3.5. El ataque frontal a la democracia: los fascismos
En los años veinte se produjo en toda Europa una eclosión de nuevos movimientos políticos que tienen en común el rechazo del sistema parlamentario liberal, el odio casi visceral al socialismo y al comunismo (la obsesión por «el peligro rojo»), un acusado nacionalismo con fuertes rasgos xenófobos y un fuerte carácter represivo. Ninguna nación europea se libró de este fenómeno, aunque no en todas alcanzó la misma dimensión ni se desenvolvió de idéntico modo. Su pleno desarrollo tuvo lugar en Italia y en Alemania, únicos Estados donde se implantó una nueva forma política que puede ser calificada con propiedad como «fascismo». En los países del Este y en los del Mediterráneo surgieron partidos y grupos políticos de carácter fascista, casi siempre inspirados inicialmente en el ejemplo italiano, pero no lograron conquistar el poder. En estos países se establecieron regímenes de carácter autoritario, profundamente conservadores, pero carecieron, como ha notado E. R. Tannenbaum (1975, 12), de dos rasgos básicos característicos del fascismo: la integración de las masas en el proyecto político y el carácter revolucionario. En estos casos no hubo una reacción profunda contra el orden capitalista burgués, pues se trata de países con amplio predominio agrario y donde las antiguas clases dominantes continuaron ejerciendo su poder sirviéndose del ejército y utilizando en su provecho el aparato del Estado. A esta tipología corresponden los regímenes implantados en los años veinte en Hungría por Miklos Horthy, en Austria por Ignaz Seipel, en España por Primo de Rivera, en Portugal por el general Carmona, en Polonia por el mariscal Pilsudski y en el resto de los países del Este (Rumanía, Bulgaria, Yugoslavia y países bálticos).
En Europa, sólo en Francia, el Reino Unido, Suiza, Bélgica, Holanda, los países escandinavos y Checoslovaquia pervivió, aunque no sin sobresaltos, el sistema democrático liberal, si bien también en todos estos lugares nacieron partidos y grupos fascistas a partir de 1922, tras el ascenso al poder de Mussolini. El éxito del partido nazi en Alemania, a comienzos de la década de los treinta, imprimió un nuevo impulso al movimiento fascista y en varios países del Este europeo y en muchos otros en el resto de los continentes surgieron imitadores de Hitler. Al igual que sucediera en los años veinte respecto al ejemplo italiano, la similitud no pasó de lo formal (salvo en Rumanía, donde la «Garda de Fier» de Codreanu estuvo a punto de llegar al poder), si bien, una vez más, el ataque a la democracia resultó contundente y en múltiples lugares se establecieron regímenes autoritarios y dictatoriales plagados de simbología y formas fascistas. Al Final de la década de los treinta raro era el lugar del mundo donde no hubiera existido un movimiento de carácter fascista o, al menos, de tendencia populista y autoritaria y abundaban los regímenes dictatoriales, casi siempre encabezado por militares. Sin llegar a ser propiamente fascistas, entre otros motivos porque carecieron del soporte de una clase media surgida del desarrollo industrial (Pierre Milza, 1997, 120), adoptaron muchos de sus usos, sobre todo el odio al socialismo y el ejercicio de la tiranía y la represión sobre los sectores menos favorecidos de la sociedad. Tal es el caso de las dictaduras caudillistas de los países centro y sudamericanos: las de Trujillo en la República Dominicana, Somoza en Nicaragua, Machado y después Batista en Cuba, Ubico y Maximiliano Hernández en Guatemala, Gabriel Terra en Uruguay, Sánchez Cerro en Perú, Germán Busch en Bolivia, etc. Un caso especial fue Japón, donde se implantó un sistema que combinó elementos del fascismo europeo con rasgos autoritarios derivados de la tradición nipona. El fascismo existió asimismo en Estados Unidos, donde si bien alcanzaron escaso desarrollo los partidos y ligas fascistas (como el «National Fascist Party» o el «American Fascist Party», creados a finales de los años veinte), sí arraigó de manera considerable un movimiento de extrema derecha, no fascista propiamente pero con acusados rasgos de esta naturaleza, representado por asociaciones de distinto cariz, como el «Ku Klux Klan».
La extraordinaria extensión del fascismo y sus distintas formas territoriales o nacionales aconsejan hablar de fascismos en plural y demuestran que no fueron únicamente creaciones de ciertos personajes elevados a la condición de mitos por sus seguidores (Mussolini y Hitler), sino resultado de un determinado momento histórico que facilitó la acción política de éstos y de sus imitadores. Como ha escrito un biógrafo del líder nazi, «la Primera Guerra Mundial hizo posible a Hitler. Sin la experiencia de la guerra, la humillación de la derrota y el estallido de la revolución [en la Alemania de la inmediata posguerra], el artista fallido y marginado social no habría descubierto que lo que podía hacer en la vida era dedicarse a la política […], y sin la radicalización política de la sociedad alemana que este trauma trajo consigo, el demagogo no habría tenido un público para su bronco mensaje lleno de odio» (I. Kershaw, 1999, 93). Se ha visto en el capítulo anterior que la guerra no resolvió ninguno de los problemas que aquejaban a la sociedad en los países industrializados europeos, sino que, al contrario, agravó los elementos negativos esbozados en los decenios precedentes. Por ello, precisamente, el fascismo fructificó en los países con un alto nivel de desarrollo industrial y cuajó allí donde no se habían consolidado los usos democráticos liberales, existía una profunda polarización social y por distintos motivos se acentuó el sentimiento nacionalista. El fascismo, en suma, surgió a comienzos de los años veinte a causa de las peculiares circunstancias del momento y experimentó una importante evolución durante el período de la gran depresión de la década siguiente, tanto por las transformaciones generales de la época, como por la capacidad de los partidos fascistas para cambiar las estructuras políticas de los dos países en los que alcanzó el poder (Pierre Milza, 1997a, 216-217).
La Primera Guerra Mundial aceleró el paso, característico de la segunda fase de la Revolución Industrial, del capitalismo de libre competencia a otro de carácter oligopolista determinado por la fusión del capital industrial y el bancario. La economía quedó controlada por las grandes empresas (carteles y monopolios) frente a las cuales únicamente mantuvieron capacidad de respuesta el sindicalismo obrero mejor organizado y el Estado, el cual había incrementado sus competencias en materia económica durante la guerra. Así, quienes estuvieron en mejores condiciones de hacer frente a las dificultades económicas de posguerra fueron la oligarquía capitalista y los obreros sindicados empleados en la gran empresa, mientras que se hallaron con mayores obstáculos y muchas veces se sintieron totalmente desamparados los pequeños industriales y propietarios, los rentistas de todo tipo, los funcionarios y los agricultores no terratenientes. Sin embargo, estos últimos sectores sociales eran los componentes básicos de las clases medias (la sociedad de masas), recientemente incorporadas a la vida política gracias a las posibilidades ofrecidas por la extensión de la educación y el incremento de la información. Amplios sectores de estas masas sufrieron un proceso de desarraigo como consecuencia de la emigración masiva a las ciudades, que conllevó la brusca ruptura con los valores y usos vitales tradicionales (la trayectoria personal de Hitler es un excelente ejemplo de este proceso). La vuelta del frente acentuó ese desarraigo y creó en muchos individuos problemas personales de difícil solución. Durante los primeros años de la posguerra estas personas se hallaron aisladas, sin posibilidad de encuadrarse en las estructuras tradicionales (familia, parroquia, núcleo rural) y, al mismo tiempo, se sintieron amenazadas por la nueva situación económica. Todos constataron en sí mismos que la predicción de Marx del incremento del proceso de proletarización de la sociedad era algo más que una teoría y reaccionaron instintivamente en defensa de su antigua posición. En Alemania, proliferaron las asociaciones de defensa del artesonado, así como las ligas agrarias, y unas y otras se mostraron hostiles a la modernidad y reclamaron al Estado protección para «el pueblo sano». En Italia, la fractura de la sociedad fue aún más patente, debido a los desequilibraos del proceso de industrialización y al contraste entre el auge del sector industrial en el Norte del país y el estancamiento del agrícola y en general del Sur de la península, de modo que en el interior de los grupos sociales se produjeron graves dislocaciones. En la Europa del Este y en los países mediterráneos, el contraste entre propietarios agrícolas y Jornaleros y entre éstos y los sectores industriales no fue menos acusado. En todas partes, el rechazo de cuanto estuviera relacionado con el marxismo (socialismo, comunismo y sindicalismo obrero) se convirtió en un acto a la vez casi visceral y de defensa de clase, pues los sectores que se consideraron damnificados por la nueva orientación de la economía constataron que las organizaciones marxistas únicamente se preocupaban de mantener las condiciones salariales y laborales de sus afiliados. Al mismo tiempo, la desconfianza hacia las élites tradicionales fue tan patente entre las masas como en el seno de los nuevos sectores emergentes, y los gobernantes, reclutados entre la antigua clase dirigente, demostraban cada día idéntica incapacidad para resolver los problemas acuciantes del momento (inflación, carestía, paro, endeudamiento creciente del Estado) como para contener la oleada de huelgas organizadas por el socialismo y los grupos anarquistas, y lo que tal vez resultaba aún peor, esos gobernantes persistían en sus antiguas costumbres proclives a la corrupción y el nepotismo (esto se hizo especialmente patente en Italia) o a un cerrado y ordenancista sistema burocrático, como sucedió en Alemania.
Los sectores sociales damnificados hallaron en el nacionalismo un refugio fácil y convincente al mismo tiempo; para todos ellos la nación fue el único referente significativo. Pero el ensalzamiento de la nación y de los valores considerados (con fundamento o sin él) propios de la patria se convirtió en un sentimiento general en todo el mundo, incluso en aquellos lugares, como Estados Unidos, donde se consiguió un apreciable, aunque socialmente discriminatorio, bienestar social. Woodrow Wilson, el presidente que había vencido en la guerra y colocado a Estados Unidos en el primer rango de la diplomacia internacional, perdió las elecciones en 1920 ante el republicano Harding, cuyo programa respondía al espíritu conservador y nacionalista que se había apoderado de los norteamericanos («America First» fue el lema de mayor impacto de la campaña del candidato republicano Harding). El nacionalismo estuvo muy presente en la vida pública de los países de Europa del Este, afectados por serios problemas fronterizos, por la compleja convivencia de minorías y, sobre todo, por la dificultad de definir su propia identidad como nuevos Estados. En Italia, el nacionalismo, con una acusada vertiente expansionista, fue el único ideal que aglutinó a los sectores burgueses y campesinos disconformes con el gobierno liberal; y en Alemania se convirtió en el sustrato de los amplios sectores descontentos con el desenlace de la guerra. En estos dos últimos países el nacionalismo fue fácilmente alimentado por oradores de distinto signo a causa del sentimiento de «victoria mutilada» (expresión acuñada por Gabriele D´Annunzio, uno de los ultranacionalistas italianos más notorios) o de los mitos de «la puñalada en la espalda» y del «diktat de Versalles» dominantes en Alemania. En todos los casos resultó sencillo designar a los enemigos de la nación: en primer lugar, los internacionalistas (es decir, los socialistas y los afiliados a los nacientes partidos comunistas, acusados de obedecer al bolchevismo ruso) y, en segundo término, los judíos, así por su participación en el nuevo mundo empresarial, como por su forma de vida y sus creencias, en muchos casos realmente distintas del resto de los ciudadanos incluso en la manera de vestir y en los usos cotidianos.
Los fervientes predicadores de los valores patrios (poco importa que actuaran en la prensa, como Mussolini, o en cervecerías, como Hitler) construyeron sin gran esfuerzo un mensaje que caló con facilidad en un amplio sector de las masas. Ante todo, la salvación de la patria, su regeneración, para convertirla en poderosa. Esta empresa requería la unión de los verdaderos patriotas, es decir, los auténticos nacionales (de ahí la exclusión de los grupos étnicos o culturales objeto de la mínima duda y de los débiles, por su inutilidad para la defensa de la patria) y, sobre todo, la destrucción de los enemigos fundamentales: socialistas, comunistas y judíos. De esta forma, Italia quedaría en manos exclusivamente de los italianos vigorosos y Alemania de los auténticos alemanes y unos y otros estarían en condiciones de acabar con la corrupción del sistema liberal (personificada en la vida parlamentaria y en los partidos políticos) y de crear un orden nuevo que sustituiría de manera gloriosa al burgués decadente. Así concebido, el fascismo nació como un impulso revolucionario contrario al individualismo liberal y al materialismo colectivista marxista, que preconizaba la formación de una cohesionada comunidad nacional como único medio para superar tanto el antagonismo de clase como la atomización provocada por la industrialización. El objetivo fascista consistió en encuadrar a las masas, unidas por la obediencia ciega al líder, en la nación, entendida ésta como la unión de hombres fuertes destinada a recuperar la gloria arrebatada por otras naciones (concepto de «nación proletaria» expuesto por Corradini en Italia) o a afirmarse de modo exclusivista formando una comunidad de sangre y tierra superior a las demás y necesitada del propio espacio vital (el «Lebensraum» de los nazis). Este mensaje fue adornado con todo tipo de recursos (alusión a la belleza y a la juventud, a la fuerza, a la velocidad, al futuro; artificiosas puestas en escena, desfiles, uniformes, símbolos y banderas) y no fue mal recibido, en principio, por unas masas que habían perdido la confianza en el progreso y en el mundo estable y seguro preconizado por el racionalismo decimonónico. En una época en que los científicos objetaban los conceptos clásicos de tiempo y espacio, en que abundaban las teorías que exaltaban el impulso vital y criticaban el cientifismo positivista, en que nacieron movimientos artísticos como el futurismo y en que el cine, la radio y los nuevos medios de comunicación dotaban de una valoración especial a la velocidad y al movimiento, caló en las masas el mensaje fascista de cambio profundo y de revolución violenta. En consecuencia, el fascismo no fue únicamente un caso de contrarrevolución contra el proletariado, protagonizada por los elementos más reaccionarios del capitalismo financiero para garantizarse la supervivencia, como sostuvo la III Internacional en los años veinte y ha mantenido durante bastante tiempo determinada historiografía de inspiración marxista. El fascismo fue un fenómeno nuevo provocado por la incidencia de la Primera Guerra Mundial en un momento de profunda transformación del capitalismo y de crisis ideológica.
La historiografía actual entiende el fascismo como una nueva ideología y una nueva cultura política cargada de mitos y ritos, una forma de movilizar a las masas que donde alcanzó el poder cambió radicalmente la organización del Estado. Hoy se insiste especialmente en su carácter de reacción contra la tradición política y cultural de la Ilustración y de las revoluciones liberales de la primera mitad del siglo XIX, basada en el reconocimiento del ser humano como sujeto político (concepto de «ciudadanía») poseedor de unos derechos fundamentales e inalienables, entre los que se destacan la libertad, la propiedad y la seguridad personal. Con el fin de encuadrar políticamente a las masas, el fascismo arremetió contra esta tradición liberal supeditando el individuo al Estado y negando, por tanto, los derechos individuales. Así, ha señalado Emilio Gentile (1997, 19), alcanza la primacía el pensamiento mítico, convertido oficialmente en forma superior de expresión política de las masas. Esto conduce a la institucionalización de la sacralización de la política en la forma de un nuevo culto colectivo.
Debido a las peculiares condiciones históricas de Italia y de Alemania, resulta explicable que allí prendiera el fascismo con mayor vigor. En ambos países la unidad se había realizado «desde arriba», bajo la protección de un Estado burocrático que instrumentalizó la guerra para conseguir de forma inmediata su objetivo unitario. De este proceso derivaron tres serias consecuencias (Bruneteau, 1999, 96-97). La primera fue el divorcio entre un Estado percibido como autoritario (y en el caso italiano también rapaz) y la nación sociológica, fragmentada y a menudo indiferente ante los asuntos públicos. En segundo lugar, no se construyó un verdadero espacio público y un auténtico régimen democrático liberal, a causa de la acumulación de tareas durante la etapa de unificación y, sobre todo, por la urgencia en compaginar la formación de la unidad con el lanzamiento de la industrialización. En tercer lugar, debido a la débil participación política popular, resultaba difícil recurrir a la vía de la comunidad de ciudadanos para la afirmación de la identidad nacional y resultó más eficaz el ultranacionalismo, en su variante étnico-racista en Alemania y en la «darwinista» social en Italia. En suma, como resultado del proceso de unificación, se produjo en ambos países una crisis estructural plasmada fundamentalmente en el divorcio entre el Estado y la nación que trató de ser superada mediante la tentación totalitaria (W. Schieder, 1985). Ahora bien, en ambos casos no se manifestaron inicialmente todos los rasgos propios del fascismo, sino que éste fue configurándose con el tiempo, por lo que, de acuerdo con P. Milza (1991, 157 y ss.), conviene distinguir varias etapas.
El «primer fascismo» corresponde a la fase de reacción irracional, más o menos espontánea, de las clases medias frente a los problemas provocados por la industrialización y frente a la amenaza de una revolución proletaria. Se desarrolla a través de la acción de movimientos extremistas violentos dirigida tanto contra intereses burgueses como contra las organizaciones políticas proletarias. Los primeros fascistas se alían pronto con determinados sectores industriales y financieros y con propietarios agrarios con el objetivo de conseguir el poder. Esta alianza («segundo fascismo») se produce en Italia a partir de las grandes huelgas de 1920 y en Alemania en dos fases: la primera en 1922 y la segunda a partir de 1928, tras la profunda crisis sufrida por el nazismo entre 1923 y 1927, período en que quedó declarado fuera de la ley y desarrolló escasa actividad. En esta nueva fase, los fascistas disponen de recursos financieros suficientes para movilizar a la población (se convierte en movimiento de masas) y cuentan con la complicidad, mas o menos explícita, de los responsables del aparato estatal. El «tercer fascismo» corresponde al momento en que consigue el poder. Las clases económicamente dominantes disfrutan de una indudable hegemonía, pero cada vez se incrementó la influencia del partido y de quienes ejercen el poder político, y unos y otros reconocen la máxima autoridad del «salvador» («Duce» o Führer). En esta situación se fortalecen las estructuras capitalistas, se desactivan por completo las reivindicaciones obreras y se desarrollan los rasgos fundamentales de la ideología fascista: globalidad e integración de las masas en el nuevo sistema («fascistización» o «nazificación» de la sociedad, comenzando por la infancia), culto al líder carismático, práctica del terror físico y psicológico, control total de la información y de los sistemas de comunicación, sumisión al Partido y utilización partidista del ejército y de la policía, control del aparato burocrático del Estado y acuerdo entre el partido único y los sectores económicos dominantes. El «cuarto fascismo» corresponde al establecimiento del pleno totalitarismo, lo cual sólo se produjo en Alemania durante los años de la Segunda Guerra Mundial.
El desarrollo más temprano y rápido del fascismo tuvo lugar en Italia. Se inició el 23 de marzo de 1919 cuando Mussolini presentó en Milán los primeros «Fasci Italiani di Combattimento», formados por los antiguos combatientes de las tropas de asalto («arditi»), con un pretendido programa de signo agrarista y reformista: abolición del senado, convocatoria de una asamblea constituyente, confiscación de los beneficios de la época de guerra y reparto de tierras entre los campesinos. Los «Fasci» estuvieron integrados por sindicalistas y nacionalistas y recibieron el apoyo de los seguidores del movimiento «futurista» de Marinetti y Carli, pero más que por el programa expuesto por Mussolini se caracterizaron por su aversión al parlamentarismo y por la creencia en la guerra como medio de acción. Los fascistas optaron en el inicio por la participación en las elecciones, pero su primera experiencia en 1919 resultó un fiasco, pues no obtuvieron ningún escaño parlamentario. En 1920, con ocasión de la oleada huelguística generalizada por toda Italia, Mussolini cambió de táctica y acentuó el carácter derechista del movimiento, resaltando el sentimiento patriótico, la aversión al socialismo y el belicismo. El miedo a la revolución socialista entre las clases medias y los sectores económicos poderosos favoreció el crecimiento de los «Fasci», en cuyo seno se crearon grupos paramilitares (los «squadristi»), distinguidos por sus actuaciones violentas contra los consejos de obreros los huelguistas. Estos escuadrones fascistas estaban formados mayoritariamente por jóvenes: estudiantes, pequeños propietarios, aparceros y ex combatientes y contaron con el apoyo de muchos funcionarios, de empresarios («Cofindustria», la poderosa agrupación empresarial, les proporcionó recursos económicos) y de terratenientes, los cuales utilizaron a los escuadrones como instrumento para atacar a las organizaciones obreras. De esta forma se fue consolidando un movimiento en el que lo que menos importó fue e programa político. Lo que unió a los fascistas escribe E. Gentile, 1990, 234 no fue una determinada doctrina, sino una actitud, una «experiencia de fe», que se materializó en el mito de la «nueva religión de la nación». Como manifestó Mussolini en 1922 el fascismo era «una creencia que había alcanzado el nivel de la religión». Desde el comienzo, los fascistas se consideraron a sí mismos los «profetas» de una nueva «religión patriótica», enraizada en la violencia purificadora de la guerra y consagrada por la sangre de los héroes y los mártires sacrificados a sí mismos para evitar la revolución socialista en Italia.
A partir de la fundación, en noviembre de 1921, del Partido Nacional Fascista (PNF), el auge resultó espectacular, convirtiéndose en un movimiento de masas que sorprendió al propio Mussolini: de 200 000 militantes a principios de ese año pasó a 700 000 en el otoño del siguiente. El crecimiento del fascismo estuvo favorecido por la desunión del socialismo (en 1921 se produjeron varias escisiones en su seno, entre ellas la que dio lugar al Partido Comunista Italiano), el apoyo de la policía, del ejército y de las autoridades (los «squadristi» obtuvieron con facilidad armas y medios de transporte, las autoridades ignoraron sus brutalidades y nadie se preocupó por controlar sus desmanes) y por la actitud del propio gobierno. En 1921 el hombre fuerte de la política italiana, Giovanni Giolitti, permitió la integración del PNF en el «bloque nacional» formado por los partidos liberales y republicano para concurrir a las elecciones convocadas ese año. El intento de Giolitti consistía en integrar de esta forma al fascismo en el sistema y acabar con el terrorismo de los «squadristi», pero los resultados fueron completamente contrarios. Aunque el PNF obtuvo un magro resultado electoral (sólo 35 escaños, frente a los 122 del Partido Socialista y los 108 del Partido Popular católico), la campaña electoral le proporcionó amplia publicidad y permitió a Mussolini consolidarse como líder del partido. La entrada de los fascistas en el parlamento incrementó, asimismo, la impunidad de los «squadristi», pues no resultó difícil destituir a las autoridades locales o provinciales que intentaron atajar sus actos terroristas.
En estas circunstancias, adquirieron fuerza los jefes locales de las escuadras de acción y los primeros secretarios regionales del Partido, llamados ras, como los señores abisinios que constituían los estratos intermedios del sistema feudal etíope. Los ras (los más destacados fueron el ferrarense Italo Balbo, el cremonense Roberto Farinacci y el trentino Achille Starace) se mostraron decididos partidarios de las acciones radicales y en modo alguno confiaban en la vía parlamentaria para acceder al poder. Deseaban, y así se lo hicieron saber a Mussolini, realizar cuanto antes un golpe de fuerza para tomar el poder. Mussolini dudó en seguir este procedimiento pero, ante el peligro de perder su liderazgo en el Partido, aprobó el golpe, y el 28 de octubre de 1922 los «squadristi» organizaron una marcha desde Nápoles a Roma con la intención de forzar la entrada del fascismo en el gobierno. La marcha (posteriormente mitificada por el fascismo) resultó una mascarada: tres columnas de jóvenes mal armados en total unos 25 000 entraron en Roma en medio de una lluvia torrencial y asaltaron oficinas de correos, comisarías y edificios oficiales, sin que la guarnición de la capital más de 28 000 hombres recibiera órdenes de ofrecer la menor resistencia. Mussolini, por su parte, esperó los acontecimientos en Milán, cerca de la frontera suiza, por si surgían problemas. La «marcha» no alteró la vida cotidiana en Roma y la prensa informó sobre ella como si se tratara de uno más de los frecuentes disturbios a los que a la sazón estaba acostumbrada Italia. Sin embargo, todo resultó favorable para los fascistas. En la madrugada del día 28 el presidente del gobierno, el liberal Facta, no logró que el rey Víctor Manuel III firmara un decreto declarando el estado de sitio en Roma, los distintos líderes liberales no se pusieron de acuerdo para evitar que el poder recayera en el Partido Fascista y los mandos del ejército se mostraron contrarios a enfrentarse a los fascistas. En tales circunstancias, el rey encargó a Mussolini la formación de gobierno. La «Confederazione Generale del´Industria» publicó el día 29 una nota en la que presentaba al nuevo gobierno como producto «de las fuerzas juveniles de la Nación» y, tras declarar que «las fuerzas productivas de la Nación necesitaban de un gobierno que asegurase una voluntad y una acción», expresaba toda su confianza en el nuevo ejecutivo porque al fin se garantizaría el derecho de propiedad, el deber del trabajo, la necesidad de la disciplina, la valoración de la energía individual y el sentimiento de la nación. Mussolini comenzaba su tarea política contando con el firme apoyo de los industriales y en medio de la esperanza, entre amplios sectores sociales, de una «vuelta al orden».
Casi exactamente un año después del éxito de Mussolini, un grupúsculo de extrema derecha alemán Intentó por la fuerza hacerse con el poder en el Estado alemán de Baviera. El hecho lo protagonizó el «Nazionalsozialistische Deutsche Arbeiter Partei» (NSDAP: Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores Alemanes o partido nazi), dirigido desde 1921 por Adolf Hitler. El NSDAP procedía de la sociedad ocultista Thule, de carácter pangermanista, constituida por un centenar de miembros de la alta sociedad de Múnich, y del «Deutscher Arbaiterpartei» (DAP: Partido Alemán de los Trabajadores), fundado en enero de 1919 por el obrero Anton Drexler y el periodista Karl Harrer, que agrupaba, más que a obreros, a miembros de las clases medias. Ambos grupos formaban parte del movimiento «völkisch», constituido por multitud de sociedades y grupúsculos que profesaban un nacionalismo extremo basado en la pureza de la etnia alemana forjada en la alianza de sangre y suelo («Blut und Boden»), en la superioridad en todos los órdenes de la cultura y tradición germánicas, en el rechazo tajante de todo internacionalismo, en el antisemitismo y en la necesidad de expansión en el Este de Europa del espíritu alemán para garantizar su supervivencia.
A comienzos de los años veinte, tras la amarga experiencia del período de los «consejos obreros», Baviera estuvo gobernada por el autoritario y reaccionario Gustav Ritter von Kahr, quien convirtió al Estado en el refugio de los extremistas de derecha de todo tipo. En las áreas rurales y en las ciudades, políticamente muy polarizadas, caló profundamente el mito de «la puñalada por la espalda» y se creó un ambiente de odio visceral al bolchevismo, y tanto la sociedad como el ejército toleraron cualquier actuación violenta contra las organizaciones obreras revolucionarias, considerándolas un acto de legítima defensa. En este ambiente inició su actividad política Hitler, quien pasó de espía por cuenta del ejército en los actos del DAP, a integrarse en sus filas y, desde el 24 de febrero de 1920, a fundador del NSDAP, convirtiéndose en su orador más celebrado. El programa con que Hitler dotó al partido en 1920 era profundamente germanista y antisemita y respondía a la aspiración de las clases medias de acabar con la gran empresa y con el orden burgués creado por la élite económica, pero en sus discursos Hitler se centró invariablemente en el nacionalismo, el antisemitismo y la crítica al socialismo y al bolchevismo. Aunque el número de los integrantes del partido era muy limitado (en el conjunto de Alemania, el NSDAP no pasó de ser considerado un grupo más del movimiento «völkisch»), Hitler contó con la complicidad del jefe de policía de Múnich, con la simpatía de Luddendorff y del conjunto de la derecha bávara y logró ayuda económica de algunos aristócratas millonarios y de empresarios (entre ellos, E. von Borsig, propietario de una empresa de locomotoras y ametralladoras y fabricante de los automóviles Daimler). El Partido dispuso de un periódico propio, el «Völkischer Beobachter», dirigido por Rosenberg, y, ante todo, de un cuerpo paramilitar (la SA o Schutz-Ableitung, mandado por el capitán Ernst Röhm), cuya contundencia en las acciones callejeras le reportó notoriedad. El antiguo sargento Max Amman consolidó la organización del Partido, basada en la autoridad de Hitler y poco a poco se fue extendiendo a otros Estados de la República, al tiempo que se integraron en él personas completamente fieles a Hitler, como el antiguo héroe de la aviación Hermann Göring, Rudolf Hess y Heinrich Himmler.
En noviembre de 1923 Hitler creyó posible, a imitación de Mussolini, apoderarse por la fuerza del poder en Baviera, pero el intento («putsch» de Múnich) fracasó y Hitler fue condenado a prisión, tiempo que aprovechó para redactar la primera parte de «Mein Kampf» («Mi Lucha») una mezcla de confusas notas autobiográficas y principios teóricos que el nazismo, una vez en el poder, convirtió en uno de los libros más vendidos de la época e hizo de Hitler un autor millonario. Cuando Hitler abandonó la cárcel (finales de diciembre de 1924), el partido nazi estaba a punto de la disgregación en facciones rivales, coincidiendo con el período más estable de la república de Weimar, de modo que entre 1925 y 1928 los nazis pasaron por su peor época: el Partido sufrió la prohibición de hablar en público, quedó reducido a la condición de mero grupo radical sin influencia política en las masas y los industriales dejaron de hacer aportaciones económicas. Hitler aprovechó los malos tiempos (que él denominó «Kampfzeit», «la época de lucha») para refundar el Partido en torno a su autoridad: eliminó a cualquier posible competidor, redujo el poder de la SA, creó su propia guardia de protección (la «Schutzstaffel» o SS) y potenció el culto al líder («Führer»). Los militantes más fieles favorecieron este culto porque fue el medio más eficaz de evitar la desintegración del Partido, aunque algunos de ellos, como Hess, consideraron la obediencia ciega al «Führer» un valor supremo, una especie de necesidad. En su proyección pública, Hitler trató de mostrarse respetuoso con las reglas de juego institucionales y acentuó el carácter pequeño burgués del Partido y el mensaje antisemita; en el interior, consolidó su pleno control, recibiendo el saludo brazo en alto de los militantes y presidiendo los desfiles de camisas pardas. Sin embargo, nada de esto sirvió para incrementar el peso de los nazis en la política alemana. En las elecciones al «Reichstag» de mayo de 1928 sólo obtuvo el 2,6% de los sufragios (12 diputados), un resultado peor que el conseguido en los anteriores comicios de 1924.
La situación cambió radicalmente a finales de 1928. La crisis agrícola de ese año incremento la simpatía hacia el nazismo entre los pequeños agricultores, y la campaña contra el Plan Young de pago de las reparaciones de guerra desarrollada en noviembre y diciembre del año siguiente proporcionó una inesperada publicidad para los nazis, los más ardorosos defensores del nacionalismo alemán. El número de simpatizantes creció de forma acusada y el Partido pasó de 27 000 afiliados en 1925 a 178 000 en 1929. Acto seguido, en un momento oportuno de plena euforia nazi, comenzaron a sentirse los efectos de la depresión económica. En esa coyuntura los nazis conectaron mejor que cualquier otra fuerza política con los anhelos de muchos alemanes que rechazaron el capitalismo, personificado en los judíos, con los que siempre habían mantenido una actitud crítica hacia la república de Weimar y con quienes, movidos por una buena dosis de idealismo, deseaban un renacimiento de Alemania sobre los valores nacionales puros que a su entender habían sido destruidos por el socialismo y el judaísmo. El partido nazi se atrajo la simpatía de los alemanes porque se diferenciaba en estos momentos de las restantes corrientes nacionalistas conservadoras por su imagen de activismo, dinamismo, empuje, juventud y vigor y también porque, al carecer de un programa político, los nazis lanzaron los mensajes que cada grupo social deseaba oír (Kershaw, 1999, 319). Las continuas contradicciones en que por esta razón incurrían quedaron superadas por el mito del «Führer» como único salvador de Alemania. De esta forma, el NSDAP se convirtió en un partido en el que militaron personas de todas las clases sociales, aunque predominaba la pequeña burguesía.
En septiembre de 1930, cuando la depresión económica es más que palpable, se convocan elecciones al «Reichstag» y se produce el gran salto electoral de los nazis: de los 12 diputados de 1928 pasan a disponer ahora de 107, siendo el segundo partido más votado, tras el SPD, que obtiene 143 escaños. A partir de ahora la crisis económica va pareja a una profunda crisis política de la república de Weimar, caracterizada por la inestabilidad. En los sucesivos comicios generales, celebrados en julio y en noviembre de 1932, el partido más votado, aunque experimentó un continuo retroceso, continuó siendo el SPD, pero los dos que lograron mayores avances electorales fueron el comunista (KPD), que pasó de 77 diputados en 1930 a 100 en noviembre de 1932, y el nazi, cuyo techo electoral lo obtuvo en julio de este último año con 230 diputados (en las elecciones siguientes bajó a 197, a causa, sobre todo, de los desmanes cometidos por la SA durante la campaña electoral). Estos resultados electorales demuestran la radicalización política alemana y la dificultad para formar un gobierno estable. Los creados en esta coyuntura (presididos sucesivamente por Brüning, del partido de «Zentrum», von Papen, del ala más derechista del mismo partido, y el general von Schleicher) no lograron ni la confianza parlamentaria ni la del país, cada vez más inquieto por la situación económica. Tras abundantes intrigas entre la élite política, en las que von Papen y el presidente de la República Hindenburg jugaron un destacado papel, este último nombró el 30 de enero de 1933 canciller a Hitler, siguiendo procedimientos aparentemente legales. Las fuerzas políticas conservadoras y, en especial, von Papen, pensaron que habían obtenido una gran victoria y controlarían con facilidad al inexperto canciller. El 1 de febrero, sin embargo, Hitler disolvió el parlamento y, al final del mismo mes, aprovechando el incendio del «Reichstag», adoptó una serie de medidas dictatoriales. Los vencedores habían sido los nazis.