2.1. La preparación de la Gran Guerra
A pesar del alto grado de desconfianza entre las naciones europeas y del patente clima bélico tras el segundo conflicto balcánico (1912-1913), en 1914 ninguna de las grandes potencias deseaba una guerra generalizada. La historiografía actual coincide en este punto y subraya que tras cada una de las crisis previas los gobiernos de las naciones menos afectadas intentaron calmar a los más inquietos. Además, en ningún país se creía seriamente en la posibilidad del estallido de una gran guerra, a pesar de que ciertas apariencias indiquen lo contrario. Es cierto que Alemania disponía de un plan militar de carácter ofensivo (Plan Schlieffen), pero otros países, preocupados asimismo ante el riesgo de una posible guerra, habían adoptado precauciones similares. Para contrarrestar una hipotética invasión alemana por Bélgica, Francia había elaborado su propio plan militar, y por razones parecidas (la defensa de su imperio y de su predominio marítimo frente a la creciente competencia alemana) el Reino Unido había reforzado su armada e incrementado notablemente los gastos militares, los cuales pasaron de 32 millones de libras en 1887 a más de 77 en 1913-1914. Todo esto era resultado de la política de rearme característica del momento, pero no tenía una finalidad ofensiva inmediata, ni siquiera en el caso de Alemania. Sin embargo, un hecho de importancia secundarla en sí mismo (el asesinato en Sarajevo el 28 de junio del heredero a la corona austríaca, el archiduque Francisco Fernando, y de su esposa) desencadenó las hostilidades y provocó una guerra completamente distinta, por su extensión, intensidad y capacidad destructivo, a las hasta entonces conocidas. El estupor causado por el desarrollo de esta guerra impulsó, una vez finalizada, a buscar culpables. De entonces acá, no ha cesado el debate sobre este punto.
En el orden político el asunto fue súbitamente zanjado. El Tratado de Versalles, en su artículo 231, atribuyó a Alemania la única y plena responsabilidad, justificando de esta forma las duras reparaciones financieras que el mismo Tratado le impuso. No resultó difícil en 1919 emitir un juicio de esta naturaleza, reforzado tan sólo veinte años más tarde por el hecho de que, en esta ocasión, sin duda alguna, el mismo país provocara una nueva guerra que superaría por sus efectos negativos a la anterior. Esta coincidencia ha suscitado un importante debate entre los historiadores, especialmente animado en los años sesenta y setenta a raíz de la publicación de varios estudios realizados por investigadores alemanes con peso académico (Fritz Fischer fue el pionero y le siguieron varios miembros de su «escuela de Hamburgo», como Kurt Boehme y Hans-Ulrich Wehler) en los que se establecía una continuidad entre la política de Bismarck y la de Hitler. La tesis de partida establecía que desde Bismarck subsistió en Alemania una política social-imperialista que se impuso en la época de Guillermo II (de ahí la responsabilidad en la Primera Guerra Mundial) y se continuó en la aspiración al dominio universal de Hitler. A partir de ahí, la discusión ha girado en torno a la existencia de ciertos elementos históricos que explican la agresividad de Alemania: la noción de «autoridad» heredada del luteranismo, la tradición dominante en su burocracia de rechazo de los usos democráticos, la identidad entre los industriales que lucharon contra los socialdemócratas a comienzos del siglo y los que apoyaron a Hitler, la cultura universitaria marcadamente nacionalista, el pangermanismo que impregnaba a amplios sectores sociales… Antes, sin embargo, de este debate, ensayistas y historiadores se plantearon el problema de la responsabilidad de la guerra, casi desde el día siguiente de su comienzo. Las tesis contrapuestas y los matices ofrecidos han sido objeto de numerosos e interesantes estudios, entre los que el más completo sigue siendo el de Jacques Droz (1973), que por sí mismos delatan la relevancia de este acontecimiento y ponen de relieve su impacto sobre la memoria colectiva de las sociedades comprometidas.
La tesis de la responsabilidad alemana ganó adeptos entre los historiadores debido al impacto de la obra, bien fundamentada, de Fritz Fischer (1961), en la que demostraba que el gobierno alemán nada hizo por impedir la guerra, antes al contrario, concedió a Austria-Hungría un cheque en blanco para proceder contra Serbia. Estudios recientes (Rusconi, 1987) apuntan como causa inmediata del conflicto la negativa de Austria, tras el atentado de Sarajevo, a aceptar cualquier negociación o compromiso que no conllevara un castigo «sustancial» a Serbia, pero no limitan a esto la responsabilidad, sino que la extienden, en el mismo grado, a Rusia, por su negativa a aceptar cualquier acción contra Serbia, y a Alemania, por su apoyo sin fisuras a la postura de Austria. En este sentido pero sólo en éste, matiza Hobsbawm se puede considerar «responsables» a los imperios centrales, pero sin dejar relegada la responsabilidad de Rusia. Como ha demostrado Marc Ferro en su biografía del zar Nicolás II, la guerra fue un alivio para la autocracia rusa, que pasaba por sus peores momentos a causa de la agitación social y política generalizada del Imperio. Tanto el zar como los partidos dominantes en la Duma vieron en la posible Guerra en los Balcanes una ocasión excelente para movilizar el espíritu patriótico de los rusos, alentado continuamente por el clero ortodoxo en un intento desesperado por incrementar el apoyo popular al zar. Tras su retroceso en extremo oriente después de la derrota ante Japón, Rusia situaba su misión histórica en los Balcanes, donde la prioridad consistía en ayudar «a los queridos hermanos serbios». Con la solemnidad de las grandes ocasiones de otros tiempos en las que Rusia luchaba contra el turco por la defensa de la fe, Nicolás II arengó a su pueblo en la suntuosa ceremonia en que publicó la declaración de guerra a Austria-Hungría a «luchar con la espada en la mano y la cruz en el pecho». Los asistentes prorrumpieron en «hurras» al zar y se postraron para recibir su bendición.
La situación interna de Francia y el Reino Unido era por completo diferente a la rusa, pero también en estos países se apasionaron las masas ante el anuncio de la guerra y los políticos se apresuraron a lanzar llamamientos a favor de la «unión sagrada» de la nación. En todas partes, ha escrito Marc Ferro (1970, 28), la declaración de guerra fue acogida con entusiasmo por la mayoría de los hombres en edad de batirse. Las masas asumieron enseguida que la guerra debería salvaguardar los intereses reales de la nación y quedaron imbuidas de un profundo espíritu patriótico. La guerra era para ellas, además, una liberación ante las profundas insatisfacciones sociales que habían dado lugar a tantas huelgas y manifestaciones violentas en los años anteriores. Los gobiernos creyeron encontrar una válvula de escape ante la presión social y los sectores más miserables vieron llegada su oportunidad de integrarse en una sociedad que los tenía marginados en barrios urbanos paupérrimos o en condiciones lamentables en el campo. En suma, la población europea, sin distinciones nacionales, atribuyó a la guerra una especie de capacidad demiúrgica para acabar con los pecados de la época de paz: individualismo, materialismo, cinismo, incertidumbre, carencia de objetivos, tedio (S. Robson, 1998, 2). Esta «guerra imaginada» no fue, en absoluto, la causa del conflicto real, sino su consecuencia más próxima, pero delata un estado de ánimo en Europa proclive a aceptar cualquier cosa extraordinaria. Incluso la Internacional Socialista, distinguida por su pacifismo, participaba de este ambiente antes de su fracaso oficial en evitar la guerra. Los dirigentes socialistas, como la mayoría de los políticos, no pensaron que el atentado de Sarajevo desatara un conflicto generalizado, pero en el verano de 1914 muchos de ellos introdujeron un matiz sustancial en sus discursos: si hasta ahora descargaban toda la responsabilidad de sus problemas en la clase dirigente del propio país, a partir de este momento achacaron esa carga a las clase dirigente de las naciones enemigas. Transcurrido casi un mes exacto del atentado de Sarajevo fue asesinado Jean Jaurès, el líder socialista más combativo a favor de la paz, pero en esas fechas los integrantes de la Segunda Internacional, incluyendo a personajes tan significativos como Plejánov, ya se habían inclinado por la defensa de su patria y nadie hizo caso del llamamiento de Lenin a los obreros para que derrocaran los gobiernos burgueses de sus países, ni a la protesta de Karl Liebknecht en Alemania, el único parlamentario, junto con los diputados bolcheviques de la Duma, en oponerse a la guerra. También el anarquista Kropotkin se había unido a los defensores de la patria.
Así pues, la constatación de que numerosos colectivos sociales, desde los patronales a los de la clase obrera, no deseaban la guerra en 1914 carece de verdadera importancia a la hora de explicar su estallido. En realidad, la situación creada en Europa en los años anteriores era propicia para que se produjera la guerra en el momento en que fallaran los débiles elementos que mantenían la paz. Poco importa, en este sentido, que el detonante fuera el atentado de Sarajevo o cualquier otro hecho. De ahí que la historiografía actual rechace la tesis de atribuir la responsabilidad a uno o dos países y la extienda a todos.
La Guerra Mundial no se explica sin las transformaciones operadas en los decenios anteriores, como ha quedado planteado en el capítulo primero. La expansión imperialista y las alteraciones del sistema económico mundial acentuaron las disputas entre las grandes naciones y, aunque en gran medida se resolvieron mediante acuerdos, contribuyeron a crear un espíritu de rivalidad que fue alentado por la prensa y por esta razón se extendió a las masas en cada país. Esas masas, a su vez, acentuaron sus reivindicaciones políticas y forzaron a los gobiernos a prestarles atención en un grado desconocido hasta entonces, pero las masas, asimismo, recurrieron a la huelga de larga duración y a las manifestaciones multitudinarias para plantear sus exigencias, y los gobernantes, con frecuencia desbordados, se vieron obligados a realizar concesiones. Para apaciguar el movimiento reivindicativo de las masas, los gobiernos acentuaron las «virtudes» y los «logros» nacionales, fortaleciendo de esta forma un sentimiento nacionalista que hallará sus más firmes apoyos en grupos tradicionales mal adaptados a la nueva situación o muy preocupados por la pérdida de su posición social y política. Pero junto a este nacionalismo estatal, de carácter eminentemente conservador, se abrió camino un nacionalismo no estatal, fundamentalmente reivindicativo y, en ocasiones, modernizador. Desde el final del siglo XIX no sólo se agravó la protesta nacionalista en los países balcánicos, acentuada al inicio del siglo a causa del nuevo programa político impuesto por la revolución de los «jóvenes turcos» en el Imperio otomano, sino que también se reforzó la acción política del nacionalismo irlandés, en lucha permanente con el gobierno de Londres, el alsaciano y el de otras partes de Europa (Cataluña, País Vasco), donde el nacionalismo se presentó como una opción política modernizadora frente al anquilosamiento de los sistemas vigentes.
A comienzos del siglo XX existían muchos signos de transformación en Europa que los regímenes políticos, tanto las democracias liberales como los menos evolucionados, fueron incapaces de incorporar satisfactoriamente al sistema. Por otra parte, el discurso de los líderes políticos y sociales abundó en el recurso a la acusación para diluir las propias responsabilidades: los políticos atribuyeron el deterioro social del país a los socialistas y al movimiento obrero en general, logrando convencer de ello a buena parte de la burguesía, hasta obsesionaría con el peligro revolucionario; los líderes obreros no cesaron de acusar a los gobiernos y a la patronal, y estos últimos no ahorraron invectivas contra el internacionalismo (fuera proletario o masónico) y contra los otros Estados, presentándolos en los momentos de crisis como otros tantos obstáculos para el desarrollo de la propia nación. En el generalizado empeño por hallar culpables, alcanzó fortuna el antisemitismo y, si en algunos países, como en Rusia, se alentaron programas desde las más altas instancias de poder, en casi todos los demás gozaron de popularidad las tesis sobre la desigualdad racial y el desprecio hacia los judíos. El vitalismo, la valoración de lo irracional y otras actitudes mantenidas por pensadores y artistas reforzaron un cuadro propicio al movimiento de masas y a la convulsión social, aprovechado por sectores conservadores para ensalzar la guerra como medio de purificación del país. En Alemania y Austria se extendió el pangermanismo; pero en Francia predicaba la guerra con idéntico entusiasmo Action Francaíse; en Italia, los jóvenes nacionalistas de derecha, con D'Annunzio como personaje relevante; en el Reino Unido adoptaban posturas similares la Liga Naval y la redacción del Times. Con todos sus matices, porque no cabe entenderlo como fenómeno homogéneo, el nacionalismo se convirtió de hecho, a principios de siglo, en el movimiento político más relevante. Esto ha movido a algunos estudiosos a considerarlo como la causa central y principal de la Primera Guerra Mundial, atribuyéndole mayor incidencia que a las disputas diplomáticas y a los problemas políticos internos de los países comprometidos (Farrar, 1995).
La práctica política de los gobiernos no fue en absoluto ajena a todo lo dicho y a ella corresponde el protagonismo en la creación de dos situaciones que incidieron de modo directo y determinante en el estallido de la guerra, que son consecuencia del aludido ambiente nacionalista: las políticas de rearme y la consolidación de los bloques de alianzas. Alarmados por las crisis prebélicas (los conflictos en Marruecos y las guerras en los Balcanes) todos los gobiernos incrementaron la carrera de armamentos y aceleraron el militarismo en la opinión pública para recibir el apoyo necesario y, al mismo tiempo, reforzaron las alianzas. A pesar de la resistencia de Austria e Italia, Alemania logró en 1912 renovar la Triple Alianza por seis años y también en 1912 se reforzó el otro bloque, la Triple Entente, cuyos estados mayores entablaron conversaciones sobre auxilio militar mutuo. A partir de entonces se creó la circunstancia que hizo posible la guerra: los dos bloques de alianzas estaban tan sólidamente establecidos que los gobiernos no pudieron controlar su actuación cuando las disputas internacionales abocaron al conflicto. Esto es lo que sucedió en 1914, aunque podría haberse producido uno o varios años antes, pues salvo el incidente de Sarajevo nada especialmente relevante ocurrió en aquella fecha.
Desde el comienzo del siglo la situación diplomática estaba sumamente enmarañada. La consolidación de los dos bloques de alianzas era un hecho, pero en el interior de cada uno persistían algunas dudas. Italia había firmado una convención naval con Austria en 1912, pero no se comprometió a intervenir en caso de que la Triple Alianza declarara la guerra a Francia o al Reino Unido. En el otro lado subsistía, sobre todo, la duda acerca de la actitud británica, debido a sus negociaciones con Alemania en 1912, si bien el Reino Unido se había negado a la propuesta del canciller alemán de mantenerse neutral en caso de guerra. A ello había que añadir los múltiples intereses de las grandes potencias en los Balcanes y el intrincado entramado de relaciones con los países de la zona. Serbia contaba con el apoyo de Rusia y Francia; Bulgaria se inclinaba hacia Austria por temor al engrandecimiento de Serbia; Rumanía tenía buenas relaciones con Francia, aunque su rey Carol I era miembro de la dinastía alemana Hohenzollern-Sigmaringen y se inclinaba hacia la Triple Alianza; también el rey de Grecia, Constantino I, cuñado de Guillermo II, era favorable a Alemania, pero el jefe del gobierno Venizelos y la opinión pública lo eran del Reino Unido; mientras Turquía se mostraba completamente inclinada a favor de Alemania.
La colisión de influencias en los Balcanes tuvo indudable importancia en 1914, como lo demuestra el hecho de que el suceso de Sarajevo hiciera aflorar, de modo conjunto, el antagonismo arrastrado entre las grandes potencias desde tiempo atrás. Este acontecimiento suscitó con mayor virulencia que en cualquier otra ocasión el enfrentamiento histórico entre Rusia y el Imperio austro-húngaro, pues uno y otro supusieron que la mínima cesión por su parte implicaba un grave retroceso internacional y conllevaría serios problemas internos: Rusia perdería su condición de protector del eslavismo, ahora más necesaria que nunca para un régimen desprestigiado tras la derrota ante Japón y acosado por los movimientos revolucionarios internos, y Austria-Hungría se exponía a una convulsión en sus propias estructuras, dado el carácter centralista y multinacional del imperio. La pertenencia de ambos antagonistas a los dos bloques de alianzas suscitó, casi de forma automática, otros enfrentamientos históricos. Por una lado, el ya tradicional entre Francia y Alemania, recrudecido a causa de las crisis marroquíes y aumentado constantemente por la disputa de Alsacia-Lorena, asunto un tanto relegado a segundo plano en las relaciones diplomáticas bilaterales, pero que continuaba nutriendo el nacionalismo en ambos países y contribuía a enfervorizar el militarismo popular. Por otra parte, la rivalidad más reciente, pero quizá de mayor envergadura, entre Alemania y el Reino Unido, suscitada por la disputa de la hegemonía económica mundial y por la escalada naval emprendida por ambos países pensando en un enfrentamiento posible con el otro, asunto que contribuyó de forma decisiva a impulsar las políticas de rearme en toda Europa.
La expresión de estos antagonismos en dos bloques de alianza consolidados hizo imposible cualquier compromiso en el verano de 1914, una vez que Austria-Hungría y Serbia, ésta con el apoyo explícito de Rusia, mostraron la máxima rigidez en el mantenimiento de sus pretensiones. Basados en que el arma utilizada por Gavrilo Prinzip, el asesino de la pareja imperial en Sarajevo, era de procedencia serbia y que ciertos oficiales de ese país habían participado en la preparación del atentado a través de la organización «Mano Negra», el gobierno y el estado mayor austríacos consideraron llegado el momento para castigar a Serbia y la culparon del atentado. El gobierno serbio no había tenido nada que ver en el asunto e incluso había advertido a Viena de la posibilidad de un suceso inesperado durante el viaje del príncipe heredero a Bosnia, pero Austria consiguió extender por Europa su acusación y recurrió de inmediato a Alemania en busca del apoyo decisivo para acabar con Serbia. El 5 de julio, el emperador Francisco José escribió con toda claridad sus intenciones a Guillermo II: «La paz no se convertirá en una certidumbre hasta que Serbia desaparezca como potencia en los Balcanes. La política de paz emprendida por todos los monarcas europeos quedará comprometida en tanto que ese foco de agitación criminal quede impune». Al día siguiente, el gobierno de Berlín responde con este telegrama: «En cualquier caso Rusia será hostil… y Viena debe tener la seguridad de que si estalla la guerra entre Rusia y Austria-Hungría, Alemania estará al lado de su aliado. Por otra parte, Rusia está lejos de estar preparada para la guerra… por lo que sería lamentable que Austria no sacara partido de las circunstancias presentes, tan favorables…». Amparada en estas seguridades, el 23 de julio Austria-Hungría lanza un ultimátum a Serbia, exigiendo el cese de la propaganda hostil, la destitución de los oficiales y funcionarios supuestos responsables del atentado de Sarajevo y la apertura de una investigación judicial sobre el caso con participación de delegados del gobierno de Viena. Como ultimátum es generalmente interpretado como amenaza a la soberanía serbia, Rusia reacciona el 25 de julio expresando su firme apoyo a Serbia. Ese mismo día el Reino Unido inicia el primero de sus intentos, todos vanos, para comprometer a Alemania a apaciguar el conflicto. Alemania no comunica a Viena la gestión británica y una vez finalizado el plazo del ultimátum, el 28 de julio, Austria-Hungría declara la guerra a Serbia. El día 30 Nicolás II ordena la movilización general en Rusia, y Austria-Hungría responde con la misma medida un día más tarde. El primero de agosto Alemania hace lo propio y declara la guerra a Rusia. A partir de ese momento se produce una cascada de declaraciones bélicas: Alemania contra Francia y Bélgica (día 3), el Reino Unido contra Alemania (día 4), Austria-Hungría contra Rusia (día 5), Serbia contra Alemania (día 6), Francia contra Austria (día 11), el Reino Unido contra Austria (día 13). El día 20 el conflicto sale de Europa: Japón declara la guerra a Alemania, la cual responde con la misma moneda dos días después. El 2 de noviembre Turquía entra oficialmente en el conflicto declarando la guerra a Francia, el Reino Unido y Rusia.
Antes de finalizar 1914, quedan constituidos los dos bloques contendientes en una guerra que por la participación en ella de Japón y el compromiso de las colonias tiene desde su inicio extensión mundial. La Triple Alianza, reducida a Alemania y Austria-Hungría, pues Italia abandona su compromiso e inicialmente se mantiene al margen de las hostilidades, cuenta con el apoyo de Turquía y de Bulgaria. Los componentes de la Triple Entente (el Reino Unido, Francia y Rusia) mantuvieron su unidad y junto a ellos se alinearon en el primer momento Serbia, Bélgica y Japón y más tarde Rumanía, Grecia, Portugal, Italia (el 23 de mayo de 1915) y en 1917, Estados Unidos, cuyo concurso arrastra a las repúblicas americanas de Bolivia, Perú, Brasil y Uruguay. En Europa sólo unos pocos países permanecieron neutrales: Suiza, España, Holanda, Dinamarca, Noruega, Suecia y Albania.