IV

Antonio Carlotti no estaba precisamente de buen humor. A su jefe, Gregori Mandino, estaba obsesionado con esa ridícula búsqueda de la pareja de ingleses y de las reliquias que habían logrado encontrar en las colinas cercanas a Piglio, pero la mayor parte del trabajo que implicaba lograrlo había recaído sobre las espaldas de Carlotti.

Era el hombre que se había encargado de supervisar Internet y las búsquedas relacionadas, la persona a la que Mandino le había encargado investigar todos los detalles biográficos de Christopher Bronson y de Ángela Lewis, y quien tenía que deducir a qué posible lugar se dirigirían. Mandino quería resultados, para idear su plan de manera consecuente, por lo general con Rogan a remolque.

Denominar la búsqueda de Mandino «decidida» era subestimar el caso. Parecía que había dejado de lado el resto de sus responsabilidades, y como el capo de la familia de Roma, tenía un montón de obligaciones que cumplir. La búsqueda se había convertido en casi algo personal, y lo que Carlotti había aprendido desde que se convirtió en miembro de la Cosa Nostra era que nunca se debía permitir que las cosas se convirtieran en algo personal.

El guardaespaldas que había resultado herido en la propiedad cercana a Ponticelli era un buen ejemplo. El inglés, Bronson, había llamado a una ambulancia, y luego había abandonado la casa, y lo había llevado a un hospital quirúrgico de Roma. Sin embargo, para Carlotti, un guardaespaldas que había recibido un disparo ya no servía de nada. Conocía al tipo, incluso le caía bien, pero no había logrado cumplir su misión, y eso era suficiente. Los dos hombres que Carlotti había enviado al hospital habían distraído al policía que estaba de guardia y habían asesinado al herido, de forma sucia pero rápida, antes de que fuera interrogado por los Carabinieri. A eso se refería Carlotti cuando decía que las cosas no podían tomarse de forma personal.

Se preguntaba qué debería decirle a Mandino la siguiente vez que se encontraran, cuando su móvil sonó.

—Carlotti.

—No me conoce —dijo la voz, cuando Carlotti contestó el móvil—, pero tenemos un conocido en común.

—¿Sí? —El italiano actuaba con cierta cautela.

—Mi llamada tiene que ver con el códice.

—Sí —volvió a decir Carlotti, ahora con más rotundidad—. ¿De qué forma puedo ayudarle? Mi compañero ya ha salido para Barcelona.

—Lo sé. Él me ha dado su número de teléfono antes de marcharse. Tenemos que encontrarnos. Es de vital importancia para ambos.

—Muy bien. ¿Cuándo y dónde?

—¿En la cafetería de la Piazza Cavour, dentro de media hora?

—Allí estaré —dijo Carlotti, y colgó.

—Entonces, ¿de qué forma puedo ayudarle, eminencia? —preguntó Antonio Carlotti, mientras Vertutti se sentaba aparatosamente en el asiento que tenía enfrente.

—Mejor dicho, ¿cómo puedo ayudarle yo? —dijo Vertutti. Se inclinó hacia delante y se agarró con fuerza la barbilla—. ¿Cree en Dios, Carlotti?

Carlotti esperaba cualquier pregunta menos esa.

—Por supuesto, ¿por qué me lo pregunta?

Vertutti prosiguió hablando, haciendo caso omiso a su pregunta.

—Y, ¿cree que el santo padre es el representante elegido de Dios en la tierra? ¿Y que Jesucristo murió por nuestros pecados?

—En realidad, eso son tres preguntas, cardenal. Pero la respuesta es la misma para todas, sí, lo creo.

—Bien —dijo Vertutti—, porque eso es el quid del problema al que me enfrento. Gregori Mandino habría respondido «no». No es simplemente un impío: es un consumado ateo y un terrible oponente del Vaticano y de la Iglesia católica, y de todo lo que esta representa.

Carlotti negó con la cabeza.

—Conozco a Gregori desde hace muchos años, cardenal. Sus creencias personales no evitarán que lleve a cabo su misión.

—Me gustaría compartir con usted la confianza que deposita en él. ¿Qué sabe de la búsqueda que está llevando a cabo?

—En detalle, muy poco —contestó Carlotti, con cautela—. Yo he estado sobre todo a cargo del soporte técnico.

—Pero usted es el número dos de la organización, ¿no es así?

—Sí. Por eso tiene mi número.

Vertutti asintió con la cabeza.

—Permítame explicarle la situación a la que hemos llegado. Se trata de una búsqueda —comenzó— que se inició en el siglo VII bajo el mandato del papa Vitaliano. Una búsqueda que podría afectar el futuro de la Santa Madre Iglesia.

—Y, ¿qué es exactamente esa Exomologesis? —preguntó Carlotti, tras escuchar la explicación de Vertutti acerca del Códice Vitaliano.

—Es una falsificación —explicó Vertutti, y comenzó a relatar una historia completamente ficticia que había ideado la noche anterior— pero muy convincente. Se trata de un documento que tiene como objeto demostrar que Jesucristo no murió en la cruz. Aunque —añadió con una sonrisa— la fe de los verdaderos cristianos es lo suficientemente sólida como para descartar tal invento, y el Vaticano puede demostrar la falacia del documento en sí, pero la existencia de este pergamino es suficiente para crear dudas acerca de nuestra religión. Con cada vez más personas apartándose de la iglesia, sencillamente no podemos permitirnos que salgan a la luz ese tipo de dudas.

Carlotti parecía desconcertado.

—Pero creía que Gregori había recuperado la Exomologesis. Pensaba que era lo que se había ocultado en la casa de las afueras de Ponticelli.

—Mandino se la llevó de la propiedad, pero hemos descubierto un texto adicional en la parte inferior del pergamino. Dicho texto dice que existe otra copia del documento, así como dos dípticos (son una especie de libros antiguos con tapas de madera) que podrían demostrar la validez del pergamino. Sabemos que esos dos dípticos, así como el pergamino, deben ser falsificaciones, pero sencillamente no nos podemos permitir que el contenido de dichos documentos salga a la luz. Estas tres reliquias adicionales han sido robadas por el inglés Bronson y su ex mujer.

Carlotti continuaba pareciendo confundido.

—Sé de la existencia de Bronson, y entiendo lo que quiere decir, cardenal, pero confiemos en que Gregori recupere dichos objetos cuando llegue a Barcelona.

Siguiendo las instrucciones de Mandino, Carlotti había estudiado detenidamente los antecedentes de Bronson y de la señora Lewis. De los dos, el único posible vínculo con académicos europeos era el trabajo de investigación que la señora Lewis había llevado a cabo previamente con Josep Puente, motivo por el que Carlotti había enviado a dos de sus hombres para que vigilaran el Museu Egipci de Barcelona, con información detallada de la apariencia física de Bronson y Lewis, y motivo por el que Mandino se encontraba de camino a España.

—Eso es precisamente —dijo Vertutti, inclinándose hacia delante con seriedad para dar énfasis a lo que estaba diciendo— lo que me preocupa. Por desgracia, Mandino y yo nunca hemos visto el asunto de la misma forma, y me ha dicho que, una vez que recupere las reliquias, intentará hacerlas públicas. Con sus creencias religiosas, o mejor dicho, antirreligiosas, eso no me ha sorprendido, y no parece preocuparle el daño irreparable que su actuación provocará a la iglesia.

—Entonces, ¿qué puedo hacer yo al respecto? —preguntó Carlotti.

Vertutti se inclinó aún más hacia delante, bajó el tono de voz e hizo la sugerencia que llevaba ideando los últimos tres días.

Diez minutos más tarde, Vertutti le dio la mano a Carlotti y se marchó de vuelta al Vaticano. Mientras caminaba, notó que sudaba ligeramente, y no precisamente por el suave calor de la noche romana.

El primer apóstol
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