II
El teléfono de línea directa del suntuoso despacho del cardenal Joseph Vertutti en el Vaticano sonó tres veces antes de que se acercara al escritorio para cogerlo.
—Joseph Vertutti.
La voz del otro lado de la línea le era desconocida, pero transmitía un inconfundible tono de autoridad.
—Necesito verlo.
—¿Quién es usted?
—Eso no importa. El motivo de mi llamada tiene que ver con el códice.
Durante un momento, Vertutti no entendió de lo que hablaba la persona desconocida. De repente cayó en la cuenta, y tuvo que agarrarse al borde del escritorio en busca de apoyo.
—¿El qué? —preguntó.
—Es probable que no dispongamos de mucho tiempo, así que, por favor, déjese de tonterías. Me refiero al Códice Vitaliano, el libro que guarda bajo llave en la Penitenciaria Apostólica.
—¿El Códice Vitaliano? ¿Está seguro? —Al pronunciar estas palabras, Vertutti cayó en la cuenta de la estupidez de su pregunta: la existencia del códice era conocida solo por un puñado de personas en el interior del Vaticano y, que él supiera, por ninguna persona ajena a la Santa Sede. Sin embargo, el hecho de que la persona estuviera utilizando la línea directa externa implicaba que estaba realizando la llamada desde fuera de las inmediaciones del Vaticano, y las siguientes palabras del hombre confirmaron las sospechas de Vertutti.
—Estoy muy seguro. Tendrá que prepararme un pase para el Vaticano a fin de…
—No —interrumpió Vertutti—. Aquí no. Me encontraré con usted en otro lugar. —Le resultaba incómodo permitir que el misterioso hombre que llamaba accediera a la Santa Sede. Abrió un cajón del escritorio y sacó un mapa de Roma. Rápidamente sus dedos siguieron una ruta al sur, desde la estación del Vaticano—. En la Piazza di Santa María alie Fornaci, unas calles al sur de la Basílica de San Pedro. Hay una cafetería en el lado este, enfrente de la iglesia.
—La conozco. ¿A qué hora?
Vertutti miró automáticamente su cuaderno de citas, aunque sabía que no iba a encontrarse con el hombre esa mañana.
—¿Esta tarde a las cuatro y media? —sugirió—. ¿Cómo lo reconoceré?
Oyó como la voz del otro lado de la línea se reía entre dientes.
—No se preocupe, cardenal. Yo lo encontraré.