5.1. El fin de la seguridad colectiva. Las crisis internacionales
La crisis económica y los importantes cambios políticos ocurridos en Europa en los años treinta desbarataron las esperanzas forjadas en la década anterior en el inicio de una nueva era en las relaciones internacionales basada en el concepto de «seguridad colectiva» y en el abandono de la guerra como medio para resolver las diferencias. Como se ha visto en el capítulo tercero, ya antes de 1929 se habían puesto muchas trabas al desarme y a la Sociedad de Naciones, los dos pilares fundamentales en que se sustentaban tales esperanzas, pero desde el inicio mismo de la década siguiente se disiparon todas las dudas al respecto. La crisis económica había derrumbado el sistema de pagos de las reparaciones y de las deudas de guerra, hecho que como ha resaltado R. Miralles, 1996,189 tuvo de inmediato consecuencias perturbadoras en las relaciones internacionales; pero lo que marcó de forma decisiva el cambio de coyuntura fueron dos acontecimientos: la ocupación de Manchuria por Japón y la llegada de Hitler al poder (Lamb y Tarling, 2001, 92). Tanto por su potencialidad desestabilizadora, como por las áreas geográficas afectadas, ambas muy conflictivas en los últimos tiempos, estos dos hechos constituyen sin duda el inicio de la cascada de conflictos que condujo de nuevo a la Guerra Mundial.
Bajo el pretexto de un incidente menor (un atentado contra la vía férrea al Sur de Manchuria, línea administrada por Japón), el ejército nipón ocupó en septiembre de 1931 la provincia china de Manchuria y la convirtió a comienzos del año siguiente en un Estado teóricamente independiente, denominado Manchukuo, a cuyo frente colocó a Pu-yi, el último emperador chino, depuesto en 1911. La Sociedad de Naciones condenó la acción, pero no decretó sanción alguna y Japón prosiguió su expansión imperialista al Norte de China con la ocupación de territorios que colocó bajo su «protectorado». Esta situación fomentó el nacionalismo extremista en Japón y favoreció la influencia del ejército en la política del país, orientada, por una parte, hacia la formación de un gran imperio en Extremo Oriente (empresa que contó con un amplio apoyo popular y de los medios religiosos) y, en el interior, hacia la constitución de un sistema totalitario en el que se suprimieron las libertades individuales, sindicales y culturales y se desarrolló una intensa propaganda a favor de una ideología racista y anticomunista visceral. En febrero de 1936, un golpe de mano protagonizado por el ala más extremista del ejército (los «Jóvenes Oficiales»), resuelto con el asesinato de importantes personalidades políticas, acentuó el carácter totalitario del régimen y eliminó toda disidencia. De esta forma se consolidó un sistema que algunos califican como el «fascismo nipón» y otros como una «dictadura sin dictador», pues hasta 1940 no hubo ni culto al «jefe» (no se alteró la consideración hacia la figura del emperador) ni partido único (J. Gravereau, 1993, 66-71).
El imperialismo japonés alteró las relaciones internacionales en Asia oriental y lo propio ocurrió en Europa con la llegada de Hitler al poder. Pocos acontecimientos en la historia han tenido consecuencias internacionales comparables, ha escrito J. B. Duroselle, quien en su estudio sobre la diplomacia del siglo califica al período de 1933-1945 como «la época de Hitler». Las democracias occidentales no se apercibieron sino poco a poco del cambio que supuso Hitler, de ahí los titubeos en la política internacional, pero desde el primer momento era evidente que el nuevo canciller alemán estaba dispuesto a poner en práctica las líneas de actuación expuestas en su libro «Mi Lucha», que, por tanto, no eran desconocidas. Se trataba, en primer lugar, de superar las trabas impuestas a Alemania por el «diktat de Versalles» (limitación de armamentos y desmilitarización de Renania), reunir, a continuación, en torno al «Reich» a las poblaciones alemanas, comenzando por la austríaca y, en una tercera fase, conquistar en el Este de Europa el espacio vital necesario para la expansión de la raza superior («Lebensraum»). Este programa implicaba canalizar hacia la preparación de la guerra todo el esfuerzo de la política y la economía alemanas, así como la negación de los derechos de los pueblos, de la misma forma que en política interior Hitler prescindía de los de los ciudadanos alemanes.
Al menos desde 1933, los síntomas de un cambio sustancial en el sistema de relaciones internacionales eran más que patentes y, sin embargo, no todos los responsables políticos lo vieron así, de modo que durante un tiempo algunos todavía mantuvieron el optimismo. Se fundaban en las declaraciones tranquilizadoras iniciales de Hitler sobre el mantenimiento de la paz en Europa y su deseo de resolver los problemas creados por Versalles mediante la negociación, en la disposición de Mussolini a proseguir las conferencias internacionales sobre seguridad y en la aparente apertura de la Unión Soviética a colaborar con los países occidentales y con la Sociedad de Naciones. En 1932 la URSS restableció relaciones comerciales con Estados Unidos, dos años después ingresó en la Sociedad de Naciones y, tras complejas negociaciones, en 1935 firmó sendos acuerdos de ayuda mutua con Francia y con Checoslovaquia. Por otra parte, en abril de 1935, el «premier» británico MacDonald, Mussolini y el ministro de exteriores francés, Laval, reunidos en Stresa (Norte de Italia), reafirmaron su fidelidad al Tratado de Locarno y su disposición a defender la independencia de Austria. Aunque fracasaron los intentos ensayados en 1932-1933 para llegar a un acuerdo sobre el desarme, se siguió confiando en la acción diplomática y se creyó que en último término sería posible concertar una firme acción diplomática capaz de controlar a Hitler.
Dos hechos contradijeron las apreciaciones optimistas. El primero fue el acuerdo naval anglo-germano de junio de 1935, según el cual Alemania podía construir barcos hasta llegar a un tercio del tonelaje de la flota británica y, previa notificación, al 1 00% de submarinos. El segundo fue la guerra de Abisinia, iniciada ese mismo año unos meses más tarde. Francia recibió con sumo desagrado el acuerdo anglo-germano y no ahorró críticas a la actitud de la «pérfida Albión», como expresamente se dijo, alegando que el objetivo británico no era tanto detener las ambiciones de Hitler como debilitar a Francia. La guerra de Abisinia, por otra parte, puso al descubierto la escasa sinceridad de Mussolini al declarar su aceptación de las vías diplomáticas y forzó a la Sociedad de Naciones a considerar a Italia país agresor. La conflictividad internacional de 1936 dejó bien sentado que el principio de «seguridad colectiva» carecía de toda operatividad.
En marzo de ese año, Alemania denunció los acuerdos de Locarno y ocupó Renania; en mayo, los ejércitos italianos, haciendo caso omiso de las condenas de la Sociedad de Naciones, se apoderaron de la capital de Etiopía, Addis Abeba, certificando de esta forma el fracaso total del organismo internacional como instrumento político; en julio, la Guerra Civil española dividió a Europa, hecho corroborado en octubre siguiente con la constitución del eje Roma-Berlín, que sancionó la rivalidad entre países «desposeídos» y «poseedores» y dibujó lo que más tarde serían los dos bloques contendientes en la Guerra Mundial. El año finalizó con sendos acuerdos de Alemania con Japón y con Italia para luchar contra el comunismo (el «Pacto Anti-Komintern»). Todos estos hechos demostraron la ineficacia de la Sociedad de Naciones, la voluntad decidida de Alemania de revisar el orden europeo y los conceptos diplomáticos establecidos tras la Primera Guerra Mundial, la constitución de un bloque sólido de las tres potencias ultranacionalistas (Alemania, Italia y Japón) y la ausencia de reflejos por parte de las democracias occidentales.
Mientras se iba demostrando, cada vez con más claridad, que Hitler no estaba dispuesto a renunciar a sus ideas en materia exterior, las democracias occidentales estuvieron más atentas a los problemas interiores y a salvaguardar sus propios intereses internacionales que a contener los desmanes de Hitler, por más que todos coincidieran en calificar así cada una de las actuaciones alemanas. La división en torno a esta cuestión en la opinión pública y en los medios políticos fue general y en Francia, en particular, resultó especialmente agrio e inacabable el debate entre la izquierda y las fuerzas de la derecha, como quedó de manifiesto a propósito de la guerra de España. El Reino Unido, más inclinado hacia su imperio que a Europa, no se consideró especialmente concernido en ciertos asuntos del continente y mantuvo su vieja teoría del «equilibrio de poderes». Así pues, la línea política que se impuso en este país fue la del «apaciguamiento» («appeasement»), consistente en colocar el imperio como interés primordial, no comprometerse en exceso en los conflictos de los Estados europeos, evitar el fortalecimiento excesivo de Francia y alejar, mediante los acuerdos pertinentes, la posibilidad de una agresión de Alemania a los intereses británicos. En Estados Unidos la opinión pública era tan reacia a una nueva guerra como en los otros países democráticos y, como en el resto, las fuerzas políticas estuvieron divididas. Unos se declararon «aislacionistas» y limitaban el ámbito de actuación de Estados Unidos al continente americano, de acuerdo con la línea interpretativa de la «doctrina Monroe». Otros, llamados «internacionalistas» (con el presidente Roosevelt a su cabeza) consideraban que el interés nacional del país era un precipitado del conjunto de condiciones económicas, estratégico-militares y de ciertos ideales democráticos mundiales que había que salvaguardar, pero no eran partidarios de la intervención política en Europa, aunque rechazaban todo aislamiento económico. Por otra parte, la Unión Soviética, obsesionada por su propia seguridad, estaba dispuesta a concluir pactos de no agresión con todas las potencias y a agudizar, en la medida de lo posible, las tensiones entre los «países imperialistas», con la esperanza de que Alemania debilitara a este bloque (A. Hillgruber, 1995, 1819).
Hitler interpretó con acierto que la contraposición de intereses mutuos entre las democracias occidentales dificultaría su unidad (una clave fundamental en este sentido se la había proporcionado la declaración de «No Intervención» de Francia y el Reino Unido en la guerra de España) y constató, al mismo tiempo, lo fácil que resultaba a Alemania llegar a acuerdos firmes con Japón y con Italia. En lo relativo a Italia, la única contrapartida consistía en renunciar a la incorporación del Sur del Tirol (llamado por los italianos «Alto Adigio»), habitado por población de lengua alemana. Amparado en estas condiciones, a comienzos de 1938 Hitler adoptó algunas precauciones para garantizarse la completa fidelidad del ejército y la diplomacia, los dos instrumentos principales para desarrollar su política exterior: asumió personalmente el ministerio de la guerra, nombró comandante general del ejército al general Heinrich ven Braushistch, de su completa confianza, y al frente del ministerio de Asuntos Exteriores colocó al fiel Joachim von Ribbentrop. Seguro de sí mismo, el 11 de marzo de ese año el «Führer» ordenó la ocupación de Austria, tras haber humillado a su canciller durante una visita previa a Berlín. Al día siguiente, Austria quedaba ocupada por los nazis del interior y por el ejército alemán, y el día 14 el propio Hitler llegó a Viena para tomar posesión formal del nuevo Estado del «Reich», hecho ratificado abrumadoramente al mes siguiente por un plebiscito. La rapidez con que se había realizado la incorporación (el «Anschluss») de Austria y la ausencia de reacciones efectivas por parte de Francia y el Reino Unido, que se limitaron a formular una protesta, a la cual no se unió Mussolini a pesar del escaso entusiasmo que le causó el acontecimiento, confirmaron a Hitler en sus proyectos y procedió al siguiente acto en Checoslovaquia.
En un violento discurso pronunciado en Núremberg el 12 de septiembre de 1938, Hitler reclamó oficialmente el derecho a la autodeterminación de los Sudetes, territorio habitado por alemanes pero que resultaba de importancia vital para el Estado checoslovaco por su actividad industrial y su valor comercial, ya que constituía el paso de Austria a Berlín. La rotundidad de Hitler provocó de inmediato una gran movilización diplomática internacional que consiguió, al menos, la convocatoria de una conferencia para tratar el asunto. El 29 de septiembre de 1938 se reunieron en Múnich Hitler, Mussolini, el jefe del gobierno francés Daladier y el «premier» británico Neville Chamberlain, pero no fueron convocados representantes del principal protagonista, Checoslovaquia, ni de la URSS. El resultado fue completamente favorable para Alemania, que obtuvo todas sus reivindicaciones. Con la aquiescencia de las principales potencias europeas, Alemania se incorporó los Sudetes y una amplia franja al Sur de Bohemia y Moravia y asimismo obtuvo el derecho a construir una carretera hasta Viena a través de Moravia y un canal que conectara el Oder y el Danubio. De hecho, Alemania quedaba como la potencia hegemónica en el centro de Europa y Checoslovaquia como un Estado rodeado por Alemania. La opinión pública europea y norteamericana, decididamente contraria a una guerra de gran extensión, consideró que las apetencias de Hitler quedaban satisfechas y saludó los acuerdos de Múnich como un paso firme para la garantía de la paz. Hitler vio las cosas de otra forma.
Checoslovaquia era un territorio de especial interés para Alemania. Su riqueza minera y su desarrollo industrial y agrícola resultaban de gran importancia para el sostenimiento de la política autárquico nazi y, por otra parte, su posición estratégica era esencial para los planes expansivos. De ahí que Hitler no se contentara con la anexión de los territorios poblados por alemanes (fue la excusa esgrimida ante los reunidos en la conferencia de Múnich), sino que persiguiera la incorporación completa del territorio checoslovaco. Los planes de Hitler se vieron favorecidos por las actuaciones de otros Estados limítrofes con Checoslovaquia, igualmente deseosos de incorporarse territorios a su costa. Con la anuencia alemana y la complicidad de las restantes potencias, Polonia se anexionó la región de Teschen y Hungría, el Sur de Eslovaquia, argumentando, en ambos casos, el carácter de los habitantes de ambas zonas. La debilidad del Estado checo, en todos los sentidos, era patente a finales de 1938 y la crisis política interna había llevado a una descomposición casi completa de los poderes públicos y de la articulación del territorio. En estas circunstancias, el 14 de marzo de 1939, Eslovaquia proclamó unilateralmente su independencia. Era la excusa deseada por Hitler, quien, al día siguiente, declaró Bohemia y Moravia «protectorados alemanes» y a continuación fueron ocupadas por tropas alemanas sin resistencia alguna. Unos días más tarde, Hitler arrebataba a Lituania el puerto de Memel, en el Báltico. El camino hacia la consecución de un «espacio vital» para la Alemania nazi quedaba perfectamente trazado.
No fue Hitler el único en violar los acuerdos internacionales sobre la integridad territorial de los Estados. Poco dispuesto a quedar en un segundo plano y amparándose en la pasividad francesa y británica, Mussolini decidió a su vez dar rienda suelta a sus impulsos imperialistas y el 7 de abril de 1939 invadió Albania. Como la influencia italiana sobre este país venía siendo muy acusada, el suceso no causó gran inquietud en las diplomacias occidentales, pero no por eso dejaba de ser significativo, pues completaba la estrategia del recurso a la fuerza utilizada por el imperialismo fascista al final de los años treinta. El hecho es tanto más grave por cuanto que lo que sucedió en Europa tuvo su correlato en Extremo Oriente.
Tras su éxito en Manchuria, Japón venía practicando una política de continuo acoso a China que le había deparado el dominio de territorios al Norte del país, pero en julio de 1937 cambió de táctica. Sin declaración de guerra Previa, el 26 de ese mes el ejército japonés atacó Pekín y en los días siguientes lanzó una operación militar de gran envergadura destinada a ocupar todo el país. En China se libraba en esos momentos una dura guerra civil entre el gobierno autoritario de Chiang-Kai-Chek, basado en el dominio exclusivo del «Kuomintang» (Partido Nacionalista Chino), y los comunistas dirigidos por Mao, quienes tras la «larga marcha» (1934-1935) habían constituido en las montañas del Noroeste una República Soviética China. La invasión japonesa facilitó la unión de los ejércitos del «Kuomintang» y el comunista y propició la formación de un «frente unido» al estilo de los frentes populares europeos. Esta unión circunstancial de China tuvo importantes consecuencias económicas en el interior (disolución de la República Soviética, reformas democráticas y sociales, etc.), pero sobre todo hizo posible la resistencia militar a la invasión japonesa. Sin declarar, a su vez, la guerra a Japón (de haberlo hecho, afirmó Chiang-Kai-Chek, se hubiera concedido la sanción de la legalidad a un acto de piratería), se prolongó el enfrentamiento militar a gran escala durante nueve arios. Para una parte de la historiografía, este conflicto, que tras el ataque japonés a Pearl Harbor enlazó con el europeo, constituyó el comienzo de la Segunda Guerra Mundial.
Estados Unidos se limitó a condenar la actuación de Japón y, con la excusa de que la guerra no había sido declarada, continuó el envío de armas a Chiang-Kai-Chek. Por su parte, la Sociedad de Naciones no decretó sanción alguna contra Japón. Entre el verano de 1937, comienzo de la agresión de Japón a China, y la primavera de 1939, fecha del ataque de Hitler a Checoslovaquia, las potencias democráticas no reaccionaron con las medidas oportunas ante los golpes de fuerza de las potencias agresoras. Tras la desmembración de Checoslovaquia, sin embargo, la diplomacia británica dio un giro importante. El 31 de marzo, Chamberlain anunció el apoyo del «gobierno de Su Majestad» a Polonia en caso de que la independencia de este país corriera peligro por cualquier medio, unas semanas más tarde, Francia reafirmó su alianza con Polonia con el mismo fin y, a continuación, el Reino Unido y Francia extendieron las mismas garantías a los países europeos que pudieran considerarse amenazados. El giro diplomático británico estuvo determinado por sus particulares cálculos estratégicos y políticos. Dada la evidencia de que Hitler había sobrepasado los criterios «étnicos» de expansión y que caminaba hacia la consecución de la hegemonía alemana en Europa, resultaba fundamental parar este proceso y establecer contrapesos sólidos a los proyectos alemanes. Según los cálculos británicos, Francia cumplía esta misión en el Oeste y en el Este correspondía la tarea a Polonia, pues tras las purgas estalinistas no se confiaba en la capacidad del ejército soviético. Así pues, la alianza con Polonia, cuya capacidad militar quedó sobrevalorada, ofrecía mayores seguridades en todos los órdenes que un entendimiento con la URSS y, además, evitaba una posible reacción de los firmantes del «Pacto Anti-Komintern» (Hillgruber, 1995, 28-29).
Hitler, por su parte, estaba completamente decidido, tras el éxito en Checoslovaquia, a apoderarse de Danzig (éste era, según sus planes, el siguiente golpe de fuerza) y a invadir Polonia, para lo cual intentó asegurar su posición mediante la firma de una alianza militar con Japón y con Italia. Japón rehusó un acuerdo de esta naturaleza, pero Italia, en brazos de hecho de Alemania, no tenía otra salida y aceptó el tratado, conocido como el «pacto de acero» (mayo de 1939). El acuerdo tenía carácter ofensivo, pero Mussolini advirtió que Italia no estaría en condiciones de comprometerse en una guerra en Europa antes de 1943 pues, aparte de resolver algunos aspectos sobre el desarrollo industrial interior, necesitaba tiempo para pacificar Etiopía y Albania y para culminar la política de rearme. Hitler, que no estaba dispuesto a suplir las deficiencias italianas, transigió en que mantuviera su neutralidad en el momento preciso y completó su plan de seguridad diplomática ofreciendo a varios países la firma de un pacto de no agresión. Noruega, Suecia y Finlandia lo rechazaron, pero Dinamarca, Letonia y Estonia los firmaron en mayo-junio. La Unión Soviética lo hizo el 23 de agosto. Este último es, con mucho, el más relevante.
Todo parece indicar, anota J. B. Duroselle (1985, 248), que el acercamiento entre Alemania y la Unión Soviética, iniciado en abril de 1939, fue iniciativa de esta última. Stalin creyó que tal circunstancia garantizaría la seguridad de su país, pues aparte de evitar la agresión alemana, alentaba de esta forma a Hitler contra las potencias «imperialistas capitalistas» más fuertes (el Reino Unido y Francia) y cuanto más duradera fuera esa guerra, mayores beneficios obtendría la Unión Soviética. La neutralidad, por tanto, resultaba vital para la URSS, de ahí que al mismo tiempo los diplomáticos soviéticos mantuvieran conversaciones con Francia y el Reino Unido. Estas últimas negociaciones, sin embargo, se hallaron ante múltiples dificultades. Los occidentales descontaban tanto del régimen soviético como de la capacidad de su ejército, mientras Stalin estaba convencido de que la política franco-británica impulsaba a Hitler a dirigir sus ambiciones hacia el Este. La exigencia soviética, por otra parte, de contemplar en el acuerdo el libre paso del ejército rojo por Polonia lo hizo imposible. Los contactos con los occidentales se suspendieron en el momento en que surgió la noticia de la firma del pacto de no agresión germano-soviético. Para el Reino Unido y Francia fue un auténtico revés, pues en caso de guerra quedaba descartada la posibilidad de controlar firmemente a Alemania desde dos frentes, quedando el oriental bajo la exclusiva responsabilidad de Polonia. La decepción se hubiera incrementado considerablemente de haberse conocido entonces un protocolo secreto contenido en el pacto germano-soviético, que de hecho venía a implicar el reparto de la Europa del Este, pues aparte de aludir a la división de Polonia, establecía sendas zonas de influencia: bajo la URSS quedarían Finlandia, Letonia y Estonia y bajo Alemania, Lituania y Vilna.
En agosto de 1939, por tanto, la posición de Hitler era sumamente favorable desde el punto de vista diplomático. Esto hizo reaccionar al Reino Unido, quien, tras conocer el pacto germano-soviético, se apresuró a firmar el tratado con Polonia anunciado en abril, en el que se prometía la intervención inmediata británica en caso de agresión a este país. Todo el mundo estaba seguro de que la guerra estallaría de un momento a otro y Hitler, deseoso de emprenderla, por razones climatológicas, antes de octubre, ordenó los preparativos militares precisos para el comienzo de las operaciones. Entre el 28 y el 31 de agosto se ensayaron sendos intentos para evitar el conflicto. Por una parte, Mussolini intentó en vano la convocatoria de una conferencia internacional para dilatar el comienzo del conflicto y, por otra, el Reino Unido instó a la celebración de una reunión de los gobiernos polaco y alemán destinada a limar las diferencias mutuas y superar los incidentes fronterizos a los que continuamente aludía Hitler para justificar sus amenazas contra Polonia. Todo resultó inútil ante la firme decisión de Hitler de comenzar la guerra y en la madrugada del 1 de septiembre las tropas alemanas penetraron en territorio polaco, al mismo tiempo que se declaraba la incorporación (el «Anschluss») de Danzig a Alemania. Polonia apeló a sus aliados. El día 3, el Reino Unido y Francia declararon la guerra a Alemania.