II

Menos de noventa minutos más tarde, Ángela volvía a entrar en la habitación del hotel.

—Has sido rápida —dijo Bronson, levantando la vista del libro que estaba investigando.

—He encontrado un taller en la calle Newmarket que vende coches de segunda mano —dijo ella—. He comprado una Renault Espace, con siete años. Está un poco destartalada, pero ha pasado la inspección técnica, tiene buenos neumáticos y la mayoría del historial de mantenimiento, y todo por dos mil novecientas noventa y cinco libras. He regateado con el vendedor para que lo rebajara a dos mil quinientas y se olvidara de la garantía, aunque de todas formas casi no ha merecido la pena. Le he entregado quinientas libras de depósito y el resto a plazos.

—Fantástico —dijo Bronson, mientras desenvolvía los libros de referencia que Ángela había comprado—. Eso está genial. Vale, pongámonos manos a la obra.

Mientras Bronson llevaba sus pocas bolsas al coche, Ángela devolvió las llaves de las habitaciones y pagó la factura del hotel en metálico.

—Entonces, ¿adónde vamos ahora? —preguntó ella escasos minutos más tarde, cuando Bronson salía con la Espace de la A10 para tomar la M11 en dirección a Londres, justo al sur de Trumpington—. Sé que quieres cruzar el canal, ¿pero a qué te referías con eso de un baño nuevo?

—Puede que los polis me estén buscando a mí, pero no a ti, e incluso en caso de que lo hicieran, lo lógico es que buscaran a una señora llamada Ángela Bronson, y no a la señorita Ángela Lewis. Vamos a llenar la parte de atrás de la furgoneta con módulos de muebles independientes, y luego vamos a coger el ferri en Dover. Yo me esconderé debajo de las cajas.

Ángela lo miró.

—¿Estás hablando en serio?

—Completamente. Los controles en Dover y en Calais son muy rudimentarios, por no decir algo peor. Esa es la forma más sencilla que se me ocurre de atravesar el canal.

—¿Y si me paran?

—Pues les dices que no sabes nada de mí, que llevas semanas sin verme. Actúa como si te sorprendiera que me estén buscando. No sabes nada de la muerte de Mark, y di que hace poco te has comprado una casa ruinosa en Dordoña, junto a Cahors, y que llevas un montón muebles en módulos de los almacenes B&Q para reparar el cuarto de baño.

—Pero, ¿qué pasa si me llevan a los controles y empiezan a descargar las cajas?

—En ese caso —dijo Bronson—, cuando den conmigo echas a correr y te escondes detrás del oficial de aduanas más corpulento que encuentres. Estás aterrorizada, porque te he obligado a ayudarme a escapar de Gran Bretaña a punta de pistola. Eres una víctima, y no una cómplice. Yo te respaldaré.

—Pero tú no tienes ninguna pistola —objetó Ángela.

—La cuestión es que sí que la tengo. —Bronson se sacó la pistola del bolsillo de su chaqueta.

—¿De dónde demonios la has sacado?

Bronson le explicó el segundo intento de robo fallido que tuvo lugar en la casa de Italia.

—¿Sabes que podrías ir a la cárcel solo por llevar una pistola?

—Lo sé, pero también sé que las personas a las que nos enfrentamos ya han asesinado al menos una vez, así que me quedo con ella y me arriesgo con los polis.

—Recuerda que tú también eres un poli —señaló Ángela—, lo que hace que llevar una pistola resulte peor aún.

Bronson se encogió de hombros.

—Ya lo sé, pero ese es mi problema, y no el tuyo. Haré todo lo que esté en mi mano para protegerte.

Solo una hora más tarde, Bronson salía del almacén de la compañía B&Q, situado en Thurrock, con un carrito repleto. Cargó cuidadosamente todos los módulos en la parte trasera de la Renault, asegurándose de que la bañera acrílica quedaba boca abajo en el centro.

Después volvieron a marcharse, cruzaron el Támesis a la altura de Dartford y tomaron la autopista en dirección a Dover. Bronson salió de la carretera en el último área de servicio anterior al puerto, y aparcó la Espace en la plaza de aparcamiento más apartada que pudo encontrar.

—Es hora de empaquetarme —dijo él en voz baja, sin que su tono pudiera ocultar del todo su preocupación. No estaba seguro de que la policía fuera a aceptar que había forzado a Ángela a sacarlo del país si descubrían su escondite. Sabía muy bien que ambos podían acabar como huéspedes a regañadientes en la prisión de su majestad, en caso de que todo fuera mal.

Bronson se subió a la parte trasera de la Espace y se deslizó por debajo de la bañera. Había muy poco espacio, pero levantando las rodillas hacia el pecho, pudo encajarse. Ángela amontonó cajas encima y alrededor de la bañera hasta cubrirla, luego se sentó en el asiento del conductor y abandonó el área de servicio.

En el puerto, compró un billete de ida y vuelta, con la vuelta cerrada para cinco días más tarde, en una de las oficinas de reservas con descuentos, y se dirigió a los muelles del este, siguiendo las indicaciones para los embarques. En el puesto de aduanas británico, presentó su pasaporte, y el oficial pasó la cinta magnética por el lector electrónico, dando las gracias con un ligero gruñido. El oficial del control de pasaportes francés miró las solapas granates del pasaporte y le hizo una señal con la mano para que pasara.

Más allá de las dos cabinas había otra indicación para embarcar, pero mientras se dirigía acelerando el paso hacia ella, una figura corpulenta se detuvo enfrente del coche y le hizo señas para que se dirigiera hacia la izquierda, hacia la cabina de control.

Ángela maldijo en voz baja mientras le lanzaba una agradable sonrisa, y dirigió el coche hacia la cabina. Sin salir de la furgoneta, bajó la ventanilla del conductor; mientras, uno de los oficiales se aproximó a ella, y miró en el interior de la parte trasera del vehículo.

—¿El sueño francés? —preguntó el oficial. En Dover no era algo raro encontrar gente que comprara artículos en Gran Bretaña para intentar renovar una casa en ruinas en Francia.

—¿Cómo? —respondió Ángela.

—¿Se trata de una pequeña casa de piedra en las afueras de un pueblo de la Bretaña? —preguntó con una sonrisa—. ¿Que necesita ser restaurada?

—Pues sustituya la Bretaña por Dordoña —dijo Ángela, devolviéndole la sonrisa— y ha dado en el clavo, aunque en realidad es una ciudad en lugar de un pueblo. Cahors. ¿La conoce?

El oficial negó con la cabeza.

—He oído hablar de ella, pero nunca he estado allí —dijo él—. Bueno, ¿qué lleva en la parte trasera de la furgoneta?

—La mayoría del mobiliario para el cuarto de baño principal, o al menos ese es el plan, siempre que pueda convencer a los obreros de que me lo instalen. ¿Quiere echarle un vistazo?

—No gracias. —El oficial retrocedió y le hizo señales con la mano para que siguiera adelante—. Ya puede marcharse —dijo él.

Con el corazón latiéndole a toda velocidad en el pecho, Ángela lo saludó con gesto despreocupado, arrancó la Renault y se dirigió a la puerta de salida, que se abrió automáticamente. Lo habían logrado.

El primer apóstol
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