1.5. Rivalidad internacional y sistemas de alianzas
La dimisión de Bismarck de su cargo de canciller en marzo de 1890 y la mundialización de la política a causa del expansionismo imperialista cambiaron las relaciones diplomáticas. Sin el control de Bismarck, se desmoronó el complicado sistema de equilibrio entre las naciones europeas creado por él con el objetivo de evitar la guerra en Europa y se inició un nuevo proceso que condujo a la formación de dos bloques antagónicos de países aliados. A su vez, el expansionismo colonial determinó que las relaciones entre las grandes potencias se desarrollaran en un escenario mundial, de modo que los conflictos extraeuropeos complicaron notablemente los muchos existentes en el interior de Europa. Todo ello originó un ambiente de tensión que favoreció la escalada armamentística, mientras en el interior de cada país se generó un ambiente militarista y muchas veces agresivo que enrareció las relaciones internacionales. A comienzos del siglo XX los focos de tensión se multiplicaron y, a pesar de su carácter local, se vio envuelto en ellos, de modo directo o indirecto, un buen número de países. En consecuencia, a medida que transcurrieron los años, la tensión fue en aumento, hasta que se tradujo en una guerra que, lógicamente, no podía quedar circunscrita ni tan siquiera a un continente.
La nueva política alemana alentada por el káiser Guillermo II actuó como principal desencadenante de las transformaciones diplomáticas. A los pocos meses de la desaparición de Bismarck de la cancillería, su sucesor Caprivi, aconsejado por el barón von Holstein, el auténtico inspirador de la diplomacia alemana, asestó el primer golpe al sistema de equilibrios al decidir no renovar el pacto secreto (tratado de Reaseguro) con Rusia por considerarlo desleal con el mantenimiento de la alianza con Austria (la «Dúplice», establecida en 1879). La iniciativa, acogida por el zar con auténtico desagrado, impulsó a Rusia al acercamiento a Francia. Las negociaciones entre ambos no fueron fáciles, pero fructificaron en 1893 con la Firma de una alianza. Francia, a su vez, consiguió en los años siguientes (1896-1898) llegar a una serie de acuerdos de carácter comercial y colonial con Italia y, a pesar de la pertenencia formal de Italia a la Triple Alianza, en 1902 se comprometió a no intervenir en caso de guerra entre Francia y Alemania. En pocos años, la nueva política alemana había desbaratado dos de los principales logros diplomáticos de Bismarck: el Tratado de los Tres Emperadores (1881) entre Alemania, Austria-Hungría y Rusia, destinado a solventar la rivalidad austro-rusa en los Balcanes, y la Triple Alianza (1882) entre Alemania, Austria-Hungría e Italia, encaminada esencialmente a aislar a Francia. Este país, a su vez, lograba interesantes apoyos diplomáticos gracias a su acercamiento a Rusia e Italia.
Los responsables de la política alemana fueron más lejos aún en la alteración del sistema mundial al decidir en 1898 dotar a Alemania de una gran flota de guerra. Esta medida estaba estrechamente relacionada con el programa expuesto por Guillermo II ante el parlamento en 1896, consistente en convertir al «Reich» en una gran potencia, con capacidad para intervenir en plano de igualdad con el Reino Unido y Francia en los asuntos mundiales (Weltpolitik). Lo que ante todo pretendía Alemania con su Política naval era crear una escuadra capaz de enfrentarse a la británica en aguas europeas e, incluso, forzar al Reino Unido a negociar con Alemania el reparto del mundo (R. Miralles, 1996, 83-84). Con todo, en esta escalada naval Alemania no había tomado la iniciativa ni era la única en emprenderla, pues en esos años todas las potencias europeas trataban de incrementar su poderío en el mar para hacer frente a los compromisos internacionales. Desde 1889, el Reino Unido había adoptado la doctrina del Two-Powers Standard, según la cual sólo quedaba garantizada su seguridad si la potencia de la flota británica equivalía a la suma de las otras dos más potentes del mundo. Alemania, por tanto, no inventaba nada, sino que se limitaba a contribuir a la escalada militarista característica del período, pero su política naval tuvo en el plano diplomático una gran repercusión, pues el Reino Unido la interpretó como una provocación tanto de carácter militar como económico, en un momento en el que la competencia internacional de los productos y capitales alemanes comenzaba a sentirse de forma acusada. En consecuencia, el Reino Unido buscó en Francia el punto necesario de apoyo frente a Alemania.
En 1904 Francia y el Reino Unido firmaron un amplio acuerdo (la Entente Cordial) por el que resolvieron numerosos litigios coloniales pendientes: regularon determinadas diferencias relativas a los derechos pesquemos en Terranova, fijaron las fronteras en Guinea y Gambia, establecieron un gobierno conjunto en Nuevas Hébridas y determinaron las respectivas zonas de influencia en Siam; pero el acuerdo más sustancial y que tendría en el futuro inmediato mayores consecuencias se refirió a la posición de ambas potencias en el Norte de África, donde quedó establecida la libertad de acción del Reino Unido en Egipto y la de Francia en Marruecos y la cooperación de ambas metrópolis en caso de que otra potencia intentara alterar la situación. La Entente Cordial suponía, en sí misma, un serio revés para las pretensiones de Alemania, la cual quedaba de hecho aislada frente a sus máximos competidores europeos.
El aislamiento de Alemania se completó en 1907, una vez se adhirió Francia al acuerdo entre el Reino Unido y Rusia por el que dirimían sus diferencias en Asia central (Persia, Afganistán y Tíbet) y reconocían la soberanía de China. Así se constituyó la Triple Entente, bloque claramente definido frente a la Triple Alianza (Alemania, Austria-Hungría e Italia). El sistema de equilibrio de Bismarck quedaba definitivamente deshecho en perjuicio de Alemania, pues este país había sido incapaz de aislar a Francia y de entablar algún tipo de alianza con el Reino Unido, como había deseado Guillermo II y creían factible sus consejeros.
Es difícil hallar un período en el que, como sucedió a comienzos del siglo, se originaran tantas disputas entre las potencias industriales por la defensa de sus intereses económicos y estratégicos. Esta situación fue producto de la expansión imperialista jamás había tenido lugar un reparto tan amplio del mundo entre unos cuantos países), del extraordinario crecimiento industrial experimentado en estos años, de las ideas «socio-darwinistas» que defendían la superioridad de los países fuertes y del nacionalismo acrecentado por doquier. Fueron muchos los momentos de crisis y abundaron las guerras en espacios concretos, pero ningún país potente se mostró partidario de recurrir a las armas para dirimir las diferencias con sus iguales. Sin embargo, en todas partes existió una profunda preocupación ante la posibilidad de una guerra generalizada, de ahí los esfuerzos de los gobernantes por evitarla. Entre 1890 y 1914 se celebraron con cierta frecuencia congresos mundiales por la paz; en 1901 se convocó por primera vez el premio Nobel de la Paz, concedido al suizo Henri Dunant, fundador de la Cruz Roja, y al francés Frédéric Passy, promotor en 1867 de la Liga Internacional de la Paz; en 1899 se celebró en La Haya una conferencia mundial por la paz y entre las grandes potencias se Firmaron numerosos acuerdos destinados a solventar sus diferencias coloniales. Todo ello fue insuficiente para satisfacer las aspiraciones de algunos, bien porque, como sucedió en Japón, se interpretó que había llegado su oportunidad para engrandecerse, bien porque se constató, como fue el caso de Alemania, que el propio crecimiento industrial no iba parejo con el de su dominio en el mundo. La insatisfacción, siempre fuente de problemas, podía tener otras causas, como ocurrió en Rusia, titular de un gran imperio y con presencia histórica en muchos frentes, pero cada vez con menos peso internacional a causa de su derrota militar ante Japón, de las dificultades internas tras la Revolución de 1905 y de la carencia de capitales. En situaciones como las reseñadas era muy intensa la tentación de adquirir prestigio, o recuperar el perdido, en cualquiera lugar, lo que de inmediato provocaba la reacción de otros países afectados.
No fueron únicamente las exigencias políticas y económicas las causantes del desasosiego. En todos los países los gobernantes se vieron presionados por una opinión pública paulatinamente beligerante e influida por corrientes nacionalistas que exaltaban la misión de la propia nación y mitificaban el destino glorioso al que debía aspirar. En Europa, pero también en Japón y en Estados Unidos, alcanzaron éxito novelas y ensayos dedicados a estos temas, objeto de atención recurrente por parte de la prensa, desde la que con frecuencia se lanzaron duras condenas hacia los gobiernos cuando éstos claudicaban frente a sus rivales, aunque fuera en asuntos de importancia secundaria. A los convencidos de la misión civilizadora de Occidente, principio popularizado en el último tercio del siglo XIX por los grupos de presión favorables al colonialismo (sociedades geográficas, asociaciones coloniales, misioneros), se unen al comienzo de la nueva centuria nacionalistas extremistas que proclaman la superioridad de su nación sobre las demás y no sólo sobre los territorios «salvajes» objeto de colonización. El chovinismo en Francia, el pangermanismo en el «II Reich» y en Austria, el jingoísmo en el Reino Unido y en Estados Unidos, el sueño del Gran Japón y el paneslavismo en Rusia ganan audiencia entre los militares y las masas y especialmente en determinadas capas de las clases medias.
La tensión resultó palpable en el ámbito colonial, que vivió en permanente estado de guerra. La designación tradicional del período de 1871-1914 como la «época de la paz armada» no responde a la realidad histórica y, en todo caso, sólo serviría para describir la situación en Europa. Según cálculos de J. Singer y T Small (1972, 38), en los años señalados se produjeron en las colonias un total de 28 «grandes guerras» (se consideran así las que ocasionaron más de mil muertos en ambos bandos) y nueve «pequeñas». Si, de acuerdo con estos datos, nos circunscribirnos a los tres primeros lustros del siglo XX, constatamos que no existió un solo año sin algún conflicto grande o pequeño en África, Asia o América. Al comenzar el siglo, los filipinos continuaban su lucha por la independencia contra los norteamericanos iniciada en 1899, y en África del Sur proseguía con toda su crudeza la «Guerra de los Boers«; poco después tiene lugar el importante enfrentamiento entre Rusia y Japón, al que siguen las intervenciones norteamericanas en Centroamérica, la guerra de España contra las cábilas del Rif, la invasión de Libia por Italia y las dos guerras balcánicas, enumeración que debería completarse con los múltiples enfrentamientos entre las poblaciones autóctonas y los europeos, como la llamada guerra Maji-Maji en Tanganika o las permanentes rebeliones en China. Pero la situación se agrava si descendemos al detalle y examinamos el cúmulo de enfrentamientos en los territorios colonizados entre grupos autóctonos y la respectiva metrópoli. En Tanganika, por ejemplo, Alemania mantuvo entre 1888 y 1902 seis campañas militares por año para sofocar distintas rebeliones; en Kenia sucedió algo similar a los británicos, obligados entre 1894 y 1914 a utilizar el ejército al menos una vez cada año, y Francia tuvo que efectuar un número similar de intervenciones militares para conquistar el Sudán occidental. En suma, durante la expansión colonial de finales del siglo XIX y principios del XX no existió un solo mes sin acción violenta o represión, dato que podría incrementarse si conociéramos con detalle todos los enfrentamientos de las poblaciones autóctonas entre sí y de éstas con sus metrópolis provocados por el expansionismo colonial. (H. L. Wesseling, 1992, 109).
Las guerras coloniales afectaron seriamente a las relaciones entre todos los países. Aunque en la mayoría de ocasiones se trató de conflictos localizados en los que intervinieron una o a la sumo dos grandes potencias, casi siempre exigieron apoyos indirectos o provocaron alianzas diplomáticas, por lo que, de hecho, comprometieron a países no contendientes. Estas condiciones contribuyeron, además, a incrementarlos ejércitos de las grandes potencias, en los que se crearon unidades compuestas por las poblaciones indígenas y de esta manera se extendió el militarismo por todo el mundo. En la mayoría de estas guerras las metrópolis ensayaron sistemas no convencionales, como la quema masiva de viviendas y cosechas o la utilización de métodos de terror psicológico para disuadir el apoyo de las población a las guerrillas, prefigurando los rasgos que habría de tener la gran Guerra Mundial. Pero tal vez el efecto más importante, como advierte H. L. Wesseling, fue que los ejércitos de las potencias imperialistas siempre salían victoriosos, y cuando en alguna rara ocasión se producía la excepción, como ocurrió durante la invasión de Etiopía por Italia, el país poderoso buscó los medios para vengarse de lo que consideró una afrenta, buscando en otro lugar la debida compensación. El sentimiento de superioridad de las grandes potencias fue total y como, de acuerdo con las ideas «socio-darwinistas», nadie dudaba de la superioridad natural de los fuertes, la guerra colonial no sólo fue considerada un acto heroico por el que los militares y la nación alcanzaban la gloria merecida, sino también necesario y beneficioso para construir el orden mundial exigido por los tiempos.
No cabe menospreciar, por tanto, la parte que cupo a las guerras coloniales en el deterioro de las relaciones entre las grandes potencias que condujo a la Guerra Mundial. Sin embargo, todo esto por sí mismo no fue suficiente para provocarla. Tampoco bastaron las acusadas tensiones bilaterales entre las potencias europeas. A comienzos del siglo XX, Francia y Alemania continuaban la disputa por Alsacia y Lorena, pero esto no era razón para que sus respectivas aliadas, Austria-Hungría y el Reino Unido, estuvieran dispuestas a comprometerse en una acción militar. De la misma manera, el permanente enfrentamiento entre Austria-Hungría y Rusia por los Balcanes carecía de la necesaria importancia, a juicio de Alemania, como para comprometerse en una guerra, y tampoco Francia te otorgó suficiente relevancia como para enfrentarse militarmente al imperio de los Habsburgo. Estas discordias, junto con las coloniales, incrementaron la carrera de armamentos y el espíritu belicista, pero por sí mismas probablemente no hubieran desembocado en la Guerra del 14. Lo que finalmente condujo a la gran catástrofe fue la afirmación progresiva de los dos bloques antagónicos europeos. Cuando ciertos roces o «crisis» dieron lugar a esta situación, llegó el momento en que nadie fue capaz de controlar el conflicto y éste apareció casi de manera súbita, para sorpresa, incluso, de algunos de sus responsables más cualificados. Como ha recordado E. J. Hobsbawm, el emperador austríaco Francisco José fue sincero cuando dijo, al anunciar la guerra al país en 1914: «No deseaba que esto ocurriera». Otros dirigentes europeos declararon, tras los asesinatos de Sarajevo, que en su opinión no había peligro de guerra, y altos mandos de la armada británica afirmaron, en el mismo año de 1914, que Alemania carecía de un plan naval de ataque contra el Reino Unido (el «Plan Schlieffen», concebido en 1905, preveía, sin embargo, una rápida acción contra Francia por Bélgica y otra contra Rusia, como realmente sucedió).
Al explicar el estallido de la Primera Guerra Mundial, la historiografía resalta la importancia de las crisis marroquíes de 1905 y 1911 y las guerras balcánicas de 1912-1913. Algunos atribuyen a esta consideración un exceso de europeísmo, pero al margen de los vaivenes historiográficos y de modas parece que esas crisis fueron realmente determinantes. En primer término, porque la configuración diplomática del mundo antes de la guerra era eurocéntrica, pues Japón y Estados Unidos, a pesar de su papel muy relevante, suficientemente demostrado a esas alturas, se circunscribían a sus respectivas «áreas de influencia» y se desentendieron, al menos de forma directa, de otros asuntos. Por otra parte, las crisis mencionadas proporcionaron los elementos necesarios para convertir la tensión existente en una situación incontrolado. Lo realmente importante fue el reforzamiento de los dos bloques aliados, hasta ese momento un tanto debilitados y sujetos a cualquier cambio derivado del movimiento diplomático de algunos de sus integrantes en función de sus intereses a corto plazo. Por tanto, lo sustancial de estas crisis prebélicas no radica en sí mismas, es decir, en la lucha de las grandes potencias europeas por incrementar en cada caso su influencia, sino en el hecho de que fueran aprovechadas por distintas naciones para conseguir una situación venta osa en la relación con las otras en cualquier parte del mundo y para ello reforzaron los lazos y compromisos con sus aliados.
Alemania tenía a comienzos del siglo importantes intereses económicos en Marruecos, pero según los datos disponibles no hubiera podido competir en este campo con Francia, mucho más afirmada en la zona. Además, los medios económicos alemanes comprometidos en Marruecos se inclinaban por entablar acuerdos con sus homólogos franceses y establecer un consorcio europeo coordinado por los bancos de París y de Holanda (C. Liauzu, 1994, 27). Por tanto, el golpe de efecto provocado por las declaraciones de Guillermo II en Tánger, durante su viaje a Marruecos en 1905, causa de la «primera crisis marroquí», no se debía tanto a motivaciones económicas, como políticas. El objetivo consistía en paralizar la progresión de Francia y forzarla, en último término, a un acercamiento a la propia Alemania y a Rusia para aislar al Reino Unido. Según el plan alemán trazado por el canciller von Bülow, Marruecos sería la garantía para Francia de este pretendido acuerdo encaminado a romper la Entente Cordial constituida entre Francia y el Reino Unido el año anterior. El propio canciller alemán despejó las dudas sobre la actuación del káiser al declarar a la prensa que si se dejaba completa libertad a Francia en aquel territorio, cabía esperar que actuara en colaboración con el Reino Unido de la misma forma en otras zonas en detrimento de Alemania. Para atajar esta posibilidad von Bülow solicitó una reunión de las potencias europeas comprometidas en la zona. La petición fue asumida por el resto de países y en 1906 se convocó la Conferencia de Algeciras para abordar el asunto de Marruecos, de la cual salió notablemente fortalecida Francia, pues se afirmaron sus derechos políticos en la zona. El hecho de que entre 1906 y 1909 empresas alemanas y francesas llegaran a importantes compromisos económicos para explotar las minas marroquíes (unión de la francesa «Schneider» con la alemana «Krupp») e incrementar el potencial de la «Banque du Maroc», de capital mayoritario francés, puede confirmar que lo que estaba en juego no eran tanto los intereses económicos, como los políticos.
Poco importa que en esta ocasión, una vez más, la diplomacia alemana de la época de Guillermo II errara en sus cálculos. Lo que interesa resaltar es el recelo de las otras potencias ante la forma de actuar de Alemania, temerosas de que pudiera ir más allá de la mera provocación. Tras el incidente, Francia y el Reino Unido abrieron conversaciones sobre una posible alianza militar en caso de agresión alemana, España se comprometió a intervenir si se alterara la situación en el Mediterráneo y Francia consiguió el acercamiento entre Rusia y el Reino Unido, pendientes ambas, aún, del contencioso en Persia. En consecuencia, no sólo no se debilitó la Entente Cordial, sino que tan sólo dos años después del incidente se transformó, por la unión de Rusia, en un sistema de alianza (la Triple Entente) claramente opuesto al liderado por Alemania (la Triple Alianza). De esta forma, la operación alemana en Marruecos contribuyó sobre todo a la bipolarización de Europa y, por tanto, al incremento de la tensión internacional.
La tensión se vio acrecentada, casi sin solución de continuidad, en 1908 por la decisión de Austria-Hungría de anexionarse Bosnia-Herzegovina, paso previo para acabar con los propósitos expansionistas de Serbia en los Balcanes. De inmediato se aceleró la escalada militar en la zona y mientras Serbia llamó a sus reservistas y adoptó otras medidas para prepararse para una guerra inminente, Austria-Hungría envió 29 batallones y 80 000 soldados a Bosnia. A su vez, se desencadenó una escalada de reacciones diplomáticas. Rusia, siempre en apoyo de los intereses serbios, intentó recabar la ayuda de Francia para obligar a Austria-Hungría a rectificar, pero el gobierno francés no atendió la petición, alegando que la opinión pública no apoyaría una actuación en los Balcanes, pues no peligraban intereses vitales de Rusia. Por su parte, el Reino Unido condenó los hechos, aduciendo que Austria había asestado un serio golpe al «buen orden internacional», pero no fue más lejos. Alemania, sin embargo, no abandonó a su aliado y, al final, tanto Rusia como Serbia se vieron obligadas a aceptar los hechos consumados. En definitiva, toda Europa se movilizó ante la actuación austríaca y una vez más los responsables diplomáticos se cruzaron notas de todo tipo, que podemos interpretar como signos del enrarecimiento del ambiente, pero las cosas no fueron a más. Es decir, a pesar de todo, la situación pudo ser controlada.
En 1911 un nuevo incidente en Marruecos, la «segunda crisis», provocó tantas reacciones que pareció imposible evitar la guerra. En la Conferencia de Algeciras se había reconocido a Alemania el derecho de impedir que Francia penetrara militarmente en el interior de Marruecos, fuera de las zonas costeras donde ésta ejercía su «mandato policial». Esto es lo que sucedió aquel año. En una de las frecuentes revueltas contra el sultán quedaron bloqueados y amenazados los europeos establecidos en Fez. Francia envió a su ejército para liberarlos, pero no se detuvo en ello y emprendió una amplia campaña militar que dio como resultado la ocupación de las ciudades más importantes (Fez, Meklnez y Rabat), al tiempo que España hacía lo propio en Larache y Alcazarquivir, en el territorio a ella asignado por la Conferencia de Algeciras. Era evidente que los acuerdos de 1906 habían sido violados y de ello se hizo amplio eco la prensa internacional. Como es lógico, en Alemania se concedió especial relevancia al asunto y los sectores nacionalistas y las ligas pangermanistas presionaron a su gobierno para que frenara el expansionismo francés y aprovechara la ocasión para resarcirse de las decepciones sufridas tras la crisis de 1905. Convencido de que ello era posible, el gobierno alemán trazó un plan arriesgado que combinaba el golpe de fuerza con la diplomacias envió al cañonero Panther al puerto de Agadir, el único libre del control franco-español, con la excusa de proteger a los alemanes instalados en Marruecos y exigió a Francia que a cambio del reconocimiento de plena libertad de movimientos en Marruecos, cediera a Alemania todos sus territorios en el Congo. La negativa tajante del gobierno francés, tan presionado por la opinión pública como lo estaba el alemán, pareció conducir a la ruptura definitiva, sobre todo tras conocerse que el Reino Unido estaba dispuesto a apoyar a Francia con las armas si fuere necesario. Rusia, sin embargo, no se prestó públicamente a participar en una operación de esa naturaleza contra Alemania, pero bastó el prometido apoyo británico a Francia para que Alemania paralizase sus exigencias y aceptara abrir conversaciones con Francia, las cuales concluyeron con un acuerdo mutuo sobre la delimitación de sus respectivas zonas de actuación en África central (Alemania reconoció oficialmente el derecho de Francia a establecer un protectorado en Marruecos a cambio de sesiones territoriales encaminadas a la formación de la Mittelafrika).
En septiembre de 1911, cuando aún no se había llegado a la firma del acuerdo anterior, Italia declara la guerra a Turquía sin motivo aparente. Esta iniciativa trasladó el principal foco de tensión al Mediterráneo oriental, donde en estos momentos se vivía una situación de extrema conflictividad a causa de las sublevaciones de los pueblos balcánicos contra las persecuciones y masacres perpetradas por el nacionalismo intransigente del movimiento de los «Jóvenes Turcos». El éxito militar de Italia fue inmediato y en pocos meses, entre 1911 y 1912, ocupó los territorios turcos de Tripolitania y Cirenaica (a los que convirtió en colonias italianas con el nombre de Libia) y se apoderó de Rodas y de otras islas del Dodecaneso. La iniciativa italiana fue mal acogida por su aliada Alemania, protectora a la vez de Turquía, y provocó los recelos de Francia, es decir, dio lugar a un nuevo conflicto diplomático a varias bandas en Europa, pero sobre todo actuó como revulsivo en los Balcanes. El debilitamiento de Turquía fue aprovechado por Grecia, Bulgaria, Serbia y Montenegro, quienes en 1912 constituyen la Liga Balcánica y, con el visto bueno de Rusia, declaran con éxito la guerra a Turquía. En pocos meses, la Liga ocupó Macedonia y Tracia, privando así al Imperio turco de sus territorios en Europa y facilitando la independencia de Albania. Sin embargo, enseguida surgieron los desacuerdos internos en la Liga por el reparto de los territorios cedidos por Turquía y en junio de 1913 Bulgaria atacó a Serbia, provocando la llamada «Segunda Guerra Balcánica», que se resolvió en un gran triunfo para Serbia. En agosto se firmó un tratado en Bucarest por el que Grecia, Rumanía y Montenegro obtuvieron distintos territorios, pero, sobre todo, se cumplió el sueño de la Gran Serbia: su población pasó de 2,9 millones de habitantes a 4,5 y su superficie de 48 300 km a 87 000. Las guerras balcánicas convirtieron a Serbia en la gran rival de Austria-Hungría en los Balcanes.