10.4. ¿Por qué fracasó la «perestroika»?

La pregunta que sirve de título a este epígrafe supone dar por sentado el fracaso de la «perestroika». No parece que esta premisa, por matizable que sea, pueda ser cuestionada seriamente, si tenemos en cuenta que la política de Gorbachov tenía por objeto la modernización y democratización del régimen soviético, y no su eliminación. En ese sentido, la desintegración política y territorial de la Unión Soviética puede interpretarse, en parte, como un efecto no calculado de la «perestroika» y, en parte, como el desenlace de un proceso de descomposición del sistema soviético que las reformas de Gorbachov no pudieron evitar. Volvemos así a la difícil cuestión de si la política reformista fue causa o consecuencia de la crisis del Estado soviético y de su imperio. Siempre podrá decirse, en todo caso, lo que un contemporáneo del español conde-duque de Olivares afirmó tres siglos antes en circunstancias muy parecidas el declive imparable de un Estado y un imperio-para justificar el fracaso de las reformas del conde-duque: «Es así que nos vamos acabando, pero en otras manos habríamos acabado más presto». Tal vez la «perestroika» no hizo más que alargar, por poco tiempo, la agonía de un enfermo terminal.

En última instancia, la reforma del sistema fracasó porque fue incapaz de generar el consenso necesario en torno al proyecto de crear unas estructuras económicas, políticas y territoriales que fueran al mismo tiempo más libres y más eficientes. No hay que descartar tampoco que ese proyecto modernizador resultara incompatible con la esencia misma del régimen. Sea como fuere, el estallido territorial de la Unión Soviética entre 1990 y 1992 fue sin duda la mayor expresión de ese fracaso, porque significaba la desintegración física del país y el retorno a las tensiones e incertidumbres que precedieron a la revolución bolchevique y a la posterior creación de la URSS en 1922. Es sabido que la unificación bajo el régimen comunista del conglomerado de territorios que formaban el antiguo Imperio zarista había sido uno de los mayores retos que tuvo que afrontar el Estado soviético, y que durante décadas fue incluida entre sus grandes logros. En 1924, poco después de la muerte de Lenin, Grigori Zinoviev, presidente del comité ejecutivo de la III Internacional, anunciaba que el problema nacional estaba ya definitivamente resuelto a falta de alguna cuestión de detalle. Casi medio siglo después, Breznev declaraba que la URSS había «resuelto plenamente la cuestión nacional» (cit. Laqueur, 1993, 407). A principios de los ochenta, Yuri Andropov, nada más ser nombrado secretario general del PCUS, se felicitó por los progresos que estaba realizando la conciencia nacional, aunque también reconoció que las diferencias nacionales durarían mucho más que las diferencias de clase. El propio Gorbachov, en su primera etapa, se apartó más de una vez de la línea autocrítica que le caracterizaba para mostrar una visión complaciente de las relaciones con las repúblicas soviéticas (Carrere d'Encausse, 1990, 24). La machacona insistencia de las autoridades de la URSS, a lo largo de toda su historia, en dar por resuelta la integración nacional puede ser el mejor síntoma de la existencia de un problema latente, que la propaganda oficial y los mecanismos autoritarios del sistema sólo habían conseguido camuflar.

No cabe duda de que las relaciones con los territorios periféricos había sido más fluida y equitativa que en tiempos del zarismo, y que la nativización korenisatsiya de la administración soviética, es decir, la incorporación de la población local a los órganos de gobierno de su propio territorio, se había revelado como un eficaz sistema de cohesión nacional, a pesar del notorio predominio de los rusos entre los cuadros dirigentes del Estado. En el ámbito económico, la relación entre Rusia y las repúblicas periféricas era manifiestamente favorable a estas últimas, que veían así recompensada su pertenencia a la Unión. Se intentó mantener también un cierto equilibrio entre la cultura rusa y la de aquellas repúblicas que tuvieran lengua propia, aunque la edición de libros en estas lenguas seguía, en los años setenta y ochenta, una tendencia declinante, sin que sea fácil determinar si era por falta de demanda o por desidia del sistema. El caso de los Estados bálticos, incorporados a la URSS por la fuerza en 1939-1940, muestra el otro lado de la política soviética en relación con las nacionalidades: el recurso a la imposición y a la violencia cuando se consideraba necesario.

De todas formas, en vísperas de la «perestroika», nada hacía presagiar una explosión secesionista como la que se produjo en torno a 1990. Pese a algunos casos aislados de reivindicación nacionalista, como los producidos en Armenia (1965) y Georgia (1978), la situación parecía globalmente satisfactoria teniendo en cuenta el abigarrado mosaico de etnias y territorios que constituía la URSS, si bien el grado de aceptación de ese modelo era muy variable. Que la pertenencia de los Estados bálticos Letonia, Estonia y Lituania, e incluso de Ucrania y Moldavia, a la Unión era fruto de la fuerza se demostró en cuanto la «perestroika» y el desbarajuste político de la última etapa de Gorbachov la caotización a la que alude C. Taibo brindaron a estas repúblicas la ocasión de dar rienda suelta a su nacionalismo.

Muy distinto era el caso de los territorios del Cáucaso y de Asia central, aunque las consecuencias fueron parecidas. Aquí los principales factores que jugaban contra la integración eran de índole religiosa y demográfica. Por un lado, estas repúblicas de mayoría musulmana no fueron inmunes a la expansión que el fundamentalismo islámico había experimentado en países tan próximos como Irán o Afganistán; por otro, la mayor tasa de natalidad de la población musulmana iba minando el tradicional predominio eslavo en el conjunto de la URSS y reforzaba en aquellas zonas la conciencia de una identidad diferenciada. Se calculaba que en el año 2000 una cuarta parte, como mínimo, de la población de la Unión Soviética sería musulmana y que la mitad de los soldados en filas procedería de una república islámica. Por lo pronto, en la república caucásica de Kazajstán en 1989 la etnia local superaba por primera vez a la población de origen ruso. Por entonces hacía ya tres años que habían estallado los primeros disturbios graves (Laqueur, 1993; Carrere d'Encausse, 1990). En muchas repúblicas soviéticas, pero especialmente en el Cáucaso, la quiebra del Estado y de sus resortes de poder trajo consigo la reaparición de viejos conflictos fronterizos e interétnicos que a menudo derivaron en cruentas guerras civiles. Por último, otras repúblicas de la Unión con poca o ninguna tradición nacionalista se sumaron por puro mimetismo a la tendencia centrífuga puesta en marcha a finales de los ochenta. En ocasiones, fueron los propios cuadros locales del PCUS los que abanderaron la apuesta secesionista como una forma de garantizar su supervivencia política personal ante la perspectiva de la descomposición del Estado soviético.

La política liberalizadora de Gorbachov puso al descubierto la frágil arquitectura que había ido conformando la Unión Soviética como mero agregado de pueblos y etnias. La supresión de los resortes autoritarios que apuntalaban el sistema provocó su desplome inmediato. Algo similar podría decirse de los efectos de la «perestroika» sobre la economía, si bien los problemas económicos de la era Breznev eran más evidentes que las tensiones derivadas de la llamada cuestión nacional. Sin embargo, la afirmación de que la quiebra del socialismo real había empezado a gestarse en 1960 (Hobsbawm, 1995, 253) es de muy difícil verificación, porque la URSS carecía, como ya se ha dicho, de una contabilidad plenamente fiable y porque el régimen soviético estaba acostumbrado a vivir por encima de sus posibilidades. Los análisis sobre la marcha de la economía soviética realizados en Occidente por ejemplo, por la CIA tendían igualmente a sobrevalorar la realidad, sea por el defecto de origen que entrañaba el manejo de fuentes oficiales de aquel país, sea por un interés político en inflar el peligro soviético. Por otra parte, la combinación de propaganda oficial e inercia del aparato productivo, dirigido con criterios burocráticos faltos muchas veces de racionalidad económica, podía borrar fácilmente el verdadero rastro de la economía soviética.

Dentro de ese amplio margen de incertidumbre, los cálculos que parecen más fiables, elaborados por el economista ruso G. I. Janin entre 1988 y 1991, indican una evolución declinante desde los años sesenta, tras una década fuertemente expansivo 1950-1960 en que la renta nacional había crecido una media del 7,2% anual, muy por encima de la tasa de los países occidentales, lo mismo que el PNB, como se vio en su momento. El ritmo de crecimiento de la renta nacional no dejó de disminuir a partir de entonces: 4,4% en 1960-1965, 4,1% en 1965-1970 y 3,2% en 19701975. A partir de este último año, esta variable quedó prácticamente estancada y en 1987 su evolución pasó a ser negativa (Castells, 1998b, 34). La caracterización del largo mandato de Breznev, iniciado en 1964, como la era del estancamiento es una simplificación un tanto arbitraria, pero parece respaldada por algunas evidencias, por lo menos para los últimos años. Cierto que, hasta mediados de los setenta, la economía soviética tuvo tasas de crecimiento muy estimables, comparadas con las de las principales economías occidentales. Pero si se toma como referencia su propia evolución en los años anteriores, se puede sacar la impresión de que el modelo de desarrollo soviético, que había dado resultados espectaculares en la década de los cincuenta, empezaba a ofrecer claros síntomas de agotamiento. Basado en la industrialización planificada y férreamente subordinado a los fines militares de la política soviética, aquel modelo de crecimiento había mostrado su eficacia en los años de la reconstrucción del país tras la Guerra Mundial y en el arranque de la Guerra Fría, pero una vez agotado su fuerte impulso inicial se convirtió en un pesado lastre para un desarrollo armónico y sostenido de la economía soviética. El rearme impuesto por la agresiva política «reaganiana» de principios de los ochenta no pudo llegar en peor momento. La consecuencia de todo ello fue que, como afirma Ronald Powaski, la economía soviética ya no daba abasto para sostener al imperio soviético (2000, 369).

Pero el punto de inflexión habría que situarlo a mediados de los años setenta, con el comienzo de la primera crisis del petróleo, a pesar de que la URSS, como país rico en recursos energéticos, se vio libre de sus consecuencias más negativas. El contraste entre su, a simple vista, boyante economía, y las tribulaciones de los países occidentales dependientes del petróleo y azotados por la inflación y el desempleo sólo podía beneficiar a la imagen de la URSS ante el mundo y ante su propio pueblo. Es muy posible, sin embargo, que este escenario propicio y la perspectiva de rentabilizar su favorable posición en el mercado energético contribuyeran a retrasar aún más las reformas estructurales que requería la economía soviética. De ahí que la URSS, a diferencia de los países capitalistas, no llegara a afrontar seriamente el gran reto de la crisis de los setenta: la revolución de las tecnologías de la información.

El sistema político y económico vigente en la Unión Soviética, lastrado por su extrema rigidez burocrática y por una actitud autista ante el mundo exterior y ante su propia realidad, era especialmente refractario a los cambios tecnológicos que se estaban produciendo en el ámbito de la comunicación desde mediados de los setenta. Cierta inercia, muy presente en el funcionamiento general del país, llevaba a la economía soviética a perseguir objetivos trasnochados con resultados tan sorprendentes como engañosos. En plena década de los ochenta, la industria soviética superaba claramente a Estados Unidos al menos, según las cifras oficiales en la producción de bienes básicos como acero (80% más que Estados Unidos), cemento (78%), petróleo (42%), fertilizantes (55%) o tractores (cinco veces más). La URSS parecía, pues, haber cumplido con creces la predicción formulada por Kruschef en 1961: que en el plazo de dos décadas su país produciría más bienes industriales que su gran rival. El problema era saber hasta qué punto la Unión Soviética necesitaba, veinte años después, tales productos y en esas magnitudes. Su particular forma de entender la economía como una carrera deportiva, típica de la planificación y de la obsesión industrialista de los planes quinquenales, tenía, entre otros inconvenientes, el de subordinar el ritmo de actividad del aparato productivo y las necesidades reales del país a unos plazos y unos objetivos político-propagandísticos que podían quedar obsoletos y resultar contraproducentes. Así, cuando a mediados de los setenta estalló en Occidente la crisis económica y la revolución de las nuevas tecnologías, los dirigentes soviéticos no sintieron la necesidad ni tuvieron la flexibilidad precisas para cambiar sus prioridades y adaptarse al nuevo contexto histórico.

Hay, además, una razón estrictamente política para entender por qué, en palabras de Manuel Castells, «la Unión Soviética perdió el tren de la revolución de las tecnologías de la información, y con él, seguramente, el tren de la historia». Todo lo relativo a la difusión de las ideas y a la comunicación, en general, estaba sometido a un severo control político para evitar la acción subversiva de los enemigos del sistema. Las normas para el uso del fax, del télex y del teléfono para llamadas a larga distancia eran sumamente estrictas. Sobre las simples máquinas de escribir existía en los países del socialismo real una férrea fiscalización, como pudo comprobar en los años sesenta el entonces dirigente comunista español Jordi Solé Tura, cuando pretendió comprarse una máquina de escribir portátil en una tienda de Praga. Cuenta en sus memorias, que su condición de comunista y sus contactos políticos al más alto nivel no le bastaron para evitar los engorrosos trámites que le fueron requeridos y que le llevaron finalmente a desistir de su empeño. En el caso de las fotocopiadores, el control llegaba a extremos inauditos. En la URSS, para fotocopiar un texto, se requerían dos firmas si estaba escrito en ruso, y tres en caso de estar redactado en una lengua extranjera. Es fácil imaginar los efectos que esta desconfianza hacia los medios más elementales de comunicación tendría sobre aquellos que surgieron a partir de la revolución tecnológica de los años setenta. La sola idea del ordenador personal resultaba subversiva. El rechazo que los gestores del Estado soviético experimentaban ante las nuevas tecnologías provocaría graves disfunciones en sectores clave del aparato productivo del país e incluso en un área prioritaria como era la industria militar. En 1990, la industria informática soviética acumulaba un retraso de veinte años respecto a la norteamericana o la japonesa.

Así pues, entre las razones estructurales que motivaron el derrumbe de la Unión Soviética figura en un lugar destacado la radical incompatibilidad entre el sentido abierto y globalizador de las nuevas tecnologías, pieza básica para la adaptación de cualquier economía al marco histórico del fin de siglo, y el carácter hermético y totalitario del Estado soviético. La supervivencia de este último peligraba tanto si se imponía su natural propensión al inmovilismo como si el instinto de conservación le llevaba a incorporar ciertas dosis de libertad y modernidad, que inexorablemente entrarían en conflicto con la propia naturaleza del comunismo soviético. No carecía de sentido, por tanto, el propósito de los gestores del Estado de blindar la URSS frente a los posibles efectos disolventes del mundo exterior. Mijaíl Gorbachov reconoció después de dejar el poder que su conciencia reformista surgió, en sus tiempos de secretario del partido en Sebastopol, de la lectura de estudios realizados en Occidente sobre la situación de la Unión Soviética y que circulaban, traducidos al ruso, en ediciones restringidas «sólo para uso oficial» en tiradas de doscientos o trescientos ejemplares (Laqueur, 1993, 414).

La campana de cristal en la que había vivido la Unión Soviética durante décadas tenía los días contados. Cuando la glasnost permitió una cierta ventilación del interior del sistema, se cumplió el temor que había marcado durante generaciones la conducta de la «nomenklatura» soviética: que el llamado socialismo real no pudiera resistir el contacto directo con la realidad exterior. No era tanto el fin del comunismo como el de la particular versión estatista y totalitaria que se fue moldeando a partir de 1917 en lo que había sido el Imperio zarista, del que heredó algunas de sus peores perversiones. La comparación entre la política reformista de Gorbachov y la trayectoria de la República Popular China a partir de aquellos años aporta también alguna enseñanza provechosa. Por lo pronto, el caso de la China posmaoísta, que veremos en el capítulo siguiente, demuestra que el comunismo no era un régimen forzosamente irreformable, siempre y cuando las reformas económicas fueran por delante de las reformas políticas y los resortes del poder, convenientemente preservados, sirvieran para reforzar el control sobre la población en un momento especialmente crítico por el alto coste social que tendrían los cambios económicos. Lo que resultó inviable fue una liberalización como la que se ensayó en la Unión Soviética, que dejaba el sistema inerme antes de haberío reformado.

Definida muchas veces como una revolución desde arriba, la «perestroika» tuvo que reformar el Estado actuando a menudo contra la extensa red de intereses y clientelas tejida en torno a él, sin contar a cambio con una base social que respaldara la política reformista frente a sus poderosos enemigos. De esta forma, pudieron aflorar libremente las tensiones contenidas durante largos años en los países del Este, en las repúblicas periféricas, en la población soviética, en el aparato productivo y el descontento tanto de aquellos que reclamaban la total liquidación del régimen como el de quienes pretendían conservar sus posiciones de privilegio en la estructura burocrática del Estado. Quedaban por ver los efectos balsámicos que el desarme pudiera tener sobre su economía, pero mientras la reasignación de recursos requería tiempo y estaba sujeta a decisiones políticas muy arriesgadas, el giro de la política exterior soviética y la reducción del presupuesto de defensa tuvieron un impacto inmediato en el complejo militar-industrial, convertido en un peligroso elemento de desestabilización política. Al final, la confluencia devastadora de las dos tendencias antagónicas, representadas por los más radicales y los más conservadores, coincidentes en su oposición a la «perestroika», dio al traste no sólo con la política reformista de Gorbachov, sino con toda posibilidad de supervivencia de un Estado plurinacional y multiétnico en el antiguo territorio de la Unión Soviética.

La experiencia histórica emprendida en Rusia en 1917 había demostrado que, contra las previsiones de Marx, era posible pasar de una economía atrasada y, en muchos sentidos, precapitalista a un régimen socialista capaz de impulsar la modernización y la industrialización que el débil capitalismo ruso apenas había iniciado. Hubo un momento en el que los frutos de esa transformación parecieron impresionantes. Durante mucho tiempo, el comunismo soviético fue considerado, por amigos y enemigos, un sistema sólidamente asentado, inmune a los caprichosos avatares de la economía capitalista y más estable que muchas democracias del llamado mundo libre. Todavía en vísperas de la caída del comunismo, algunos historiadores occidentales, como Paul Kennedy en un libro publicado en 1987 (The Rise and Fall of the Great Powers), veían más próximo el derrumbe del imperio americano que el fin de la Unión Soviética. La realidad, sin embargo, era muy distinta. Setenta años después de la Revolución de octubre, la nueva transición pretendida por la «perestroika», retornando el hilo extraviado del socialismo democrático y la economía de mercado, aparecía plagada de incertidumbres. Un viejo chascarrillo ruso, recordado por el historiador T G. Ash a este propósito, sirve para ilustrar el problema histórico que planteaba esta especie de transición al revés del comunismo a la democracia y al capitalismo: «Sabemos que puedes convertir un acuario en una sopa de pescado; la pregunta es si puedes volver a convertir la sopa de pescado en un acuario» (Ash, 2000, 54).