» y no con «aquellos que hasta ahora fueron los jefes». El 9 de noviembre abdicó Guillermo II y a continuación se proclamó la República, con un gobierno presidido por el socialdemócrata Friedrich Ebert. El 11 de noviembre, en el bosque de Rethondes, próximo a Compiegne, a menos de un centenar de kilómetros de París, se firmó el armisticio. Los aliados, con Foch a la cabeza, pidieron el cese inmediato de las hostilidades y exigieron la evacuación de los territorios invadidos y la de Alsacia-Lorena, la orilla izquierda del Rhin, Mayenza, Coblenza y Colonia, el libre acceso por Danzig y el Vístula a los territorios de Europa oriental evacuados por los alemanes, la renuncia al tratado de Bucarest y de Brest-Litovsk, la restitución de los puertos del mar Negro y de los barcos rusos aprehendidos, la entrega de 5000 cañones, 25 000 ametralladoras, 3000 morteros y 1700 aviones, así como la de todos los submarinos y de los principales barcos de superficie. Bajo tales condiciones resultaba manifiesta la imposibilidad para Alemania de reanudar los combates en caso de desacuerdo con las condiciones de paz que habrían de negociarse a continuación. La derrota alemana no podía ser más patente, pero el ejército salvó, al menos formalmente, su honor y, en todo caso, no se produjo un completo desastre militar.

Como quedó demostrado de forma inmediata, la guerra no respondió al imaginario forjado en su inicio por las poblaciones y tampoco resolvió los problemas de 1914. Ninguna de las naciones contendientes había cumplido los objetivos anunciadas al entrar en la guerra, fundamentalmente porque en rigor no hubo otros que la defensa propia y la victoria. Quienes en 1914 pensaron que la guerra mitigaría los efectos negativos de la industrialización quedaron decepcionados, pues el desarrollo del conflicto los agravó de forma considerable. La guerra, por tanto, no aportó solución alguna, antes al contrario, resultó una auténtica catástrofe para las poblaciones implicadas. En este punto no cabe la menor duda: el resultado más tangible de la Primera Guerra Mundial fue la muerte y el incremento de las dificultades cotidianas. Aunque existe disparidad en las cifras, la guerra produjo directamente en torno a diez millones de muertos (los cálculos ofrecidos por distintos estudios oscilan entre algo más de ocho y trece millones) y más de veintiún millones de heridos, cifras a las que habría que añadir, para calibrar la catástrofe humana, el elevado número de mutilados y de enfermos crónicos y el acusado descenso de la natalidad. Alemania y Rusia sufrieron las mayores pérdidas humanas en el frente, cada una con aproximadamente dos millones de muertos, seguidas por Francia y Austria-Hungría, con más de un millón de muertos en cada caso. Japón ofrece la cifra más baja de fallecidos por el efecto directo de la guerra (en torno a 300), seguido por Montenegro, Grecia y Portugal, ninguno de los cuales superó las 10 000 pérdidas, aunque los efectivos humanos de los ejércitos de estos países fueron igualmente reducidos. En la guerra murió el 7 por mil de la población total de los países aliados, el 30 por mil de la de Alemania y el 19 por mil de la del Imperio austro-húngaro. La mortandad entre los soldados enviados al frente (en conjunto fueron movilizados más de 65 millones de personas) fue muy dispar. Algunos ejércitos sufrieron escasas pérdidas en comparación con lo que resultó la tónica general, pero otros quedaron casi aniquilados. De los más de cuatro millones de soldados norteamericanos, tan sólo en un año murieron 126 000 y 234 000 resultaron heridos, el ejército serbio perdió la cuarta parte de sus soldados y el rumano, que movilizó a un total de 750 000 hombres, contó 336 000 muertos y 120 000 heridos (J. M. Winter, 1986 y S. Everett, I, 1980).

La muerte no se limitó a las trincheras. Las operaciones militares, el hambre y las epidemias provocadas por la guerra ocasionaron pérdidas entre la población civil en un número jamás conocido en los conflictos bélicos anteriores. Se calcula que por este motivo murieron unas 570 000 personas en Francia y más de 740 000 en Alemania, cifras incrementadas notablemente en 1918 a causa de la gripe que asoló toda Europa. La catástrofe humana se amplía si tenemos en cuenta los movimientos masivos de población. Aproximadamente un millón de alemanes fueron obligados a trasladarse desde Polonia, los países bálticos y Alsacia-Lorena al territorio de la nueva república de Weimar, un número similar de griegos debieron abandonar los territorios de Asia Menor, unas 200 000 personas procedentes de los territorios vecinos se trasladaron a Bulgaria y lo propio hicieron unas 400 000 instaladas en Hungría. Europa central y oriental, pero sobre todo los países derrotados en la guerra, quedaron profundamente condicionados por los problemas de reinserción de estas masas de seres desarraigados, a las que debemos unir los miles de soldados vueltos del frente que hallaron, en todos los países, múltiples problemas para adaptarse a la paz.

Las destrucciones materiales fueron muy importantes en amplias zonas europeas que gozaron, hasta la guerra, de gran vitalidad económica, como el Norte y el Este de Italia, toda la fachada oriental de Francia y el conjunto de Bélgica. Como veremos en el capítulo siguiente, con el advenimiento de la paz coincidió una crisis económica generalizada que hizo insoportable la vida cotidiana para las capas menos pudientes de la sociedad europea, de ahí la fuerte agitación surgida inmediatamente en todos los países.

Europa salió de la guerra no sólo empobrecida, sino destrozada humana, material y mentalmente, mientras que Estados Unidos se fortaleció y lo mismo sucedió a otros países, como Japón y Canadá, todos los cuales, aunque implicados en el conflicto, se beneficiaron de la pérdida de capacidad competitiva internacional de las grandes potencias europeas. El desarrollo industrial y agrario de estos países creció a partir de ahora a un ritmo superior al experimentado con anterioridad y, por supuesto, al de las antaño potencias mundiales europeas. Este hecho, por sí mismo, marca una ruptura muy significativa con el tiempo anterior a la Gran Guerra. Pero no fue la única novedad. Otra de gran calado y enormes consecuencias en los años sucesivos fue la Revolución Bolchevique en Rusia. Tras la guerra, casi nada continuó siendo igual que antes. Un extraordinario científico y fino observador del siglo XX, John Kenneth Galbraith, ha escrito hace poco (1998, 23-24): «Estoy, convencido, al igual que muchas otras personas, de que el gran punto de inflexión de la historia económica moderna, el que ha marcado más que cualquier otro la era económica moderna, fue la Gran Guerra de 1914-1918… Además de destruir una estructura política y económica vigente durante largo tiempo, la guerra cambió la forma de las relaciones existentes entre las naciones grandes y pequeñas, entre las ricas y las empobrecidas. El cambio iniciado no fue claro ni decisivo, viniendo a continuación años de incoherencia económica y política. Con todo, no cabe duda alguna de que el cambio fue monumental. La Primera Guerra Mundial fue denominada con todo derecho la Gran Guerra, siendo la Segunda Guerra Mundial su última batalla». Los años 1914-1918 marcaron, sin duda, el comienzo de un nuevo tiempo y cada vez se afirma con mayor fuerza entre los historiadores la tendencia a datar en este momento el inicio real del siglo.