1.1 Dinamismo industrial y renovación del capitalismo liberal
Al comienzo del siglo XX, la agricultura y las formas de producción artesanales mantienen su predominio histórico en el mundo, pero en los territorios occidentales más avanzados el hecho económico determinante es la industrialización. A partir de 1896-1897, una vez superada la crisis iniciada en los años setenta (la «gran depresión»), la economía occidental comenzó una expansión extraordinaria a escala mundial que propició el aumento del número de consumidores y del ritmo de inversiones, al tiempo que aparecieron nuevas tecnologías que transformaron el viejo sistema protagonista de la primera fase de la industrialización. Resultado de este proceso fue el desarrollo de la producción de acero, electricidad, petróleo y de la industria basada en la química orgánica. Todo esto creó un marco inédito para el crecimiento industrial y lanzó un nuevo reto, consistente en ensamblar la irrupción de empresas apoyadas en las nuevas tecnologías con los sectores que habían fundamentado el viejo sistema: textil, carbón, vapor, hierro, química mineral e industrias mecánicas. A este proceso llegaron en posición más favorable aquellos países como Alemania, Italia, Estados Unidos y, en parte, Japón, que no habían destacado durante la primera fase de la industrialización y, por esta razón, pudieron asumir mejor las nuevas tecnologías, mientras que el Reino Unido y en menor medida Bélgica y Francia tuvieron mayores dificultades para adaptar a las nuevas exigencias su amplia, pero envejecida, estructura industrial.
La apuntada innovación tecnológica se hizo cada vez más espectacular, pero hasta la Primera Guerra Mundial los antiguos sectores continuaron siendo el fundamento del desarrollo industrial. La industria textil perdió en los primeros países industrializados buena parte de su importancia relativa, pero no su carácter de sector básico, al tiempo que experimentó notables avances en Francia, Alemania e Italia. Lo mismo sucedió con la explotación de las minas de hierro y de carbón, que continuaron siendo el núcleo de la industrialización. En 1913 el carbón proporcionaba el 88,5% de la energía utilizada por la industria y es en esta época cuando realmente se generalizan las máquinas de vapor. El auténtico motor de la industria en estos años fue la siderurgia, gracias a su propio desarrollo y a la aplicación de algunas novedades tecnológicas aparecidas en la segunda mitad del siglo XIX. Del hierro y del acero dependieron los sectores con mayor vitalidad: ferrocarriles, construcción naval, armamento, metalurgia y, en fase inicial, automóvil y aviación. El crecimiento de los viejos sectores prosiguió a buen ritmo en el Reino Unido, aunque en la mayoría de ellos cada vez se dejó sentir más la competencia de otros países, de modo que la histórica hegemonía británica fue disipándose paulatinamente o no existió en las industrias desarrolladas durante la segunda mitad del siglo XIX, como fue el caso de la química, en la cual el predominio alemán resultaba incontestable en vísperas de la Guerra Mundial.
Así pues, el viejo sistema no perdió su carácter de referencia básica, pero comenzó a sufrir apreciables transformaciones a partir de la aplicación de los numerosos inventos técnicos desarrollados durante los últimos años del siglo XIX. Los mayores efectos derivaron de la electricidad. La utilización comercial de la dinamo a partir de los años ochenta permitió disponer de corriente continua capaz de alimentar un motor en marcha y resultó rentable la aplicación de la energía eléctrica a la industria. Inmediatamente se creó un gran número de sociedades en Estados Unidos y en Europa para la producción y el transporte de electricidad. Esta nueva fuente de energía era limpia y fácil de trasladar, con lo cual se superó el problema de la concentración geográfica de las empresas y se hicieron rentables pequeñas fábricas y talleres que actuaron como complementarios de las grandes. Los motores movidos por electricidad permitieron la construcción de maquinaria precisa, lo cual provocó un auténtico movimiento renovador en la mecanización del trabajo industrial. Así pues, la unión de la electricidad, la mecánica y los permanentes descubrimientos tecnológicos estuvo en el origen del desarrollo de un amplio conjunto de sectores emergentes destinados a marcar la pauta del nuevo siglo.
En vísperas de la Guerra Mundial, el peso de los nuevos sectores industriales era, en términos absolutos, muy inferior al de la vieja industria, pero fueron tantos los cambios introducidos que se palpaba el comienzo de un nuevo tiempo. El mejor exponente de ello lo constituye el sector del automóvil, cuyo nacimiento coincidió casi con el comienzo del siglo. Iniciado gracias a la confluencia de sucesivos inventos tecnológicos (motor de explosión, cámara de aire, neumáticos…) y de la aplicación de las nuevas fuentes de energía (electricidad y petróleo), mostró enseguida las posibilidades de una nueva forma de organización del trabajo en la fábrica (la producción en cadena) y su capacidad de expansión. En Estados Unidos, primer productor mundial desde el inicio, se fabricaron 4000 coches en 1900 y 480 000 en 1913. Casi en la misma proporción, aunque con cifras absolutas muy inferiores, creció el sector en Europa, donde el primer productor era Francia con 45 000 unidades en 1913, cantidad muy alejada de la registrada en Norteamérica. Antes de la Guerra Mundial circulaban por el mundo dos millones de automóviles, el 63% de ellos en Estados Unidos. Otros sectores nuevos, producto de la convergencia de la química, de la mecánica y de la electricidad, contribuyeron de igual forma a la transformación de la industria, dando lugar a nuevas actividades, como la fotografía y el cine, o transformando radicalmente viejos sectores, como el de las comunicaciones (teléfono y radio).
El proceso de modernización de la industria, consecuencia de la aplicación de las nuevas tecnologías, y el crecimiento de la producción fueron parejos con el desarrollo del transporte ferroviario y marítimo. Todo ello favoreció los movimientos migratorios, el incremento de los intercambios comerciales y la movilidad de capitales. Los estudios recientes ponen de relieve que no conviene exagerar el alcance de la oleada proteccionista de los últimos decenios del siglo XIX. «A pesar de la existencia de leyes y de no pocas guerras aduaneras», en general se atenuaron los obstáculos jurídicos y prácticos para el intercambio de mercancías y capitales entre las grandes potencias y el resto del mundo. Entre las naciones más poderosas se firmaron acuerdos para la reducción de tarifas, los carteles y «trusts» fundaron filiales en el extranjero que ayudaron a sortear los obstáculos aduaneros formales y la disminución en los precios de los fletes internacionales permitió superar sin grandes dificultades la elevación de los costes de entrada de mercancías cuando ésta se produjo. La modificación en el sistema de intercambios internacionales resultó apreciable y de ella salieron favorecidas las concentraciones empresariales y en muchas ocasiones quedaron penalizadas las pequeñas y medianas empresas (Y. G. Paillard,1994,172). La aceleración del comercio mundial se benefició, asimismo, del incremento de la moneda en circulación gracias al descubrimiento de minas de oro en Sudáfrica y el aumento del volumen de extracciones en las de Norteamérica y Australia. La adopción progresiva del patrón oro, con sus efectos favorables para los pagos internacionales, completa este panorama económico, tendente cada vez más a la mundialización.
Los dos primeros decenios del siglo fueron de expansión económica, con breves crisis de desigual incidencia geográfica en 1903-1904, 1907 y 1911-1913. Los países más favorecidos fueron los situados en la Europa noroccidental, como muestran los datos cuantitativos. El Reino Unido, Alemania, Francia, Holanda y Bélgica acumulaban en estas fechas más de la mitad del comercio mundial, mientras que Estados Unidos, que estaba al frente de las nuevas tecnologías, poseía el 11%. En 1913 el 83% de las inversiones internacionales, por lo demás sumamente rentables, procedían del Reino Unido, Alemania y Francia. Los precios de referencia del comercio mundial se establecían en las bolsas de comercio de Europa, sobre todo en la de Londres. Los intercambios internacionales estaban en manos, casi en exclusiva, de empresas de transporte ferroviarias y navales europeas, y la libra esterlina divisa internacional del sistema basado en el patrón oro, era la moneda de reserva y de facturación del comercio en el mundo. La prosperidad de los países más industrializados de Europa resultaba incuestionable, aunque el ritmo de crecimiento fue dispar. El del Reino Unido resultó claramente inferior al de Alemania y Francia, pero esto no fue obstáculo para que en 1914 Londres mantuviera su condición de centro comercial y financiero mundial. Por el contrario, Alemania se manifestó como el país más dinámico, gracias a una industria perfectamente acoplada a las nuevas tecnologías, en particular en los sectores metalúrgico y químico, y a una organización racional de los métodos de producción. En este país tuvo lugar, mejor que en cualquier parte de Europa, la adaptación de la estructura empresarial a las nuevas exigencias de la economía mundial, logrando de esta forma una acusada eficacia. No sucedió lo mismo en Francia, donde la agricultura continuó siendo un sector decisivo (representaba el 40% de la economía nacional) y abundaban las pequeñas empresas de ámbito nacional. Aunque los sectores industriales tradicionales no se mostraron especialmente activos, se alcanzó cierta prosperidad gracias a la implantación de nuevas industrias (caucho, electricidad, automóvil…) y a la participación de grandes empresas francesas en los negocios internacionales.
La prosperidad de Europa se fundamentó en el crecimiento demográfico, el avance intelectual y tecnológico, la potencia industrial y la supremacía monetaria (S. Berstein y P Milza,1996,18-19). La población europea su multiplicó por 2,5 a lo largo del siglo XIX y en 1900, con un total de 423 millones de habitantes, constituía el 27% de la población mundial. La mayor densidad demográfica y el crecimiento más acelerado se registraron en Europa noroccidental, en coincidencia plena con la zona de mayor desarrollo económico. Importancia considerable tuvo la emigración de los europeos, cuya expansión por todo el mundo se produjo a un ritmo creciente hasta 1914, fecha en la que unos cincuenta millones de personas de origen europeo se habían instalado en otros continentes. La emigración ralentizó el crecimiento demográfico del viejo continente, pero sirvió de apoyo a los movimientos internacionales de capital y facilitó la apertura de mercados, al tiempo que tuvo una notable incidencia social en Europa, donde el descenso de demanda hizo elevar los salarlos industriales y abaratar el precio de la tierra.
El avance intelectual y tecnológico fue, durante mucho tiempo, un fenómeno típicamente europeo y, aunque cada vez se percibía con mayor claridad la concurrencia norteamericana, a comienzos del siglo XX los más reputados científicos, así como los artistas plásticos y los creadores literarios de mayor prestigio todavía trabajan en el viejo continente. También la industria era en el inicio del siglo característica de Europa, de donde procedía, en 1914, el 44% de la producción mundial. Las grandes zonas industriales de los principales países agrupaban casi toda la actividad conocida y en ellas operaban las potentes empresas que dominaban el mercado internacional. Por su parte, el sistema monetario internacional basado en el patrón oro estaba orientado a beneficiar las monedas más fuertes de Europa, todas ellas, sobre todo la libra esterlina, convertibles en oro y sostenidas por una importante red bancaria que extendía su actividad a todo el planeta.
El proceso hacia la mundialización de la economía llevó consigo la transformación del capitalismo liberal. Los tiempos eran especialmente propicios para grandes empresas dotadas de capital suficiente para conseguir incorporar las nuevas tecnologías, renovar maquinaria y técnicas de producción y abaratar los precios para competir ventajosamente en el mercado. De este modo, comenzó a adquirir relevancia la concentración empresarial y con el apoyo de la banca se crearon en los países más desarrollados carteles, «trusts», «holdings» y otros sistemas de concentración que transformaron la forma del trabajo fabril y tendieron inmediatamente a constituir monopolios y oligopolios que falsearon el juego de la libre concurrencia, una de las bases del liberalismo clásico. El sistema bancario, cada vez más perfeccionado y extendido entre la población mediante sucursales urbanas que propiciaron el drenaje del ahorro de las clases medias, incrementó su capacidad operativo. La compra de acciones y obligaciones en bolsa dejó de ser exclusiva de los sectores sociales más potentes al extenderse a capas sociales más amplias. En las fábricas se demostró que la producción en cadena (fabricación de amplias series de artículos idénticos) incrementaba la productividad y reducía costes, con lo que comenzó a vislumbrarse un cambio sustancial del papel del obrero (en 1912 Taylor formuló su teoría del «scientific management», origen del trabajo en cadena). Los cambios obligaron asimismo a los Estados a variar su participación en la economía e incrementar su intervención, añadiendo a las clásicas funciones monetarias y aduaneras otras muy novedosas y de amplias consecuencias sociales, sobre todo las relacionadas con la protección laboral de los trabajadores (leyes sobre accidentes de trabajo y jubilaciones, inicio de lo que posteriormente se conoció como «Estado de bienestar» o «Welfare State»).
El dinamismo industrial registrado en esta época, denominada por eso la de la «segunda revolución industrial», fue desconocido en América Latina, en África y en Asia, donde, a pesar de la prosperidad alcanzada por algunos países especializados en la exportación de determinados productos, domina una economía atrasada marcada por los desequilibraos estructurales. En el mejor de los casos, la escasa industria existente está controlada por las potencias occidentales y se desarrolla en detrimento de las actividades tradicionales indispensables para satisfacer las necesidades inmediatas de la población. Las rentas derivadas de la exportación de productos con gran aceptación internacional (caucho y café en Brasil, carne y trigo en Argentina y Uruguay, azúcar en Cuba, nitratos en Chile, tabaco en Turquía, algodón en Egipto…) benefician a las grandes empresas internacionales y a una élite local que consume sus ganancias en una vida suntuosa, en escandaloso contraste con la de sus vecinos. La oposición entre islotes modernos situados en las grandes capitales de los Estados e inmensas extensiones rurales y urbanas sumidas en la pobreza y desconectadas de la gran ciudad incremento la desarticulación de estas economías, claramente dependientes de Occidente o, en el caso del continente americano, de Estados Unidos.
En suma, la mayor parte del mundo vivió una situación de desequilibrio económico que le impidió incorporarse a la industrialización y, por ende, al desarrollo. A pesar de todo, el dinamismo industrial no fue exclusivo de Europa. En Estados Unidos se manifestó en estos años de forma incluso más acusada, aunque, como acabamos de constatar, la presencia económica internacional de este país no alcanzó las cotas europeas. El crecimiento norteamericano se había realizado en función, sobre todo, de su gran mercado interior y, por tanto, su participación en el comercio exterior resultó escasa (en 1913 la actividad internacional norteamericana no llegaba al 50% de la británica) además, no dispuso de un sistema monetario y financiero eficaz para competir con el europeo. Sin embargo, Estados Unidos contaba con la enorme ventaja derivada de su impresionante capacidad agraria (la producción norteamericana de algodón, trigo y maíz era, con acusada diferencia, la primera del mundo) y de sus excepcionales recursos mineros en sectores de especial importancia como la hulla y el petróleo (en estos años proporcionaba el 70% de la producción petrolera mundial). A estos recursos naturales, que ya en 1900 habían convertido al país en la primera potencia siderúrgica del mundo, debe unirse la intensa aplicación industrial de las nuevas tecnologías y la rápida transformación del sistema de trabajo en las fábricas, donde se desarrolló más que en Europa la mecanización y la implantación de una organización científica («taylorismo, fordismo») pronto importada por la nueva industria europea.
Menos relevante es la participación de Japón en la economía mundial, pero también en este caso el crecimiento industrial alcanza cifras espectaculares, basado en un sistema incomprensible para la mentalidad occidental, consistente en la combinación de técnicas nuevas y estructuras empresariales y laborales arraigadas en la tradición histórica del país. Antiguas familias dominantes constituyeron grandes empresas («zaibatsu») que empleaban una disciplinada mano de obra dirigida por miembros de la casta feudal de los «samurais». Este sistema empresarial contó con la eficaz ayuda del Estado y, al comenzar el siglo XX, consiguió equiparar la producción industrial con la tradicional agraria del archipiélago. Sin embargo, Japón carecía casi por completo de las materias y fuentes de energía necesarias para las nuevas industrias, así como de los productos imprescindibles para alimentar a su creciente población. Su dependencia del exterior, por tanto, fue muy acusada, de ahí su necesidad de dominar en los territorios vecinos y, en consecuencia, su política imperialista.