II
En el Museu Egipci, Puente estaba ordenando la biblioteca del sótano. Las manchas de sangre del suelo iban a necesitar un tratamiento de limpieza industrial y, probablemente, disolventes especiales, pero no era eso lo que le preocupaba. Lo único que le preocupaban eran las reliquias que había sobre el escritorio.
Uno a uno, volvió a colocar los pergaminos que había sacado de la caja de seguridad especial. El último no encajaba correctamente en el hueco de la caja, como había supuesto: era un poco más grande de lo adecuado. Tendría que conseguir un contenedor especial fabricado a medida cuanto antes. Mientras tanto, empezó a dar vueltas hasta que encontró una caja de cartón pequeña, la rellenó con algodón y, con sumo cuidado, colocó el pergamino en su interior. Luego cogió un rotulador y escribió «Lewis» en un extremo de la caja.
Mientras cerraba la caja de seguridad, volvía a maravillarse de que ninguna de las personas que estaban en la habitación se hubiera preocupado de comprobar que el pergamino y los dípticos que había destruido eran los mismos que Ángela le había entregado. Todos estaban pendientes de las armas, y durante su deliberada maniobra con respecto a los controles del sistema de rociadores, en realidad, nadie le estaba mirando las manos.
Fue una pena que tuviera que quemar una de las posesiones más preciadas del museo, pero el texto antiguo del siglo II era completamente insignificante, comparado con el que a partir de ahora denominaría «Pergamino Lewis». También sentía haber tenido que destruir dos de los escasos dípticos que se conservaban en el museo, pero a decir verdad, eran bastante comunes, y la escritura de las superficies de cera era prácticamente ilegible.
No está mal para un viejo, pensó Puente riéndose entre dientes.